Cuando llegó a casa, el coche de
su marido, ya estaba aparcado a la puerta, y a la alegría de llegar a
casa y que él estuviera, se le sumó el congojo de tener que decirle que había
tenido que ser coregida en el trabajo, y, como era tradición en todas las
casas, una zurra en el trabajo, implicaba una zurra al llegar a casa, así que, inexorablemente, el incidente del trabajo iba a cobrarse un peaje sobre sus ya doloridas nalgas.
La fornida figura de su marido se
recortaba en la puerta, sonriendo ampliamente a su mujer a la que amaba sobre
todas las cosas. Sin ser particularmente alto, en torno al metro y ochenta y
cinco, sus amplias espaldas y musculosa anatomía eran, sin duda su seña de
identidad, su corte de pelo, de estilo militar remarcaba su cara de trazos
varoniles, enmarcada por un cabello y barba negros, que ya presentaban alguna
cana prematura. Como biólogo, era el jefe del programa de reintroducción de la
foca monje del Mediterráneo en Isla Cane.
Sin dejarla traspasar la puerta,
la cogió de la cintura y la besó con ternura.
-
¿Qué tal el día, Batwoman? ¿Persiguiendo a los
malos?
Jimena torció la boca antes de
contestar.
-
Mmmmmmmmmmia….. iba bien, pero justo antes de
venir me gané una zurra... Aunque el jefe me ha felicitado, y me ha dicho, que
algún día su puesto será mío, la verdad es que no me esperaba ese arranque de
generosidad por su parte.
-
Bueno…. Eso es que sabe a quién tiene la suerte
de tener al lado. Siempre te lo digo, eres tú la que verdaderamente lleva la
fiscalía. Y bueno, sobre el otro incidente, no te preocupes, esta tarde Sofía
tiene su recapitulación, y puede ser buen momento.
-
Vale, cariño, pero porfi, no seas muy severo,
que luego tengo que ir con las chicas, que quedé con ellas, tengo noticias de lo
nuestro, verás…
Sofía, la estudiante de
intercambio que vivía en su casa, ya había puesto la mesa, y se afanaba en
servir los platos. Debido a que el nivel educativo que proporcionaba la universidad
de la isla era muy elevado, esta era un referente en todos los programas de intercambio. Como el
nivel de vida local era caro, no era extraño que muchas chicas se alojaran en casas
donde, aparte del alojamiento, conseguían un dinero por ayudar a sus
anfitrionas en las labores domésticas. La madre de Sofía, además, era la
soprano más importante que había dado el país, si bien, llevada por el amor,
ahora residía en Milán, por lo que las peculiares tradiciones del país se habían mamado desde niña en su casa. Cuando su hija pudo optar por estudiar su carrera de
Farmacia en Isla Cane, no tuvo dudas, no solo por el grado de excelencia, si
no, la seguridad que ofrecía la isla con una tasa de criminalidad prácticamente nula.
La comida transcurrió
animadamente, con Jimena contando las nuevas de su citación ante el Consejo,
cuanto más se metía en la conversación más se animaba, y utilizaba las
preguntas de Rodrigo y de Sofía para ir articulando posibles líneas de
discurso, la sobremesa avanzó tratando de este y otros temas y ya eran más de
las cuatro cuando Rodrigo miró su reloj.
-
Sofía, cariño, estate preparada para la
recapitulación a las cinco. Ya recogemos nosotros la mesa.
La recapitulación semanal era un
momento temido por todas las mujeres en Isla Cane. Tenía lugar en los
domicilios donde, ante el cabeza de familia, la chica debía presentar su
cuaderno con las azotainas que había sufrido durante la semana, y, así mismo,
si había cometido alguna infracción que hubiese quedado sin disciplina.
Según el código, que fijaba la
recapitulación como obligatoria para todas las mujeres, al contrario que las
zurras que se propinaban cuando se producía una infracción o fallo, que tenían
como fin corregir este, la recapitulación era un castigo. A la chica, según el
número de correcciones a las que había sido sometida durante la semana, se le
imponía un castigo, que en todo caso debía de ser severo, y que rara vez
implicaba menos de hora y media horas de azotes con diferentes utensilios y en
diferentes posiciones.
Si, por un comportamiento
particularmente bueno, la chica no hubiera necesitado ninguna corrección a lo
largo de la semana, se le aplicaba una sesión de refuerzo. Este refuerzo
consistía en un castigo de la misma intensidad que una recapitulación, pero más
breve, siempre menos de una hora. Su objetivo, aparte de servir de
reconocimiento al buen comportamiento de la mujer, es recordarle las consecuencias
que tendrá que afrontar si se aparta del camino recto. Aunque más breve, es
suficiente para que las marcas y dolor persistan en el culete de la chica
durante varios días de la siguiente semana.
A las cinco, el salón estaba
preparado para el inicio de la sesión de Sofía. La caja de los utensilios se
encontraba junto al sofá y Sofía, desnudad e cintura para abajo, esperaba de
rodillas con el cuaderno de disciplina, una libretita rosa con un gaticornio en
su tapa delantera. Al contrario que las correcciones que podían tener lugar en
privado, las recapitulaciones y los refuerzos tenían lugar en un lugar común de
la casa, y como elemento pedagógico todas las chicas debían asistir a él, para
que sirviera de ejemplo en caso de las recapitulaciones como de incentivo en el
raro caso de ser testigos de una azotaina de refuerzo.
La compungida niña comenzó la
lectura, y ciertamente la semana no había sido buena. Incluía más de treinta
ocasiones en las que su trasero fue caldeado a lo largo de la semana: desde una
azotaina con paleta de madera por la seguridad del campus por dejar mal
aparcada su bicicleta, varias correcciones en clase y hasta el propietario de
un bazar que decidió aplicarle un correctivo con una espátula metálica después
de que chocara accidentalmente contra un expositor, afortunadamente para su
trasero sin llegar a tirar nada.
Finalmente, se hizo el silencio.
-
Sofía, has sido muy negligente esta semana.
Sobre mis rodillas. Ya sabes que, si despegas las punteras del suelo, o te
cubres con las manos, no dudaré en empezar de cero. ¿Vale?
-
Sí, señor…
La joven se levantó y con pasitos
cortos como si tratara de retrasar lo inevitable. La rubia estudiante se
acomodó lo mejor posible apoyando su vientre
sobre los muslos de Rodrigo. Finalmente, la mano derecha del hombre se
alzó y descendió con rapidez dejando de manera instantánea la silueta rosada de la palma en el trasero
de la desdichada. Los azotes se sucedían con tal rapidez que el dolor no se
devanecía, sino, que al contrario cada vez, dolía más.
Rodrigo aplicaba un patrón
aleatorio, para no darle oportunidad a la desventurada de adivinar el próximo
lugar de impacto. Cada azote era seguido por un quejido de Sofía, que aún era
capaz de aguantar el llanto. Al cabo de
diez minutos de asalto, las nalgas y parte superior de los muslos de Sofía eran
de color carmesí.
El hombre comprobó que el tono de
la piel era uniformemente colorado antes de dejar de azotar el trasero de la joven que se retorcía todo lo que el
temor de separar las punteras de sus pies del suelo le permitía.
-
Bueno, fierecilla, te estás portando bien. Ha
terminado la primera etapa. Contra la pared, las manos apoyadas en el muro y
las caderas hacia atrás. Espalda arqueada que el culo tiene que quedar bien
expuesto.
En las
recapitulaciones, al contrario que cuando se corregía, no se esperaba que la
chica agradeciera “las atenciones” más que al final.
Sofía adoptó
la posición en la que esperó unos minutos mientras el hombre, bebía un vaso de
agua para recuperarse del esfuerzo realizado. Ni que decir tiene, que la breve
tregua también fue celebrada internamente por la chica, que aunque en posición
un poco ortopédica, al menos por unos instantes, no sentía una tormenta de
golpes en sus posaderas.
Rodrigo tomo
una correa de cuero, rectangular de unos veinticinco por diez centímetros y con
un pequeño mango de madera, que servía para poder aplicarla con la precisión
que se necesitaba.
El hombre se
situó detrás de la joven que, intuyendo la posición de Rodrigo, había empezado a
hiperventilar anticipando lo que estaba por venir. Rodrigo, como varón
juicioso, antes de aplicar la correa, comprobó que todo el culo estuviera
caliente y rojo por igual, aplicando unos fuertes azotes con la mano en zonas
que le presentaban duda arrancando respingos de dolor de la pobre Sofía.
El cabeza de
familia se pasó la correa a su mano derecha y la apoyó sobre el trasero de la
joven que se estremeció al notar el mero contacto del cuero curtido sobre su
indefenso y ya muy dolorido trasero. Un gemido de la joven cuando el cuero se
despegó de su nalga fue el pistoletazo de salida de la ordalía que le esperaba.
La correa,
aunque terriblemente dolorosa para los traseros de las jovencitas revoltosas,
es en las recapitulaciones considerado, aun, como un calentamiento más que como
castigo propiamente dicho. Y como tal, aunque con dos correazos se podía cubrir
toda la superficie del trasero de Sofía, Rodrigo se esmeró, aplicando los
correazos en patrón descendente pasando de una nalga a otra hasta que con
cuatro correazos se aseguraba que todo su trasero y parte trasera de los muslos
quedaba de un color rojo carmesí. Al llegar a media altura del muslo, el patrón
volvía a repetirse desde arriba.
Cuando el
cuero alcanzó por primera vez la delicadísima piel de sus piernas, Sofía que
hasta ese momento gemía y se retorcía como un pescado moribundo, soltó un
chillido que hubiera escandalizado a los gatos de cualquier callejón y, sin poder
reprimirse, rompió en llanto.
Los gritos,
entrecortados por los estertores de sus pulmones pidiendo aire, se producían de
forma constante ya que, los feroces azotes se sucedían de forma continua. El
espectáculo de la joven sollozante ante el estricto castigo impresionaría a
cualquier testigo… siempre y cuando, este no fuera una mujer tan acostumbrada a ser disciplinada como Jimena, que no obstante
asistía un poco compungida sabiendo que su turno sería al día siguiente por la
tarde.
Rodrigo
mantuvo el ritmo de la correa durante quince largos minutos, cuando ya toda la
zona de castigo había adquirido un tono de rojo púrpura, y Sofía, ahogándose en
su propio llanto mantenía la cara pegada a la pared, girada sobre su hombro,
con la boca abierta ya sin ser capaz de articular sonidos, en un estertor de
callada agonía.
Tras quince
minutos, el ritmo de los correazos se ralentizó, pero, su fuerza se redobló,
eran los últimos azotes de correa, y era preciso que cuajaran la impresión
correcta. Tras tres correazos que la mártir pensaba que le estaban arrancando
la piel con tenazas al rojo, en un gesto espasmódico, Sofía, que hasta ese
momento había mantenido en todo momento la posición arqueada, no pudo evitar
que la cadera se desplazara hacia dentro en un reflejo de evitar el el doloroso
aguijonazo del beso de la correa. La piel restalló, y la caricia del cuero,
preñada de dolor calló sobre un lateral de su nalga.
- -
Acabas de ganarte una penitencia. ¿Quieres
portarte mal? Otro gesto de no colaborar, y te aseguro, que vuelvo a empezar
con la correa desde el principio.
Sofía giró la
cabeza de forma exagerada, casi convulsiva.
- -
Ooooo, pod favod, eñod. O siento, o siento. O
quise, o quise. De vedad
En realidad,
la amenaza tenía más de baladronada que de realidad, pero, como encargado de la
disciplina, no podía permitir que las chicas pensaran que, romper la posición
de castigo, era cosa baladí. La propia penitencia que le había anunciado era
algo, que, invariablemente iba a suceder, ya que para las caneitas, todas las
zurras solían acabar con alguna “rebeldía que expiar”.
Los últimos
dos correazos cayeron sobre la parte trasera de los piernas, y fueron tan
poderosos que las vibraciones se transmitieron por la carne de sus dos
perfectamente torneados muslos. Un alarido de voz rota salió de la garganta de
Sofía que desencajada miraba al techo, en una pose que, a la dueña de la casa
le hizo recordar a una loba que aullara a la Luna.
Ya había
pasado media hora de la sesión semanal, cuando, Rodrigo decidió conceder una
pequeña tregua.
- -
Sofía, tienes un receso de cinco minutos. Vete
al baño y recomponte.
- -
I, señod, - dijo la muchacha a quien los mocos
le impedían respirar por la nariz-, acias, señod.
La joven entró
en el baño y tras sonarse, contempló en el espejo el paisaje de apocalipsis que
presentaba su trasero. Caliente como el infierno, notaba como la piel púrpura
le quemaba las manos cuando se acariciaba la macerada carne. Tras sonarse y
enjugarse las lágrimas tomo un corto sorbo de agua que le sirvió para hidratar
su garganta, seca, tras el festival de aullidos. Como no tenía reloj, y por
nada del mundo quería afrontar las consecuencias de llegar tarde a su cita con
su merecido castigo, inmediatamente regresó al salón.
-
- ¿Estás mejor, cielo? Preguntó la mujer castaña
que había sido espectadora única de todo el calvario.
- -
Si, gracias, Jimena, deseando ya de terminar.
- -
Pues a ver si la próxima semana, eres más
cuidadosa, y ya, ni empezamos.
Todos sabían
que las palabras de Rodrigo eran un pura entelequia, ya que, el disfrutar de un
refuerzo en lugar de sufrir una recapitulación, era algo, que la mayoría de las
habitantes de la isla, jamás habían experimentado.
-
Sofía, inclínate sobre la mesa del salón. Culete
en pompa y las manos bien agarradas a los bordes. Ten cuidado con tratar de
cubrirte subiendo uno de los pies. ¿Está claro?
- -
Sí, señor –dijo la joven mientras adoptaba la
posición requerida.
Si tuviera
autorizado girar el cuello, vería como el siguiente utensilio era la paleta de lexan transparente. Era un utensilio de gran ligereza y rigidez que tenía
una gran reputación de hacer volver a sus cabales a las jovencitas
descarriadas.
La azotaina
con tan dañino implemento se prolongó por veinte largos minutos, y se centró en
la parte inferior de sus doloridas nalgas. Ni que decir tiene que propinar tal
cantidad de azotes en un área tan pequeña tuvo unos efectos inmediatos en la
infortunada penitente. El llanto retornó desde el primer chirlazo y tras los
primeros, Sofía gritaba como un mono aullador. La concentración de azotes hacía
que estos cayeran siempre sobre carne recién golpeada y la reacción era casi
eléctrica.
Si bien esta
no era la fase más dolorosa del castigo, si era la más importante, ya que con
ella se buscaba castigar la zona de los puntos de contacto. Esta era la parte
del trasero que, cuando la chica se sentaba entraba en contacto con las
superficies, y castigarla durante un periodo largo con un utensilio rígido,
aseguraba que la zona permaneciera amoratada y dolorida durante toda la semana,
siendo un doloroso recordatorio de las consecuencias de portarse mal, cada vez
que sentara.
Sofía,
recostada en la mesa sobre su pecho, sollozaba y se movía frenéticamente de un
lado a otro como si fuera un salmón que trata de superar un rápido con poca
agua, impotente ante el huracán de golpes que habían convertido la parte
trasera de sus nalgas en un volcán en erupción. Finalmente en su estéril lucha,
ocurrió lo que era inevitable, tras el tercer golpe seguido que caía
exactamente en el mismo punto, espasmódicamente, la joven despegó un piel del
suelo en vano intento de cubrirse, o de ralentizar el siguiente azote.
- -
Sofía, baja ese pie, ya.
La joven, que
recobró la lucidez ante la severa voz que la interpelaba, bajó inmediatamente
el pie, maldiciéndose a sí misma, ya que, ese desliz le iba a suponer varios
azotes de penalización.
Finalmente,
los cuatro últimos azotes aterrizaron sobre la parte superior de los muslos,
que debido a su delicadeza, nunca se deben convertir en objetivo prioritario de
los instrumentos rígidos. Un ronco aullido de agonía cercioró a los presentes,
que esos cuatro últimos paletazos habían logrado captar la atención de la pobre
muchacha.
Finalmente, la
recta final del castigo se asomaba, y, antes de afrontarla a nuestra
protagonista, le fue concedido un descanso de cinco minutos. Antes de
transcurridos tres Sofía se encontraba de vuelta en el salón. Rodrigo le ordenó
que se recostara boca arriba sobre el sillón, y le pidió a su mujer que
sujetara en alto las piernas de la joven. Era la conocida como postura del
pañal, y las dos mujeres sabían que esa posición es perfecta para emplear
elementos flexibles que tengan como principal objetivo los delicados muslos de
las mujeres revoltosas.
El último
utensilio no salió de la caja de implementos, sino de la cintura del hombre que
parsimoniosamente sacó el cinturón de brillante cuero negro que ceñía su pantalón
el cual dobló en dos y con él agarrado por la parte de la hebilla se preparó
para la siguiente etapa del viacrucis semanal.
Como las dos
mujeres habían deducido por la postura elegida, desde el primer azote, el
objetivo fueron los muslos haciendo que la pobre Sofía emitiera alaridos de
dolor que hubieran podido romper cristal; Jimena, de hecho se sonrió pensando
que era lógico, que, al fin al cabo su madre era una excepcional soprano. La
joven se retorcía de dolor con cada vergazo, tratando de evitar que sus manos,
libres de cualquier asidero trataran de impedir, estúpidamente, el castigo de
sus martirizados muslos.
Las marcas de color
púrpura se alineaban en la parte trasera de sus muslos, y dado que el cinturón,
aun doblado era lo suficientemente largo y flexible, cuando impactaba, aun
contaba con la suficiente inercia para enrollarse sobre los firmes muslos de
Sofía y castigar la hipersensible piel del interior de sus piernas.
Jimena se
afanaba en sostener las piernas de su amiga, sabedora de que, si fallaba al
hacerlo, habría con toda seguridad consecuencias indeseadas para su trasero, no
obstante la desquiciada joven trataba de zafarse de ese agarre y sustraer a sus
mulos de tan severo castigo.
Al fin, tras
cuatro zurriagazos particularmente fuertes y seguidos que dieron con la
estrecha cinta de cuero hundida en la sensible carne, el cinturón cayó para no
volverse a levantar contra la muchacha que ya sin lucha, extenuada, recibía los
azotes con sordos gruñidos entrecortados por los abundantes sollozos.
- -
Sofía, hemos terminado con el cinturón. Arrodíllate
mirando a la mesa. Y nada de tocarse el trasero. Jimena tiene una cuenta
pendiente antes de tus penalizaciones.
Jimena tragó
saliva cuando su nombre salió a la palestra, y como conocedora de los particulares
rituales de la disciplina doméstica, se levantó y se acercó a la mesa.
- -
Cariño, hoy has sido descuidada, y te ganaste
una corrección en el trabajo. Creo que doce cintarazos serán suficientes para
ayudarte a aprender la lección, ¿Verdad?
La suavidad y el
amor que impregnaban las palabras cada vez que Rodrigo hablaba a su mujer no
ocultaban, sin embargo, el severo correctivo que se avecinaba, si bien, recibir
en casa dos azotes por cada uno recibido en el trabajo era, bastante generoso
teniendo en cuenta las prácticas habituales.
- Sí, señor,
estoy, de hecho, muy arrepentida.
- Bueno,
princesa, verás cómo aprendes de todo esto. Quítate la falda y las braguitas
por los tobillos. Sé un buen ejemplo para Sofi, y recuéstate sobre la mesa, el
culete bien expuesto.
Jimena
obedeció en silencio y serena pero con creciente temor adoptó la postura.
El primer
cintarazo no se hizo esperar, aterrizando justo en el medio de su nalga derecha
dejando una alargada marca rosada. El cuerpo de la esposa se empotró contra la
mesa, aunque, tanto por fuerza como por golpear una zona con bastante más
“acolchado” este azote.
- -
Uno. Gracias señor.
Desde su posición a poca
distancia de la acción, Sofía, iba recuperando un poco la compostura y el ritmo
de la respiración, y, por qué negarlo, asistía divertida al espectáculo que se
le ofrecía. En los meses que llevaba en su casa, había aprendido a querer a
Jimena como a una hermana mayor, y verla disciplinada por un hombre que la
adoraba y le ofrecía todos los mismos y firmeza que necesita una chica, le
producía cierta alegría. Además, como alguna vez le había reconocido, era una
suerte que ya que era inevitable que tarde o temprano te acabaran calentando
las posaderas, mucho mejor si es alguien tan guapo.
La disciplina proseguía llenando
de verdugones la parte más prominente del respingón trasero, si bien era obvio,
que no se estaba empleando tan a fondo cómo hacía un rato. Esto, y ambas
mujeres lo sabían, no se debía a un trato de favor, si no que, al día
siguiente, por la mañana, era el turno de Jimena para su recapitulación
semanal, y haberse empleado a fondo, implicaría un exceso de sufrimiento que
una chica tan dulce y obediente, no merecía.
- -
Diez. Gracias, señor.
El undécimo azote fue inesperado,
ya que en vez de caer horizontalmente cayó como un rayo sobre la parte superior
de la curva de sus nalgas. La piel restalló y una marca notoriamente más oscura
que las anteriores se empezó a hacer visible sobre la pálida piel.
Jimena no se lo esperaba, y
emitió un respingo de dolor, mientras noto un aumento de la presión sanguínea y
como los ojos se le humedecían.
-
- Once. Gracias, señor.
El último azote, fue igual,
dejando una progresivamente más oscura marca en la otra nalga. Jimena suspiró
aliviada sabiendo el final de su castigo.
- -
Doce. Gracias, señor.
- -
De nada, cielo, sé más cuidadosa de ahora en
adelante.
- -
Ya…. Fueron las prisas, quise acabar pronto el
dossier, y al final cometí ese fallo tonto.
Roodrigo levo la barbilla de su
mujer con su dedo índice.
- - Bueno, pero seguro que desde ahora, tendrás más
cuidado de que las prisas hagan sombra a tu magnífico trabajo.
Los ojos marrones de Jimena se
perdieron dentro de la inmensidad azul de los ojos de su marido que la miraban
y ahogaban en una marea de amor infinito. Con gesto pícaro, la mujer lanzó sus
labios y le robó un piquito a su marido.
Para gran parte de las mujeres de
Isla Cane, asisitir a la disciplina de otra chica siempre era un espectáculo
agradable. La propia experiencia les había dotado de gran juicio para valorar
los castigos y eran jueces inclementes analizando todo, desde la intensidad y
recursos técnicos del spanker así como las reacciones de la spankee, en general
que una dama sobreactuara en un castigo estaba muy mal visto, y en este aspecto
Sofía no era una excepción. Y aun sintiendo la palpitante agonía de su trasero,
se consideraba afortunada, ya que Rodrigo era comedido y respetuoso, aunque
estricto, tal y como debía ser un hombre. Ojalá ella, pensaba, pudiera, algún
día encontrar un marido igual.
Rodrigo se rio y dio dio una
tierna palmada en el trasero a tu mujer.
- -
Anda, bribona, ve a sentarte. Y Sofía, pasa al
centro.
Obediente, la
chica, deseosa de afrontar ya la última dificultad de su castigo semanal quedó
en pie en el centro de la sala.
- - Ahora, dóblate hasta que te alcances los dedos
de los pies, y no me hagas trampa doblando las rodillas, que me daría cuenta.
Jimena sonrió, se daría cuenta, y
no sería buena para ella – pensó-.
Obediente, la joven estudiante
adoptó la incómoda postura. Normalmente, los azotes de penalización se suelen
recibir con la spankee situada en una postura poco confortable, ya que, a parte
del dolor de los azotes le suponga un desafío mantenerse como le había sido
ordenado y no hacerse acreedora de más atenciones.
- - Bueno, ya casi terminamos, serán seis con la
vara.
Sofía tragó saliva al oír la
palabra vara. Sin ninguna duda ese delgado diablo de ratán era el instrumento
de disciplina más temido por todas y cada una de las chicas de la isla, las
cuales debían afrontarlo con más o menos frecuencia. Se trataba de una flexible
vara de ratán de algó más de un metro de longitud, lo que garantizaba que cada
una de sus caricias llegaría a las dos nalgas de la mujer que se hiciera
acreedora de sus atenciones.
Rodrigo se situó por detrás, y
apuntó con cuidado, (al ser tan lesivo, la vara exigía un control perfecto), el
primer azote cayó en la parte centrl de su martirizado trasero, con tal
violencia que incluso la torneada carne del sulo de Sofía parecía que estaba
absorbiéndola, tan profundo fue el zurriagazo. Un verdugón recto de color
violeta se empezó a formar nada más despegar la vara del trasero de la
desdichada. La pequeña rubia se tambaleó en su precario equilibrio y emitió un
aullido de dolor.
- -
Uno. Gracias, señor.
Los siguientes tres azotes
aterrizaron inmediatamente debajo del primer azote, dejándole el tarsero con 4
rayas paralelas separadas por una muy estrecha franja de piel roja. Desde el
tercer impacto, Sofía estaba rota en llanto y sus alaridos sonaban ya con voz
ronca después de haber sometido a tan severo castigo durante casi dos horas. En
su postura que se afanaba por no romper, las lágrimas caían directamente sobre
la alfombra formando un cerco de humedad en la misma.
El quinto azote busco dejar una
huella perdurable para ayudar a la chica a valorar mejor las consecuencias de
sus actos durante la siguiente semana: con una precisión de láser alcanzó el
pliegue que forma el muslo cuando se encuentra con la nalga. Esta zona ya se
encontraba muy dolorida por el reciente asalto del cinto, y ella sintió como como
si quisieran sajarle las piernas con una sierra al rojo. A pesar del alarido y
de retorcerse, fue capaz de mantener la postura.
Rodrigo comprobó la eficacia de
su caricia, e internamente, se sintió orgulloso de aquella chica que tan bien
estaba afrontando las consecuencias que su mal comportamiento le había
acarreado.
El golpe final, cayó al sur del
anterior, directamente en la parte superior de las piernas, ya muy
sensibilizada por el prolongado castigo, que rápidamente se vio adornada por
una marca púrpura que cruzaba ambas. Solo un supremo esfuerzo de voluntad y el
pavor a ver prolongado el martirio previno que Sofía separase sus manos de las
puntas de sus pies a pesar de la violenta embestida, y una salvaje sacudida de
cabeza y un eterno alarido de voz rota fue la única repuesta de la obediente
mujer al dolor que se había apoderado de su parte trasera.
Rodrigo se separó hacia atrás.
- -
Bueno, hemos terminado.
- -
Gracias, señod – dijo Sofía sin atrverese a
romper la postura que ya le provocaba palpitaciones de dolor en su arqueada
espalda-.
- -
Espero que todo el esfuerzo al menos sirva para
que aprendas la lección.
- -
Si , señor, lo prometo.
- -
Bueno, permanece sin moverte quince minutos,
para ayudarte a interiorizar el aprendizaje.
Sofía gimió por dentro, pero
sabía, que el tiempo de reflexión era obligado después de un castigo estricto.
Junto a los agarrotados músculos de la espalda, lo que más lamentaba era no
poder masajearse su dolorido trasero que le parecía iba a entrar en erupción de
un momento a otro.
Rodrigo se sentó junto a su mujer
que le enseñaba unas posibles compras en Amazon sin perder de vista el reloj.
Finalmente los quince minutos pasaron.
- -
Bueno, Sofía ¿Ya has recapacitado?
- -
Sí, señor, -en el fondo hubiera cualquier cosa
con tal de poder abandonar la agotadora postura-.
- -
Pues ya está. Espero que no vuelvas a cometer ya
los mismos errores.
Sofía se acercó al hombre y lo
abrazó.
- -
¿Ya no estás enfadado?
- - Rodrigo la rodeó con sus brazos y
le besó la cabeza.
-
No, ni nunca lo estuve. Una cosa es que sea mi
deber castigarte, pero uno no se enfada con quien quiere y respeta.
Ante la mirada de Jimena,
permanecieron abrazados por espacio de un minuto.
Finalmente, Rodrigo se separó y
le pidió a su mujer que acompañara a Sofía a su cuarto, y la ayudara con los
ungüentos y pomadas que, tras la azotaina, contribuían a disminuir un poco las
futuras molestias. Curiosamente, los fabricantes de cosmética de Isla Cane eran
reputados por sus bálsamos de este estilo… sobre todo después de que la
incorporación como químicas y científicas de muchas mujeres a las plantillas de
estos fabricantes.
Las dos chicas subieron, y se
dirigieron al baño.
- -
Odio la vara.
Jimena sonrió.
- -
Pues claro, tonta. Como todas. Por eso es tan
importante que esté ahí cuando nos la merecemos.
Jimena remarcaba esto, sabiendo
que en su casa, la vara se usaba en contadas ocasiones, principalmente cuando
se producían episodios de mal comportamiento en un castigo y eran precisas
penalizaciones. Lo de hoy, a su juicio había sido un ejemplo del correcto
empleo de la vara.
- -
De verdad… a ves me cuesta entenderos. Ya sé lo
que mi madre me explicó, y es guay que los chicos nos presten tanta atención y
nos sean siempre presentes… pero, a veces, creo que os pasáis.
- -
Entiende que son nuestras tradiciones, y que
nuestros fundadores crearon un país muy avanzado en una isla relativamente
pequeña, y eso es solo por el orden social. Por eso me preocupa que mis
propuestas… Bueno… - se recompuso-, túmbate en la cama que ahora voy con
bálsamo. Que son casi las siete, y yo tengo planes con las chicas, y tú, estoy
segura que también. ¿Has quedado hoy con el becario de tu facul?
Sofía sonrió
pícaramente.
- Un poquito… contestó haciendo un gesto con dos dedos.