El joven y la profesora desobediente

  Con 31 años, pese a que las pecas de su cara le confirieran un aspecto más aniñado, haber ganado una plaza como catedrática de instituto e...

miércoles, 7 de abril de 2021

Las curiosas costumbres de Isla Cane. Tradiciones de sábado. (3/4)

 

 

 





El café “Belle Epoque” siempre se encontraba poblado por una numerosa concurrencia, buena música en vivo y buenos combinados eran, sin duda, buenos motivos para visitarlo, pero en un país tan pequeño era obvio que ser la segunda al mando de la fiscalía tenía sus prebendas, y cuando Jimena llegó al local, varias de sus amigas se encontraban ocupando la mesa que, por defecto, tenían reservada.

Era una de esas mesas altas que eran muy habituales en los locales de Isla Cane, debido a que, muchas veces, las clientas preferían no sentarse, y permanecían de pie con la consumición sobre la mesa.

Al ser un viernes por la noche, el porcentaje de mujeres de pie era, incluso superior al habitual, por una razón muy sencilla: aunque los castigos de recapitulación siempre habían sido tradicionalmente el domingo por la tarde, la incorporación de las mujeres al mundo académico y laboral había acabado por mover esto y, ahora, con muchísima preponderancia, los viernes por la tarde y sábados por la mañana eran los días cuando se solía realizar.

Como las mujeres habían adquirido más responsabilidades, generalmente la lista de correcciones recibidas a lo largo de la semana eran más largas que años atrás, por lo que se podía decir, sin temor a equivocarse que, en Isla Cane, la equiparación de derechos laborales de las mujeres la habían pagado sus traseros. Como el lector puede haber deducido, listas más largas significaban castigos más largos, y cómo el lunes tocaba volver a empezar la semana, era un gesto hacia las chicas, el que fueran castigadas al comienzo del fin de semana lo que posibilitaba que sus doloridas posaderas estuvieran en el mejor estado posible al principio de la siguiente semana.

De las cuatro presentes que hablaban entre ellas animadamente, ninguna, de hecho, ocupaba alguna las sillas de las que disponían.

-          Hola niñas – saludó Jimena después de haber solicitado en barra que le llevaran un Tequila Sunrise sin alcohol-. Hay noticias…

Las cuatro asistentes a la reunión eran la “dirección” del grupo que luchaban por cambiar el ya conocido Código de Disciplina.

La mujer más alta y que vestía de manera más informal, era Olga Dupont, que había ganado el oro en bádminton en los últimos Juegos Olímpicos, y era la cara más mediática del movimiento pese a ser, con veintiún años, la más jovencilla.

A su izquierda en encontraba Laura Radchenko, eminente viróloga y a sus magníficamente llevados casi cincuenta años la mayor del grupo. Laura se había convertido en uno de los rostros más conocidos de la ciencia de Isla Cane cuando saltó a la portada de los medios al ser la jefa de un equipo que había desarrollado un conocido retroviral muy eficaz contra el Zika. Cuentan las malas lenguas que, en su bolso, llevaba siempre una pequeña paleta de cuero para las ocasiones en la que se hacía necesario que ella o sus dos chiquitas adolescentes, recibieran un toque de atención.

Frente a ellas estaba Paula Muller, diputada del Partido Conservador que se encontraba aun de baja maternal tras el nacimiento de su primer hijo. Aunque leal a sus amigas, era la que ponía, junto a Jimena, la voz cabal en el grupo, evitando que se incorporaran al documento sugerencias irreales como reclamar el derecho de argumentar con los hombres una vez estos se pronuncian sobre la necesidad aplicar una corrección o un castigo. Estas “salidas de tono”, al final habrían hecho naufragar antes de salir de puerto las ya de por si osadas propuestas.

Cerraba la reunión Ángela Petrovic, ingeniera industrial que era capitán en las Fuerzas Armadas de la Isla, y que, al contrario de Paula y Jimena, siempre abogaba por propuestas de máximos, habiendo tratado de que se recogiera que, una dama encontrada merecedora de una corrección o un castigo tuviera el derecho apelación.  Aunque sí se llevó a votación, la mayoría de las integrantes, 73 de 76, votaron en contra de una propuesta tan rupturista, que atentaba directamente contra el principio de autoridad. Sus propuestas de máximos y su vehemencia, de hecho, habían hecho que, algunas de sus compañeras tuvieran siempre reticencias hacia sus propuestas.

Jimena, contó a sus amigas la situación de su propuesta con pelos y señales, y todas las concurrentes se mostraron satisfechas.

-          ¡Genial! Jimena, - la más joven era también la más efusiva-, son noticias geniales. ¡Para caerse de culo! – instantáneamente selló sus labios y levantó la mirada como si reflexionara sobre lo que acababa de decir-. Aunque…. después de mi tardecita…. Mejor otro día.

Las presentes se rieron de la inocente rectificación de Olga, que quedó un tanto colorada, aunque, se percató que con su comentario no había sido la única en llevarse las manos al trasero.

-          Mmmmmmm…. ¡Ay! A mi me toca mañana… - torció el gesto Jimena-.

-          Eres una pazguata, Jimena, no sé cómo le dejaste el viernes a la pollita de Sofía. ¡Que está sin plumar! Que ir el lunes a la uni con el culete bien marcado no la va a matar, a todas nos ha pasado... y peores….

-          No seas mala, Laura. Que la pobrecilla, ni siquiera es de aquí del todo.

-          Bahhhhh….. no te preocupes que seguro que su mamá enseñó bien a su padre, te lo digo que hice el insti con Yolanda, su madre. Y, no hace tanto tuve ocasión de visitarla en un congreso que tuve en Milán.

Paula, que por primera vez en semanas podía salir, las primeras semanas de vida de un bebé son agotadoras para las mamás, hasta ese momento había permanecido callada, analizando en el fondo de su copa las explicaciones de Jimena.

-          Nena… tenemos que ir con cuidado. De momento, en mi partido tenemos más defensores que detractores, pero el Partido Progresista está por completo a favor lo cual, además de que son  una fuerza marginal, nos presenta un problema.

Las mujeres callaron y escuchaban con atención.

-          Muchos de mis compañeros van a dudar de darnos su apoyo, aun estando en el fondo de acuerdo con nuestra reclamación, si los medios empiezan a relacionarnos con esos liberticidas que ya, por ejemplo, querían regular la duración de los castigos, prohibir instrumentos de los autorizados por el código, poner un máximo semanal de correcciones… Ya sabéis lo que digo.

Las mujeres asintieron.

-          Así que, nena, cuando vayas a exponer, cúrrate un discurso emocional. Ve a la tripa; a la entraña.  Cuéntales la verdad, que nos gusta que nuestros hombres sean fuertes y estén pendientes de nosotras, que nos gusta que nos recojan cuando caemos, nos acompañen cuando tenemos miedo, y nos calienten el culo cuando lo merecemos…. Bueno, y a veces cuando no lo merecemos tanto…

Una risita generalizada hizo coro a la cómica última afirmación.

-          Paula, pero eso es la esencia de nuestro movimiento.

-          Jimena, y tú lo sabes también, que vuelas muy alto aunque a veces seas un pelín naif: muchos, nos tienen miedo. Tienen miedo de que empecemos por esto, que sigamos por negar el derecho a nuestros hombres a corregirnos cuando así lo decidan y que acabemos queriendo ser nosotras las que pongamos los puntos sobre las ies a los chicos – otra risita se elevó desde el grupito ante la ocurrencia-…. Y yo que sé…. Y muchos, además, tienen miedo que, si somos nosotras las que apliquemos una penitencia a otra mujer, creen que no vamos a saber comedirnos. Y sabes… en esto último, les doy un poco la razón.

Un murmullo de reproches cayó sobre Paula.

-          Niñas, no seáis ni inocentes ni hipócritas, no voy a seguir con el tema, pero ellos desde pequeñitos tienen claro que nos tienen que cuidar… a veces, incluso, demasiado claro…, corregirnos, sí, pero no buscan ni dañarnos ni venganza, y nosotras no. Para nosotras esto sería nuevo, así que, evidentemente, no me voy a abajar del barco ya que creo que lo que proponemos es bueno y justo, pero, más nos vale que el día que realicemos el alegato, tengamos estas cositas claras. Por qué van a sacar el tema, incluso los miembros del Consejo que están a nuestro favor…

El grupo se sumió en un breve silencio, Laura, les acababa de demostrar por qué, durante su baja, el Congreso había echado de menos a su mejor oradora.

Eran más de las doce cuando Jimena regresó a su casa. Su marido veía en la tele un reportaje de grandes estructuras abandonadas. Se levantó con una sonrisa para abrazar a su mujer que nada más entrar sustituía sus tacones por unas zapatillas con estampado de osos.

-          Qué tal pequeñina ¿Arreglasteis el mundo?

Jimena dio un coscorrón a su marido que, como respuesta, la besó en los labios.

-          ¿Ves? Soy un hombre maltratado…. Y yo aquí esperándote para que nos fuéramos juntitos para la cama.

-          Pues venga, que estoy cansadita, y mañana por la mañana tengo que estar descansada… Me alegro que, al menos, no estés viendo “Forjado a Fuego”…. Creo que ese martillo neumático, te da malas ideas la víspera de castigarme…

-          Qué boba eres, - rió Rodrigo- anda, gatita, ve al aseo, y te espero en la cama. Te quiero.

Jimena puso su mejor cara de diva y con teatral pose miró al hombre que se derretía por ella.

-          Mucho…

Cuando el Sol que se filtraba por la persiana incidió en la cara de Jimena, un relampaguito de consciencia comenzó a abrirse paso por las tinieblas de sus sueños. Luchando contra el estímulo que la arrancaba de los dulces brazos de Morfeo, hundió la cara en la almohada y frotó las piernas contra la suave y tensa sábana bajera en vano intento por que la agradable caricia de la delicada tela en las piernas volviera a empujar su nivel de consciencia al otro lado de la red. Era ya inútil.

Los estímulos se amontonaban, primero, se había dado cuenta que su vejiga había decidido que ya eran bastantes horas de sueño, luego el olor a café, y a los bollitos calientes de panadería… Se maldijo a si misma por ser tan débil y se puso en pie atusándose el camisón rosa que le cubría hasta un par de palmos sobre la rodilla; era vergonzosa la forma en la que había traicionado a la marmota que toda mujer lleva dentro, pero… “la canela es la canela”, se dijo a si misma.

Sofía y Rodrigo se afanaban en ultimar la mesa para el desayuno cuando Jimena, con la cara aun a medio despertar bajó las escaleras.

- Buenos días, Jimena. Vaya dormilona.

- Mema, por lo menos habré dormido… Tú,

¿Qué tal con tu compi?

Una sonrisa de oreja a oreja ilumino la cara de Sofía.

Arrastrando los pies, la siguiente parada fue Rodrigo, que retiraba una cafetera italiana de la cocina de inducción.

- Venga chicas, ¿Nos sentamos? ¡Que tengo hambre!

El desayuno transcurrió de forma agradable, centrándose en tratar de sonsacar a Sofía detalles de su cita de la noche anterior, que había incluido restaurante, cine y paseo por la playa. Aunque un poquito azorada, a Sofía se la veía muy contenta, e incluso estaba hábil esquivando las puyitas que una divertida Jimena le lanzaba de continuo.

Los ecos de alborozo se iban disipando conforme la cafetera se vio vacía de su contenido, y Jimena sintió que unos nubarrones se iban cerniendo sobre su cabecita, nubarrones que no vaticinaban más que una tormenta de azotes en su trasero.

Rodrigo fue el primero en mencionar el elefante en la habitación

- Jimena, quiero que en media hora, me esperes en el salón. Vamos a repasar a ver qué tal te has portado esta semana.

- Sí, señor.

Jimena estaba ya arrodillada en el centro de la amplia sala y Sofía sentada, un poco ladeada, en el tresillo cuando Rodrigo regresó después de haber puesto en orden los últimos cacharros del desayuno que las chicas habían fregado.

- Bueno, ¿Que tienes que contarnos?

La fiscal convertida como cada sábado en reo pendiente de sentencia abrió su cuadernito de tapas de cuero con repujado floral y repasó las correcciones de la semana. Comparada con la abultada lista de Sofía del día anterior, esta era mucho más reducida, y un exponente de lo que era habitual que una chica tuviera que afrontar en su recapitulación semanal.

El saldo semanal era de ocho correcciones en el trabajo, los cinco castigos adicionales al llegar a casa no computaban para la lista, y tres castigos en casa. Esta proporción era bastante habitual, ya que, por norma general, las correcciones en el trabajo eran más numerosas y menos severas. Salvo cuando el jefe quería dejar un mensaje más indeleble en su trabajadora, como cuando el fiscal hacía uso de la correa, lo habitual era que no se quisiera tener a una subordinada sollozando y demacrada, además, todos los jefes sabían que, al llegar a casa, los padres o maridos se iban a encargar de dejar claro las cosas incluso a las más testarudas. Por el contrario, las correcciones domésticas eran menos habituales, pero mucho más severas.

- ¿Es todo?

La pregunta, de Rodrigo aceleró el ritmo cardiaco de la declarante.

- Eeeeeeeerrrrr… Sí, señor.

- Acabas de ganarte una penalización, por desmemoriada.

Los ojos de Jimena se abrieron con indignación.

- Peeero… no...

- Antes de que te ganes otra… que pasó el sábado por la noche con la cerveza de Carlos….

Rodrigo hacía referencia a un suceso del pasado sábado en el que salieron a cenar con otra pareja amiga. Salió el tema de la política, y Jimena, que era muy expresiva cuando hablaba de forma apasionada, había derramado la consumición de Carlos.

- Pues… Jobá, que la tiré sin querer, no es justo que me castigues por eso…

- Y no lo hago. ¿Qué pasó antes de salir?

Jimena frunció la naricilla como una chiquilla que de repente se supiera cogida sin remisión.

- Que antes de salir me diste seis azotes con el cepillo para recordarme que tuviera cuidado cuando gesticulara…

- Exacto… y no me hiciste ni puñetero caso. El castigo no es por tirar la cerveza, ni por qué defiendas tu postura con pasión, que es algo que me enamora de  ti cada día, pero lo que no me da igual es que pases mil de una advertencia.

Nuestra protagonista bajó la mirada, y aceptó que, efectivamente, se la había ganado.

Rodrigo se sentó en el sillón de orejas y palmeó la parte superior de sus muslos para indicarle a Jimena cual sería la primera estación de su particular viaje.

La mujer se acomodó con la barriguita sobre los duros muslos de su marido.

- Como vea una mano sobre ese culete, empezamos de cero, avisada quedas.

La mano derecha del hombre se levantó por primera vez para iniciar unos largos quince minutos de azotaina. La gran mano de Rodrigo se levantaba con furia una y otra vez para impactar contra la delicada carne de su esposa que ya, desde los primeros cachetes, pugnaba retorciéndose sobre el regazo de su hombre.

Los golpes se aplicaban en un patrón anárquico de manera que Jimena no pudiera prepararse para el siguiente aguijonazo, después del cual, invariablemente, un gemido escapaba de la boca de su boca.

Sofía, testigo de la escena contemplaba como, con gran técnica, esos fuertes manotazos transmitían toda su energía a las doloridas nalgas. Con admiración asistía a la visión de esas grandes manos hundiendo la muy dura carne de las nalgas de Jimena, sin rebotar en ningún momento, todo la energía cinética de los vigorosos azotes se transformaba en tormento para los tersos globos del trasero. Nada se perdía. Tampoco pasaba desapercibido que, el anárquico patrón estaba tiñendo de un vivo rojo cereza cada milímetro del culo y parte superior de los muslos.

Jimena, aunque hecha a la cotidianeidad de los castigos, estaba a punto del pucherito cuando, la férrea palma de su señor cayó con virulencia sobre el trasero por última vez. Aunque había sido capaz de sustraerse al reflejo de proteger su torturado culete, sí que había luchado un poquito, retorciéndose bajo los azotes, e, incluso, habían perdido la batalla al pudor, y la rosada puerta de su sexo, que al principio había permanecido oculta por una medida posición de las piernas, ahora lucía radiante en un paisaje de fondo carmesí.

- No creas que hemos terminado, - en realidad tenía claro que tal idea no había pasado por la cabeza de su mujer-, vete al rincón. Esa naricita pegada a la pared y nada de frotarse el culo. Me voy a por un vaso de agua, pero, Sofía, te quedas vigilándola.

Aunque invisible por la posición, el rubor que le generaba en las mejillas el que una chica mucho más joven tuviera autoridad, en cierto modo, sobre ella, podría rivalizar, en ese momento con el color cereza de su trasero.




 

Rodrigo regresó de la cocina al cabo de unos minutos, como buen administrador de disciplina, sabía que a las chicas, aun en el más severo de los castigos, y este no lo era, había que darle recesos, a fin de evitar que se convirtieran en sollozantes pulpejos de carne dolorida.

- ¿Habeis sido obedientes? ¿Las dos?

 Un simultáneo y raudo “Sí, señor” fue la respuesta de las dos chicas.

- Bien. Jimena, apóyate contra pared, bien inclinada, quiero ese pompis bien expuesto para darle lo que se merece.

La desdichada penitente emitió un suspiro de resignación cuando vio que su marido, en su mano derecha blandía la temible correa de afilar.

La correa de afilar era una extremadamente rígida y gruesa correa de cuero muy ancha. En origen se usaba para acabar el afilado de las cuchillas de afeitar, pero, siempre había tenido un utilísimo segundo uso para encauzar a las jovencitas que se hacían acreedoras de sus caricias. Desde luego, con el advenimiento de las maquinillas eléctricas y desechables, el primigenio primer uso de la correa había llegado a su fin, pero, en la isla “misteriosamente” había aun dos fábricas que la ofertaban entre sus productos.

Rodrigo se situó detrás de su esposa y calculó cuidadosamente las distancias, la precisión, cuando se blandían instrumentos tan poderosos era imprescindible.

La respiración de Jimena se agitó hasta el extremo de la hiperventilación, ya que sabía lo que estaba por venir.

- Sé que no te gusta, y que estás asustada, pero, ni se te ocurra apartar el culo. ¿Está claro?

Jimena estaba al borde del llanto.

- Sí, señor.

El primer zurriagazo aterrizó en el medio de las nalgas de Jimena, haciendo restallar la piel en un orgasmo de agonía, el grito de la mujer, indicó que toda la intención punitiva de ese primer chirlazo había sido plenamente recibida.

El segundo azote, aún más poderoso que el anterior aterrizó justo por debajo, dejando una zona de solape entre las dos marcas, la longitud del instrumento era tal, que su dolorosa huella rectangular abarcaba las dos nalgas, y con dos de ellas, se cubría todo el trasero de cualquier chica. La potencia del impacto fue tal, que Jimena tuvo que tirar de brazos para evitar empotrarse contra la pared, y tan solo lo firmemente que tenía bloqueada la cadera evitó que el su trasero perdiera su expuesta posición.

Las lágrimas ya comenzaban a aflorar en los ojos de la desdichada cuando, el tercer azote hizo brotar un manantial de lágrimas tras un alarido doliente, el tercer azote aterrizó en la parte superior de los muslos provocando un relámpago de tormento que le llegó hasta el vientre.

Rodrigo examinó el trasero de su esposa. Un color rojo cereza mostraba bien a las claras las zonas que habían recibido las atenciones de la temible correa, y, en los bordes de las marcas, donde los bordes de la correa habían mordido enterrándose en  la tierna carne, puntitos púrpura se formaban en puntos donde la sangre parecía que quería atravesar la piel.

Pese a que, evidentemente, la correa de afilar había de ser administrada con cuidado, la ordalía estaba lejos de terminar. Los azotes se repitieron durante diez interminables minutos, concentrándose en la parte central del trasero, que es la parte del culo de una mujer más idóneo para recibir correctivos especialmente severos, no obstante, y cuando el ritmo de la respiración de Jimena se relajaba, o la intensidad del llanto decrecía, un oportuno azote en las piernas era útil para mantenerla con la mentalidad apropiada. Al final de los diez minutos Jimena rezaba por el fin del asalto. Los espasmódicos movimientos con los que recibía los primeros azotes habían dado paso un continuo sollozo, similar a una letanía, que salía de su boca, ya permanentemente abierta, y la cabeza inmóvil, al igual que su arqueado cuerpo, aplastando una de sus mejillas contra la pared contra la que se apoyaba.

Tras finalizar los azotes con la correa, Rodrigo decidió otorgar a su esposa, convertida en un mar de lágrimas, un pequeño receso, ya que, entre otras cosas, el castigo, cuando se imparte a una mujer en estado casi de catatonia, no tenía ningún sentido. Y un castigo, a una mujer que se ama, nunca es causar dolor sin más.

-          Jimena, cariño, paramos un rato. En cinco minutos te quiero como un clavo. Estirada en el sillón.

Jimena, balbuceó, y aun tardó unos largos segundos en separarse de la pared en la que estaba apoyada.

El hombre analizó la situación. Ella, verdaderamente no se había portado mal durante la semana, y no tenía pensado prolongar mucho más el castigo. La pesada correa de afilar, además, le había dado al castigo la carga de intensidad que era necesaria para que la azotaina pudiera ser aprovechada por su mujer.

Cuando Jimena reapareció mucho más recompuesta, su marido aún se encontraba sopesando las posibles opciones y, finalmente, cuando su mujer se tumbó boca abajo sobre el sofá y pudo analizar la obra de la temible correa en sus posaderas y parte superior de los muslos, se decidió por terminar el trabajo con el cinto.

-          Sofía, por favor, ponle el cojín alto debajo de la cintura.

La joven se apresuró a cumplir la orden ya que, pese a que sus nalgas eran un dolorosísimo recuerdo de la ordalía del día anterior y sentía un sentimiento de femenina empatía hacia Jimena, innegablemente estaba disfrutando del castigo que tenía lugar frente a ella, y apreciaba no sólo la técnica en el manejo de los implementos sino también la elegancia y la ternura en su uso. Lejos de cualquier ademán iracundo, Rodrigo imponía sus castigos con la seguridad que inspira cierta calma en la spankee, cierta de que el castigo se circunscribirá a ese momento y a una parte muy determinada de su anatomía.

Con el cojín debajo de su tripita, el culo de Jimena, de un rojo brillante, quedaba sobre elevado y perfectamente expuesto para cualquiera que fuera el destino que le deparara. El hombre, con parsimonia, se desabrochó el cinturón y lo deslizó poco a poco a través de las trabillas de su pantalón mientras, su mujer, internamente experimentaba cierto alivio al saber que, la que suponía última tanda de azotes no fuera a ser llevada a cabo con algún instrumento más punitivo. Aunque el cinto no era la más temible de las opciones, tampoco iba a ser en absoluto un camino de rosas, y, cuando se maneja con pericia, puede ser muy útil para crear una impresión duradera incluso para la más desmemoriada de las mujeres.

Rodrigo dobló el negro cinturón y tanteó la distancia con dos levísimos toques, más que azotes , sobre el trasero de su amada. Finalmente el cuero se elevó sobre la altura del hombro y con la velocidad de la centella descendió sobre la parte superior de los muslos de la mujer, que no se esperaba tan furioso comienzo. Aunque no era habitual comenzar los castigos en la delicada carne de los puntos de contacto, el hombre no quería que su esposa percibiera lo que restaba de penitencia con cierta complacencia, así que, para fijar su atención, decidió comenzar con ese golpe de efecto.

Jimena, absolutamente sorprendida emitió un aullido e, instintivamente, realizó un gesto del que se arrepentiría en un rato. Como un rayo, su pierna derecha se flexionó en un vano intento de cubrir la martirizada piel de los muslos.

-          Acabas de ganarte una penalización, como vuelvas a rebelarte siempre estamos a tiempo de añadir una paleta. Tu verás.

Jimena refunfuñó, más enfadada consigo misma que con nadie. Sabía que lo que había pasado se debía a su exceso de confianza con el cinto.

-          Lo siento, señor. No lo haré más.

La pobre chica estaba ya al borde del llanto después de tan solo el primero de los chirlazos.

Tras el primer azote, el segundo aterrizó casi en el mismo lugar, dejando ambos muslos cruzados de dos líneas de un leve color morado. Esta vez, más atenta, Jimena, como impulsada por un poderoso resorte eléctrico clavó su cadera sobre el cojín y enterró la cabeza entre sus brazos.

Los siguientes tres azotes aterrizaron en rápida sucesión igualmente sobre las piernas, consiguiendo el objetivo de que, al cabo de recibirlos, Jimena volvía a sollozar como una magdalena, solo entonces, el hombre comenzó a alternar la tormenta de cintarazos entre las carnosas orbes del trasero de su esposa y las más delicada parte posterior de sus piernas.

Sofía se mordía el labio tratando de olvidar el calor que sentía, cada vez que el cinturón, manejado con maestría, al impactar sobre las piernas se curvaba levemente, lo justo para impactar en su parte final contra la sagrada piel del interior de los muslos. Sin duda, Jimena iba a tener un recordatorio muy vívido en cada paso que diera los próximos días. El sensual movimiento de la cadera de la mujer, cada vez que un golpe se abatía sobre ella, que parecía coreografiar una pasional danza de sensualidad contra el cojín que la mantenía abierta, expuesta y vulnerable, había tenido, por qué no decirlo, cierto efecto lúbrico sobre el ánimo de Sofía que, ahora sí, indudablemente, se veía embargada de cierto placer culpable ante el visionado de su confidente y amiga tratada con tanta amorosa severidad.

La sucesión de azotes se prolongó durante quince minutos al cabo de los cuales los glúteos y piernas de Jimena habían alcanzado un tono de cereza encendido que apenas hacían visibles las marcas púrpuras que habían dejado los distintos implementos, y que, cuando el volcán del carmesí volviera a su tono pálido habitual, servirían de recordatorio cada vez que se volviera delante de un espejo.

A los quince minutos, para alivio de la chica, a la que el vendaval de azotes había arrastrado a una aquelárrica pugna de sus caderas contra el cojín, la tempestad  cesó tras un último azote que hizo vibrar toda la tersa carne de sus nalgas la cual se levantó conforme el cuero se enterraba en ella como en un patético intento de abrazar al causante de su tortura.

Jimena desenterró la cara del lecho de sus manos, la rojez causada por el llanto, sin duda hacía juego con el color de su azotado trasero. Rodrigo la tomó de la barbilla para elevarle su avergonzada mirada.

-          ¿Has aprendido?

-          Sí, señor.

-          Bueno, pues ahora quiero que te pongas en el medio de la sala, ya sabes cómo, tocándote la puntera de los pies.

La mujer, sumisa, se enjugó las lágrimas con el antebrazo y adoptó la posición que el hombre que se acercaba blandiendo la temidísima vara . Como la mayor de la casa, a Jimena le era exigible una ejemplaridad de cara a Sofía a la hora de recibir un castigo, así, la vara que hoy sería aplicada era de un grosor superior a la empleada el día anterior, si bien, igualmente, era un instrumento sumamente flexible.

-          Cariño, sabes que has sido muy desobediente. Has sido muy rebelde, y eso, sabes, no se puede aceptar. ¿Cuándo vas a aprender a comportarte como la señora que eres? No puedes comportarte como una malcriada, y menos con Sofía delante. Serán doce azotes, y espero que no tengamos ningún incidente más.

 Rodrigo tanteó la distancia, y sin más dilación realizó el primer azote. Con un arco digno del mejor jugador de criquet, la canne efectuó un arco, impactando la parte inferior de las nalgas con una trayectoria ya ascendente. Pese a que Jimena estaba preparada para recibir un castigo que no le era desconocido, el impacto  sobrepasó, ampliamente, el umbral que se había marcado mentalmente, y un alarido descarnado salió desde la garganta.

-          Uno. Gracias, señor.

El hombre miraba como su mujer trataba de normalizar su respiración, acelerada tras el primer rejonazo en sus posaderas, pero, sin darle tiempo a lograr su modesto objetivo, un segundo varazo se estrelló esta vez en la parte superior de sus medialunas, que al tratarse de una zona menos castigada fue tatuada al instante con una marca violácea que casi de inmediato se inflamó levemente creando un cómico relieve.

Los siguientes azotes, fueron cayendo metódicamente, en grupos de cuatro, dejando huellas que permanecerían indelebles por varios días desde la parte superior del culo hasta sus piernas.

Al terminar la primera tanda de cuatro, Jimena aullaba ya como una bruja a la que estuvieran quemando en público suplicio. Incapaz de hacer nada para mitigar el dolor de los azotes. Sofía, esta vez desde la barrera, contemplaba como de vez en cuando en su forzadísima posición, su anfitriona realizaba unos patéticos saltitos, que, desgraciadamente para ella, nada podían hacer por minimizar la terrible agonía.

Los siguientes cuatro azotes cayeron en rápida sucesión, con el mismo patrón que los anteriores, con el último varazo impactando exactamente en la misma delicada carne del surco infraglúteo que había mordido el primero, quedando este marcado con un ancho e hinchado verdugón.

De los cuatro restantes, los tres primeros cayeron sobre las piernas, y el último, a fin de dejar un adecuado marchamo, castigó la ya muy tierna parte inferior de los glúteos.

Afortunadamente para ella, Jimena no había roto la postura en ningún momento y no se hizo acreedora de ninguna otra penalización, no obstante el castigo impuesto esa mañana, aunque breve y llevado a cabo sin los más temibles de los instrumentos, sin duda había sido intenso.

Rodrigo dejó la vara y se acercó a acariciar la nuca de su mujer, que, al tener la cabeza hacia abajo, quedaba despejada, oferentemente sensual.

-          Ya está. La próxima, vas a cooperar con tu castigo como una mujer adulta.

La pobre Jimena jadeaba entrecortada por los sollozos que aun distaban de ser sofocados

-          Sí, señor.

-          Te creo. Y por eso te voy a dejar que te pongas un poquito más cómoda. Anda, cariño, puedes ponerte de rodillas contra la pared. Y nada de tocarse el culete – dando unos azotito con la mano en el trasero de su mujer que calentaba como un volcán en erupción-.

Tras quince minutos de reflexión con la nariz apoyada contra la pared, Rodrigo acudió al rescate de su esposa.

-          Princesa, hemos terminado. Tampoco ha sido tan terrible, ¿Verdad?

Jimena asentía mientras se ponía en pie.

-          No, señor.

-          Lo que quiero, es que seas aún mejor, mi vida. Prométeme que te vas a portar bien, sabes que no me gusta tener que usar la vara, pero, también sabes que no me has dejado más opción.

-          No, perdona, cariño. Fui una tonta, me confié.

Rodrigo acogió en sus brazos a su mujer que un poco avergonzada enterraba la cabecita en el perfilado pecho de su hombre.

-          ¿Ya pasó?

-          Sí, gatita. Ya pasó.

 

 

Tras cada castigo, siempre se hacia necesaria una larga sesión de cuidados a los castigados traseros, y sin ser excepción esa mañana, esta tuvo lugar entre el baño y las habitaciones de las chicas, que atendieron y mimaron las azotadas posaderas la una a la otra. El pompis de Sofía, si bien presentaba abundantes marcas que serían visibles varios días, ya mostraba un buen estado general, lo que hablaba muy bien de los productos regeneradores creados por las empresas farmacéuticas locales.

Tras una hora tumbadas en la cama, tonteando con el móvil y cotilleando, para dar tiempo a los culetes a absorber debidamente los ungüentos, las chicas comenzaron a arreglarse. El matrimonio había quedado con varias parejas de amigos a fin de pasar el día en el club de paddle, mientras Sofía, tenía una cita para ir a la playa con su particular Romeo.

Un wasap, anunció a Sofía que su cita pasaría a buscarla en cinco minutos, por lo que, acabó de meter las cosas de primera necesidad en la bolsa de playa, (y para una chica hay muchísimas primeras necesidades), y bajó rauda las escaleras, casi atropellando a Jimena.

-          Pero bueno, chica, ¡Que prisas! – Jimena contemplaba a Sofía que vestía un diminuto minishort color salmón y una camiseta azul pastel-.

La mayor de las chicas sonrió.

-          Pero… y vas a salir así. ¡Mírate, si pareces una cualquiera! La sonrisa juguetona de las dos chicas era digna de verse.

-          Venga…, que tengo prisa.

-          ¡Cariiiiiiiii! La mirada de brujita traviesa de Jimena era indisimulable

Rodrigo sacó la cabeza del baño, donde se estaba acabando de acicalar.

-          Dime, rula.

-          Ven, anda – en ese momento Sofía la miraba con cara de zorro tibetano-. ¿Vas a dejarle que salga con esos pantaloncitos? ¿No vas a hacer nada?

Una sonrisa traviesa iluminó la cara del hombre.

-          Tienes razón… habrá que hacer algo – dicho lo cual, volvió al baño regresando con el muy conocido por las chicas cepillo de madera.

-          Ay… Rodri, porfa…

Rodrigo dejó a la chica apoyada en ángulo contra la pared, con un ángulo que dejaba muy expuesto y prominente el terso trasero de la joven.

-          Lo siento, pero ella tiene razón, no podía dejar que salieses así, sin más.

El cepillo se alzó y cayó sobre las redondeces de Sofía, la cual si se hubiera podido girar habría percibido la sonrisa de oreja a oreja de sus anfitriones. Seis suaves azotes, que no arrancaron más que seis teatrales quejiditos aterrizaron sobre el centro del culete de la chica, que tras darse cuenta de la broma, había decidido unirse a la chanza.

-          Pues ea, ya estás avisada… pásalo bien, Sofi. Cuídate, pero pásalo muy bien. Y tú…¿No me merezco nada? ¿Por venenillo? – Sofía, viendo a su amiga, tan solo lamento que Jimena aun no hubiera publicado un manual de seducción-.

Un claxon sonó en la calle, y mientras se despedía mientras cerraba la puerta, Sofía vio como un sonoro cepillazo restalló sobre el trasero de su amiga y mentora, tras lo cual, el matrimonio, se fundió en un tórrido beso.

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