Una Isla-Estado creada bajo los
ideales de los spankers y las spankees pioneros que, huyendo de un mundo cada
vez más fluido, y más relativo, fundaron un estado donde el mayor fundamento de
prosperidad y estabilidad es una amorosa y estricta disciplina aplicada con
frecuencia en los traseros de las mujeres.
Eran ya las tres pasadas de la
tarde cuando la fiscal adjunta, Jimena Signori, apartó la silla del pesado
escritorio de su despacho, y se levantó, no sin antes cerciorarse que
absolutamente todo quedaba milimétricamente ordenado. Hoy su trasero no había
recibido atenciones de su jefe, y no tenía ganas de que una pequeñez diera con
ella inclinada sobre la mesa preparada para una tanda de azotes.
Antes de apagar el ordenador,
Jimena, pasó por la oficina de su superior, el Fiscal Jefe, Horacio Sulley.
-
Jefe, si no quiere nada de mí, me marcho de fin
de semana – dijo asomando la cabeza por la puerta del suntuoso despacho.
-
Nada, gracias Jimena. He estado leyendo el
dossier que has reunido sobre el caso de ese constructor. Has estado brillante.
La joven letrada sonrió orgullosa
del cumplido de su jefe.
-
No hay para tanto…. Pero gracias -su sonrisa
iluminaba la estancia-. Pues…. buen fin de semana Sr. Fiscal.
Jimena giró sobre sus taconazos
negros que estilizaban aún más sus torneadas piernas y comenzó a alejarse rumbo
a la libertad del recién inaugurado fin de semana.
-
Solo una cosa…
La voz de interrogación del
hombre canoso detuvo al instante el caminar de la mujer, al tiempo que,
previendo lo que se avecinaba, también su corazón.
-
El último oficio, tiene el sello y forma, pero…
¿Por qué no está firmado?
La hermosa fiscal de ojos
castaños a juego con su cabello, se rindió a la evidencia de que, aquel viernes
no sería el primer día, después de tres años en el que se iría a casa con el
trasero blanco.
-
Debió de olvidárseme, señor.
Señor era la forma estipulada
para dirigirse a los hombres cuando las chicas estaban siendo corregidas.
-
Jimena, ya sabes que es en estas pequeñeces,
donde al final se pierden los casos… un defecto de forma y…. Bum…. Dos años de
tu trabajo que se han ido por el retrete. Ya sabes que me queda poco para
jubilarme aquí, y cuando llegue el hombre que me vaya a suceder, quiero dejarle
una segunda de abordo, aun mejor de lo que yo la he tenido. ¿Entiendes?
-
Sí, señor.
-
¿Y entiendes por qué vas a ser corregida?
-
Sí, señor.
En el fondo,
como casi todas las chicas en el momento previo a recibir una zurra, pensaba
que era un poco injusto que, cuando sus compañeros se equivocaban, una bronca o
incluso una llamada de atención para que subsanaran el error era suficiente, y
sin embargo, para ellas, estas ocasiones acababan siempre con unas nalgas
doloridas para días. Y el ser la segunda jefa de la oficina, con numerosos
subordinados y subordinadas no la hacía ser una excepción. Cuando era
necesario, a criterio del fiscal, era disciplinada.
El la miró y
se dio cuenta como, pese a la apariencia de tranquilidad, Jimena, temblaba
sobre sus altos zapatos.



Ella, tan solo
esperaba que no la hiciera ir por la correa de castigo. Este temido artilugio
colgaba en la pared del fondo de la sala donde se encontraban las mesas de los
trabajadores de su departamento. Cuando alguna trabajadora merecía una zurra
más severa, la chica tenía que ir a por la correa, descolgarla, y llevársela al
fiscal. Es obvio que el paseíllo y la cara de compungida de la chica no pasaban
desapercibido a ninguno de los compañeros. Ni que decir tiene que, a la vuelta,
las caras ruborizadas y amenudo enrojecidas por el llanto de las chicas hacían
juego con los culos, rojos como tomates. La humillación se unía así al severo
dolor que la pesada correa de grueso cuero provocaba en las partes traseras de
las pobrecillas que se hacían acreedoras de ese castigo. Era un efecto buscado,
ya que, para el fiscal, esto, aumentaba la carga pedagógica del castigo. Ella
misma, debía realizar ese ritual con cierta periodicidad, ya que ninguna de las
funcionarias y juristas del departamento sabía lo que era pasar un mes sin
hacerse acreedora de un serio castigo.
El hombre de
pelo blanco se levantó, cerró la puerta de su despacho y se despojó de la
americana que colgó de forma atildada en el perchero. Jimena respiró aliviada,
ya que, en vez de la pesada correa que dejaba su respingón culete convertido en
una roja y palpitante masa de carne agonizante, sería, con toda probabilidad la
regla a la que tan acostumbrada estaba.
La regla, era
un pesado listón de madera de un metro, y con él, se depuraban los pequeños
errores del día a día. Teniendo el privilegio de trabajar codo con codo junto a
su jefe, Jimena era, de lejos, la mejor clienta de la regla, y si algún día
regresaba a casa con menos de diez marcas moradas en el trasero, ese, entonces,
había sido un muy buen día.
-
Serán seis, con la regla. Letradilla descuidada,
de rodillas sobre la silla, contra el respaldo. Recógete la falda y pon las
manos detrás de la cabeza.
La poderosa
fiscal Signori, cuya posición imponía un respeto temeroso allí donde el deber
la reclamaba, adoptó la postura que le ordenaba.
El hombre se
colocó a espaldas de la mujer, y blandiendo la regla en el aire, la hizo zumbar
para congojo de la dama que permanecía mirando al frente.
Sully, apoyó
la regla sobre el turgente trasero de su ayudante para tomar medidas de donde
colocarse a fin de maximizar el efecto sobre la anatomía de la resignada Jimena.
Con ademán de
un jugador de golf que realiza un swing, el fiscal realizó un amplio arco con
su brazo derecho que hizo impactar con furia la regla sobre el centro de la
nalga derecha. Si bien el impacto fu feroz y la carne se hundió en el impacto,
como todas las mujeres de Isla Cane, estaba acostumbrada a ser disciplinada y
un pronunciado suspiro fue toda la reacción de la joven.
-
Uno. Gracias, señor.
El contar y
agradecer la disciplina aplicada, era considerado de buena educación, y el no
hacerlo era constitutivo de sufrir una penalización, que normalmente consistía
en no empezar a contar los azotes hasta que la chica empleara la fórmula
adecuada, o, añadir azotes de penalización, que, se solían propinar con un
utensilio más severo o eran aplicados en zonas particularmente sensibles de los
traseros de las despistadas mujeres que habían olvidado agradecer el esfuerzo
que se estaba haciendo para disciplinarla de forma adecuada.
El segundo de
los azotes, cayo, en perfecta simetría sobre la nalga izquierda. Dos marcas
carmesí comenzaron aflorar por encima de dos rectángulos de piel enrojecida. La
fuerza del impacto movió levemente a la mujer hacia el respaldo, al que
frenéticamente se aferraban sus dedos.
El fiscal
contempló la piel enrojecida que asomaba a los lados de la braguita de su
protegida, cerciorándose de que la intensidad era la adecuada.
-
Dos. Gracias, señor.
Tras dejar
reposar unos segundos a su particular
condenada, el fiscal desató su furia, con cuatro golpes en rápida sucesión, de
mayor intensidad, si cabe que los dos primeros, las vibraciones generadas por
los impactos hacía reverberar la martirizada carne de su ayudante hasta sus
muslos. El ritmo del castigo era tan frenético, que la pobre apenas tenía
tiempo de emplear la fórmula antes de recibir el siguiente chirlazo en su
dolorido culo.
El quinto
impacto fue tan poderoso, que Jimena se vio empotrada contra el respaldo, y el
dolor fue tan intensa que, para reprimir un grito, se vio obligada a morderse
el puño.
Finalmente, el
sexto impacto llegó, martirizando el centro de sus doloridas posaderas como los
cinco anteriores. La parte central de su trasero hervía en dolor cuando el
castigo llegó a su fin.
-
Seis. Gracias, señor.
Sabedora de
que su disciplina había finalizado, respiró, y poniendo toda la voz de niña
buena que pudo, preguntó.
-
Gracias por corregirme, señor ¿Puedo levantarme?
-
No… te queda un azote de penitencia.
Un vuelco al estómago
fue lo que sintió la joven fiscal que veía como su anhelado fin de semana se
resistía.
-
Señor… ¿Penitencia? ¿Pero por qué?
-
Te rebelaste en tu castigo Jimena…
-
¿Qué? ¡No! Fui buena, y cooperé en el castigo
que me merecía.
El término de “rebelión”
se usaba para añadir castigos extras a las mujeres que, por unas razones u
otras se consideraban que no habían cooperado con la disciplina que les era administrada,
y era aplicado con mucha frecuencia ya que, se prestaba a interpretaciones
extremadamente abiertas.
-
Quinto azote, jovencita. ¿Dónde te dije que
debían permanecer las manos?
Los recuerdos
vinieron como flashazos a la mente de la joven, y se supo derrotada.
-
En el respaldo, señor – dijo con un hilo de
voz-.
-
Exacto. ¿Y llevarte el puño a la boca es estar
en el respaldo?
-
No, señor.
-
Exacto. Y el pretender librarte con mentirijillas,
te va a costar otra penitencia extra.
Jimena se
sabía derrotada, de base, y salvo rarísimas excepciones, en el tema de los
azotes ELLOS siempre tenían razón, y para su desazón, sabía que, esta vez, él
la tenía realmente.
-
Jimena, recostada sobre la mesa. Las manos
agarradas a cada borde del escritorio. La cabeza pegada a la madera y el culo
en el aire. No voy a repetirte la postura.
-
Sí, señor.
La joven adjunta adoptó la posición, con la
que estaba muy familiarizada, que dictaba el severo fiscal.
La regla cayó con la velocidad
del rayo hasta impactar en la delicada carne donde el muslo se encuentra con la
nalga. Este azote, en una zona que había permanecido ajena a la zurra anterior,
le hizo sentir como si la estuvieran desollando viva.
La unión de los muslos con las
nalgas, así como la parte superior de los muslos eran zonas privilegiadas
cuando se recibían castigos severos y, por supuesto, los azotes de penitencia.
El impacto fue tan contundente
que la delgada chica a punto estuvo de deslizarse sobre la mesa de su jefe.
-
Uno. Gracias, señor. El dolor era tan intenso
que toda su voz era un hilillo que flirteaba con la línea del pucherito.
El segundo azote, con la misma
fuerza, cayó en su otro muslo, decorando tan tierna zona con dos marcas rojas
que rápidamente evolucionaron hacia el morado y que destacaba grandemente sobre
las marcas de color más granate que decoraban sus nalgas.
-
Dos. Gracias señor.
La mujer tenía que hacer un
sobreesfuerzo para evitar que las lágrimas salieran a borbotones.
-
Bueno. Jimena ¿Has aprendido la lección?
-
Sí, señor. Gracias por corregirme.
-
De nada, sabes que es mi deber
El fiscal dio dos suaves
toquecitos con la regla sobre la ardiente carne de sus nalgas, los cuales,
aunque suaves, estimularon los nervios de tan sensible zona llevando una oleada
de dolor hasta su cerebro.
-
Anda, recoge todo, y vete a pasar un buen fin de
semana con tu marido.
Dolorida, pero feliz de haber
finalizado su castigo, se atildó la falda y arrimó a la mesa silla que había
hecho las veces de cadalso.
-
Con su permiso, señor.
-
Hasta el lunes. Y no te confundas, sabes que
eres la mejor. Y, dentro de unos años, este puesto va a ser tuyo.
-
Gracias, señor- dijo Jimena que aun sentía la
respiración agitada que pugnaba por volver a la normalidad-.
Sully se quedó contemplando a su
ayudante mientras se alejaba. Había tenido mucha suerte, además de una jurista
brillante, era tenaz y trabajadora, y, por qué no decirlo, hasta bonita. Los
sentimientos que profesaba hacia su protegida excedían a los de un jefe por una
de sus empleadas, y la verdad, es que la quería, porque se hacía querer. Era la
hija que su esposa, muerta años atrás tras una corta enfermedad, nunca tuvo
oportunidad de darle. Y aunque al final, como todas las mujeres de su edad,
precisaba de una disciplina constante, él, que en su anterior puesto de decano
de la facultad había visto a cientos de abogados y estudiantes, sabía que su
brillantez estaba destinada a las mayores cotas.
Mientras caminaba hacia el coche,
Jimena comprobaba el buzón de correo en su smartphone, en efecto, estaba el
correo que esperaba, y había buenas noticias.
Desde hacía varios años ella y
otra serie de importantes mujeres de Isla Cane, entre las que se podían citar
científicas, profesoras, intelectuales o campeonas olímpicas, estaban tratando
de modificar algunos aspectos del Código de Disciplina. Aunque orgullosa de las tradiciones canienses,
había apartados que, los fundadores de la nación habían estipulado y ahora,
claramente eran anacrónicos por el devenir del progreso.
Con su activismo estas mujeres
trataban de cambiar en concreto dos puntos del Código de Disciplina. El primero
era donde se indicaba que el acto de disciplinar era una prerrogativa
exclusivamente masculina. Puede que esa norma cuadrase perfectamente en el
momento de la fundación, pero, en 2021, con la progresiva incorporación de la
mujer a puestos de responsabilidad era poco entendible, que la dueña de una
tienda, para corregir a una de sus empleadas tuviera que recurrir a un varón.
Para entender lo que esto suponía, a parte de la falta de practicidad, hay que
saber que en los usos habituales, cuando una mujer era agraviada y solicitaba una
corrección para otra, solía ocurrir, que al final, ambos traseros acababan como
tomates, ya que el varón encargado de la disciplina no era difícil que pudiera
apreciar alguna falta en la reclamante que la hiciera merecedora de una
posaderas bien tostadas. Aunque era una medida muy útil para evitar las
denuncias falsas, ya que una azotaina más o menos no iba a disuadir a una mujer
de Isla Cane de solicitar justicia si se había producido alguna afrenta grave
que quisiera hacer pagar a la causante, es verdad que reducía las posibilidades
de las mujeres de recurrir a la disciplina cuando eran ellas las agraviadas en
affaires menos graves.
Como curiosidad señalar que, si
se producía una denuncia en falso, la demandante podía afrontar un castigo de
una docena de azotes de vara diarios por espacio de tres meses. Aunque
imposibles de demostrar en la práctica en acusaciones más leves, (decirle al
padre o marido de una mujer que, por ejemplo, la vieron conduciendo rápido o
murmurando), para las más serias, que a su vez conllevaban más severos
castigos, sí se comprobaban.
Aunque no existía jurisprudencia previa, en el hipotético caso en el que el falso delator
fuera un hombre, y se pudiera demostrar, la pena era mucho más seria: pérdida
de ciudadanía y expatriación, con las propiedades enajenadas a favor del
estado, ya que no era solo considerado como una afrenta a la implicada, sino al puntal del orden social que exigía que los hombres cuidaran siempre y permanentemente de cualquier mujer .
El segundo caballo de batalla de
estas mujeres era la edad que facultaba el acto de la disciplina en los
jóvenes. Las edades que estipulaba, tal vez en 1909, fecha de creación del
estado, fueran adecuadas pero, cien años más tarde, con el ritmo de la
sociedad, las pleiteantes abogaban por elevar la edad de los varones para
impartir castigos de diecisiete a dieciocho años, y las chicas que con el
código actual entraban en edad “de exigírsele responsabilidades con disciplina
corporal” a los catorce, elevar esta edad a los quince años.
Jimena, acabó de leer el correo, el Consejo de
Disciplina, había admitido discutir el caso, y por ello, citaban a una
delegación de las “revolucionarias” en un plazo de catorce días, dentro de los
cuales, serían recibidas por el Consejo y podrían exponer sus argumentaciones. Jimena
abrió su pequeño y vanguardista utilitario y se sentó, extremando las
precauciones, porque, el dolor aun reciente, era terrible. Antes de arrancar
mandó un mensaje al grupo de wassap que tenía con las otras chicas para quedar
con ellas esta tarde para informarlas y , aunque fuera aun prematuro, para
celebrar el dictamen del Consejo como una pequeña victoria.