El joven y la profesora desobediente

  Con 31 años, pese a que las pecas de su cara le confirieran un aspecto más aniñado, haber ganado una plaza como catedrática de instituto e...

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sábado, 16 de enero de 2021

La mujer más maravillosa del mundo


 

Era una noche desapacible. Desde la ventana Ana contemplaba como la furia del viento movía los árboles al compás de las ráfagas ululantes.  Su mirada se perdió en la inmensidad del espectáculo , en su cabeza se vio asaltada por la idea de que en ese viento poderoso había algo secreto, algo oculto pero latente, algo salvaje… algo varonil; como contraparte,  en esos sauces que desafiaban toda esa potencia oscilando juguetones, doblándose hasta lo insospechado, extremadamente seguros en su aparente debilidad creyó ver algo primario, hermosamente demencial aguantando, sin más, todo aquel caudal de energía que los vapuleaba, creyó ver, en fin, la esencia de las hijas de Eva, de las hermanas de Selene.

Adolfo, su marido, la había llamado hacía ya un rato, para avisarla de que, una noche más, debido a ese contrato de exportación de camiones a Argentina llegaría a casa pasadas las once de la noche. Ana, se mordió los labios con expresión pícara. Con sus 37 años magníficamente llevados, cuando sonreía así  parecía una colegiala. A lo largo de su vida se lo habrían dicho millones de veces, y las pecas que adornaban sus mejillas, no hacían gran cosa por poner remedio a eso…

Eran las once y cinco cuando Ana vislumbró el coche de su marido y al poco tiempo un reconocible sonido de puertas de automóvil abriéndose y cerrándose llegaron del garaje. La Penélope de nuestra historia abandonó su puesto frente a la ventana. Cuando el hombre entró, su mujer corrió a recibirlo volando sobre los zapatos de tacón que debía de llevar en todo momento. Un pequeño candado en la  correa que abrochaba el zapato al tobillo hacía que tampoco tuviera mucha posibilidad de incumplir el particular código de vestimenta. Así asegurados, sus pies estarían arqueados forzándola a caminar “en pointe” hasta que alguien se apiadara y decidiera dar un descanso a sus torturados pies.

El hombre se veía agotado, con una cara en la que pesaba la sombra de la preocupación. Cuando Ana llegó hasta él, recompuso la mejor de sus sonrisas, y agarrando la diminuta cintura de su mujer con ambas manos la besó amorosamente.

-          ¿Qué tal princesa?

-          Bien, ya sabes, rutina de casa. ¿Y tú en el trabajo?

-          Regular… la legislación argentina ha cambiado recientemente, y veo negro que ahora, podamos lograr que se ejecute la licitación del concurso…Y ya tenemos comprados esos 120 camiones…- Ana, por toda respuesta a las palabras de su marido, lucía una cada vez más amplia sonrisa-. ¿Pero se puede saber qué te pasa? Es un problemón, ya sabes que llevo casi 4 días sin dormir…. No sé por dónde va a acabar saliendo el Sol….. y a ti ¿Te divierte?

La sonrisa y el brillo de felicidad en los azules ojos  de Ana ya iluminaban toda la estancia.

-          Cariño… hoy, mientras aspiraba se me pasaron por la cabeza, unas excepciones en el derecho mercantil de allá…

Con sus palabras, Ana se había hecho con toda la atención de su hombre.

-          Sí, te explico, se me ocurrió que ante el cambio de normativa, este se podría sortear, con una vieja ley, de interés nacional, de 1938, que aún sigue, como un poquito fósil en nuestro ordenamiento jurídico.

-          ¿Y por qué eso no se le ha ocurrido a nuestro bufete de Buenos Aires?

-          Por qué no todos los abogados se han licenciado con matrícula de honor… como tu niña… He llamado a algunos contactos allá, os mandarán un dossier completo mañana o pasado, pero, en principio… vete pensando en buscar un barco, porque la venta es imposible que no se realice.

-          Tengo la suerte de estar casado con la mujer más inteligente del mundo - fue toda la respuesta de un hombre que respondía con la energía de  quien corre tras haber retirado de los tobillos las pesas de entrenamiento. Gracias princesa. No sé qué puedo decirte…. Eres increíble.

En ese momento, la faz de Adolfo había mutado en la de una pura representación de la victoria. Cogió a su mujer y le dio un beso, largo,  caliente y profundo. Ana sentía como la lengua de su hombre la invadía, la profanaba lujuriosamente, la notaba recorriendo cada rincón de su boca convirtiendo su lengua en palpitante órgano de placer.

-          ¿Has cenado ya? – preguntó Ana arrodillada sobre el sofá mientras veía como su hombre aliviaba sus pies cambiándose los zapatos de calle por unas zapatillas más confortables.

-          Si, gatita.

-          Quieres…. ¿Qué vayamos a la camita? – Adolfo sonrió.

-          Estoy destrozado cielo.

-          No seas muermo… jolín. Habrá que celebrarlo…

-          ¿Qué es lo quieres, brujita?

-          Pues…. quiero…. Que me ates…. En una posición segura y cómoda… y que te folles a tu IN-CRE-I-BLE mujer hasta que pierda la cabeza – la risa nerviosa de Ana, denotaba a las claras que, verdaderamente estaba muy excitada.

Adolfo salió de la habitación y regreso a los pocos minutos con el “cajón de los juguetes”.

-          Date la vuelta, mujer increíble- acompañando sus palabras con un azote en el duro trasero de su mujer.

Ana obedeció  con la sonrisa dibujada en su rostro.

Él, cogió una cuerda blanca, y con maestría ató cruzadas las muñecas de su mujer. Lo hizo fuerte, apretadas, realizando varias vueltas alrededor de ellas y forzando a pasar el cabo varias veces entre el espacio, casi inexistente que quedaba entre los suaves pulsos. Una vez hubo asegurado el nudo en un lugar donde ningún dedo ansioso pudiera alcanzar, tomo otro trozo de cuerda. Tras doblar la cuerda a la mitad, hizo un bucle envolviendo ambos brazos unos centímetros por encima de los codos.

-          Ana frunció el ceño. - Cielo, se bueno.. .por favor, no me ates los codos, déjame un poquito cómoda, los codos, no ¿Sí?

El hombre siguió a su tarea, sin detenerse a atender las súplicas de su mujer, acercando los codos hasta casi tocarse y apretando la cuerda todo lo que pudo. A pesar de que Ana podía ser atada con los codos juntos, y de hecho había permanecido así durante días, cuando se cruzaban las muñecas esto resultaba imposible y , en esa posición, atar los codos, especialmente tan juntos como estaban, implicaba crear una fortísima tensión en las cuerdas situadas en ellos. Los cabos que la restringían mordían como lobos, enterrándose profundamente en la delicada carne de los brazos de Ana.

-          Malo- fue todo la defensa que pudo ejercer la mujer, sometida a tan estricto bondage.

 

El siguiente objetivo fue la entrepierna de la indefensa dama. Despojando a su esposa de las delicadas bragas de encaje blanco,  su marido tomó un nuevo tramo de ligadura, esta vez más fina, la cual doblo a la mitad. De manera análoga a como había sobre los codos de su indefensa modelo, realizó un looping alrededor de la cintura apretándolo con firmeza, asegurándose que este se enterrara con furia en la tierna piel, justo encima de las caderas. Un violento tirón más hizo que su mujer emitiera un gemido de dolor. Posteriormente, pasó el doble cabo entre los muslos de la mujer, hasta, de nuevo la cintura. Se cercioró que la doble ligadura quedara extremadamente apretada entre los labios del sexo de ella, con un cabo a cada lado de su perla de feminidad que quedaba, así, pellizcada con crueldad. La salvaje tensión de las cuerdas hacía que el tierno apéndice quedaba levemente erecto, sobresaliendo parcialmente de su guarida de piel. Solo entonces, con la sonrisa vertical de su mujer remarcada de una manera deliciosamente grotesca, realizó el nudo que aseguraba el conjunto a la soga que torturaba la cintura de su cada vez más desesperada cautiva.

-          Mi amor, me duele… ¡Mucho! ¡Me vas filetear! Noto como esa cuerda quiere abrir mi coñito en rodajas. ¡Quítamela!... o aflójamela, mi amor, te lo suplico…

El hombre continuaba silencioso. Cogiendo a su venus particular por la ligadura de los codos la  sentaó en una silla de madera, poniendo los inmovilizados brazos por detrás del respaldo. Tomó varias sogas más del cajón. Con metódica precisión ató los brazos de su mujer al respaldo de la silla fijándolos de manera vertical lo que la forzaba a pegar la espalda a la parte trasera de la silla. Pasó parsimonioso, con el cuidado de un artesano la cuerda alrededor de su tronco por encima y por debajo de los pechos, de manera que su indefensa prisionera tuviera que permanecer absolutamente erguida durante su cautiverio.

El hombre se agachó con una pequeña llave con la que abrió lo candados que aseguraban los zapatos de tacón de su esposa.

-          Ves, va a estar cómoda- dijo con una sonrisa mitad juguetona y mitad cruel mientras acariciaba con sus ojos la mirada de desesperación de la bella porteña que, nerviosa,se agitaba en vano contra las firmes ligaduras.

Ella lo miro poniendo una mueca que no dejaba lugar a la dudas.

El hombre sacó los zapatos, y ella distendió su cara con expresión de alivio cuando pudo, por fin, estirar los pies.

-Gracias cielo, llevaba dieciséis horas con ellos.

- ¿Es una queja?- levantó la cabeza Adolfo mientras procedía a atar con varias vueltas una cuerda a cada tobillo y dejando un largo sobrante en cada una de ellos.

Ana grapó sus labios al momento. – No, no es una queja…

El marido aseguró los nudos.

-        -  Cariño, me veo los tobillos y…

-         - ¿Y?

-         - Por favor, no iras a atarme con los pies separados, ¿Verdad? Por favor, es una forma tan  terrible de estar atada... Por favor, dijo la mujer dejando arrastrar  su expresión por el pensamiento de quien se teme lo peor.

Adolfo, sin inmutarse, procedió a flexionar hacia atrás las piernas de Ana, hasta que sus gemelos tocaron la parte de debajo de los laterales del asiento, y solo entonces, con el borde del asiento clavándose incómodamente en las trasera de las rodillas,  procedió a atar cada tobillo al respaldo de la silla.

Un pucherito nació en la garganta de su mujer.

Adolfo se incorporó y contempló su obra. La belleza de su hermosa mujer cruelmente restringida, hizo que un escalofrío de pasión y amor, le recorriera la espina dorsal.

-          Bueno, mi Sol, buenas noches, me voy a duchar y a la cama, que estoy cansado.

-          ¡No!, por favor- Ana estaba al borde del llanto-, no puedes dejarme así toda la noche. Te lo imploro. Las cuerdas me están sajando a la mitad, por favor…

El la besó en la frente. – Es para que no olvides tu posición, princesa.

El marido volvió al cajón del que sacó tres pequeños objetos.

El primero era una pequeñita botella roja ante cuya visión, Ana comenzó negar con la cabeza con espasmódicos movimientos y a retorcerse en sus inclementes restricciones, obviamente sin más resultado que el que las cuerdas se hincaran más en sus ya doloridos brazos.

-          ¡No! ¡No!, ¡No he hecho nada! … ¡Ni se te ocurra!, ¡No lo merezco! ¡No he hecho nada! – Ana ya no podía evitar que sus ojos se le humedecieran con el llanto.

Su marido abrió la botella y vertió su viscoso contenido sobre sus dedos para, acto seguido masajear el sexo de su mujer y empapar las cuerdas que lo martirizaban de forma tan despiadada. El efecto en Ana no sería muy distinto del conseguido si la hubieran conectado un cable de mil voltios. La mujer se crispó y su cara adoptó un rictus indescriptible.

 

-          Pórtate bien, o si no, tendremos que masajear también esos pezones tan descarados que se te marcan en el camisón, o también ese culete… ¿Qué te parece? ¿Tendré que hacerlo? 

-          No…. Por favor... Seré buena.

El viscoso líquido comenzaba a surtir efecto; una sensación de ardiente comezón, un picor cada vez más intenso y que no iba a poder ser aliviado, se adueñó de su entrepierna. Ana lloraba y se sacudía en sus ataduras.

Adolfo, colocó un pequeño vibrador en el sexo de su mujer, apretado de tal forma por la tensión de las cuerdas que casi quedaba tatuado sobre su feminidad. Seleccionó la potencia mínima, lo cual unido a su posición lejos del sensible clítoris iba a hacer imposible que su mujer obtuviera el mínimo alivio en su predicamento.

Ana miró con terror en su mirada como su captor portaba una mordaza con un enorme dildo de catorce centímetros. Ella conocía esa mordaza, el llevarla, era afrontar un infierno, luchando constantemente por no ahogarse y contra el reflejo de vómito con el que su cuerpo trataba, inútilmente de librarse del cruel invasor.

Él dejó el descomunal silenciador en una mesita, junto a ella.

-          Y ahora, duerme calladita, si no, habrá que usar esto, ¿Vale? Te lo pongo aquí, para si te despiertas, te ayude a concentrarte en estar tranquila.

-          No puedes dejarme así, te lo imploro, cualquier cosa menos esto, por favor

Adolfo se llevó un dedo a los labios. – Shhhhhh, duerme bien gatita. Que descanses.

El hombre apagó la luz y subió a pegarse una ducha. Cuando llegó al baño,  el picor y ardor en sus dedos era de una intensidad insoportable, a pesar de que se los había limpiado con un cleenex nada más aplicarlo sobre la tierna carne de Ana. No era difícil imaginar la increíble ordalía que debía de estar experimentando su mujer en las sensibles mucosas de su sexo. Estaba muy orgulloso de su mujer que era una excepcional compañera, sabia y vivaz, y una sumisa de la que cualquiera  estaría orgulloso.

Adolfo se duchó y se puso el pijama.

Habían pasado 2 o 3 horas y no había logrado conciliar el sueño. Ana se retorcía torturada por los tormentos que su hombre había decidido infringirle. Mentalmente trataba de rascarse ese feroz picor que incendiaba su conchita, pero claro, ese ejercicio no surtía demasiado efecto. Lloraba en silencio pugnando, impotente, contra las cuerdas que mordían su anatomía. Cada vez que un gemido más allá de los silentes se le escapaba de los labios volvía su mirada al piso superior, anticipando una luz que se encendía como paso previó a ser castigada con la mordaza. Su sexo ardía. Su estrategia de haber tratado de aliviarse al principio frotándose contra la cuerda que amenazaba con cortarla al medio, aunque le había generado un momentáneo alivio, había causado irritaciones en su fragante rosa. La ropa, empapada con el terrible líquido , había hecho el resto, haciendo que la ponzoña la penetrara por las rodaduras hasta el mismo alma. 

En la oscuridad, perdida en la agonía de su suplicio, no se percató de la figura que se le acercaba, furtiva en la noche, hasta que notó como unos labios enamorados enjugaban sus lágrimas, y como una esponja con agua fresca acariciaba su vientre aliviando el picor infinito que mordía su sexo y amenazaba con hacerle perder la cordura. 

Las mismas manos que desataron uno, y luego otro tobillo, y que deshicieron uno tras otro los nudos de sus ataduras sustituyendo tan atroces cuerdas por un firme pero comparativamente benévolo box tie en la espalda…

La luz del día acarició las pestañas de Ana, que se despertó en la misma posición en la que se había dormido, acurrucada contra su compañero, el cual, aun dormía. El hormigueo que sentía en sus brazos entumecidos después de una larga noche atados en el severo box tie, no la impidieron sonreír.

Al final, la noche de ayer se había celebrado… Y a plena satisfacción. Y, verdaderamente, se había sentido una mujer increíble.