El joven y la profesora desobediente

  Con 31 años, pese a que las pecas de su cara le confirieran un aspecto más aniñado, haber ganado una plaza como catedrática de instituto e...

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jueves, 29 de abril de 2021

Programa de protección de testigos. (2/3)

 


Un sendero de losas de granito pavimentaba el corto sendero que, a través del jardín, conectaba la casa con la zona de la piscina.

En aquella tarde de verano el agua se empeñaba en bailar con Lorenzo creando con esa danza una infinidad de destellos azules que refulgían como brillantes abanicos. Verdaderamente, todo en aquella casa era grande y magnificente: la cuba, el área de recreo con tumbonas, la vegetación, las esculturas y el gran número de parasoles que rodeaban la zona de baño verdaderamente estaban diseñadas para acoger a bastantes más que las cuatro personas que procedían a acomodarse.

Las dos testigos ataviadas con pamelas y gafas de sol, y abundantemente embadurnadas de crema solar por Patricia antes de salir de la casa, señalaron ansiosas con la cabeza hacia las tumbonas que se encontraban entremedias del sol y la sombra que proyectaba una palmera.

-          Parece que tienen ganas, - dijo Patricia.

Los agentes colocaron a las muchachas sobre las ostentosas tumbonas y, la seguridad ante todo, procedieron a inmovilizarlas de manera que no pudieran suponer un riesgo, ni hacia ellas ni hacia el programa.

Aisha, que en vano trataba de encontrar una posición medio cómoda para sus brazos, fue engrilletada por un tobillo a una recia argolla de acero firmemente cementada en el suelo y que, por si misma era suficiente para mantener a cualquier chica dentro de la longitud de la cadena que allí se anclara.

Como el lector ya está familiarizado con el distinto protocolo que se aplica a una y a otra testigo, las restricciones aplicadas a Martina fueron igualmente seguras pero, de lejos, mucho menos amables. Carlos la ayudó a tumbarse en la mullida colchoneta e, inmediatamente, procedió a atar sus tobillos al fuerte armazón metálico de los reposabrazos.

Con esa posición la muchacha quedaba tumbada sobre la silla con las rodillas dobladas y los tobillos echados hacia atrás, firmemente atados a cada lado de la silla. Junto con la tensión que la forzada posición provocaba en sus músculos y tendones, lo peor, sin duda, era, que al estar tan fija en la postura, no podía tratar de ladearse como hacía Aisha, y no tenía manera de evitar que todo su peso aplastara el metal que le aprisionaba los brazos, provocando algo más que incomodidad en sus extremidades y espalda.

Solo cuando las dos chicas estuvieron acomodadas con todas las garantías de seguridad, Patricia abrió los pequeños candados que cerraban los zapatos de las dos cautivas. Las dos muchachas gimieron de placer cuando pudieron estirar sus pies, sometidos desde primera hora de la mañana a un elegante pero brutal arqueamiento.

El firme bondage y del incipiente dolor que empezaban a sentir en sus miembros no evitaba que, las dos chicas, estuvieran contentas de poder disfrutar de un rato de esparcimiento al aire libre ya que, sin estos paréntesis, los días,- a pesar de contar en sus habitaciones con pantallas gigantes en varios lugares, lo que era útil pues podían visionarse independientemente de la postura en la que una estuviera inmovilizada, en las que podían ver películas, series o leer libros-, se hacían eternos.

Martina, desde su posición, observó a Carlos que desabrochándose la camisa se sentaba en una mesa situada bajo la sombra de unos árboles. Las gafas de sol le permitían no tener reparos en disfrutar de aquel musculado torso que presentaba varias cicatrices que, lejos de afearlo, lo embellecían resaltando su autoritaria masculinidad. Mientras lo miraba, se imaginaba que, así atada, con los muslos separados, no tendría ninguna defensa si aquel hombre hubiera deseado tenerla. La chica de pelo castaño cerró los ojos y noto cómo unas perlas de humedad se deslizaban en su vientre. No era sudor.

Mientras Carlos continuaba sumergido en la lectura de su libro ajeno al escrutinio de la calenturienta joven, su compañera Patricia se había percatado que, la cautiva, creyéndose segura tras sus gafas tintadas, no quitaba ojo de su hercúleo compañero. Más tarde, se dijo, se iba a encargar de que la descarada recibiera un mensaje, bien clarito.

El tiempo de esparcimiento pasaba de forma agradable para los dos agentes que disfrutaban de un bien merecido lapso de relax en el extenuante trabajo de proteger a las dos testigos, pero, transcurridas casi dos horas un incesante coro de quejidos acabaron por arrancarlos de su “dolce far niente”.

Martina, había tratado de aguantar lo máximo posible, pero, los tirones en sus músculos, estaban mandando claras señales  a su cerebro. Sus piernas, abiertas y dobladas al límite de sus posibilidades le dolían como si estuvieran a punto de arrancárselas, y los grilletes “bagno” no solo mordían con fiereza la carne de sus brazos si no que, dada la postura, se le clavaban en la espalda, y tras haber tratado de variar la posición a fin de repartir el castigo, ya no había un milímetro de su espalda que no aullara de dolor. Su vientre ardía tras haber recibido las caricias del Sol por más de una hora y, como guinda a su disconfort, la sed, la devoraba. La mordaza de aro que atenazaba sus mandíbulas se había convertido en una máquina de hacerla salivar, y su barbilla y escote eran una catarata de baba que discurría hasta colmar graciosamente su ombligo, el cual rebosaba un hilillo que continuaba hasta que, poco a poco humedecía el elástico de la braguita de su biquini azul de motivos étnicos.

Temiendo que sus protestas pudieran hacerles perder el privilegio del ansiado baño en la piscina, los gemidos de Martina comenzaron tímidos, casi inaudibles, pero tras ver que ni tan siquiera lograban que los dos agentes levantaran la vista de sus lecturas, el sonido fue in crescendo. Aisha, pese a que disponía de mucha mayor libertad y podía girarse, ladearse e incluso ponerse en pie, se unió a la coral de lamentos, y tras unos minutos, finalmente, los dos custodios se decidieron a dedicarles la atención que reclamaban.

Patricia, que muchas veces como mujer se solidarizaba con las testigos, – a menudo se preguntaba cómo era posible que el programa hubiera sido diseñado y estuviera supervisado por mujeres-, fue la primera en dedicar una mirada más atenta a las dos chicas que se agitaban en sus tumbonas.

-          Creo que es hora de cumplir con lo prometido, han estado tranquilas, parece que no van a necesitar las mordazas… por un rato.

La agente se levantó y avanzó hacia las chicas, se paseó lenta, segura, haciendo oscilar sus caderas delante de su compañero, en un movimiento que, las dos mujeres que permanecían en un estricto bondage juzgaron como exagerado y un tanto exhibicionista, como mujeres, se dieron cuenta que la hermosa Patricia estaba marcando territorio. Con movimientos de experta, desabrochó las mordazas, y primero Martina y luego Aisha, pudieron por fin, tras un breve forcejeo con los calambres que provenían de los músculos que habían sido forzados, cerrar sus labios.

Patricia sabía por experiencia propia la cantidad de líquidos puede perder una chica salivando con la mordaza de anillo, especialmente bajo el sol y en una tarde tan calurosa como aquella de verano, así que, sacando dos refrescos de la nevera con hielos que Carlos había llevado se los ofreció a las muchachas que, bebieron sin dilación a través de sendas pajitas.

-          Gracias, estaba seca, dijo Martina resoplando de alivio… Ay, Dios… tengo la tripa ardiendo.

-          Jobá, estaba echando de menos la bola del demonio, añadió Aisha que recuperaba la respiración después de haber bebido el contenido de la lata de un sorbo.

Carlos cerró el libro y lo apoyó en la mesita que tenía junto a su silla, y se acercó hacia donde las chicas habían hecho su particular corrillo.

-          ¿Listas para un baño?

A las dos muchachas se les iluminaron los ojos ante la posibilidad de, en unos minutos, poder estar nadando libres en esas aguas que con sus reflejos llevaban seduciéndolas toda la tarde, y asintieron al unísono: “¡Sí!”.

Por desgracia para ellas, la seguridad del programa, no iba a permitir que sus felices augurios se cumplieran… al menos por completo.

Aisha, fue liberada del grillete del tobillo, y acompañada hasta las amplias escaleras de azulejos esmaltados que, de forma señorial con varios escalones se iban introduciendo en la apetecible agua de la piscina. Carlos estaba junto a ella cuando se detuvieron en el primer escalón, con el agua cubriéndoles los tobillos. Martina vio, desde su tumbona en la que permanecía inmovilizada, como Patricia se acercó a ellos portando un gran aro salvavidas de franjas blancas y naranjas. La agente deslizó el rígido flotador, sosteniéndolo inclinado, hasta que este  se situó por la parte delantera justo por arriba de los pechos de la joven, y en su espalda en la zona lumbar, quedando entre espalda y de los brazos de la joven que, permanecían firmemente asegurados por los dos pares de esposas en muñecas y codos.

-          Pero… ¿Qué estáis haciendo?, ¿Cómo voy a poder nadar con esto?

-          ¿Que qué hacemos? Pues velar por tu seguridad, - dijo Patricia-, y, como sois… que entendéis lo que os interesa… aquí nadie dijo que fuerais a nadar, si no, daros un baño. Y si no quieres, pues de vuelta a la tumbona….

Aisha se sintió indefensa y derrotada de antemano.

-          Vaaaaale. Pero no es justo… no somos terroristas ¿Sabéis?

-          Por eso nos tenéis aquí, protegiéndoos y evitando que nada malo os pase,- terció Carlos- si no, estaríais en prisión, y créeme, allí no ibais a tener el régimen de comodidades que tenéis aquí.

Las dos chicas, temerosas de que incluso el muy cercenado privilegio del baño peligrara, no iniciaron una discusión, pero, verdaderamente se preguntaban de qué comodidades estaba hablando el agente. Desde hacía quince días habían sido sometidas a un estricto bondage, y el más nimio desliz en el cumplimiento de cualquiera de las normas y protocolos había sido castigado con severidad, con más tiempo de restricción, mayores mordazas o posturas más extenuantes…. Difícilmente podrían imaginarse el régimen de las prisiones…

Patricia sujetaba en posición el salvavidas, mientras poquito a poco Aisha iba introduciéndose en el agua descendiendo escalón a escalón. Sin duda, en otras circunstancias, le hubiera gustado disfrutar de una aclimatación más progresiva, y disfrutar de la escalera flanqueada de estatuas, fuentes y flores, parándose, e incluso sentándose en los escalones, pero, al final, la realidad mandaba, y su amiga Martina, esperaba su turno inmovilizada en un exigente predicamento, así que decidió no demorar el proceso. Cuando el agua les llegaba por el vientre, los dos agentes ayudaron a la cautiva a echarse a flotar. Aisha quedó a flote, apoyada sobre el flotador, el cual, tercamente quería deslizarse hasta quedar apoyado en el cuello de la muchacha. Afortunadamente (¿?), los dos guardianes no era la primera vez que realizaban esta acción y un último refinamiento de seguridad iba a evitar esa incomodidad. Una vez a flote, Carlos dobló una de las rodillas de la chica atando ese tobillo al aro salvavidas y, con otra cuerda, ató las esposas que aseguraban los codos de la muchacha al mismo punto del aro donde se fijaba el tobillo de Aisha.

Así, la joven, podía con total seguridad deambular por la piscina impulsada por la pierna que permanecía libre, mientras que, el aro firmemente amarrado se mantenía a la altura sin deslizarse hacia el cuello.

Martina, desde su lugar, no pudo menos que maravillarse de lo ingenioso del sistema que permitía a las chicas disfrutar de la piscina mientras permanecían genuinamente seguras y sometidas a un restringente bondage. Un detalle que le pareció gracioso fue que, los brazos de su amiga, sobresalían por encima del flotador al que estaban amarrados, y al estar inclinados hacia atrás por efecto de las restricciones, le daban a Aisha un aire de tiburón bastante cómico.


 

Aisha dio sus primeras patadas y vio cómo, a pesar de lo estricto de la posición, esta resultaba relativamente cómoda, y salvo la incomodidad de ir perdiendo sensibilidad en sus manos por encontrase elevadas e inmovilizadas, la posición era relativamente confortable, a pesar de que mantener un movimiento fluido estaba suponiendo un pequeño desafío para ella. Por primera vez desde que había entrado en el programa se sorprendió a si misma disfrutando de su indefensión, de tener a dos expertos agentes velando por ella y de tener que afrontar los pequeños desafíos que suponían para ella su nueva vida con la movilidad cercenada.

Los dos agentes se cercioraron con una última mirada de que su sirena no tenía ningún problema y salieron de la piscina dispuestos a cumplir su promesa con Martina que, impaciente como una niña a la que tocara su turno de sentarse sobre el regazo del Rey Mago para pedir sus regalos, aguardaba su turno de abandonar su tumbona, convertida en cruel potro de tortura.

Patricia desató los tobillos de la chica que pudo relajar sus piernas y rodillas que, abiertas y flexionadas, la habían obligado a mantener la indecorosa posición de una suerte de horcajadas sobre la silla de piscina. Martina se incorporó, a fin de lograr que metal de sus grilletes dejara de clavarse en la carne de su espalda, la cual, al igual que sus piernas, agraviadas por el severo tratamiento que habían recibido, rabiaba de dolor.

Mientras esto sucedía, Carlos se acercaba con una rígida colchoneta de plástico duro la cual presentaba una argolla metálica en cada esquina, cuando Martina se dio cuenta de los planes que habían reservado para ella, el alivio de verse liberada de su ordalía,  dio paso a cierta indignación.

-          No, no, no – giraba la cabeza enérgicamente para enfatizar su negativa-, no podéis encadenarme a eso.

-          O sí, señorita, y eso es lo que va a pasar. Es lo más seguro para todos, Carlos mantenía un tono de suave firmeza en su masculina voz.

-          No, me niego.

-          ¿De verdad?- dijo Patricia con una sonrisa socarrona-, ¿Prefieres seguir en la silla?

-          No, pero… no… eso no, Martina estaba a punto del pucherito- me he portado bien, no os he dado ningún problema, e insistís en tratarme como a Anibal Lecter.

Carlos se puso serio.

-         - Martina, para ti es difícil, y lo sabemos, pero, la primera obligación nuestra es mantenerte segura, a ti y a nosotros. Y la primera regla, es que, para cumplir esta obligación, no nos podemos fiar de nadie, ni siquiera de la voluntad de la testigo. Es mantenerte segura, quieras o no quieras. Y no es aceptable correr ningún riesgo. ¿Está claro?

La joven bajó la mirada y el fuego de su rebelión descendió en intensidad.

-     Pero… me dijisteis bañarme, y eso es flotar, no bañarme. Tengo mucho calor, y solo quería refrescarme. ¿No puedo tener un bondage como el de Aisha?

-          Para ti no es aceptable, Martina, y lo sabes. No es suficientemente seguro.

-          Ya, pero es que… me habíais prometido un baño, y además se me ha puesto la barriga morena, y no me ha dado nada el sol en la espalda, y si me esposáis a esa cosa, voy a parecer un San Jacobo, tostada por un lado y blanca por otro…

Patricia vio como Carlos bajaba sus defensas, y sabía, por experiencia, que podía estar pronto a ceder, así, que se le ocurrió una idea que podía satisfacer a ambas partes, y, de paso, mandar a Martina el recadito por su comportamiento descarado de antes.

-          Se me ocurre una idea….

Al cabo de unos minutos, Martina se maldecía a si misma por haber aceptado una propuesta preñada de veneno; debió de haberlo visto venir por la sonrisilla de Patricia cuando la exponía…. Pero no…. Se sentía estúpida.

Cuando la inocente muchacha dio su visto bueno, se vio reducida a un estricto hogtie, en el cual sus muslos, rodillas, gemelos y tobillos se encontraron firmemente atados. Patricia dobló una cuerda hasta hacer una corredera que apretó con fuerza alrededor de la cintura de su cautiva, pasando el cabo de por debajo de su sexo, y  ciñéndolo en su espalda a la cuerda que mordía su cintura. A pesar de la protección de la fina tela del biquini,  Martina sentía como la cincha mordía dolorosamente su sexo y perineo. Una vez satisfecha con la rigidez del conjunto de las ligaduras, unió con una cuerda las ligaduras de los tobillos a los grilletes que seguían mordiendo sus brazos justo por encima de los codos, y comenzó a tensarla.

Mientras la cuerda que unía los tobillos y los codos se iba haciendo progresivamente más pequeña, las rodillas de Martina se fueron doblando, provocando una sensación precursora del dolor en sus tendones, pero, para su desgracia, Patricia aún no había terminado…. la cuerda se encogió hasta que los gemelos descansaron sobre la parte trasera de los muslos, punto en el cual, todos los receptores de dolor de Martina estaban en solfa. A pesar de las agónicas sensaciones, su ordalía estaba lejos de terminar, ya que la agente con paciente crueldad continuó tensionando la cuerda, hasta que la espalda de la joven se vio forzada en un arco, primero leve, y posteriormente muy acusado, en un escorzo que recordaba al de un pez cuando es sacado del agua, lamentablemente, al contrario que el pez, su escorzo no tenía lapsos, sino que una recia cuerda mantenía el cuerpo de la joven en una postura que castigaba no solo sus lumbares sino que su pelvis, una vez piernas y abdomen abandonaron por efecto del arco el contacto con el suelo, sostenía por si sola el peso de Martina, función para la que, obviamente, no estaba diseñada y que provocaba que esta se clavara en el suelo provocando un intensísimo dolor que, al no existir en la zona la mínima capa adiposa, martirizaba directamente sus huesos..

Afortunadamente para Martina, no fue mucho el tiempo que, una vez reducida a ser un exagerado arco de carne agonizante, tuvo que esperar sobre tierra firme. Carlos se acercó a la joven una vez las expertas manos de su compañera hubieron acabado el trabajo, y mientras se agachaba a recogerla, observó el primoroso trabajo de Patricia. Cada nudo estaba hecho con precisión milimétrica, y colocado bien fuera del alcance de los dedos de la cautiva que no tardando mucho iba a entrar en frenesí para tratar de alcanzarlos y para así intentar aflojarlos. Colocados tal y como estaban, el alivio iba a ser imposible para Martina. Las cuerdas, muy apretadas, se enterraban en la joven carne, si bien no ponían en peligro la circulación sanguínea de una joven deportista, y el aspecto de la cuerda era pulcro y atildado.

Martina notó como era tomaba en brazos y, para su sorpresa, sentirse indefensa, en brazos de aquel hombre maduro la hizo sentirse bien. Se sintió segura, completamente confiada en él, aunque extremadamente frágil y vulnerable, sin más escudo que la buena voluntad de su guardián. Mientras caminaba con ella en brazos hacia la piscina, en algún paso su cuerpo entró en contacto fugazmente con la entrepierna del hombre y, para su sorpresa, le pareció detectar cierta turgencia bajo la tela del bañador del agente. Mientras era transportada, en brazos de aquel fornido hombre, se sintió profundamente mujer.

Patricia se afanaba en ultimar las cuerdas que colgaban del extremo del pequeño trampolín de un metro con el que contaba la piscina y solo cuando se aseguró de que las maromas estaban firmemente aseguradas, bajó de la plataforma y se encontró en el agua con los recién llegados.

Aisha, que ya había adquirido cierta pericia en el nado con solo una pierna observó cómo su amiga era amarrada por la ligadura que unía sus codos a sus tobillos a las cuerdas que colgaban del trampolín, haciendo que, el propio peso de la chica aumentara aún más la curvatura de la espalda, decididamente en ese momento se alegraba de haber reusado el apuntarse a clases de Krav Magha cuando una amiga se lo había propuesto a principios del curso académico.

Una vez colgada del trampolín, Martina notó como la curvatura de su espalda se acentuaba hasta el punto que en el que pensó que su espina se quebraría en dos, no solo fueron los receptores del dolor de su cerebro que encendieron las alarmas rojas, sino que, incluso, sus pulmones luchaban por recibir aire. La agonizante chica no tuvo tiempo de expresar una queja, ya que, a los pocos segundos notó como una mano  impulsaba su pelvis hacia arriba, disminuyendo el arqueamiento y permitiéndole respirar con normalidad a pesar de las agudas punzadas en la zona lumbar. Martina ya estaba acostumbrada a que, últimamente en sus vidas, todo alivio venía acompañado de una contraprestación, y para desgracia de su sexo esta vino cuando la cuerda que se hundía en su feminidad fue, a su vez, amarrada al trampolín, haciendo que, si bien la postura general resultaba ahora un tormento asumible al disminuir el arco de su espalda, su tierno y sensible coñito se veía sajado en dos por la tensión de la soga que la viviseccionaba.

Patricia se alejó unos pasos y contempló su obra… estaba satisfecho sin duda la joven zorrita había recibido el recado, ya se lo pensaría dos veces antes de mirar a un hombre que no le pertenecía.

-         -  ¿Ves? Así, te dará también el sol en la espalda.

Martina percibió cierto retintín en el comentario de la agente, si bien, no entendía bien el porqué.


 

Cuando las dos chicas hubieron sido restringidas con seguridad, Aisha se impulsó hasta la zona del trampolín donde, a pesar de las circunstancias, las dos chicas pasaron una tarde agradable en compañía la una de la otra. Los dos agentes, observaban vigilantes a las dos muchachas que bromeaban, reían y conversaban, e, incluso, de vez en cuando, jugaban a dispararse chorros de agua con la boca.

Los guardias permanecieron a distancia, sin inmiscuirse, dejando a sus dos protegidas una burbuja de tiempo para ellas, sabían que, cuando se somete a dos jovencitas a un régimen estricto, los pequeños paréntesis de distensión hacen que incluso los pequeños placeres como una conversación privada se paladeen mucho más.

 

lunes, 22 de marzo de 2021

La gran final

 

Para entender el contenido de este relato, se recomienda leer el relato “Día de partido”, aunque puedes leer y entender este relato por separado, la comprensión de los diversos rituales y predicamentos que en él se narran, creo que te harán aumentar el disfrute de este relatito.

Como autora, agardezco de corazón las críticas que amablemente me dejeis, y, me comprometo a responder a todas.

 


 El teléfono de Fernando sonó en su bolsillo interrumpiendo el paseo por el, a esas horas, poco concurrido parque. 

Tras mirar el identificador de llamada descolgó, anticipando el contenido de la conversación.

 - ¿Qué pasa, amigo? Cómo andas, Angelito. 

Su mujer caminaba a su lado mientras su marido atendía la llamada. 

- No tío, muchas gracias, ya sé que es la final, pero con Sarita de seis meses ya nos toca retirarnos… 

Sara se acarició su incipiente tripota que embellecía aún más, si cabe, sus femeninas formas, mientras, nerviosa, se mordía el labio y esperaba que su hombre colgara el teléfono.

 - ¿Quién era? – se hizo la tonta-. 

- Ángel, quería, invitarnos a ver la final en su casa. Pero ya le dije, que nosotros ahora, ya hacemos vida monacal – se sonrió- mientras hablaba-. 

Su mujer le cogió la mano y se la puso su vientre, suave y calentito.

 - Cari… solo estoy embarazada. No he dejado de ser tu zorrita… 

Fernando se giró y miró atónito a su mujer.

 - ¿Qué quieres decir?

 - Pues que desde sabemos que estoy embarazada casi ni me miras. Todo son caricias y mimitos, pero de ahí no pasamos. Has dejado de ir a ver los partidos, y lo echo de menos, y cuando nazca la nena, sí que lo tendremos más complicado.

 - ¿Quieres que vayamos?, dijo Fernando enseñándole el móvil que aún no había guardado en el bolsillo. 

Sara se paró y se puso delante de su marido rodeándole el cuello con los brazos y mirándolo a los ojos.

 - Sí, joder. Claro que quiero. Quiero que petes la boca con la mordaza más grande y apretada que puedas. Quiero retorcerme de dolor arrodillada en mi poste y ver como te empalmas mientras me miras. Quiero oir los gemidos de de esas zorras sufriendo a mis lado, y quiero, cuando volvamos a casa, recibir tu leche en mi garganta antes de que te vayas a la cama orgulloso de tu zorra. 

Fernando apretó a su esposa y la beso, mientras Sara sentía como su boca era invadida por la caliente y ansiosa lengua de su hombre al tiempo que una turgencia se notaba, incipiente, en la entrepierna de su marido. Tras unos minutos de torridez, Sara se “zafó” del abrazo de su esposo.

 - Llama… 

- No me das órdenes, pitufilla – dijo mientras le daba al botón de devolver llamada de su teléfono-. 

Mientras el aparato establecía contacto, se acercó a su mujer que se había separado unos metros para que realizara la llamada y, deslizando la mano bajo su vestido, le pellizcó como a una quinceañera, justo en la sensible zona donde el muslo se junta con las nalgas. Una mueca de dolor adornaba la cara de Sara cuando, como impulsada por un resorte se giró hacia su marido. Cualquier ulterior réplica se vio truncada cuando, al descolgar su interlocutor, comenzó una breve conversación telefónica.

 - Perfecto, Angelito… nos vemos el sábado. A las siete. Abrazo, compa. 

 La mujer se aferró al brazo de su marido mientras, iniciaban el regreso a casa. 

- Tonto, me va a salir un moratón en el culo. 

- Dalo por seguro. ¿Y? 

- Pues que me gusta la simetría… y, siendo más pequeñita que tú, y en mi estado, no hay mucho que pudiera hacer si quisieras darme otro pellizco.. 

- Eres una provocadora…. Y me encanta… 

Cuando el sábado llegó, todo respondió a una liturgia conocida y hasta deseada. Sara se acabó de arreglar, eligiendo para la ocasión un ajustado vestido rosa que realzaba sin convertir en obscenas las curvas de su ya evidente embarazo. El maquillaje era discreto, con sombra en los ojos y  gloss protector en los labios, que siempre era necesaria ante la larga velada que iba a afrontar severamente amordazada. Apagó la luz del baño, y bajo las escaleras ante las cuales la esperaba Fernando con unas esposas en una mano y una enorme mordaza de bola rosa en la otra. La bola presentaba un plateado anillo de brillante cromado que, acertadamente, Sara dedujo que podía ser usado para fijar la mordaza a su poste. 

- ¡Guau, es gigante!

 - Sí, pero teniendo en cuenta que vamos a ir en coche, y lo que me dijiste el otro día, creo que es la más conveniente. Además, te hace juego con el vestido. 

Sara, zalamera se acercó a su marido y lo miró con esos ojitos de niña traviesa que sabía que volvían loco a su marido.

 - Pero no me la vas a apretar mucho… ¿Verdad? 

- Sigue hablando, piratilla,  y dormirás con ella… 

Sara sabía que la amenaza de su marido no era más que una baladronada, no obstante, obediente abrió su boca forzando al máximo los músculos de sus mandíbulas. El hombre tuvo que forcejear para que la gigante bola pasara entre los dientes de su mujer la cual, pese a distender al máximo sus músculos no era capaz de cobijar tan enorme intruso, lentamente, la esfera se fue abriendo camino separando aun más su boca y dando la sensación a la joven, de que, en cualquier momento, su mandíbula inferior se iba a desgajar del resto de su cabeza. Solo entonces, con la rosada esfera bien asentada tras sus dientes y aplastando su lengua hasta el límite de la nausea, su esposo se dio por satisfecho. En ese momento, y pese a que la presión que ejercía la mordaza sobre sus dientes y mandíbula haría imposible que Sara la expulsase sin ayuda de las manos, el hombre ciñó al máximo la correa del artilugio, llevando las comisuras de sus labios hacia atrás y haciendo sobresalir sus pómulos. Con la cara deliciosamente desfigurada por la mordaza, Sara, parecía una ardilla que llevara una avellana en cada carrillo, pues el esférico intruso rellenaba todo el interior de su boca. La cara de la mujer, así,  hacía juego con la redondeada forma de su vientre.

 - ¿Apretada? Un gemido lastimero casi inaudible fue la única respuesta de su esposa. 

- Nah… que va, solo ajustadita. 

Con un gesto indicó que se girara, y con facilidad, esposó ambas muñecas a su espalda. Un collar de cuero con su nombre inscrito que se ceñía en su garganta y evitaba que su mujer pudiera bajar la cabeza completaba el atuendo de los días de partido. Una correa de paseo, sujeta al collar, remataba la escena. 

Fernando cerró la puerta de casa y contempló a su mujer que lo esperaba junto al coche.

 - Estás preciosa. Le dio un beso en el labio superior y le abrochó el cinturón de seguridad mientras su esposa trataba de encontrar una postura no excesivamente dolorosa, sentada contra los inmovilizados brazos, que no hiciera que el acero de las esposas se le clavara demasiado en su tierna carne. 

Cuando llegaron a la casa de Ángel y Elena, todas las demás parejas ya habían llegado y, cuando los recién llegado entraron, se montó un revuelo de bienvenida, con todos los hombres saludando a su amigo y dedicando piropos y buenos deseos a la un tanto  azorada gestante. Las chicas, ya arrodilladas en sus postes, trataban en lo posible de girarse para contemplar a Sara, en la medida que sus mordazas fijadas a los postes y los pezones dolorosamente anclados a la madera por las consabidas pinzas se lo permitían.

 - No pongas muy cómoda a Sara, que, como ves le va a tocar cuidarnos en el primer cuarto – dijo Ángel- . 

Elena, ayúdala, que los chicos y yo vamos a querer pronto una cervecita. Las dos chicas se miraron silenciadas por las respectivas mordazas, y como  conocían sobradamente que hacer, subieron al dormitorio, donde Sara se desvistió, quedándose tan solo con las braguitas y unas delicadas sandalias de tacón. Desnuda, se paró ante el espejo, y notó que Elena también miraba desde atrás la imagen de su invitada. La anfitriona abrió las esposas que fueron sustituídas por un apretado monoguante que fijaba sus brazos pegados el uno al otro a su espalda. Esta restricción tenía la característica de forzar al máximo hacia atrás los hombros y omóplatos de su portadora, provocando, al poco tiempo, un agudo dolor en la zona. A cambio, hacía que la figura que devolvía el espejo ante ella se viera majestuosamente realzada. 

Elena cogió la conocida bandeja de servicio… 

Como recordará el lector, esta  estaba fijada a un cinturón que la sujetaba a la cintura de la camarera, y, por el otro lado, de cada una de las dos esquinas salía una cadena con una pinza en su extremo, destinada a mantener la horizontalidad de la bandeja pinzándola en los  pezones de su portadora. Primeramente ciñó el cinturón, para después de dirigir una mirada de compasión hacia su compañera, proceder a colocar las pinzas, que cruelmente mordieron la más sensible de las carnes. Un grito de angustia descarnada, surgió de lo más hondo de su garganta, tan solo para ser convertido en sordo lamento por la gigante mordaza, ya que el dolor provocada por la presión del metal era intensísimo. Sara, que siempre había tenido  pechos muy sensibles, los tenía, merced a los torrentes de hormonas que recorrían su cuerpo debido al embarazo, tan delicados que le parecía que las inclementes pinzas iban a sajar las tiernas cumbres de sus senos. 

Elena dio un respingo al ver el sufrimiento de su amiga, y, con ternura acarició su rostro, que era  todo lo que podía hacer, ya que, sus engrilletadas muñecas prevenían que pudiera abrazarla, y la mordaza de bocado que llevaba y que provocaba una abundante salivación sobre su barbilla y escote, evitaba toda palabra de aliento y, siquiera, un beso de calidez humana que pudiera reconfortar  a su torturada amiga. 

Cuando Sara pudo abrir finalmente los ojos, el rostro de Elena se apretaba contra el suyo, y, bajando la mirada para tratar de alcanzar el mínimo consuelo del sufrimiento compartido, reparó en los pezones de su involuntaria castigadora. 

Presionados por pinzas en V, como era mandatorio para las anfitrionas de los partidos, Sara vio que el arito que regulaba la presión que las V ejercían sobre sus pezones estaban situadas arriba de todo, provocando que las pinzas aplastaran de forma brutal los pedúnculos de sus pezones y haciendo que estos aparecieran más duros, grandes y hermosos. Al final, Sara, aun agitada por el tormento de sus pechos, tuvo que conceder que, como decían los chicos, los pezones nunca lucen más realzados que cuando recibenr el beso de unas pinzas y si, apretando un poquito más, aparte de realzarlos se consigue martirizar a una indefensa mujer , verdaderamente, no había ninguna razón para no hacerlo.  "Nunca somos más lindas que cuando sufrimos", pensó para si.

Cuando Elena enganchó el collar de cuero de Sara al suyo la preparación llegó a su término. Lentamente bajaron las escaleras hacia el salón donde los hombres ya se encontraban sentados.

 - ¿Estáis ya, chicas? Menos mal, nos teníais aquí agonizando de sed. Los chicos sonrieron ante la expresividad de José Luis. 

Ángel, el anfitrión, fue el primero en abrir la ronda.

 - Chicas, traedme una “sin” por aquí. 

Otras dos consumiciones se añadieron antes de que las dos mujeres se encaminaran hacia la cocina. De la nevera Elena tomó las tres cervezas que abrió antes de depositarlas con todo cuidado en la bandeja  sujeta a los pezones de su amiga, la cual, cuando sintió el doloroso mordisco en su sensible carne emitió un  respingo de dolor. Con el inestable cargamento en equilibrio sobre la bandeja, el dúo se encaminó hacia el salón donde sus hombres ya estaban sentados preparados para el inicio del choque. Fueron necesarios dos viajes más para cubrir las necesidades de aperitivos y bebidas ya que, en atención a su estado, los maridos fueron condescendientes con la carga que debían soportar los sensibilizados pechos de Sara. Durante todo el cuarto, las dos chicas se mantuvieron activas, reponiendo las bebidas y aperitivos, y cuando tras los constantes paseos sobre sus altos tacones, el cuarto tocó a su fin, casi se podría decir que Sara miró con cierta amabilidad al poste al cual permanecería anclada por el resto de la velada. 

La anfitriona comenzó a preparar a Sara para sufrir el castigo del poste por el resto de la noche. Elena comenzó liberando de las pinzas los pezones de la camarera que, de no ser por la gigante mordaza que martirizaba sus mandíbulas y henchía su boca, habría emitido un aullido de dolor cuando los nervios, entumecidos por la presión, devolvieron a la vida tan sensible zona. Posteriormente liberó los tobillos de Sara de los grilletes, y la ayudó a arrodillarse frente a su puesto. Ser despojada  del monoguante permitió a la cautiva el separar unos centímetros sus brazos, lo que, nuevamente, provocó un estallido de dolor cuando la sensibilidad regresó a sus dormidos miembros.

 Sin darle tiempo a disfrutar de su breve libertad, Elena sustituyo el estricto abrazo del cuero por dos pares de esposas que atenazaron sus brazos en las muñecas y justo sobre los codos. Concediéndose cierto pequeño placer sádico, Elena, apretó los grilletes hasta asegurarse que el acero se clavaba profundamente en la carne de la joven cautiva, como a los chicos les gustaba. Un gruñido de dolor acompañaba cada clic de las esposas que se apretaban. Fijar la mordaza de Sara al poste fue la siguiente etapa. Dada su más que incipiente tripita, tuvo que ser situada a cierta distancia de la argolla a la que debía engancharse la esfera de su boca. Elena tiró de su mordaza hasta que logró realizar esta tarea.

 La posición en la que debía permanecer Sara con la espalda arqueada, era una mala noticia, pero otra peor estaba por llegar. Al estar inclinada, sus pechos quedaban separados del poste, y, por tanto, las pinzas que colgaban del mismo iban a unir a su doloroso pellizco la tortura de mantener estirados los tiernos e hipersensibles pezones. 

Sus omóplatos pegados el uno al otro y sobresaliendo, casi amenazando con sajar los músculos y la piel, como consecuencia de la presión generada en sus codos por las apretadas esposas, provocaban palpitaciones de dolor en su espalda, lo que, unido a lo arqueado de su espalda y a la ordalía de tormento de sus pechos, sumieron en una inclemente tortura a la joven, que, no pudo evitar romperse en un llanto enmudecido por la gigante mordaza que martirizaba su cráneo. Ni siquiera el ronroneo del vibrador con el que contaba cada poste, y destinado a mantener estimuladas a las chicas sin permitirles llegar al orgasmo, pudo apagar los sollozos de la cautiva.

 Para el servicio en el segundo cuarto, Ana, fue liberada del poste una vez las esposas que ceñían de manera similar a sus hermanas de castigo sus muñecas y codos fueron sustituidas por el más suave pero igualmente restrictivo monoguante. Cuando Elena hubo ceñido los cordones que ceñían el cuero que aprisionaba los brazos de su nueva compañera, fue el turno de liberar los pezones de las pinzas que los fijaban al poste. Las pinzas que había seleccionado Adolfo para su mujer eran del tipo en G, que con un tornillo  aprieta la prensa que aplasta el pezón. Cómo las pinzas era de libre elección del marido, las chicas habían protestado sobre que algunos tipos de pinzas apretaban más que otros, y que no era justo. Ante la queja, los hombres concedieron que las chicas tenían razón, y como no querían perder el privilegio de poder elegir que tipo de pinza emplear sobre sus esposas, y es de caballeros atender a las damas, decidieron hacerlo, al tiempo que les daban una lección: las pinzas ajustables serían siempre  apretadas al máximo,  de forma que esa cautiva quedaba tan, sino más, sometida a la misma ordalía que sus compañeras enjaezadas con poderosas pinzas de estilo japonés, de trébol, o similar. Para deleite de los chicos que asistían sonrientes al espectáculo, Elena no era capaz de aflojar los apretadísimos tornillos que oprimían los pezones de su doliente amiga. La anfitriona se afanaba en hacer girar el metal, y haciéndolo provocaba tirones que hacían retorcerse de dolor a la desdichada. Sus gritos de dolor transformados en sordos sonidos guturales por la mordaza llenaban la estancia para deleite de los varones y silenciosa compasión por parte de las arrodilladas esclavas. 

- Elena, no te pongas a ordeñarla ahora, que va a empezar el cuarto –dijo Enrique para hilaridad de los chicos. 

Ana, miraba con ojos de súplica a su marido tratando de que sus fuertes manos ayudaran a Elena a liberarla del tormento que se estaba alargando. 

- Lo siento, cariño, no vamos a hacer todo el trabajo… Nosotros ya os acomodamos, ahora tendrá que hacer ella algo también. Todos los maridos rieron la ocurrencia de Adolfo. 

Finalmente, y con mucho esfuerzo, los tornillos empezaron a girar, descomprimiendo los tiernos pezones y haciendo que una oleada de dolor golpeara a la indefensa esclava. La asistente, la ayudó a ponerse en pie y engrilletó sus tobillos. Para desmayo de Ana, y sin darle oportunidad de recuperarse del reciente tormento, la bandeja fue fijada inmediatamente a sus doloridas tetas.

 El cuarto comenzó, y las chicas, unidas por sus collares se afanaron por satisfacer a sus hombres, tras uno de los viajes a la cocina, Fernando reparó que su esposa continuaba llorando como consecuencia del tormento de su inconfortable postura. Como consecuencia, una mezcla de saliva, lágrimas y mocos se descolgaban desde la cara por su cuello, escote, pechos y abultada tripa. 

- Elena, por favor, coge algo y ayuda a limpiarse a Sarita. Ya la castigaré en casa por ser tan marrana. 

Una desesperanzada mirada de soslayo fue la única respuesta de la mujer a la amenaza de su marido. 

Con varios pañuelos y toallas empapados de agua templada, Elena limpió lo mejor que pudo el desaguisado, al tiempo que sonaba la nariz de la atormentada joven.

 - Sara, toma nota, que en unos meses lo vas a tener que hacer tú con tu nena. 

Los chicos brindaron por la gestante, mientras el improvisado equipo de limpieza terminaba su labor. 

Cuando el árbitro señaló el medio tiempo, llegó el momento de la competición entre las chicas, donde se dilucidaba que pareja haría de anfitriona la próxima jornada y, por ende, cuál de las chicas gozaría de la relativa libertad de ser la próxima asistente y librarse del poste. 

- Amigos, para nuestra competencia, tendremos que dirigirnos a la bodega, ya que necesitaremos un poco de espacio – habló el anfitrión a sus invitados-. 

Los hombres liberaron a las chicas y, guiándolas con la correa que engancharon a sus collares se encaminaron a la bodega. 

Ángel y Elena se situaron en el centro, y el hombre explicó el juego a sus invitados. Era una versión del clásico tirasoga, pero, con sus manos y codos esposados a la espalda, la parte con la que deberían tirar de su oponente las competidoras, serían sus ya muy martirizados pezones.

 - El emparejamiento será al azar, Elena sacará los papeles con los nombres de las dos parejas competidoras, y las dos ganadoras de la primera ronda, lucharán en la final. Si, a una de las “gladiadoras” se le cae una pinza, esa chica quedará eliminada, así que caballeros, mostrad maestría pinzando a vuestras campeonas, y vosotras, damas, mantened esos botones duros y gordos para vuestros hombres. 

 Los hombres colocaron las pinzas de trébol en los pechos de sus chicas que ardían en deseos de competir. 

Tras el sorteo las parejas quedaron compuestas por Sara contra Ana y Eva contra Laura. Un cordel fue atado a la cadena de las pinzas de las competidoras que se situaron, con las pinzas bien tirantes, a dos metros de unas marcas rojas que marcaba el punto medio entre las dos participantes. Para ganar, una chica debía arrastrar a la otra más allá de esa marca. Si en cinco minutos, no se había logrado, ganaría la chica que, al consumirse el tiempo, estuviera a más distancia de la marca. Ángel como anfitrión y árbitro del evento dio la señal de comienzo, y las chicas, animadas por sus maridos se afanaron en la competición. La pobre Sara, con los pezones ultra sensibilizados y apenas recuperada de la tortura del poste, no fue rival para Ana, que pese a los intentos de resistir por parte de la única gestante del grupo obtuvo una rápida victoria. 

La otra semifinal fue más entretenida, ya que ninguna de las dos esclavas, cubiertas en sudor por el dolor y el esfuerzo, quería darse por derrotada. La pugna titánica se veía claramente en las muecas de dolor de las dos mujeres que, como caballos, despedían espumarajos de saliva por sus bocas adornadas con apretadísimas mordazas que cortaban las comisuras de sus labios. Finalmente, centímetro a centímetro, Eva fue ganando terreno, y al cabo de cuatro minutos arrastró a Laura sobre la marca. Todos los hombres aplaudieron el esfuerzo de sus mujeres, y Ángel, erigido en árbitro, proclamo el nombre de las finalistas.

 - Bueno, y ya sabéis que, las perdedoras, también tenéis premio, dijo Ángel con una sonrisa que helaba la sangre. Tomad nuestro presente… 

Elena entrego unos paquetitos envueltos en papel de regalo de vistosos colores que contenía un pequeño pero maquiavélico artilugio: una pequeña pinza japonesa para la nariz. Esta pinza estaba diseñada para, una vez atada a la parte trasera del collar de las chicas, tirar de la nariz de la usuaria hacia arriba, provocando un disconfort que podía oscilar de una incomodidad severa a un dolor intenso, al tiempo que distorsionaba cómicamente la cara de la dama. Felices con la nueva adquisición los maridos de las dos chicas derrotadas adornaron a estas con el nuevo elemento el cual, lo que no sorprendió a ninguna de ellas, fue ajustado de manera que provocaba bastante más que una mera incomodidad.


 

 Enrique hizo arrodillarse a su lado a su mujer, que con la cara desfigurada lo miraba con el aspecto de algún cómico animalillo, mientras hablaba con José Luis que contemplaba como su guerrera era atada a Ana para la competición.

 - A ver si tienes suerte, con las coñas, lleváis seis jornadas sin ganar, a ver si hoy ganáis, que aún no te conozco el nuevo garaje.

 - Pues sí, esta semana le he estado dando una zurra de recordatorio cada noche, para mantenerla motivada, si hoy no gana, tendré que empezar a castigarla. 

Su interlocutor acarició la cabeza de su mujer, mientras asentía a las palabras de su amigo. 

- Pues sí. Pobrecilla, pero, a veces, no queda otra.

 Ángel con teatrales maneras dio comienzo a la pugna de la última ronda. Las dos chicas arqueaban la espalda a fin de tirar de su oponente no solo con su movimiento, si no con todo el cuerpo, y emitían gemidos de esfuerzo y dolor. Para deleite de sus maridos las dos mujeres se negaban a dejarse arrastrar y los pezones torturados por las pinzas japonesas, que ejercen más presión cuanto más se tire de la cadena, se encontraban estirados al máximo, pero ninguna de ellas se daba por derrotada. Los minutos pasaban, y finalmente, Ana, con los pezones magullados por el episodio de su liberación del poste, dio señales de quebrar su resistencia. Poco a poco, Eva retrocedía alejándose de la marca mientras su adversaria era arrastrada lenta, pero inexorablemente sobre ella. Habían pasado cuatro minutos y medio y el pie de Eva se encontraba tocando la marca. Súbitamente un latigazo de tensión liberada sacudió los pezones de las dos luchadoras. Una de las pinzas de Eva se había ido deslizando dolorosamente hasta que, con el último esfuerzo, salió despedida de su agarre. Las normas eran las normas, y pese a ser por un golpe de fortuna, Ana había obtenido la victoria.

 - ¡Tenemos nuestros ganadores! Parece que Adolfo y Ana nos recibirán la próxima semana. Los chicos felicitaron a Adolfo por su victoria, aunque él mismo reconocía que habían tenido un golpe de suerte.

 Tras el evento, era hora de retomar la retransmisión de la final, cuyo espectáculo del intermedio quedaba muy por debajo del entretenimiento que habían proporcionado las chicas en la bodega. Los chicos colocaron a sus mujeres en los postes, decidiendo José Luis que su mujer debía de disfrutar de un refinamiento como castigo por sumar una jornada más sin obtener la victoria. Al subir las escaleras, el contrariado marido , que deseaba aplicar un correctivo a su derrotada paladina, solicitó a Elena que trajera de la cocina un tarro de guisantes secos. Una vez la anfitriona se lo trajo, esparció las duras legumbres sobre suelo en la parte que iban a ocupar las rodillas de su mujer que lo observaba con ojos de angustia anticipando el tormento que le esperaba. 

- Me parece que últimamente estás muy cómoda castigada en el poste, creo que te hará bien sacarte de tu zona de confort – explicaba a su mujer mientras sujetaba los pezones de su mujer a las pinzas ancladas al poste-. 




 

En el fondo sabía que su mujer había dado lo mejor de si misma, pero si no le imponía un castigo quebraría su palabra, y al fin y al cabo la pequeña penitencia de hacer un poco más incómoda la estancia de su mujer en su poste iba a resultar beneficiosa para ella, al motivarla a seguir compitiendo contra las otras mujeres con redoblado afán de victoria. Eva sollozaba mientras que, con un frenético baile de San Vito, trataba en vano de sustraer sus rodillas de la dolorosa ordalía.

 Los hombres, sentados confortablemente, disfrutaban del espectáculo de la mujer que se retorcía, como una bruja que fuera quemada en la plaza pública, tratando, inutilmente, de evitar la agonía. El llanto de Eva se unía al de Sara que , de vuelta al poste, se veía de nuevo encadenada y pinzada de tal guisa que toda su espalda se quebraba de dolor. 

A Elena, la única mujer que podía disponer, aunque limitadamente de sus manos, se le amontonaba el trabajo, ya fuera en la cocina preparando las bebidas y snacks que luego, para desdicha de su compañera de turno, depositaba en la bandeja , ya fuera en el baño, humendeciendo toallas para asear a las sollozantes cautivas que practicamente, y debido a las grandes y apretadas mordazas, se ahogaban en una mezcla de lágrimas y moco. 

- Chicos, creo que esto se está poniendo un poquito serio, vamos a ser un poco caballeros – dijo Fernando mostrando el mando a distancia del vibrador Hitachi sobre el que su mujer se encontraba a horcajadas-. 

Los chicos sonrieron, y asintieron. Al unísono, el zumbido de los aparatos se redobló y el efecto en nuestras protagonistas no hubiera sido muy distinto si se les hubiera introducido un cable eléctrico en el apretado anillo de su ano. Las chicas se crisparon y se alzaron todo lo que sus sujeciones les permitían, aumentando el dolor de sus ya muy castigadas rodillas, por supuesto el castigo, en el caso de Eva, fue multiplicado por los duros guisantes que se clavaban en la escasa carne, provocando un dolor que le llegaba hasta el hueso.

 - Chicas, por favor, como la familia ha crecido y ahora tenéis que ocuparos de las dos mocositas, traednos las bebidas de un viaje, que si no, tardáis mucho.

 La recién liberada cautiva, volvió los ojos, previendo que esas urgencias no auguraba nada bueno ni para ella ni para las delicadas cumbres rosas de sus pechos.

 El tercer cuarto terminó, y Elena ofició el conocido ritual de devolver a su compañera a la tortura del poste, y, otorgar una pequeña libertad a Eva que sería la camarera del último cuarto. 

En la cocina, Elena colocó las cervezas sobre la bandeja, provocando que, junto al dolor de la pesada carga tirando de sus pezones, la tensión en la cadena provocara que la presión las pinzas aumentara exponencialmente, mortificando a su hermana de cautiverio con un nivel de dolor, que nunca antes había experimentado. Caminando lentamente, para no añadir vibraciones de indeseables consecuencias a las torturadas tetas de Eva, el extraño dúo, comenzó a caminar hacia el sofá donde los chicos las esperaban con expresión divertida. Enrique fue el primero en coger la cerveza de la bandeja tan sugerentemente portada por la chica que flexionaba gracilmente sus doloridísimas rodillas a fin de hacer esta más accesible para sus hombres. Los hoquedades en su carne en los lugares en los que los guisantes se habían estado clavando eran claramente visibles. 

Enrique se deleito con la expresión de alivio que percibió en la mirada de la mujer cuando la presión en sus carnes se vio disminuida al retirar el peso de la cerveza de la bandeja. Marido tras marido, fueron retirando las bebidas hasta que la joven se vio liberada del peso que torturaba sus pechos. Una vez satisfechas las necesidades de los chicos, era el turno de atender a sus compañeras. Los sonidos, provenientes de las estropajosas bocas de las damas, secas ya tras varias horas de estricto amordazamiento, eran variopintos:  los gemidos de placer que emitían desde la frustración que les embargaba al ser mantenidas al filo del orgasmo sin permiterles caer en él, se mezclaban por los sollozos de Sara que no habían cesado. Hacía un rato que la esposa de Fernando se retorcía victima de los calambres que sufría en su antinaturalmente arqueada espalda. El peso de su vientre, preñado de vida, hacía un rato que había quebrado la resistencia de sus músculos que se desgarraban en alaridos de dolor. Su maquillaje se había corrido merced al llanto, y su cara, distorsionada por la inmensa mordaza y el gancho nasal, era un lienzo deliciosamente patético para tan surrealista pintura. Su rostro, inclinado hacia delante y velado por su cabello,  le daba el aspecto de una extraña religiosa que estuviera orando.

 La torturada esclava fue confortada lo mejor posible, y para asombro de Elena ,cuando se agachó a limpiarla , se percibía desde la entrepierna , el inconfundible olor de la feminidad desatada. 

El partido, se acercaba a su fin, y como muchos otros días los chicos volvieron a elevar el ritmo de los zumbantes vibradores. Las chicas sabían que esto se mantendría hasta el final del partido, y que, de no ser capaces de orgasmar en los escasos minutos que quedaban, se verían frustradas en su indefensión, ya que, invariablemente, al pitar el árbitro, los vibradores, volverían a su insulsa velocidad de crucero.

 Afortunadamente, no fue este el caso. Las chicas, estimuladas desde hace horas por sus vibradores sin posibilidad de alcanzar la ansiada meta, y sabiéndose irresistiblemente atractivas para sus hombres que disfrutaban del placer de contemplarlas torturadas en su indefensión y sufrimiento, fueron llegando una tras otra a la ansiada cumbre de placer. Unas fantasearon adelantando el sexo salvaje que a buen seguro les esperaba en casa. Eva, perdida en la soledad de su predicamento,  y que siempre se había maravillado de la sensación de aislamiento que le provocaba estar amordazada, notaba como las ondas de placer martilleaban los mismos nervios que hacía tan solo un momento únicamente percibían terrible dolor. A fin de apretar el vibrador contra los henchidos labios de su hambrienta vagina, trató de ceñirse todo lo posible al poste, lo que, si bien aliviaba la tortura en sus pinzadas tetas, aumentaba la tensión en su ya torturada espalda. Sara jadeaba, aunque de su boca tan solo escapaban agónicos bufidos, y, en cada resoplido, escapaban hilos de saliva que aterrizaban sobre su escote, sobre el poste, el suelo… El espectáculo era memorable, viéndola arquear su espalda como una ballena moribunda, los hombres, apenas contemplaban el televisor, ya que Sara acaparaba toda la atención. 

- Antes de marchar, va a tener que ayudar a Elena a fregar, mira como está poniéndolo todo- comentó Ángel para carcajada general-. 

- Sí, no te preocupes, que como te dije, se ha ganado un castigo. Por puerca. 

Sentirse humillada, indefensa y completamente carente de capacidad ejecutiva, unido al martilleo del vibrador contra su inflado sexo, fue demasiado para la pobre Sara, que se vio arrastrada al orgasmo por el cosquilleo in crescendo que sentía en su vientre extendiéndose desde su clítoris y que acabó explotando en una bomba de insensata locura. Sara se irguió cuanto sus crueles restricciones le permitieron, como si con ese embate, cegada por el placer, buscara zafarse del retorcido beso de las pinzas. Aun sollozando, los hombres vieron como la mujer se agitaba y convulsionaba hasta acabar quedando atónica, pasiva, sollozando entrecortada apretando su barbilla contra el poste. José Luis palmeó la espalda de Fernando. 

- Parecía que la muy viciosa iba a explosionar, amigo. 

Los resoplidos de las chicas, tratando de calmarse mientras los vibradores continuaban machacando sus clítoris inflados de sangre con un muy molesto martilleo, eran la música de fondo, mientras sus maridos contemplaban el emocionante final del partido. Para desgracia de las chicas, sus maridos, que hacía tiempo que no veían a su amigo Fernando, decidieron alargar la velada, tomando unas copas y charlando animadamente, mientras las mujeres permanecían inmovilizadas en sus forzadas posicione. Ni que decir tiene, que, tras sacar las botellas y copas, Eva fue devuelta su particular purgatorio, donde permanecería las dos horas de animada conversación que los chicos mantuvieron, en parte para ponerse al día y, en parte para dejar un tiempo prudencial antes de coger el coche.

 Sus esposas gemían de desesperación cuando un nuevo tormento se sumó a los no pocos que ya sufrían. Sus vejigas, que no habían sido aliviadas en toda la tarde, empezaron a clamar por ser vaciadas. A horcajadas sobre sus vibradores, las chicas no podían hacer fuerza con las piernas, y tan solo sus esfínteres prevenían un accidente que, sin la menor duda les hubiese acarreado un severo y merecido castigo. Los quejidos acabaron alcanzando tal nivel de angustia que, los chicos se compadecieron de sus esposas que los miraban con ojos de cachorrillas.

 - Bueno, bueno, chicas, no seáis tan aguafiestas, que hace tiempo que no veíamos a Fer… 

- En fin, al final nos tendremos que ir…. Ya sabes, siempre hay que darles la razón, - añadió Fernando-. 

 Las chicas fueron liberadas del poste, teniendo sus hombres que ayudarlas a levantarlas, ya que sus entumecidas piernas se negaban a obedecer las órdenes de su cerebro. Tambaleantes y en precario equilibrio de sus tacones, las recién liberadas esclavas tuvieron que sufrir los calambres que recorrieron sus brazos y piernas cuando, tras horas de entumecimiento, los nervios recobraban la vida. Rogando con la expresión de los ojos, la única forma de expresarse que esposadas y amordazadas  les era permitida, solicitaron el privilegio de utilizar el cuarto de baño. 

 - Sois peores que niñas, - dijo Enrique-, anda, ve, no tardes. 

José Luis miró a su esposa que temblaba en desesperación juntando las rodillas tratando de evitar un inminente colapso de la resistencia de su vejiga. 

 - Tú no. Estás castigada, y más te vale ser buena y llegar a casa sin “accidentes”, si sabes lo que te conviene. 

Eva sollozó, y su respiración se volvió espasmódicamente rápida mientras, trataba de cruzar las piernas con todas las fuerzas de las que era capaz de hacer acopio.

Tras aliviar las vejigas, las chicas se vistieron y sus maridos les engancharon las respectivas correas en el collar. Eva, a mayores, debajo del sujetador portaba una par de pinzas abrazando cruelmente la base de sus pezones, tan apretadas que sus pezones eran bajo el sostén  una palpitante masa de carne endurecida.

 La despedida, en la puerta del chalet fue acompañada de un rato de charla, para particular desesperación de la esclava puesta en penitencia. 

Finalmente, la reunión se disolvió y cada pareja tomo el camino a su respectiva casa. Fernando ayudo a su joven esposa a acomodarse en el asiento del acompañante, y, al hacerlo, su nariz percibió el sutil olor del almizcle de su enamorada. 

 - Pequeña, te has portado bien. ¿Te he castigado mucho? La mujer, aun con los ojos rojos tras un llanto tan prolongado, asintió con la cabeza. El hombre, cerró la puerta y se sentó en el asiento del conductor. 

- Te pondré un poquito más cómoda- dijo el hombre haciendo ademán de desabrochar la correa que mantenía apretada de forma tan cruel como exagerada la gigante mordaza. 

La chica negó con la cabeza. El hombre se rió. 

- Es decir, zorrita… te he castigado mucho… ¿Pero quieres más? La mujer asintió con la cabeza. El marido, sacó algo de su bolsillo, y,con un habil gesto, volvió a colocar el gancho en la nariz de su mujer, la cual aun tenía las marcas de haber sido salvajemente estirada durante varias horas. Un gemido de dolor fue emitido con Sara cuando su marido ató el cordón en la parte trasera de su collar, y dado que el trayecto a casa iba a ser corto, estiró este hasta que su mujer quedaba con la nariz practicamente aplastada contra su rostro. Sonriendo, pensando planes para cuando llegaran a casa, el hombre arrancó, orgulloso, como siempre, de la mujer que sufría a su lado.