El joven y la profesora desobediente

  Con 31 años, pese a que las pecas de su cara le confirieran un aspecto más aniñado, haber ganado una plaza como catedrática de instituto e...

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martes, 20 de septiembre de 2022

Introspecciones de una noche de verano.

 


Liliana era una niña del Enclave. Nacida y criada en Punta Esperanza nunca había conocido más vida que la permanente y amorosa restricción de sus grilletes. Jamás había sido humillada ni sometida a privaciones como las mujeres de las tribus externas ni tampoco había experimentado las turbadoras historias de mujeres sin restricciones y autonomía que contaban las más ancianas, siempre desde que había abandonada la infancia y se había convertido en una mujer, se había sentido respetada, querida, valorada y confinada.

 

La luz era tenue, proveniente de una lámpara de pie y atenuada, sin duda para conseguir ese punto de complicidad que se logra cuando las tinieblas tienen una pugna de tú a tú con la claridad, por una camiseta masculina dispuesta sobre la tulipa. Ella, inmovilizada en su “cubo” veía a un hombre, su hombre, dormir en la cama con la sábana cubriéndole apenas una ingle y dejando entrever un para ella incomparablemente seductor e incitante vello púbico.

 

Los cubos eran unos dispositivos que se habían vuelto muy populares en las viviendas del enclave. No era más que un armazón de tubos de acero de forma cúbica en el que a modo de juego de construcciones se podían poner en las más diversas posiciones más tubos con sus correspondientes punto de anclaje para restricciones, o almohadillas de apoyo, separadores y en definitiva cualquier elemento que posibilitaba inmovilizar a una mujer en las más imaginativas posiciones y que todas ellas resultaran innegablemente seguras.

 

A excepción del liguero del cual, merced a la frenética actividad previa, se habían liberado las medias que lucían con la blonda semienrollada a la altura de la articulación de la rodilla, se encontraba completamente desnuda. Ella no era ajena a su posición, extremadamente vulnerable. A ella le recordaba a la postura que había visto en las viejas películas del Antiguo Mundo y con la que hacía más de cien años los mahometanos se postraban para orar, con la salvedad de que sus piernas, apoyadas sobre unos soportes acolchados, eran mantenidas muy separadas por los grilletes que inmovilizaban sus tobillos.

 

Una barra de acero, almohadillada, había sido fijada en horizontal bajo su cintura, era la causante de que debiera mantenerse en esa posición, obligándola a mantener su trasero innaturalmente elevado, y dejando la aun fragante, húmeda y palpitante entrada de su sexo como una mera ofrenda que al ardiente hambre de su macho pudiera reclamar cuando estimase.

 

Su cabeza reposaba sobre a otro soporte almohadillado, mientras  una cadena fijada su collar evitaba que pudiera separar su cara de aquel, permitiéndole unicamente, y no sin cierto esfuerzo, alternar las mejillas sobre las que descansaba su rostro y apartar los bucles rubios de su media melena que insistían en hacerle mil travesuras, como sabedores que su indefensa propietaria poco podía hacer por evitarlo;  cuando no hacían insoportables cosquillas en la aleta de la nariz, caían sobre sus ojos o parecían esperar a los pequeños suspiros para adherirse a los labios de los que sus inmovilizadas manos no podían separarlos.

A ambos lados del soporte de la cabeza había dos dispositivos similares, pero más largos y mucho más finos, destinados a apoyar sus antebrazos, desde el codo hasta las muñecas. Las esposas que mantenían sus muñecas fijas al final de estos dispositivos y dos correas que apretaban los brazos contra la mullida superficie hacían que le fuera imposible variar lo más mínimo la posición en la que había sido inmovilizada unas horas antes.

 


Liliana resopló con el cuidado necesario para evitar las chiquilladas de su cabello, ella sabía que los cubos no estaban primordialmente diseñados para que una chica estuviera cómoda, sino para mantenerla segura, pero, pensaba, sin duda un poco de retroalimentación de las clientas serviría para mejorar ciertos detalles de ergonomía.

 

Sin más apoyo que su moflete aplastado contra su almohadilla y los brazos demasiado apretados contra sus soportes como para estar cómoda, debía elegir entre hacer un esfuerzo y sostener su peso sobre sus antebrazos o, cada vez que se relajaba, sentir como la barra de acero bajo su vientre, que le obligaba espalda arqueada en ese tan sexual como antinatural escorzo, se clavaba en la bien torneada pero sensible musculatura de su abdomen. El ayudarse de su cuello y carrillos para apoyarse sería un error de novata que, desde luego, no estaba dispuesta a cometer.

 

Aunque las restricciones tampoco se lo permitirían, Liliana permanecía inmóvil, sin afanarse en obtener los escasos milímetros de libertad que le podrían dar sus cortas cadenas, las razones eran varias.  Con treinta y cinco años, ya no era una niña, y ni ella ni Aristóteles, que seguía durmiendo plácidamente, habían sido capaces de concebir. Inmovilizada en esa posición notaba como la gravedad ayudaba a la cálida simiente que su compañero había depositado en la suave profundidad de su vientre femenino, y podía sentir como esta ardiente colada se deslizaba cada vez más hondo en su ser, en la búsqueda del milagro de la vida.

Junto al punzante anhelo de la maternidad, la otra razón por la que no se atrevía a rebelarse de forma virulenta contra sus restricciones era ver la manera placida en la que Aristóteles yacía, descanso que turbaría el metálico tintineo de sus restricciones si decidía batirse en duelo con ellas. Liliana debía reconocerse que  no solo era por él, por más que lo amara, lo que la mantenía sumisamente inmóvil. Su ego de amante se veía reconfortado con el hecho de que su amor descansara, satisfecho, en ese momento. Quieta, callada, contemplando los bien esculpidos músculos de su amante, recordaba como hacía solo unos minutos, ambos habían llegado al orgasmo, y revivirlo en su mente era algo que, a juzgar por el calor que surgió de forma súbita en la parte baja de su vientre, no solo debía estar ruborizando sus mofletes. Sonrió mientras recreaba mentalmente la forma en que su vientre había retenido dentro de sí la virilidad de su hombre que poco a poco se venía a menos después de desbordarse en el rosado valle de sus entrañas. Liliana disfrutaba y se abstraía de su pequeña ordalía, mientras su mente le hacía volver a sentir como las paredes de su vagina se afanaban en retener la menguante carne de su hombre, forzándolo a continuar formando con ella un solo ser, enamorado y completo. El tomar así a su hombre era, para ella,  una forma de dulce resarcimiento por el gentil pero firme control que los hombres siempre ejercían sobre ella. Liliana, como casi todas, aceptaba el permanecer sometida a aquellas cadenas que, al fin y al cabo, aunque restrictivas, sabía que eran por su seguridad, pero, si su hombres podía usar sus brazos y manos para rodearla, entonces, ella usaría su vientre, -el verdadero hogar de una pareja-, para abrazarlo y que él se sintiera tan amado como ella cuando los vigorosos brazos de él la sujetaban y notaba como sus masculinos dedos jugueteaban con su ombligo bajo la blusa. Era duro estar condenada a recibir amor, pensaba, mientras ella, debía tragar el suyo.

 

Aiko se despertó. Junto a esa pequeña mujer de rasgos orientales dormitaba Alex, su marido y que al igual que ella daba clases en el Instituto de Ciencias Experimentales. Se encontraba agitada, apenas recordaba nada del sueño perturbador que acababa de tener, pero la tibia humedad que sentía en la braguita bajo el pantalón de su ajustado pijama de verano era indicador de lo que su cuerpo anhelaba en ese momento; sus entrañas suplicaban porque Alex se despertara y tomara como presa su cuerpo suplicante de masculinidad, lo que, lamentablemente para ella, no pareciera que fuera a ocurrir observando la pausada respiración del hombre.




Las manos esposadas cada una a un lateral de un cómodo aunque inexpugnable cinturón de acero que rodeaba la cintura tampoco le conferían más oportunidad que rozar de forma inofensiva el elástico de su braguita sin que eso disminuyera, más bien corría el riesgo de incrementar, el empuje del volcán de deseo que la consumía por dentro.

 

Aiko, casi convertida en estatua, mirando al techo, trató de deslizar su mano derecha, tanto como el rígido metal le permitiera, para acariciar la de su compañero que, en el silencio de aquella noche de verano en el Enclave, dormía a pierna suelta. Se esforzó, pero su brazo no consiguió ganarle un milímetro a la cadena que unía el grillete de su muñeca a la cintura, aun al precio de que el acero se clavase lacerandole la piel de sus pulsos.

 

Era injusto, pensó, solo anhelaba tocarlo. Tocarlo.

Aiko, si algo echaba de menos en su vida era la perdida capacidad de poder tocar y sin duda era lo que más echaba de menos su infancia cuando era libre de aferrar, de coger, simplemente de palpar una textura, de buscar un algo y no ser siempre quien deseaba ser encontrada. Le entristecía pensar que en aras de la seguridad había tenido que renunciar a placeres como acariciar la cabeza de una niña de suave cabello perfumado, o incluso, que un perro le dedicara un meneo de cola en agradecimiento por una buena rascada de orejas. El ser privada de ser sujeto activo en cualquier contacto, el tener que ser siempre la acariciada, la abrazada, la sujetada, era algo a lo que jamás se había acostumbrado, aunque, incluso a sus oídos, podía sonar como una inmadurez propia de una adolescente boba.

Tener aquellos anhelos la hacían sentir un poco culpable ya que, como se les explicaba en la escuela, aquellos grilletes eran por su propio bien, y sabía que debía estar agradecida por ellos, y, sin embargo, a veces los maldecía. Aquellos sentimientos, aunque se podían leer en algunas obras literarias editadas en el Enclave desde que se había retomado la manufactura de papel, no eran algo de lo que las chicas decentes  del Enclave les gustara hablar, ni siquiera entre ellas, ya que era considerado una forma de pensar extremadamente egoísta por parte de cualquiera que lo expresara. Aquellas cadenas y la permanente restricción eran lo que las mantenía seguras y lo que les daba aquella enorme libertad que disfrutaban las habitantes de Punta Esperanza, una libertad casi plena, libertad para todo menos de hacer nada por ellas mismas.

Dentro de las limitaciones obvias, Aiko siempre se había considerado una mujer activa en su vida de pareja, y últimamente le excitaba  fantasear sobre el último cotilleo que circulaba por los edificios de mujeres solteras de la ciudad y que sus compañeras en el instituto, se habían hecho eco. Al parecer, según contaban las chicas, entre las clases más pudientes, se había puesto de moda mantener relaciones sexuales con la mujer libre de toda restricción. Aiko se imaginaba como podía ser estar libre para acariciar a su macho mientras ella cabalgaba, empalada sobre él. Como conversar era uno de los entretenimientos más sencillos para ellas, las mujeres del Enclave tenían fama de ser unas conversadoras infatigables, y por supuesto no faltaban nombres en la picota sobre chicas, generalmente de buenas familias que, se rumoreaba, practicaban esta variante de sexo tan salvaje. Ella sentía una sana envidia cuando las veía, por la calle o la universidad con unos grilletes tanto o más restrictivos que los suyos, sabedora de que, cuando las luces se apagaran podrían convertirse en indómitas amazonas en un desafiante pie de igualdad con sus amantes. Se imaginaba como sería aquello en ese momento, hincada de rodillas entre las piernas de su compañero y este agarrándola del pelo obligándola a cumplir su voluntad, demostrando que él no necesitaba acero para domesticar a su voluntad a su indómita potrilla.

Aiko, despertó de su ensoñación, y  se dio cuenta que, con estos pensamientos, sus muslos habían comenzado a frotarse rítmicamente, tratando, en vano, de hacerle sentir alguna sensación en su sexo, tan hambriento como huérfano de atenciones en esos ardientes momentos.

Trató, inútilmente,  de relajarse de nuevo. Ella, pensó,  en ese momento no habría pedido tanto, y, es más, pensándolo fríamente, probablemente se hubiera sentido incómoda sin sentir el abrazo del acero sometiéndola, de alguna manera, pero, si tan solo estas cadenas fueran un poco más largas, sin duda enterraría la cabeza entre los fuertes muslos de su amante, hasta hacerlo morir de amor en lo más profundo de su garganta.

Aiko, no volvería a dormirse en toda la noche, solo deseaba que su hombre se despertara con el suficiente margen y así poder ella desayunar bajo las sábanas y el lucir una sonrisa en la primera clase de la mañana.




 

Roxana se despertó, el radiorreloj de su mesilla marcaba las cinco y dos minutos de la mañana y aun todo era silencio en las calles. En la emisora que estaba sintonizada y con la que se había quedado dormida, emitían un informativo horario. Según indicaba la locutora, la policía había descubierto un asentamiento de exploradores de los salvajes junto a la frontera Sur del Enclave. En él, -continuaba la información-, habían encontrado los cuerpos de dos niñas de entre diez y once años. Sin una utilidad reproductiva, explicaba, los salvajes las habían dejado allí, atadas, hasta que finalmente fallecieron por hambre y deshidratación.

Roxana quedó consternada por la brutal crueldad de aquellos salvajes que despreciaban todo de las mujeres salvo sus úteros. Roxana estaba conmocionada por el brutal suceso y no podía dejar de pensar en las pobres niñas tan sádica como gratuitamente sacrificadas. Sabía que no podría dormir en un rato mientras su psique digería la truculencia descarnada de la noticia.

Mientras su mente se aplicaba en asimilar tanta maldad, se acomodó sobre su costado y deslizó sus pies desnudos por la suavidad de la sábana bajera de su cama algo que, desde niña la relajaba. Al tiempo que con sus brazos comprobó la firmeza de los grilletes de sus muñecas  unidos por una corta cadena al collar de acero cerrado por un pequeño candado que de forma bastante ajustada rodeaba la parte baja de su cuello. La seguridad inquebrantable de sus cadenas la reconfortó. Eran afortunadas, sabía que frente a todas aquellas mujeres que sufrían la barbarie del páramo, ella era muy afortunada por pertenecer a aquella sociedad que había hecho del bienestar y seguridad de sus mujeres, el eje mismo de su supervivencia..

miércoles, 20 de enero de 2021

Pelea de gatas

 

 


La iluminación era tenue en el salón. Un atractivo hombre moreno sentado con las piernas cruzadas en un blanco sillón de orejas asistía con deleite al pequeño duelo de sus dos compañeras.

Las dos esclavas respiraban agitadamente, arqueándose como víboras en las restricciones que las atenazaban.

Sumidas en las tinieblas por el satén que acariciaba sus párpados, su percepción del mundo se limitaba a su esfera más reducida, y,  en ese momento, su universo tan solo era la presión de  las esposas que mordían sus codos y pulsos, la calidez húmeda del aliento de su compañera, el dolor pulsante que sentían en las tiernas cumbres rosadas de sus senos, y, por supuesto, el zumbante tormento que cada una llevaba en su vientre.

Cada par de pinzas mordía un pezón en cada una de ellas, manteniéndolas unidas más allá del especial vínculo espiritual que se genera entre dos seres humanos sometidos a similares tormentos. Se encontraban arrodilladas, a medio metro, que era todo el espacio que los tensos eslabones permitían sin tirar de forma rabiosa de tan delicada carne.

Hilos de saliva se descolgaban de los carnosos labios que enmarcaban dos mordazas de anilla que, situadas bien por detrás de sus dientes, mantenían la boca de las cautivas distendida al extremo. Lara notaba como el templado fluido humedecía  el nylon de sus medias a la altura del muslo. Siempre se notaba ridícula cuando no podía mantener la saliva en su boca. “Es parte de ser suya”, pensó.

Él las estaba castigando, y ambas sabían que lo merecían.

Se había esforzado por lograr una velada agradable, un buen restaurante, una cafetería de ambiente chic y una buena película en la sesión golfa, y ellas, no habían sabido  estar a la altura. Cada conversación, cada gesto se convirtió en una creciente pugna entre las dos, luchando por hacerse acreedora del título de mejor sumisa y peor compañera. No había un tema que se pudiera sacar sin que algunas de las dos mujeres no encontrara elemento que sirviera para medirse y compararse entre ellas.

De camino a casa el ambiente se enrarecía cada vez más, con la paciencia de Él agotándose conforme ellas se afanaban en dinamitar todos los intentos de que la normalidad se instaurara. Él, se dio cuenta de que las espadas estaban en alto, sus compañeras crispadas y furiosas, entre ellas y con la situación.

-          ¡Hasta aquí, niñas! ¡Basta!

Él sólo las llamaba niñas cuando se comportaban como tal, no como los dos magníficos seres humanos, educados, sensibles e inteligentes que ambas eran. Las dos mujeres cesaron los sarcasmos.

-          Se me ha ocurrido una idea al llegar a casa, y, ya que os gusta tanto estar compitiendo todo el rato, que  lo vais a pasar bien. Me tenéis ya hasta las cejas.

 


 

 

En el camino hasta casa reinó el silencio. El “lo vais a pasar bien” sonaba amenazante, y las dos, repasaban mentalmente la lista de incidentes que, a lo largo de la noche las había conducido hasta allí.

Al llegar las dos damas se estremecían  con la incertidumbre de lo que Él les tenía preparado.

- Voy  a servirme una copa de vino, y a pensar que es lo que tengo que hacer con vosotras. Esperadme calladitas en el salón. Ya sabéis como.

Las dos chicas se retiraron la habitación del matrimonio y se desnudaron. Lara, colgó su vestido con meticulosidad, asegurándose que ningún pliegue o plisado quedara descolocado. Marta, la azorada intrusa, permanecía en pie sosteniendo el suyo y con mirada de perdida.

Lara, se giró, apiadándose un poco de su compañera.

- Puedes dejarlo en esa silla. Seguramente lo iban a pasar mal, y no tenía sentido, ni era ético, añadir sufrimiento a un castigo que, al fin y  a la postre, ambas se habían merecido.

Las dos mujeres, cubiertas únicamente con sus medias caminaron hasta el salón sobre sus altos tacones que, resonando sobre el parqué, el redoble que acompañaba a las dos reas en su paseo al cadalso.

Ellas se arrodillaron. Y esperaron. Él se hizo de rogar.

 

El dolor ya había hecho su presencia torturando las rodillas de las dos silentes mujeres, un tormento que ninguna de ellas se atrevía  a tratar de aliviar tratando de moverse y recolocar su peso corporal. Finalmente, Él, apareció.

 

Los tres botones desabrochados de su camisa dejaban  a la vista la parte superior de su tonificado pecho, y, portaba una copa de vino blanco en su mano derecha.

 

- Niñas. Estoy enfadado. Os habéis portado como malcriadas, y no conmigo, sino entre vosotras. Y vosotras, sois mías. Pero bueno… os voy a dar el gusto. Si os queréis pelear como gatas, que así sea. Aunque, a mí me gustan las mujeres, no las gatas….Os voy dejar competir entre vosotras. ¿Está claro?

- Sí, señor. Él huía de los formalismos, pero, las iba a castigar, y, las chicas conocían la liturgia.

- Arrodillaos la una frente a la otra, rodillas separadas.

Una suave ceguera de tacto celestial sumió en negra indefensión a las dos mujeres. Ambas sumisas notaron como las esposas se clavaban en sus muñecas. Luego en su codos. Sus brazos quedaron pinzados en la espalda, juntos, soldados entre ellos convirtiendo a las dos esclavas en hermosos seres inermes. Las apretó, un punto más de lo necesario, no las estaba poseyendo, no quería reafirmar a sus compañeras en su sumisión, debía de ser un castigo.

El reconocible tintineo de la cadena de unas pinzas hizo estremecer a las dos mujeres sobre sus rodillas.

- No quiero amordazaros…. Aun. Os dolerá, lo sé, y por eso lo hago. No quiero quejas.

 

Un tierno masaje y unos gentiles pellizquitos por parte de esos adorados dedos endurecieron rápidamente la tersa carne de Lara. Una vez conforme con el  resultado obtenido, Marta experimentó el mismo agradable tratamiento en sus senos.

El pezón derecho de Lara se retorció en agonía cuando una poderosa pinza de trébol mordió con fuerza la delicada carne, torturando el sensible manojo de terminaciones nerviosas con el que la naturaleza la había dotado. El pecho izquierdo de Marta sufrió la misma suerte, y luego, los otros dos senos revivieron el mismo severo tratamiento. Las niñas aguantaron el dolor, mordiendo sus labios y sin emitir más sonido que el provocado por su respiración al agitarse.

Las inclementes mordazas fueron el siguiente aditamento. Las apretó; mucho, hasta que se asentaron bien por detrás de los dientes, como debía de ser.

El sonidito de una botella de plástico que se abría fue el pistoletazo que marcó el inicio de la última etapa de la preparación de su predicamento. Él, vertió algo de lubricante sobre sus dedos, y, delicadamente, lo extendió sobre la rosada abertura que provocativamente abría para Él el interior de sus sumisas. Rítmicos y roncos gemidos emergieron de las gargantas de las dos mujeres, entrecortándose cuando un objeto rosado, de buen tamaño quedó alojado en lo más hondo de los vientres femeninos.


 

Él se alejó para aposentarse en el sofá que servía de privilegiada atalaya sobre el hermoso espectáculo de sumisión que se desarrollaba en aquel salón. Las mujeres esperaron, arrodilladas, mientras la apretada piel de tambor de sus vaginas trataba de adaptarse al poderoso intruso que había sido introducido de manera tierna pero implacable en lo más hondo de sus sagrados templos.

 

- Dadme un orgasmo. La primera que me lo ofrezca, será recompensada.

 

El sutil clic de un botón en un mando a distancia y el zumbido de unos motores eléctricos amortiguado por las paredes de carne, fueron el prolegómeno de lo que estaba por venir.

Sin poder juntar las piernas, toda la estimulación provenía de la fuerza que sus músculos internos podían ejercer sobre las vibrantes ovoides de su interior. Las vibraciones eran tan intensas que las dos mujeres, pronto notaron como su sexo engordaba, henchido de sangre y como, las inflamada carne trataba de devolver parte del fuego a sus vibradores apretándolos con una palpitante presión. El olor de los perfumes, mezclados con el aroma al sensual almizcle de sus humedades golpeaba el cerebro de las dos bellas.

Lara notaba como los tirones en sus pezones por culpa de la mujer que tenía enfrente se hacían cada vez más continuos y dolorosos. Por el patrón de dolor, pensó, Marta debía de estar agonizando camino del éxtasis. Lara, se concentró en los gemidos que, tamizados por la mordaza que mantenía abiertas su boca le llegaban desde su compañera. Los oía, los sentía y, el cálido aliento de Marta, acariciaba su propia cara con una fuerza creciente

Las mareas de placer  que  azotaban sus entrañas con su oleaje,  arrastraban más a las dos cautivas. Lara notó, como si de una experta pescadora se tratara, por los tirones de las pinzas de sus pezones, que Lara se estremecía como antesala la catarsis de ese orgasmo que Él les había pedido. Cuando los espasmos de su compañera se abrían paso como las burbujas que rompen la humeante superficie del agua que va a romper a hervir, Lara arqueó su espalda hacia atrás.

Marta, sintió un dolor intenso, como si alguien tratara de arrancarle los pezones con una tenaza al rojo vivo, descabalgándola de la ola de placer que la arrastraba y haciéndola emitir un alarido roto, amortiguado hasta gutural gemido por la inclemente mordaza de su boca.

Lara notó el dolor en sus pechos. Su marrullera maniobra hizo que las pinzas apretaran sus propios pezones hasta que su delicada carne quedo reducida a una fina y palpitante barrera que separaba las dos partes de la pinza de cruel metal, trasmitiendo a las raíces de sus pezones las convulsiones que el dolor había provocado en su infeliz compañera. La mujer apretó su vientre contra el zumbante trasgo de su interior y las sensaciones martillearon su cuerpo. El alarido de su compañera, las sensaciones en su ardiente sexo y sentir la agonía de su rival en sus propios pezones fue demasiado para ella. Lara orgasmó con un grito apenas silenciado por su mordaza de aro.

Las dos mujeres se arquearon, crispándose cada vez que sus ondulantes cuerpos tensaban de más las cadenas que las unían castigándolas en sus más sensibles partes. Ambas damas yacieron extenuadas, derrotadas, apenas manteniendo el equilibrio sobre sus doloridas rodillas.

Él se levantó y el zumbido de los vibradores se extinguió dejando sin fondo los jadeos y gemidos de las dos mujeres, que, ciegas, quedaban prisioneras de su propia piel.

El hombre se aproximó y retiró el satén que mantenía en tinieblas a Lara acariciando con el dorso de su mano la piel sudorosa de sus mejillas. Con un tirón desabrochó la mordaza que distendía las mandíbulas de nuestra atribulada ganadora. Dos hermosas marcas de presión, piel levantada y carmín corrido lucían en el lugar en que la correa había mordido las comisuras de sus labios. Lara, con la visión aun  borrosa de sus pupilas adaptándose a su recién recuperada visión, percibió como Él se bajaba la cremallera haciendo visible un palpitante pene erecto.

 

- Parece que has ganado, tendré que darte la recompensa.

 

Lara hizo un esfuerzo para poder mover los atenazados y doloridos músculos de su mándibula y poder articular palabra.

 

- Señor, ¿Puedo hablarte?

- ¿Qué quieres, bruji?

 

- He sido mala, te he faltado al respeto, y os he arruinado la noche, a ti, y a ella…a nosotros. Señor, si lo consideras, destrózame la garganta hasta que no pueda hablar, pero tu leche… no la merezco.

 

Él la tomo del pelo haciendo que se irguiera un poco sobre sus rodillas y la abofeteó. Ella abrió la boca. Una ígnea lanza de carne empaló su garganta y aplastó su lengua. La mujer graznaba patéticamente en búsqueda de un resquicio para el aire. El hombre continuó, agarrándola del pelo forzándola a engullir cada milímetro de la gruesa estaca que descoyuntaba la articulación de su boca.

La gigante broca comenzó a coger velocidad percutiendo con furia el fondo de su garganta con cada vez mayor velocidad. Lara, así sometida trataba de aprovechar los momentos en que la ardiente espada se retiraba para recuperar algo de aire.

 

-Así, ahógate para mí. Sé mía.

 

Lara notó para su deleite que la endurecida lanza comenzaba a contraerse espasmódicamente dentro de su garganta.

Él retiro su enhiesto estandarte, creando una delicada vela de saliva, mucosidad y líquido preseminal con la viscosidad que goteaba de la cara de Lara. Se limpió el erecto glande con la suave melena de su esposa.

Lara, miró a su marido y, con voz ronca – que le duraría varios días- interpeló al hombre.

- Señor, ¿Me permites ser una buena zorrita? ¿Me dejas pedirte perdón siendo buena con Marta?

Él tomó a su esposa de la oreja, hasta situarla, arrodillada junto a  la otra cautiva que permanecía  aun ciega y silenciada. La cadena entre las pinzas de las mujeres, antes tensas, ahora colgaba formando un arco.

La tersa verga fue introducida en las salvajemente abiertas mandíbulas de Marta. Ella notó como la dura y viscosa lanza se deslizaba sobre su lengua, invadiéndola hasta su garganta. Él fue dulce, pero implacable. Sujetando con firmeza su cabez,a mantuvo empalado el cráneo de la joven, sin apenas moverlo. Así permaneció unos segundos, con la cabeza de Marta tratando en vano de librarse de las firmes manos que la sujetaban. Él estaba inmóvil dejando que los diminutos y espasmódicos movimientos de ella pugnando por aire,  fueran las caricias que habrían de llevarlo al éxtasis.

La lengua de Lara recorría la suave piel del cuello y las orejas de Marta, mordisqueando los lóbulos  de la oreja. Un mordisquito en el cuello o una traviesa lengua girando en su oído aumentaban las sensaciones de Marta que al tiempo parecía morir sin aire y de placer.

Finalmente una ígnea erupción precedida de unas veloces contracciones de la masculinidad de Él se produjo en la garganta de Marta. La máscara se había corrido por las lágrimas, dando a su cara un aire de patética belleza. Ella no podía más que, gustosamente, hacer nada salvo tragar. Una gran cantidad de viscosa virilidad se deslizaba por su garganta sin que nadie le hubiera consultado su parecer. Él había decidido honrarla fertilizando sus entrañas con su preciada esencia. Ella era suya. Se sintió tan zorra por ese placer que experimentaba, siendo usada sin que pudiera hacer nada por evitarlo, siendo tan brutalmente poseída que, poco a poco, se deslizó por el tobogán de un orgasmo empujada por las caricias de la lúbrica lengua de Lara.

Marta crispó su cuerpo y convulsiono, como si por un momento su cuerpo creyera que podría liberarse de las restricciones que tan férreamente limitaban sus anárquicas sacudidas. Sus pezones y sus brazos pugnaron duro contra el acero que los sometía, sin más resultado que el dolor de sentirse suya. La mujer notó que el inquilino de su boca decrecía poco a poca, sintiendo que aquella tórrida carne de hombre volvía a su ser más sereno y desocupaba sus colapsadas vía respiratoria. Una larga estalactita de saliva y virilidad se deslizó desde su boca cuando Él retiró el pene de aquella boca sumisa que continuaba abierta.

 

Lara abrió la boca para aceptar la mordaza que Él acercaba a sus labios y que fue, de nuevo, apretadamente abrochada. El hombre se acuclilló  entre sus cautivas, y, con movimiento firme pero gentil, liberó un pezón de cada una de sus compañeras de juegos. Las pinzas quedaron colgando por la cadenita que las unía a su pareja que continuaba mortificando el suave rosado botón del otro seno. Ambas chicas aullaron tras sus mordazas y una mueca de dolor acompañó el fluir de la sangre hacia el lugar del que había sido desplazada por el inclemente beso del metal. Para su turbación, tras unos segundos de tregua, el pezón volvió a ver castigado. Las dos chicas quedaron así, firmemente pinzadas, pero, por primera vez, libres la una de la otra.

El juez y verdugo de aquella ordalía se colocó a espaldas de ambas cautivas que sintieron un  pronto alivio en sus torturados omóplatos y hombros cuando los grilletes que aprisionaban muñecas y codos cayeron al suelo con sonido metálico, y las chicas, al instante notaron un hormigueo en los brazos conforme estos a la vida tras el infierno de su predicamento.

Él se levantó y las miró.

-          Chicas ¿Lo de esta noche se va a repetir?

Las dos chicas negaron con la cabeza  y emitieron unos gemidos como toda respuesta.

-          Chicas, tenéis que entender que la una no es nada sin la otra, que sois mías, y como tal, sois parte de mi ser. Quiero que a partir de ahora, cuando os vayáis a echar algo en cara penséis en esto, y no en el castigo de esta noche. Quiero que os apoyéis, entre vosotras y en mí. Quiero que seáis como hermanas. ¿Está claro?

Las dos chicas gimieron y asintieron con vehemencia mientras alternaban las miradas a su hombre con dulces miradas de soslayo entre ellas.

-          ¿Os habéis perdonado? Porque yo si lo he hecho, y sé, que desde ahora, mis damas se van a portar como buenas zorri-compis.

El las besó con dulzura.

-          Podéis levantaros e ir a pegaros una ducha. Os espero en la cama, os dejo ser un poquito traviesas… pero no tardéis. La noche, aun es joven.