El joven y la profesora desobediente

  Con 31 años, pese a que las pecas de su cara le confirieran un aspecto más aniñado, haber ganado una plaza como catedrática de instituto e...

jueves, 21 de enero de 2021

Las consentidas nenas de la Familia Moretti. Capítulo 8. El despertar de Beatriz.

 

 


El sonido de unos pesados pasos en la escalera rescató de sus oníricas andanzas a la joven pelirroja que, plácidamente, dormía recostada en la misma posición en la que había sido acostada. La fría luz de la mañana se filtró cuando frau Muller abrió la puerta de la habitación que, merced a unas pesadas persianas, había permanecido en la penumbra más absoluta.

- Señorita, ¿Está despierta?

Un gemido fue toda la respuesta que obtuvo de la aun adormilada Beatriz Doherty.

- ¿Ha podido dormir bien? - otro gemido fue la respuesta-.

- Pues me alegro señora.

La robusta alemana subió la persiana haciendo que la alcoba se viera inundada por una súbita y desbordante luminosidad.

Tras entreabrir la ventana oscilo-batiente, el ama de llaves comenzó a liberar las pesadas sábanas de vinilo de la presa del colchón. Las sábanas se encontraban completamente cubiertas de condensación en su parte interna, formando perlas de humedad que aumentaban la refulgencia del ya de por si brillante material, y que, tras decantarse durante la noche, habían dejado abundantes depósitos de sudor en las partes donde el peso de la muchacha había creado depresiones en el colchón.

- ¡Fíjese como ha puesto todo, señorita! Es que esta sido una noche de calor sofocante.

Un gemido de la yaciente pelirroja subrayó las palabras de la mujer.

Odet Muller  comenzó a liberar las  restricciones que mantenían a la institutriz inmovilizada en su lecho, cuando las cadenas de los tobillos fueron finalmente retiradas Beatriz se flexionó y estiró, tratando de recuperar cuanto antes la sensibilidad y la vida en sus entumecidas piernas.

- Vamos señorita, la ayudaré a levantarse, tenemos que andar ágiles, las niñas se despertarán en un rato.

Poniéndose en pie, Beatriz gimió otra respuesta supuestamente afirmativa.

La alemana se puso tras Bea y, como meticulosidad, comenzó a deshacer los cordones del monoguante que había aprisionado los brazos de la institutriz durante la noche. Finalmente, y tras desabrochar los tirantes, la abertura del guante fue lo suficientemente grande como para deslizarlo hacia abajo y permitir a los hombros de la cautiva una tregua en la agonía que habían sufrido a los largo de toda la noche, inmóviles en forzada posición. La joven se frotó los brazos mientras dolorosos pinchazos le anunciaban que los nervios estaban recuperando la sensibilidad. Las venas  de la mano, por lo normal sutiles caminos azules bajo su delicada piel, se encontraban hinchadas y los habitualmente pálidos suaves y pálidos dorsos de sus manos eran, ahora un cordillera azulada de venas dilatadas.


 

Como una bailarina que conoce su coreografía y tras despojarse de su camisón,- tan empapado por el sudor y la saliva que fue directamente arrojado a la cesta de la colada-, la institutriz se giró para permitir a la recia alemana aflojar los nudos de su corsé. Un suspiro de alivio se produjo cuando la presión de la prenda cesó de constreñir el abdomen y las costillas de la mujer.

Una pequeña llave dorada abrió el candado que aseguraba la correa de la mordaza que distendía grotescamente la mandíbula de la joven forzándola a salivar de forma ridícula. Un hilo de baba cayó sobre el plastificado escote de la pelirroja cuando el metal abandonó la boca que había atormentado. Bea masajeó los crispados músculos de su mandíbula que, incluso tras restirar la restricción permanecían fijados en abierta posición, incapaces de relajarse. Solo tras el masaje y con gran dolor, la institutriz pudo recuperar el uso de su carnosa boca.

El siguiente paso en su ritual matutino era la ducha, a la que fue acompañada por su fiel escolta.

- Oh… esa mordaza estaba demasiado apretada. Me ha machacado los labios… y me estoy muriendo de sed.

- No se preocupe señorita, el gloss hará su trabajo, y estará radiante para este nuevo día. Enseguida desayunamos señorita, no es conveniente que beba antes de  ponerse el corsé. Tenga un poquito de paciencia.

Una vez en la ducha Beatriz se miró. El sudor envolvía su cuerpo creando una capa liquida entre el látex del catsuit y su propia piel. Aunque sabía que el objetivo era mantener a las damas reconfortadas con una sensación de cálida indefensión, un efecto secundario de las pesadas capas de plástico que las arropaban durante la noche era que, cada mañana, sobre todo tras noches tan calurosas como aquella, las damas se despertaban nadando en su propio sudor, como alguna chica de humor rápido había definido en su colegio mayor “cocidas en su propio jugo”.

Una vez dentro de la bañera, Frau Muller bajó la cremallera del catsuit dejando al aire la humedecida piel de la espalda de la pelirroja institutriz. Bea sintió un escalofrío de frío, a pesar de los veintitrés grados de temperatura, que no pasó desapercibida a su severa guardiana.

-Lo ve… es mejor que las jóvenes amas duerman abrigadas. No queremos que se resfríen.

El látex del catsuit se fue deslizando hasta los pies donde la transpiración se había apozado creando una cascada de agua que manó del ardiente capullo de plástico.

La teutona comprobó la temperatura del agua que salía por la ducha que sostenía en su mano.

- ¿Va a querer el ama que la bañe?.

- No, gracias, Odet, me apaño bien sola. Ve a preparar la ropa. Hoy necesitaré algo serio pero que me permita trabajar con las niñas. Ballgag de siete centímetros, creo que causará buena impresión.

- Sin duda, señorita Beatriz. Con su permiso. Y Bea quedó sola, enjabonándose bajo la caliente lluvia que recorría su cuerpo deslizándose por cada surco, y por cada curva de su anatomía.


 

El winche  del techo emitió un sonido mecánico cuando la señora Muller pulsó uno de los dos botones del mando a distancia que sostenía en su mano. La barra, similar a un trapecio quedó suspendida meciéndose a media altura. Beatriz, vestida tan solo con un delicado conjunto de lencería, permanecía inmóvil, observando las maniobras del ama de llaves. Con expresión de haber realizado este ritual muchos días, la pequeña pelirroja levantó sus brazos hasta alcanzar la barra, donde, gentilmente, Odet los aseguró con los grilletes con protección de piel que se encontraban a cada lado de la barra. Revisó las restricciones de su joven ama hasta que quedó completamente satisfecha de su apriete y de que el cuero, envolvía las muñecas previniendo las rozaduras del metal en la aterciopelada piel. Solo con todo inspeccionado, volvió a pulsar el botón del mando a distancia que, poco a poco fue levantando la barra y dejando a la señorita Doherty en un precario equilibrio sobre las puntas de pies aun cuando estos se encontraban completamente extendidos buscando el confort de un contacto con el suelo que no se produciría.

Un precioso corsé crema con detalles dorados y bordados de rosas rojas fue ceñido por frau Muller al cuerpo de la institutriz. Uno tras otro fue abotonando los corchetes de la parte delantera hasta que, aun sin ceñir, el corsé hacía sentir su presencia constreñidora desde la parte de abajo de sus pechos hasta la inferior de sus caderas. La alemana se situó a espaldas de su ama y comenzó a ajustar los cordones, no era la primera vez, y se notaba. Tiraba de los cordones, hasta que el entrelazado de estos pasaba a mostrar algún bucle, jugaba con esos bucles, y volvía a apretar. La respiración de la prisionera se hacía cada vez más corta y rápida conforme la abundantemente guarnecida por ballenas de metal estructura del corsé moldeaba el ya de por si hermoso cuerpo de la  pelirroja hasta hacerle alcanzar el olimpo de la feminidad. Durante veinte minutos, con dos pausas, Odet, prolongó el martirio de la indefensa Beatriz. Las oportunas pausas evitaban los sofocos, y, de hecho, en ningún momento notó pérdida de consciencia. Fue consciente de cada tirón, de cada apriete, de cada milímetro que las inclementes ballenas de acero ganaban a sus palpitante vísceras. Ceñido  por las expertas manos de su particular doncella, la cintura quedó reducida a cuarenta y cinco centímetros, y solo entonces la alemana se dio por satisfecha. En ese momento, una vez realizado el nudo, una sensación de confortable enclaustramiento sustituyo a la agonía del apriete.

La alemana se giró para coger el mando a distancia.

-          No, Odet. Quiero el cinturón. Por dar ejemplo a las niñas ya sabes.

La alemana instaló sobre la cintura de la joven un fino cinturón hecho de acero flexible, el cual aseguró alrededor del corsé por su parte más estrecha y asegurándolo con un pequeño candado.

El ruido mecánico volvió a sonar y poco a poco devolvió a Bea al contacto con el suelo.

-          Estos zapatos le parecen bien, señorita- dijo mientras sostenía en la mano un par de botines con quince centímetros de fino tacón.

Negó girando la cabeza de hermosos ojos azules y provocando un juguetón tsunami en sus rizos.

-          No, es muy temprano, Odet. Son muy seriotes. Con el vestido quedarán bien aquellas sandalias blancas de lacitos fucsia.

La teutona se agachó para calzar en su aun cautiva ama las sandalias de vertiginoso tacón de doce centímetros que aseguró con un candadito en las hebillas que las ceñían al tobillo, antes de, finalmente, liberar sus muñecas.

Un vestido de verano blanco con grandes flores rosas y azules estampadas cubrió el cuerpo de Bea que satisfecha contemplaba el resultado final en un espejo de cuerpo entero.

Tras un rato de maquillaje en el tocador, ella eligió sus complementos en forma de juveniles pendientes y collar a juego en tonos rosados.

Cuando Beatriz terminó, unas brillantes esposas con amplia cadena fueron colocadas por su asistente en las muñecas, permitiendo una amplia libertad de movimiento sin dejar de recordarle permanentemente sus restricciones. Las cadenas de las muñecas se unían a unas similares en sus tobillos y a un ancho cinturón con decoraciones esmaltadas a juego con lo pendientes. Como toque final, una gigantesca bola rosa de siete centímetros quedo colgando de su cuello por su correa blanca.

-          Perfecto. Odet, es hora de levantas a las pupilas. ¿Me acompañas?

Un atisbo de humedad se vislumbró en los grises ojos de la teutona.

-          Desde que eran pequeñitas las he cuidado y las he querido, como a hijas. Siempre he soñado con verlas convertidas en hermosas mariposas, mientras que  ellas se negaban a ocupar el lugar que merecen y al que están destinadas. Gracias por cumplir mi anhelo, joven señora; gracias por el honor.

Las dos mujeres, abandonaron la casa al tiempo que Nacho Velasco, empapado de sudor regresaba a la suya tras una carrera de ocho kilómetros. Miró el cronómetro, detenido en treinta y seis minutos.

“No está mal para un fósil”, pensó para sí, y con la misma energía, se puso a estirar. Mientras descargaba sus lumbares se fijó en la pequeña pelirroja que grácilmente caminaba con pasos pequeños pero seguros sobre unos tacones que la elevaban del mundano suelo. Parecía que flotaba. Nacho disfrutó con aquella sublime visión de rígida perfección que emanaba un halo divina feminidad.

La institutriz giró su cabeza y lo vio. Sudoroso, despeinado... salvaje; con un pantalón corto que remarcaba la musculatura de sus piernas y una camiseta húmeda que se pegaba a cada faceta de su perfilado torso. Beatriz disfrutó con la arrebatadora visión de desatada libertad que exhalaba virilidad por los cuatro costados. Ella notó como su respiración se agitaba y su corazón y sus pulmones pugnaban por evadirse de su diminuta prisión.

El hombre, se recompuso.

-          Buenos días. Han sido ustedes madrugadoras –dijo sonriendo.

-          Buenos días, Sr Velasco, - las dos mujeres respondieron al unísono esbozando a su vez una amplia sonrisa.

 

Ajenos a aquella situación, dos hombres en una destartalada furgoneta blanca recorrían el perímetro de la hacienda Moretti. El copiloto, tomaba notas y llevaba unos binoculares sobre sus rodillas. Era tuerto.

 

miércoles, 20 de enero de 2021

Pelea de gatas

 

 


La iluminación era tenue en el salón. Un atractivo hombre moreno sentado con las piernas cruzadas en un blanco sillón de orejas asistía con deleite al pequeño duelo de sus dos compañeras.

Las dos esclavas respiraban agitadamente, arqueándose como víboras en las restricciones que las atenazaban.

Sumidas en las tinieblas por el satén que acariciaba sus párpados, su percepción del mundo se limitaba a su esfera más reducida, y,  en ese momento, su universo tan solo era la presión de  las esposas que mordían sus codos y pulsos, la calidez húmeda del aliento de su compañera, el dolor pulsante que sentían en las tiernas cumbres rosadas de sus senos, y, por supuesto, el zumbante tormento que cada una llevaba en su vientre.

Cada par de pinzas mordía un pezón en cada una de ellas, manteniéndolas unidas más allá del especial vínculo espiritual que se genera entre dos seres humanos sometidos a similares tormentos. Se encontraban arrodilladas, a medio metro, que era todo el espacio que los tensos eslabones permitían sin tirar de forma rabiosa de tan delicada carne.

Hilos de saliva se descolgaban de los carnosos labios que enmarcaban dos mordazas de anilla que, situadas bien por detrás de sus dientes, mantenían la boca de las cautivas distendida al extremo. Lara notaba como el templado fluido humedecía  el nylon de sus medias a la altura del muslo. Siempre se notaba ridícula cuando no podía mantener la saliva en su boca. “Es parte de ser suya”, pensó.

Él las estaba castigando, y ambas sabían que lo merecían.

Se había esforzado por lograr una velada agradable, un buen restaurante, una cafetería de ambiente chic y una buena película en la sesión golfa, y ellas, no habían sabido  estar a la altura. Cada conversación, cada gesto se convirtió en una creciente pugna entre las dos, luchando por hacerse acreedora del título de mejor sumisa y peor compañera. No había un tema que se pudiera sacar sin que algunas de las dos mujeres no encontrara elemento que sirviera para medirse y compararse entre ellas.

De camino a casa el ambiente se enrarecía cada vez más, con la paciencia de Él agotándose conforme ellas se afanaban en dinamitar todos los intentos de que la normalidad se instaurara. Él, se dio cuenta de que las espadas estaban en alto, sus compañeras crispadas y furiosas, entre ellas y con la situación.

-          ¡Hasta aquí, niñas! ¡Basta!

Él sólo las llamaba niñas cuando se comportaban como tal, no como los dos magníficos seres humanos, educados, sensibles e inteligentes que ambas eran. Las dos mujeres cesaron los sarcasmos.

-          Se me ha ocurrido una idea al llegar a casa, y, ya que os gusta tanto estar compitiendo todo el rato, que  lo vais a pasar bien. Me tenéis ya hasta las cejas.

 


 

 

En el camino hasta casa reinó el silencio. El “lo vais a pasar bien” sonaba amenazante, y las dos, repasaban mentalmente la lista de incidentes que, a lo largo de la noche las había conducido hasta allí.

Al llegar las dos damas se estremecían  con la incertidumbre de lo que Él les tenía preparado.

- Voy  a servirme una copa de vino, y a pensar que es lo que tengo que hacer con vosotras. Esperadme calladitas en el salón. Ya sabéis como.

Las dos chicas se retiraron la habitación del matrimonio y se desnudaron. Lara, colgó su vestido con meticulosidad, asegurándose que ningún pliegue o plisado quedara descolocado. Marta, la azorada intrusa, permanecía en pie sosteniendo el suyo y con mirada de perdida.

Lara, se giró, apiadándose un poco de su compañera.

- Puedes dejarlo en esa silla. Seguramente lo iban a pasar mal, y no tenía sentido, ni era ético, añadir sufrimiento a un castigo que, al fin y  a la postre, ambas se habían merecido.

Las dos mujeres, cubiertas únicamente con sus medias caminaron hasta el salón sobre sus altos tacones que, resonando sobre el parqué, el redoble que acompañaba a las dos reas en su paseo al cadalso.

Ellas se arrodillaron. Y esperaron. Él se hizo de rogar.

 

El dolor ya había hecho su presencia torturando las rodillas de las dos silentes mujeres, un tormento que ninguna de ellas se atrevía  a tratar de aliviar tratando de moverse y recolocar su peso corporal. Finalmente, Él, apareció.

 

Los tres botones desabrochados de su camisa dejaban  a la vista la parte superior de su tonificado pecho, y, portaba una copa de vino blanco en su mano derecha.

 

- Niñas. Estoy enfadado. Os habéis portado como malcriadas, y no conmigo, sino entre vosotras. Y vosotras, sois mías. Pero bueno… os voy a dar el gusto. Si os queréis pelear como gatas, que así sea. Aunque, a mí me gustan las mujeres, no las gatas….Os voy dejar competir entre vosotras. ¿Está claro?

- Sí, señor. Él huía de los formalismos, pero, las iba a castigar, y, las chicas conocían la liturgia.

- Arrodillaos la una frente a la otra, rodillas separadas.

Una suave ceguera de tacto celestial sumió en negra indefensión a las dos mujeres. Ambas sumisas notaron como las esposas se clavaban en sus muñecas. Luego en su codos. Sus brazos quedaron pinzados en la espalda, juntos, soldados entre ellos convirtiendo a las dos esclavas en hermosos seres inermes. Las apretó, un punto más de lo necesario, no las estaba poseyendo, no quería reafirmar a sus compañeras en su sumisión, debía de ser un castigo.

El reconocible tintineo de la cadena de unas pinzas hizo estremecer a las dos mujeres sobre sus rodillas.

- No quiero amordazaros…. Aun. Os dolerá, lo sé, y por eso lo hago. No quiero quejas.

 

Un tierno masaje y unos gentiles pellizquitos por parte de esos adorados dedos endurecieron rápidamente la tersa carne de Lara. Una vez conforme con el  resultado obtenido, Marta experimentó el mismo agradable tratamiento en sus senos.

El pezón derecho de Lara se retorció en agonía cuando una poderosa pinza de trébol mordió con fuerza la delicada carne, torturando el sensible manojo de terminaciones nerviosas con el que la naturaleza la había dotado. El pecho izquierdo de Marta sufrió la misma suerte, y luego, los otros dos senos revivieron el mismo severo tratamiento. Las niñas aguantaron el dolor, mordiendo sus labios y sin emitir más sonido que el provocado por su respiración al agitarse.

Las inclementes mordazas fueron el siguiente aditamento. Las apretó; mucho, hasta que se asentaron bien por detrás de los dientes, como debía de ser.

El sonidito de una botella de plástico que se abría fue el pistoletazo que marcó el inicio de la última etapa de la preparación de su predicamento. Él, vertió algo de lubricante sobre sus dedos, y, delicadamente, lo extendió sobre la rosada abertura que provocativamente abría para Él el interior de sus sumisas. Rítmicos y roncos gemidos emergieron de las gargantas de las dos mujeres, entrecortándose cuando un objeto rosado, de buen tamaño quedó alojado en lo más hondo de los vientres femeninos.


 

Él se alejó para aposentarse en el sofá que servía de privilegiada atalaya sobre el hermoso espectáculo de sumisión que se desarrollaba en aquel salón. Las mujeres esperaron, arrodilladas, mientras la apretada piel de tambor de sus vaginas trataba de adaptarse al poderoso intruso que había sido introducido de manera tierna pero implacable en lo más hondo de sus sagrados templos.

 

- Dadme un orgasmo. La primera que me lo ofrezca, será recompensada.

 

El sutil clic de un botón en un mando a distancia y el zumbido de unos motores eléctricos amortiguado por las paredes de carne, fueron el prolegómeno de lo que estaba por venir.

Sin poder juntar las piernas, toda la estimulación provenía de la fuerza que sus músculos internos podían ejercer sobre las vibrantes ovoides de su interior. Las vibraciones eran tan intensas que las dos mujeres, pronto notaron como su sexo engordaba, henchido de sangre y como, las inflamada carne trataba de devolver parte del fuego a sus vibradores apretándolos con una palpitante presión. El olor de los perfumes, mezclados con el aroma al sensual almizcle de sus humedades golpeaba el cerebro de las dos bellas.

Lara notaba como los tirones en sus pezones por culpa de la mujer que tenía enfrente se hacían cada vez más continuos y dolorosos. Por el patrón de dolor, pensó, Marta debía de estar agonizando camino del éxtasis. Lara, se concentró en los gemidos que, tamizados por la mordaza que mantenía abiertas su boca le llegaban desde su compañera. Los oía, los sentía y, el cálido aliento de Marta, acariciaba su propia cara con una fuerza creciente

Las mareas de placer  que  azotaban sus entrañas con su oleaje,  arrastraban más a las dos cautivas. Lara notó, como si de una experta pescadora se tratara, por los tirones de las pinzas de sus pezones, que Lara se estremecía como antesala la catarsis de ese orgasmo que Él les había pedido. Cuando los espasmos de su compañera se abrían paso como las burbujas que rompen la humeante superficie del agua que va a romper a hervir, Lara arqueó su espalda hacia atrás.

Marta, sintió un dolor intenso, como si alguien tratara de arrancarle los pezones con una tenaza al rojo vivo, descabalgándola de la ola de placer que la arrastraba y haciéndola emitir un alarido roto, amortiguado hasta gutural gemido por la inclemente mordaza de su boca.

Lara notó el dolor en sus pechos. Su marrullera maniobra hizo que las pinzas apretaran sus propios pezones hasta que su delicada carne quedo reducida a una fina y palpitante barrera que separaba las dos partes de la pinza de cruel metal, trasmitiendo a las raíces de sus pezones las convulsiones que el dolor había provocado en su infeliz compañera. La mujer apretó su vientre contra el zumbante trasgo de su interior y las sensaciones martillearon su cuerpo. El alarido de su compañera, las sensaciones en su ardiente sexo y sentir la agonía de su rival en sus propios pezones fue demasiado para ella. Lara orgasmó con un grito apenas silenciado por su mordaza de aro.

Las dos mujeres se arquearon, crispándose cada vez que sus ondulantes cuerpos tensaban de más las cadenas que las unían castigándolas en sus más sensibles partes. Ambas damas yacieron extenuadas, derrotadas, apenas manteniendo el equilibrio sobre sus doloridas rodillas.

Él se levantó y el zumbido de los vibradores se extinguió dejando sin fondo los jadeos y gemidos de las dos mujeres, que, ciegas, quedaban prisioneras de su propia piel.

El hombre se aproximó y retiró el satén que mantenía en tinieblas a Lara acariciando con el dorso de su mano la piel sudorosa de sus mejillas. Con un tirón desabrochó la mordaza que distendía las mandíbulas de nuestra atribulada ganadora. Dos hermosas marcas de presión, piel levantada y carmín corrido lucían en el lugar en que la correa había mordido las comisuras de sus labios. Lara, con la visión aun  borrosa de sus pupilas adaptándose a su recién recuperada visión, percibió como Él se bajaba la cremallera haciendo visible un palpitante pene erecto.

 

- Parece que has ganado, tendré que darte la recompensa.

 

Lara hizo un esfuerzo para poder mover los atenazados y doloridos músculos de su mándibula y poder articular palabra.

 

- Señor, ¿Puedo hablarte?

- ¿Qué quieres, bruji?

 

- He sido mala, te he faltado al respeto, y os he arruinado la noche, a ti, y a ella…a nosotros. Señor, si lo consideras, destrózame la garganta hasta que no pueda hablar, pero tu leche… no la merezco.

 

Él la tomo del pelo haciendo que se irguiera un poco sobre sus rodillas y la abofeteó. Ella abrió la boca. Una ígnea lanza de carne empaló su garganta y aplastó su lengua. La mujer graznaba patéticamente en búsqueda de un resquicio para el aire. El hombre continuó, agarrándola del pelo forzándola a engullir cada milímetro de la gruesa estaca que descoyuntaba la articulación de su boca.

La gigante broca comenzó a coger velocidad percutiendo con furia el fondo de su garganta con cada vez mayor velocidad. Lara, así sometida trataba de aprovechar los momentos en que la ardiente espada se retiraba para recuperar algo de aire.

 

-Así, ahógate para mí. Sé mía.

 

Lara notó para su deleite que la endurecida lanza comenzaba a contraerse espasmódicamente dentro de su garganta.

Él retiro su enhiesto estandarte, creando una delicada vela de saliva, mucosidad y líquido preseminal con la viscosidad que goteaba de la cara de Lara. Se limpió el erecto glande con la suave melena de su esposa.

Lara, miró a su marido y, con voz ronca – que le duraría varios días- interpeló al hombre.

- Señor, ¿Me permites ser una buena zorrita? ¿Me dejas pedirte perdón siendo buena con Marta?

Él tomó a su esposa de la oreja, hasta situarla, arrodillada junto a  la otra cautiva que permanecía  aun ciega y silenciada. La cadena entre las pinzas de las mujeres, antes tensas, ahora colgaba formando un arco.

La tersa verga fue introducida en las salvajemente abiertas mandíbulas de Marta. Ella notó como la dura y viscosa lanza se deslizaba sobre su lengua, invadiéndola hasta su garganta. Él fue dulce, pero implacable. Sujetando con firmeza su cabez,a mantuvo empalado el cráneo de la joven, sin apenas moverlo. Así permaneció unos segundos, con la cabeza de Marta tratando en vano de librarse de las firmes manos que la sujetaban. Él estaba inmóvil dejando que los diminutos y espasmódicos movimientos de ella pugnando por aire,  fueran las caricias que habrían de llevarlo al éxtasis.

La lengua de Lara recorría la suave piel del cuello y las orejas de Marta, mordisqueando los lóbulos  de la oreja. Un mordisquito en el cuello o una traviesa lengua girando en su oído aumentaban las sensaciones de Marta que al tiempo parecía morir sin aire y de placer.

Finalmente una ígnea erupción precedida de unas veloces contracciones de la masculinidad de Él se produjo en la garganta de Marta. La máscara se había corrido por las lágrimas, dando a su cara un aire de patética belleza. Ella no podía más que, gustosamente, hacer nada salvo tragar. Una gran cantidad de viscosa virilidad se deslizaba por su garganta sin que nadie le hubiera consultado su parecer. Él había decidido honrarla fertilizando sus entrañas con su preciada esencia. Ella era suya. Se sintió tan zorra por ese placer que experimentaba, siendo usada sin que pudiera hacer nada por evitarlo, siendo tan brutalmente poseída que, poco a poco, se deslizó por el tobogán de un orgasmo empujada por las caricias de la lúbrica lengua de Lara.

Marta crispó su cuerpo y convulsiono, como si por un momento su cuerpo creyera que podría liberarse de las restricciones que tan férreamente limitaban sus anárquicas sacudidas. Sus pezones y sus brazos pugnaron duro contra el acero que los sometía, sin más resultado que el dolor de sentirse suya. La mujer notó que el inquilino de su boca decrecía poco a poca, sintiendo que aquella tórrida carne de hombre volvía a su ser más sereno y desocupaba sus colapsadas vía respiratoria. Una larga estalactita de saliva y virilidad se deslizó desde su boca cuando Él retiró el pene de aquella boca sumisa que continuaba abierta.

 

Lara abrió la boca para aceptar la mordaza que Él acercaba a sus labios y que fue, de nuevo, apretadamente abrochada. El hombre se acuclilló  entre sus cautivas, y, con movimiento firme pero gentil, liberó un pezón de cada una de sus compañeras de juegos. Las pinzas quedaron colgando por la cadenita que las unía a su pareja que continuaba mortificando el suave rosado botón del otro seno. Ambas chicas aullaron tras sus mordazas y una mueca de dolor acompañó el fluir de la sangre hacia el lugar del que había sido desplazada por el inclemente beso del metal. Para su turbación, tras unos segundos de tregua, el pezón volvió a ver castigado. Las dos chicas quedaron así, firmemente pinzadas, pero, por primera vez, libres la una de la otra.

El juez y verdugo de aquella ordalía se colocó a espaldas de ambas cautivas que sintieron un  pronto alivio en sus torturados omóplatos y hombros cuando los grilletes que aprisionaban muñecas y codos cayeron al suelo con sonido metálico, y las chicas, al instante notaron un hormigueo en los brazos conforme estos a la vida tras el infierno de su predicamento.

Él se levantó y las miró.

-          Chicas ¿Lo de esta noche se va a repetir?

Las dos chicas negaron con la cabeza  y emitieron unos gemidos como toda respuesta.

-          Chicas, tenéis que entender que la una no es nada sin la otra, que sois mías, y como tal, sois parte de mi ser. Quiero que a partir de ahora, cuando os vayáis a echar algo en cara penséis en esto, y no en el castigo de esta noche. Quiero que os apoyéis, entre vosotras y en mí. Quiero que seáis como hermanas. ¿Está claro?

Las dos chicas gimieron y asintieron con vehemencia mientras alternaban las miradas a su hombre con dulces miradas de soslayo entre ellas.

-          ¿Os habéis perdonado? Porque yo si lo he hecho, y sé, que desde ahora, mis damas se van a portar como buenas zorri-compis.

El las besó con dulzura.

-          Podéis levantaros e ir a pegaros una ducha. Os espero en la cama, os dejo ser un poquito traviesas… pero no tardéis. La noche, aun es joven.