El joven y la profesora desobediente

  Con 31 años, pese a que las pecas de su cara le confirieran un aspecto más aniñado, haber ganado una plaza como catedrática de instituto e...

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lunes, 16 de agosto de 2021

¿Soy muy mala?

 


Pues, sí, sorpréndanse ustedes, pero a mis treinta y.... me asaltan dudas de autoafirmación como si fuese una pollita de quince añines...

Y os preguntareis, ¿Qué diantres le pasa a nuestra Escriba? – Que sepáis que, desde que estáis ahí, leyendo mis relatos o disquisiciones, ya os pertenezco en parte-…

Pues que ayer en Twitter comentaba (en todo caso dudo que alguien lo haya leído), que estos meses de travesía por el desierto en los que no era capaz de escribir nada que me hiciera volar imaginación y libido, fue, en cambio, fructífero en la exploración.

Pues sí, he leído he visto y he investigado, y tras ver, sobretodo, muchas entrevistas a diversas spankees, la verdad es que he llegado a la conclusión que gracias a Dios soy una mujer, porque de lo contrario iba a resultar un spanker de lo más estricto…

¿Qué por qué digo eso? Pues resulta que a mí, que como sabéis soy casi ajena al mundo del spanking, resulta que me apasionan las cosas que esas chicas más aborrecen, me explicaré:

En una entrevista a una spankee de los primeros años de este siglo nuestro, Abigail Whitaker, esta mencionaba, cuando se le preguntaba por sus instrumentos favoritos y por los menos, que a ella lo que más le gustaba eran los instrumentos “domésticos”, es decir de los que el spanker puede echar mano en caso de que su nena se pase de descarada, mencionaba la espátula de cocina, la zapatilla, el sacudidor de alfombras, el cepillo del pelo…

Pues… que queréis que os diga, yo disiento, y por temas más intelectuales que físicos. Estos meses he podido comprobar en diversos ´videos y relatos que una zapatilla aplicada con vigor puede convertir en una corderita a la más feroz leona, así que, en definitiva, no es el efecto en nuestras colitas lo que marca la diferencia. No, que va…

Como ya suponéis por lo que voy diciendo, a  mí me gustan más, con unas excepciones que comentaré más adelante, los utensilios diseñados, creados y poseídos para administrar disciplina. ¿Por qué dices eso, Escriba? , os preguntareis, y ahí entra mi pensamiento de si soy mala…

Pues me gusta, me da morbo, me acelera los pulsos el pensar que ese último instrumento, pongamos por ejemplo una correa o una vara, es la encarnación en un objeto de todo un entorno sensualmente opresivo y vigilante. La presencia amenazadora de la correa implica toda una estructura aceptada y aceptable, la esencia de un orden social que prescribe que las consecuencias para una dama que se salga del redil son simple e invariablemente un trasero rojo cual tomate. La diferencia con un objeto “sobrevenido”, es el fantasma del spanking que, con los objetos “específicos”, está siempre presente.

Pongo un ejemplo, estoy seguro que si una chica recibe un azote con una espátula, la disciplina física no le es ajena, y sabe que, si se porta mal, su culete tendrá que pasar un mal rato, peeeero, y aquí viene el “quid” de la cuestión, cuando esa chica vive, pasa pulula alrededor de, pongamos por ejemplo, una correa que sólo se descuelga por un motivo, sabe que tarde o temprano va a hacer algo que reclame las atenciones de ese instrumento. Es algo más, metódico, más estructurado, algo que existe para castigar traseros, porque esos traseros tienen que ser castigados.

No sé si me explico…

Antes os mencioné que había una serie de instrumentos que me dan tanto o más morbo que los “ad hoc”, y concretamente son tres las excepciones.

La primera de ellas es el cinturón. Me derrite ver como ese spanker guapetón y varonil (hay alguno feucho por ahí que no me gusta….), desliza el cinturón por las trabillas del pantalón para calentar el culo a alguna malcriada… sí, lo sé, es un cinturón, no es nada específico…. ya… pero, es algo tan masculino por un lado y por el otro tan identificado con la disciplina doméstica que, sin duda es uno de mis instrumentos favoritos. A esto contribuye, sin duda, su flexibilidad, capaz de visitarnos en los lugares más tiernos de nuestra anatomía para entregarnos su dolorosa caricia… Sí, me gusta tanto que, en mi psique es a todas luces un instrumento de “doble uso”…

La segunda de las excepciones es el cepillo del pelo… y este, es, en cambio por razones más retorcidas, e, incluso un tanto desconocidas para mí. ¿Por qué? Pues os explico… Yo desde pequeñita siempre he sido una mujer clarísimamente heterosexual, me gustan mucho los varones y tengo cierta tendencia a “saber ser sumisa” con un hombre que veo de una altura intelectual y física similar a la mía, (no es que me tenga por una madame Courie en el cuerpo de Venus pero, aunque suene displicente, un tipo que no sepa cuál es la capital de Uruguay o que sea un cuerpo escombro… pues como que no…), mi yo, me lleva a adoptar ese rol, y si el varón se comporta, estoy muy cómoda en él. Así parece bastante natural en mí el saber en una relación a quien le toca tener la mano roja y a quien el culete…. Pues bien, con el cepillo me pasa que… excluyo al hombre. Viendo vídeos he visto numerosos en los que el spanker era una mujer, y aunque he aprendido a apreciar su calidad, cuando las veo, me parece un poco antinatural, (no lo critico, solo digo que a mí no me gusta, no me motiva, no me da morbo… hay que acláralo por los posibles ofendiditos de siempre), salvo cuando entra en escena el cepillo, siempre de madera. Igual que el cinto lo veo como algo netamente ligado al varón, y es curioso porque nosotras también los usamos, e incluso puede que más que vosotros, el cepillo lo veo como algo femenino, y cuando me imagino una mamá disciplinando a una adolescente “flamenca” o a una tía con su sobrina con el “pavo subido”, pues lo imagino siempre con un cepillo entre medias. Y, también al contario que con el cinto, lo que veo antinatural cuando el cepillo es blandido por un hombre… como diría un cronista medieval: se me antoja buen apero para dirimir asuntos “mujeriles”. Como veis, ni Buffy, la valerosa cazavampiros debe permanecer ajena a las azotainas que todas nos merecemos de cuando en cuando...





Y ya por último, está la regla escolar. Obviamente es un objeto que en principio no está destinado a impartir castigos, pero, curiosamente me da un morbo tremendo. Por un lado el propio concepto, aunque suene teleológico, de una regla, algo destinado a crear líneas perfectas y mesuradas ¿Qué mejor para corregir a las descarriadas? ¿No creéis? Por otro lado la clara identificación del instrumento con la jerarquía: ¿Quién tiene esa regla? Pues el profesor, o el jefe; es una suerte de báculo que identifica en un contexto escolar o laboral al ungido para ostentar la “auctoritas”.

 


 

 

Bueno, pues tras este cilindro, ya tenéis materia de estudio… ¿Soy mala? ¿Disfruto imagiando un mundo donde las mujeres vivimos bajo una permanente “vara de Damocles”? Pues no lo sé, pero también soy consciente de que yo escribo sobre mis fantasías, donde la disciplina es siempre conveniente, posible y hasta aceptable… el mundo real, en el que a las once de la noche le espetas a tu marido “eso que has dicho es una chorrada” y él bostezando (eso sí, tapándose la boca que a mí me gustan los caballeros no solo en los relatos), te dice, “pues igual sí, ya lo vamos viendo que tengo sueño”, sin hacer ademán de hacer pagar peaje en carne a tu culo por tu descaro (ademán que, de todas formas quedaría en nada porque también estás cansada y mañana tienes guardia y no estás para poner morritos de consentida), pues es eso, realidad, y en este nuestro blog, procuro no ocuparme de ella.

miércoles, 31 de marzo de 2021

Las curiosas costumbres de Isla Cane. Jimena. (1/4)

Una Isla-Estado creada bajo los ideales de los spankers y las spankees pioneros que, huyendo de un mundo cada vez más fluido, y más relativo, fundaron un estado donde el mayor fundamento de prosperidad y estabilidad es una amorosa y estricta disciplina aplicada con frecuencia en los traseros de las mujeres.

Eran ya las tres pasadas de la tarde cuando la fiscal adjunta, Jimena Signori, apartó la silla del pesado escritorio de su despacho, y se levantó, no sin antes cerciorarse que absolutamente todo quedaba milimétricamente ordenado. Hoy su trasero no había recibido atenciones de su jefe, y no tenía ganas de que una pequeñez diera con ella inclinada sobre la mesa preparada para una tanda de azotes.

Antes de apagar el ordenador, Jimena, pasó por la oficina de su superior, el Fiscal Jefe, Horacio Sulley.

-          Jefe, si no quiere nada de mí, me marcho de fin de semana – dijo asomando la cabeza por la puerta del suntuoso despacho.

-          Nada, gracias Jimena. He estado leyendo el dossier que has reunido sobre el caso de ese constructor. Has estado brillante.

La joven letrada sonrió orgullosa del cumplido de su jefe.

-          No hay para tanto…. Pero gracias -su sonrisa iluminaba la estancia-. Pues…. buen fin de semana Sr. Fiscal.

Jimena giró sobre sus taconazos negros que estilizaban aún más sus torneadas piernas y comenzó a alejarse rumbo a la libertad del recién inaugurado fin de semana.

-          Solo una cosa…

La voz de interrogación del hombre canoso detuvo al instante el caminar de la mujer, al tiempo que, previendo lo que se avecinaba, también su corazón.

-          El último oficio, tiene el sello y forma, pero… ¿Por qué no está firmado?

La hermosa fiscal de ojos castaños a juego con su cabello, se rindió a la evidencia de que, aquel viernes no sería el primer día, después de tres años en el que se iría a casa con el trasero blanco.

-          Debió de olvidárseme, señor.

Señor era la forma estipulada para dirigirse a los hombres cuando las chicas estaban siendo corregidas.

-          Jimena, ya sabes que es en estas pequeñeces, donde al final se pierden los casos… un defecto de forma y…. Bum…. Dos años de tu trabajo que se han ido por el retrete. Ya sabes que me queda poco para jubilarme aquí, y cuando llegue el hombre que me vaya a suceder, quiero dejarle una segunda de abordo, aun mejor de lo que yo la he tenido. ¿Entiendes?

-          Sí, señor.

-          ¿Y entiendes por qué vas a ser corregida?

-          Sí, señor.

En el fondo, como casi todas las chicas en el momento previo a recibir una zurra, pensaba que era un poco injusto que, cuando sus compañeros se equivocaban, una bronca o incluso una llamada de atención para que subsanaran el error era suficiente, y sin embargo, para ellas, estas ocasiones acababan siempre con unas nalgas doloridas para días. Y el ser la segunda jefa de la oficina, con numerosos subordinados y subordinadas no la hacía ser una excepción. Cuando era necesario, a criterio del fiscal, era disciplinada.

El la miró y se dio cuenta como, pese a la apariencia de tranquilidad, Jimena, temblaba sobre sus altos zapatos.


 




 

Ella, tan solo esperaba que no la hiciera ir por la correa de castigo. Este temido artilugio colgaba en la pared del fondo de la sala donde se encontraban las mesas de los trabajadores de su departamento. Cuando alguna trabajadora merecía una zurra más severa, la chica tenía que ir a por la correa, descolgarla, y llevársela al fiscal. Es obvio que el paseíllo y la cara de compungida de la chica no pasaban desapercibido a ninguno de los compañeros. Ni que decir tiene que, a la vuelta, las caras ruborizadas y amenudo enrojecidas por el llanto de las chicas hacían juego con los culos, rojos como tomates. La humillación se unía así al severo dolor que la pesada correa de grueso cuero provocaba en las partes traseras de las pobrecillas que se hacían acreedoras de ese castigo. Era un efecto buscado, ya que, para el fiscal, esto, aumentaba la carga pedagógica del castigo. Ella misma, debía realizar ese ritual con cierta periodicidad, ya que ninguna de las funcionarias y juristas del departamento sabía lo que era pasar un mes sin hacerse acreedora de un serio castigo.

El hombre de pelo blanco se levantó, cerró la puerta de su despacho y se despojó de la americana que colgó de forma atildada en el perchero. Jimena respiró aliviada, ya que, en vez de la pesada correa que dejaba su respingón culete convertido en una roja y palpitante masa de carne agonizante, sería, con toda probabilidad la regla a la que tan acostumbrada estaba.

La regla, era un pesado listón de madera de un metro, y con él, se depuraban los pequeños errores del día a día. Teniendo el privilegio de trabajar codo con codo junto a su jefe, Jimena era, de lejos, la mejor clienta de la regla, y si algún día regresaba a casa con menos de diez marcas moradas en el trasero, ese, entonces, había sido un muy buen día.

-          Serán seis, con la regla. Letradilla descuidada, de rodillas sobre la silla, contra el respaldo. Recógete la falda y pon las manos detrás de la cabeza.

La poderosa fiscal Signori, cuya posición imponía un respeto temeroso allí donde el deber la reclamaba, adoptó la postura que le ordenaba.

El hombre se colocó a espaldas de la mujer, y blandiendo la regla en el aire, la hizo zumbar para congojo de la dama que permanecía mirando al frente.

Sully, apoyó la regla sobre el turgente trasero de su ayudante para tomar medidas de donde colocarse a fin de maximizar el efecto sobre la anatomía de la resignada Jimena.

Con ademán de un jugador de golf que realiza un swing, el fiscal realizó un amplio arco con su brazo derecho que hizo impactar con furia la regla sobre el centro de la nalga derecha. Si bien el impacto fu feroz y la carne se hundió en el impacto, como todas las mujeres de Isla Cane, estaba acostumbrada a ser disciplinada y un pronunciado suspiro fue toda la reacción de la joven.

-          Uno. Gracias, señor.

El contar y agradecer la disciplina aplicada, era considerado de buena educación, y el no hacerlo era constitutivo de sufrir una penalización, que normalmente consistía en no empezar a contar los azotes hasta que la chica empleara la fórmula adecuada, o, añadir azotes de penalización, que, se solían propinar con un utensilio más severo o eran aplicados en zonas particularmente sensibles de los traseros de las despistadas mujeres que habían olvidado agradecer el esfuerzo que se estaba haciendo para disciplinarla de forma adecuada.

El segundo de los azotes, cayo, en perfecta simetría sobre la nalga izquierda. Dos marcas carmesí comenzaron aflorar por encima de dos rectángulos de piel enrojecida. La fuerza del impacto movió levemente a la mujer hacia el respaldo, al que frenéticamente se aferraban sus dedos.

El fiscal contempló la piel enrojecida que asomaba a los lados de la braguita de su protegida, cerciorándose de que la intensidad era la adecuada.

-          Dos. Gracias, señor.

Tras dejar reposar unos segundos a  su particular condenada, el fiscal desató su furia, con cuatro golpes en rápida sucesión, de mayor intensidad, si cabe que los dos primeros, las vibraciones generadas por los impactos hacía reverberar la martirizada carne de su ayudante hasta sus muslos. El ritmo del castigo era tan frenético, que la pobre apenas tenía tiempo de emplear la fórmula antes de recibir el siguiente chirlazo en su dolorido culo.


 

El quinto impacto fue tan poderoso, que Jimena se vio empotrada contra el respaldo, y el dolor fue tan intensa que, para reprimir un grito, se vio obligada a morderse el puño.

Finalmente, el sexto impacto llegó, martirizando el centro de sus doloridas posaderas como los cinco anteriores. La parte central de su trasero hervía en dolor cuando el castigo llegó a su fin.

-          Seis. Gracias, señor.

Sabedora de que su disciplina había finalizado, respiró, y poniendo toda la voz de niña buena que pudo, preguntó.

-          Gracias por corregirme, señor ¿Puedo levantarme?

-          No… te queda un azote de penitencia.

Un vuelco al estómago fue lo que sintió la joven fiscal que veía como su anhelado fin de semana se resistía.

-          Señor… ¿Penitencia? ¿Pero por qué?

-          Te rebelaste en tu castigo Jimena…

-          ¿Qué? ¡No! Fui buena, y cooperé en el castigo que me merecía.

 

El término de “rebelión” se usaba para añadir castigos extras a las mujeres que, por unas razones u otras se consideraban que no habían cooperado con la disciplina que les era administrada, y era aplicado con mucha frecuencia ya que, se prestaba a interpretaciones extremadamente abiertas.

-          Quinto azote, jovencita. ¿Dónde te dije que debían permanecer las manos?

Los recuerdos vinieron como flashazos a la mente de la joven, y se supo derrotada.

-          En el respaldo, señor – dijo con un hilo de voz-.

-          Exacto. ¿Y llevarte el puño a la boca es estar en el respaldo?

-          No, señor.

-          Exacto. Y el pretender librarte con mentirijillas, te va a costar otra penitencia extra.

Jimena se sabía derrotada, de base, y salvo rarísimas excepciones, en el tema de los azotes ELLOS siempre tenían razón, y para su desazón, sabía que, esta vez, él la tenía realmente.

-          Jimena, recostada sobre la mesa. Las manos agarradas a cada borde del escritorio. La cabeza pegada a la madera y el culo en el aire. No voy a repetirte la postura.

-          Sí, señor.

 La joven adjunta adoptó la posición, con la que estaba muy familiarizada, que dictaba el severo fiscal.

La regla cayó con la velocidad del rayo hasta impactar en la delicada carne donde el muslo se encuentra con la nalga. Este azote, en una zona que había permanecido ajena a la zurra anterior, le hizo sentir como si la estuvieran desollando viva.

La unión de los muslos con las nalgas, así como la parte superior de los muslos eran zonas privilegiadas cuando se recibían castigos severos y, por supuesto, los azotes de penitencia.

El impacto fue tan contundente que la delgada chica a punto estuvo de deslizarse sobre la mesa de su jefe.

-          Uno. Gracias, señor. El dolor era tan intenso que toda su voz era un hilillo que flirteaba con la línea del pucherito.

El segundo azote, con la misma fuerza, cayó en su otro muslo, decorando tan tierna zona con dos marcas rojas que rápidamente evolucionaron hacia el morado y que destacaba grandemente sobre las marcas de color más granate que decoraban sus nalgas.

-          Dos. Gracias señor.

La mujer tenía que hacer un sobreesfuerzo para evitar que las lágrimas salieran a borbotones.

-          Bueno. Jimena ¿Has aprendido la lección?

-          Sí, señor. Gracias por corregirme.

-          De nada, sabes que es mi deber

El fiscal dio dos suaves toquecitos con la regla sobre la ardiente carne de sus nalgas, los cuales, aunque suaves, estimularon los nervios de tan sensible zona llevando una oleada de dolor hasta su cerebro.

-          Anda, recoge todo, y vete a pasar un buen fin de semana con tu marido.

Dolorida, pero feliz de haber finalizado su castigo, se atildó la falda y arrimó a la mesa silla que había hecho las veces de cadalso.

-          Con su permiso, señor.

-          Hasta el lunes. Y no te confundas, sabes que eres la mejor. Y, dentro de unos años, este puesto va a ser tuyo.

-          Gracias, señor- dijo Jimena que aun sentía la respiración agitada que pugnaba por volver a la normalidad-.

 


 

Sully se quedó contemplando a su ayudante mientras se alejaba. Había tenido mucha suerte, además de una jurista brillante, era tenaz y trabajadora, y, por qué no decirlo, hasta bonita. Los sentimientos que profesaba hacia su protegida excedían a los de un jefe por una de sus empleadas, y la verdad, es que la quería, porque se hacía querer. Era la hija que su esposa, muerta años atrás tras una corta enfermedad, nunca tuvo oportunidad de darle. Y aunque al final, como todas las mujeres de su edad, precisaba de una disciplina constante, él, que en su anterior puesto de decano de la facultad había visto a cientos de abogados y estudiantes, sabía que su brillantez estaba destinada a las mayores cotas.

Mientras caminaba hacia el coche, Jimena comprobaba el buzón de correo en su smartphone, en efecto, estaba el correo que esperaba, y había buenas noticias.

Desde hacía varios años ella y otra serie de importantes mujeres de Isla Cane, entre las que se podían citar científicas, profesoras, intelectuales o campeonas olímpicas, estaban tratando de modificar algunos aspectos del Código de Disciplina.  Aunque orgullosa de las tradiciones canienses, había apartados que, los fundadores de la nación habían estipulado y ahora, claramente eran anacrónicos por el devenir del progreso.

Con su activismo estas mujeres trataban de cambiar en concreto dos puntos del Código de Disciplina. El primero era donde se indicaba que el acto de disciplinar era una prerrogativa exclusivamente masculina. Puede que esa norma cuadrase perfectamente en el momento de la fundación, pero, en 2021, con la progresiva incorporación de la mujer a puestos de responsabilidad era poco entendible, que la dueña de una tienda, para corregir a una de sus empleadas tuviera que recurrir a un varón. Para entender lo que esto suponía, a parte de la falta de practicidad, hay que saber que en los usos habituales, cuando una mujer era agraviada y solicitaba una corrección para otra, solía ocurrir, que al final, ambos traseros acababan como tomates, ya que el varón encargado de la disciplina no era difícil que pudiera apreciar alguna falta en la reclamante que la hiciera merecedora de una posaderas bien tostadas. Aunque era una medida muy útil para evitar las denuncias falsas, ya que una azotaina más o menos no iba a disuadir a una mujer de Isla Cane de solicitar justicia si se había producido alguna afrenta grave que quisiera hacer pagar a la causante, es verdad que reducía las posibilidades de las mujeres de recurrir a la disciplina cuando eran ellas las agraviadas en affaires menos graves.

Como curiosidad señalar que, si se producía una denuncia en falso, la demandante podía afrontar un castigo de una docena de azotes de vara diarios por espacio de tres meses. Aunque imposibles de demostrar en la práctica en acusaciones más leves, (decirle al padre o marido de una mujer que, por ejemplo, la vieron conduciendo rápido o murmurando), para las más serias, que a su vez conllevaban más severos castigos, sí se comprobaban.

Aunque no existía jurisprudencia previa, en el hipotético caso en el que el falso delator fuera un hombre, y se pudiera demostrar, la pena era mucho más seria: pérdida de ciudadanía y expatriación, con las propiedades enajenadas a favor del estado, ya que no era solo considerado como una afrenta a la implicada, sino al puntal del orden social que exigía que los hombres cuidaran siempre y permanentemente de cualquier mujer .

El segundo caballo de batalla de estas mujeres era la edad que facultaba el acto de la disciplina en los jóvenes. Las edades que estipulaba, tal vez en 1909, fecha de creación del estado, fueran adecuadas pero, cien años más tarde, con el ritmo de la sociedad, las pleiteantes abogaban por elevar la edad de los varones para impartir castigos de diecisiete a dieciocho años, y las chicas que con el código actual entraban en edad “de exigírsele responsabilidades con disciplina corporal” a los catorce, elevar esta edad  a los quince años.

Jimena, acabó de leer el correo, el Consejo de Disciplina, había admitido discutir el caso, y por ello, citaban a una delegación de las “revolucionarias” en un plazo de catorce días, dentro de los cuales, serían recibidas por el Consejo y podrían exponer sus argumentaciones. Jimena abrió su pequeño y vanguardista utilitario y se sentó, extremando las precauciones, porque, el dolor aun reciente, era terrible. Antes de arrancar mandó un mensaje al grupo de wassap que tenía con las otras chicas para quedar con ellas esta tarde para informarlas y , aunque fuera aun prematuro, para celebrar el dictamen del Consejo como una pequeña victoria.