El joven y la profesora desobediente

  Con 31 años, pese a que las pecas de su cara le confirieran un aspecto más aniñado, haber ganado una plaza como catedrática de instituto e...

viernes, 30 de abril de 2021

Una pequeña explosión. (2/2)

 


El tiempo hasta las seis de la tarde pasaba lento del coche de Ekaterina. Había pasado por una gasolinera para comprar un par de emparedados y unas chocolatinas, se sentía mal y no tenía ganas de tener que velar su ánimo con una máscara social, simplemente quería estar sola. Como guiño a su letargo de melancolía, y para matar el tiempo, wasapeó con sus antiguas amigas de Vorónezh, sus respuestas, cuando llegaban, la hacían sentir, aún más fuera de lugar en aquella isla habitada por gentes que, a su juicio, estaban trastornadas.

Aunque pausadamente el tiempo transcurrió, y a las seis saludaba a Jimena en el hall de uno de los grandes centros comerciales de Tawseburgo, la próspera y bulliciosa capital de la isla estado. A pesar de que el saludo fue efusivo, ya que las dos chicas habían hecho muy buenas migas en el gimnasio, no pasó mucho tiempo hasta que Jimena Signori, nuestra ya conocida fiscal, se dio cuenta de que algo no marchaba bien. Katia, normalmente vivaracha y de rápidos reflejos a la hora de dar una réplica aguda o picante, contestaba con monosílabos, y el velo gris de la niebla de ánimo apagaba la luz de sus ojos.

-          ¿Pero qué te pasa, chica?, - dijo Jimena poniendo los brazos en jarras provocando una oscilación de las bolsas que llevaba enganchadas-.

-          No sabría ni por dónde empezar…

-          Nos vamos a una cafetería y me cuentas…

-          Mejor, cogemos el café y nos vamos fuera.

El banco del paseo marítimo en el que las dos chicas se sentaron a disfrutar de su café les proporcionaba una hermosa vista sobre el sol que ya se iba ocultando detrás del mar. Jimena meneaba el café mientras escuchaba el relato de Ekaterina, el cual, a veces pausaba cuando la emoción le impedía continuar.

Jimena era genuinamente una chica de Cane Island, y pese a que había viajado mucho a otros países, verdaderamente era una enamorada de las costumbres locales, aunque, cuando trataba con chicas extranjeras que por una razón u otra habían tenido que radicarse en la isla, o escuchaba como ahora los sentimientos que le confiaba su compañera de banco entendía, verdaderamente, que verse sumergida en este mundo, tan distinto, era un auténtico shock.

-          No puedo soportar que me traten como a una estúpida todo el tiempo, y peor aún, que tenga miedo a hacer cualquier cosa por temor a que algún gañán juzgue que por cualquier nimiedad me merezca una paliza.

Jimena arqueó una ceja.

-          No tolero ser considerada un ser inferior, pensé que eso había quedado atrás en occidente, y me flipa, que vosotras, incluso tías super preparadas, como tú, le deis a esto un viso de normalidad.

Jimena dejó de marear el fondo de café que aún le quedaba en el vaso.

-          Ekaterina, sé que las costumbres de aquí pueden parecerte raras, pero, también te tengo que decir que las estás analizando desde una óptica incorrecta.

-          Explícate, que no te sigo.

La fiscal tomó aire.

-          Pues mira, para empezar, te estás comparado con los hombres, y en esa comparativa, tú ves que nosotras salimos perjudicadas… y yo te digo que no nos podemos comparar en absoluto, somos equivalentes, pero no iguales.

-          Dejais que os peguen. Como animales. Me parece que tu filosofía de mártir no me va a valer Jimena…

-          Vamos a ver, cuando nosotras, nuestra sociedad, pone en manos del hombre la capacidad de calentarnos el culo cuando lo merecemos, lo único que hace es regular un comportamiento, que por otra parte, es bastante beneficioso.

Katia la miraba con incredulidad. Jimena, viendo el rostro de su interlocutora, asintió con vehemencia y continuó su disertación.

-          Mira, cuantas veces, estás de mal humor, por cualquier cosa y quieres pagarlo con lo que sea, quieres liberarte discutiendo, riñendo… Y eso lo he visto en muchos lugares del mundo. Aquí, sabes que ese comportamiento está fuera de lugar, y que te calienten el culo cuando pasa evita cantidad de discusiones estúpidas que, de otra forma envenenan la convivencia.

-          Ya… ¿Y por qué no es al revés? ¿Por qué somos tontitas?

-          Y dale…. ¿Tu pondrías la retina de tu padre en manos de una tontita? ¿Pondrías la defensa de una nación en manos de una tontita? Pues empieza a contar la cantidad de oftalmólogos, políticas, pilotos de avión que hay en la isla, aquí nadie piensa que seamos tontitas.

Y, respecto a tu primera pregunta, pues es muy sencilla… a ti te gusta admirar a tu compañero, a tu novio, a tu marido, a tu padre… ¿No?

-          Emmmm…. sí, claro, como a cualquier mujer…. Es más, te recuerdo que soy eslava.

Jimena miró los profundos ojos azules de su interlocutora y los prominentes mofletes pigmentados por graciosas pequitas.

-          No…. Créeme, no hace falta que me lo recuerdes…. Pues eso, ¿Podrías admirar a un hombre al que pones sobre tus rodillas cuando diga una inconveniencia? Y sé sincera.

La mera reflexión de azotar a un hombre sobre sus piernas le pareció, como poco, grotesca.

-          Pues…. No, la verdad.

-          Efectivamente, a todas nos gustan los hombres fuertes, tranquilos y que nos apoyen, y si nos salimos del camino, que nos vuelvan a poner en él.

-          Ya…. A golpes…

-          A ver, Katia, dejémonos de cinismos…. ¿Tú tuviste pareja en algún momento?

-          Sí, en Rusia. Lo dejamos poco más o menos un año antes de venirme.

Jimena preguntó a Katia por los motivos de la ruptura, disculpándose si estaba siendo demasiado indiscreta, pero…. Al fin y al cabo, era fiscal.

-          Pues, él hizo medicina. Y preparando el examen de residencia, casi no lo veía, todo el día estudiando, y cuando lo veía solo hablaba de lo mismo, y al final, nos gritábamos más que hablábamos. Romper fue la mejor solución. No quiero dejar de reconocer que igual yo fui un poco egoísta, pero, yo también estaba preparando oposiciones y me sentía sola.

-          Mira, Katia, cielo, eso es justo de lo que estoy hablando. Si bien tú fuiste egoísta, él tampoco lo fue menos. La función de un hombre es dejar su mal día a la puerta de casa, y cuando nos ve, preguntarnos cómo nos ha ido.

-          Ya, para rompernos el culo.

-          Si se tercia, pero principalmente para que no nos sintamos solas, para que nos sintamos protegidas, e, incluso para que nos oigan, aunque a veces se pongan pelmas dando soluciones que no hemos pedido. Y él no hizo eso. ¿Qué hubiera pasado si en tu primer berrinche él hubiese cogido y te hubiera puesto el trasero como un tomate?

-          Pues que no era justo, que me sentía abandonada y aun encima me pegaba…

-          Vas bien, cielo…es justo por ahí… Un examen es importante, pero, tú no lo eres menos, sino más, así que, venir de estudiar mucho, no es óbice para no interesarse por ti. Aquí, por ejemplo, eso, apenas pasa. Los chicos saben que, lo más importante, es sacar tiempo para dedicárnoslo, y si por hablar con su novia pierde un poco de tiempo de estudio, pues ya lo robará al sueño, y si además te mereces una zurra, con veinte años, seguro que la acción no terminaba contigo sobre sus rodillas.

La salida de Jimena hizo reír por primera vez a Ekaterina. La verdad es que las palabras de su amiga, aun sin convencerla, habían hecho que analizara la situación desde un prisma completamente diferente. Para sus adentros, tenía que reconocer que, desde que su padre había comenzado con “la aclimatación” unos meses antes de emigrar, de todos los hombres que la habían tenido que corregir, todos ellos lo habían hecho con el genuino convencimiento de que estaban haciendo lo correcto para ayudarla.

-          De verdad, es que me flipáis… ¿Es que vosotras solo atendéis a golpes?

Jimena escrutó a su amiga con un ceño fruncido.

-          ¿Nosotras?

-          Sí, vosotras. Katia enfatizó la frase con un enérgico movimiento de manos.

-          Katia… Vamos a dejar de ser cínicas… ¿Cuántas oposiciones llevabas preparando en Rusia?

-          Mmmmm… pues…. Bueno…. Unas pocas…

-          ¿Y qué pasó cuando tu padre y los profesores de la academia empezaron a “preocuparse” por tus resultados y hábitos de estudio?

Ekaterina bajó la mirada.

-          Conseguí plaza a la primera.

-          Y no solo eso, Katia, mírate ahora, que estás perfecta, y no es por que hagas más ejercicio, sino porque tu padre se empezó a tomar en serio que durmieras bien, que comieras bien, antes corrías mucho con el coche…. Y claro, eso, eran cosas que no te debía de haber dicho nunca antes…

-          Pues unas cuantas…

Definitivamente, la joven rusa estaba tocada y hundida.

-          Puede que tengas algo de razón.

-          Y Katia, que necesitemos unos azotes de vez en cuando, no nos convierte ni en animales ni en seres inferiores, sólo en Ying y en Yang.

La muchacha extranjera y miró suplicante a su amiga.

-          Y qué hago… creo que la cagué a lo bestia con el juez Vázquez, me da vergüenza hasta decírselo a mi padre.

-          Cariño, mira, yo por motivos de trabajo conozco mucho a Marcos Vázquez, y es no solo muy justo, sino profundamente humano, y eso que, siendo mi director de tesis he tenido ocasión de conocer su swing con la correa, pero no te preocupes mucho por él. Te acompaño hasta el coche, le mandas un mensaje, y mañana vas a hablar con él, y ahora vas a casa, y hablas con tu padre. Mañana, si quieres, quedamos otra vez.

Las dos amigas caminaron hasta el aparcamiento donde, a la puerta del coche se despidieron con un abrazo.

Cuando Katia llegó a casa, Dimitri, estaba acabando de guardar la compra en los diversos estantes de su gran cocina y, lo último que se esperaba fue el abrazo de su hija que se abalanzó sobre él con tanto ímpetu que casi lo trastabilló y, para su pasmo, permaneció allí, callada, abrazándolo tan fuerte que parecía que quería tatuarse sobre su pecho. Su padre, poco acostumbrado a las efusividades de su hija, un tanto arisca, simplemente la rodeaba con sus brazos le acariciaba la cabeza por debajo de la melena que cubría su nuca y luchaba para que los ojos no se le humedecieran; desde la muerte de su esposa, estas abiertas muestras de cariño, no eran habituales en la casa.

Tras unos segundos que al hombre se le antojaron fracciones, Katia se despegó de su padre, y le pidió que fuera yendo al salón y que ella iba ahora, pero primero tenía que hacer una cosa.

Cuando Katia llegó al salón su padre, ya estaba sentado en el sofá. Era un hombre de unos cincuenta años y de una apariencia más que notable para su edad que lo había hecho bastante popular entre sus compañeras de orquesta. Alto, guapo y con unas facciones varoniles, la amabilidad de Dimitri, así como la propia naturaleza cosmopolita de Isla Cane habían hecho que, al contrario que para su hija, su adaptación hubiera sido fácil.

Ekaterina depositó la correa de piel marrón sobre la mesa.

-          Es la gorda. La de cuando he sido mala.

Katia contó a su padre con pelos y señales cuanto había acontecido en el día, y que su jefe, le había respondido al mensaje, diciéndole que, al día siguiente acudiera con normalidad, ya que tendrían una conversación.

-          Vaya, princesa, parece que ha sido un día complicado… vamos a cenar, y vete pronto a la cama, que mañana seguro que vas a necesitar las fuerzas…

-          Pero…. Papá…. Con la que he liado por mema, y no me vas a dar lo que hoy SÍ que merezco….

-          Cielo, tu misma me has dicho que no hiciste nada en la cafetería… y en el trabajo… pues parece que algo quedó a medias… ya veremos mañana. Anda, guarda la correa… pero no muy lejos, que me ha dicho un pajarito que, mañana, igual la vamos a necesitar.

Con la misma, el hombre se levantó dando un beso en la cabeza a su hija que permanecía sentada, orgullosa de ser hija de su padre.

Cuando regresó de guardar el instrumento de cuero, su padre la esperaba sobre la silla del despacho, la miró, y se dio unas palmadas sobre los muslos.

-          Aquí, pequeñita.

Ekaterina, sorprendida por lo que juzgaba un brusco cambio de comportamiento, obedeció asustada. Acostada sobre las rodillas de su padre, notó como con dulzura, la mano del hombre le subía la falda para observar las nalgas que presentaban varios cardenales como recuerdo de la cruel espátula de la mañana.

-          Sabes por qué voy a azotarte, princesa

-          ¿Por haber sido egoísta y cegata?

-          No mi amor, por no haberme dicho hasta hoy como te sentías.

Aunque Dimitri nunca lo sabría, cuando la primera palmada cayó sobre las nalgas de su hija, Ekaterina sonreía de pura felicidad. Fue una azotaina lenta, dolorosa, pero no en exceso, y el hombre sabía que los sollozos de su hija desde el segundo azote, en este caso no eran solo de dolor, y que, esas palmadas eran, un bálsamo para el alma de su hija.

Aquella noche, aunque temerosa de su entrevista con su jefe del día siguiente, Katia se durmió rápidamente, notando el leve escozor de sus nalgas cuando eran acariciadas por las suave ropa de cama.

 

-          Lo siento señor juez…

El juez escuchaba el relato de la joven que se presentaba allí, verdaderamente arrepentida de lo que había sucedido en el día de ayer.

-          De acuerdo, señorita, acepto tus disculpas, no voy a abrirte un expediente por lo de ayer, pero… Primero: te voy a recomendar para que acudas a un taller de azotes con tu padre, - la cara de extrañeza de Ekaterina era un poema, pero, prefirió asentir y no decir nada-, segundo, vaya a llamar al alguacil y de paso, traiga la correa; tercero, ya  lo hablamos cuando venga ya en mi despacho.

Cuando la chica regresó con el aguacil, el juez le dio para su entrega un documento oficial, se trataba de una inhabilitación temporal para impartir disciplina que tenía como destinatario al encargado de una cafetería no muy lejana. El juez se había encargado de realizar varias averiguaciones, y si bien aunque estricto el castigo podía estar justificado, pero su administración, sin duda, había sido excesiva, y eso, en Isla Cane, era un asunto extremadamente grave.

El juez cogió la correa que le ofrecía la chica, y le franqueó el paso hacia su despacho. Ekaterina encabezaba la curiosa comitiva que, de camino al despacho pasaba junto a  la mesa de Clara, cuando las dos chicas estuvieron lo suficientemente cerca, su amiga le susurró sonriendo:

-          Me alegro de tenerte de vuelta… pero, te lo tienes ganado.

El juez cerró la puerta tras él:

-          Katia, lo que pasó ayer fue muy grave. Entiendo todas tus circunstancias y por eso tampoco quiero ser un cretino, eres nueva aquí, y hay cosas que pueden llegar a irritarte.

-          Lo siento mucho, señor. Ayer, aunque no se lo crea, vi muchas cosas. Coja esa correa y tuésteme el culo hasta que no pueda sentarme en una semana, fui una capulla y una desagradecida.

-          No, señorita, quiero que lo entiendas, esto no es ninguna venganza, ni una vendetta, pero ayer la liaste, y aquí cuando una chica se porta como tú, pues se gana una disciplina.

-          Como debe de ser, dijo Ekaterina recogiendo la falda para dejar a la vista sus nalgas apenas cubiertas por unas braguitas tal vez demasiado pequeñas y demasiado bonitas para lo que hubiera sido habitual como ropa de trabajo.

Inclinada sobre la mesa, Katia, apretó la mandíbula cuando notó que el juez tanteaba las distancias con la monstruosa correa y, pese a esforzarse en el agarre, cuando el cuero besó sus nalgas por primera vez casi salió disparada. El impacto, en el medio de ambas nalgas se enterró tanto en su piel que las nalgas rebosaron de carne arriba y abajo la correa. El efecto en Katia fue terrorífico, y ya este primer azote la hizo aullar de dolor.





 

La correa era mil veces peor que el cinturón, y, viendo la zona que rápidamente se empezaba a poner colorada con puntos púrpura, un solo correazo cubría la misma superficie que seis cintarazos bien aplicados.

El segundo azote la alcanzó de lleno en la parte trasera de sus nalgas con un movimiento ascendente que hizo a Katia ponerse de puntillas. El alarido coincidió con unos sollozos, que, probablemente no pararían durante toda la azotaina.

El tercer chirlazo cruzó ambos muslos, con tal fuerza que Ekaterina pensó que estallarían.

Desde la parte superior de sus nalgas hasta la mitad de sus muslos la parte trasera de la muchacha estaba roja como un campo de amapolas, tan solo destacaban las marcas azules donde habían impactado los bordes de la correa, recuerdos que, con seguridad, iban a durar días.

A partir del cuarto, todos los azotes cayeron, necesariamente, en carne ya macerada, y el efecto era agónico. La chica sentía como si con un cuchillo ardiente algún diablo estuviese desollando la piel de su pobre culo, que sentía arder.

El juez puso particular empeño en castigar los puntos de contacto para asegurarse que durante muchos días, al sentarse, Katia recibiera el restallazo de dolor en su trasero. Los muslos, aquel día también habían sido considerados como objetivos legítimos, y para desgracia de la chica que aullaba como una loba cada vez que la sensible parte trasera de sus piernas era acariciada por el mordiente cuero,  seis azotes almieron la parte superior de sus muslos..

Clara contemplaba el buen estado de su esmalte de uñas mientras sonreía oyendo como su amiga estaba pasando un mal rato teniendo una charla con el juez siendo su trasero la mesa de conferencias. Ella misma se había sentido mal con el arranque de furia del día anterior, y era algo que, evidentemente, debía de ser corregido.

Tras veinte correazos, la tormenta de azotes cesó, dejando a Katia sollozando y gimiendo como una magdalena con su trasero reducido a una palpitante y tonificada pulpa de tonos que oscilaban entre el cereza y el azul.

El juez contempló a Ekaterina durante unos minutos, que fue lo que tardó la chica en poder contemporizar su respiración.

-          Gracias, señor. ¿Me perdona?

-          Pues claro, no seas boba, anda, componte, y vete a trabajar. Sólo que no se repita.

-          ¿Puedo abrazarle?

-          Pero como se te ocurre soy tu jefe y yo…

El juez gesticulaba reafirmando su negativa cuando una chica que apenas hacia doce horas había aprendido lo especial que es sentirse cuidada, lo calló abrazándose a él. Vázquez, atónito, tan solo daba suaves palmaditas en la espalda de la chica a la que hacía apenas unos minutos había enseñado una valiosa lección.

Las dos chicas apuraban de pie sus batidos,- Jimena también había tenido una conversación con Rodri acerca de la conveniencia de no olvidarse la lista de la compra y volver a casa con la mitad de las cosas necesarias.


 

 

-          ¿Taller de disciplina? ¿Qué es eso? Tras poner al día a su amiga Jimena, convertida a hora en una suerte de "Cicerona", Katia le preguntaba mientras no dejaba de comerse el helado que tenía ante ella.

-          ¡Anda! Buenísima idea. Pues es un taller que suele durar un fin de semana, y allí se se va cada chica con su spanker y se trabaja de todo, desde implementos, intensidades, aftercare…. Suelen hacerse en hoteles del sur, cuando la temporada turística decae.

Ekaterina estaba pasmada de ver cómo, al mencionárselo, Jimena había tenido una explosión de alegría.

-          Errrrrr….. de verdad crees que es buena idea…

-          Pues claro, es más, normalmente se hace para las parejas recién llegadas, y principalmente es el público objetivo, pero, generalmente, también está una pareja de la isla que sirve de “ponentes”. Incluso a veces, asiste gente de aquí para aprender cosas nuevas. Es súper guay… eso sí… vete pensando en dormir boca abajo la siguiente semana.

Katia no pudo sino menear la cabeza ante el ataque de risa que le entró a Ekaterina con su propio chiste, el reírse de sus propias “paridas” era algo muy usual en Jimena cuando se encontraba cómoda.

-          Y es más, Katiuska… si me dices cual vas a hacer, me apunto contigo. Va a ser el cumple de Rodri, y no sabía que regalarle…. Ese finde y algún juguetito para que estrene conmigo allí, serán perfecto.

La joven rusa sonrió y sorbió con ímpetu el final de su batido. Pese a la extrañeza, le hacía ilusión el hacer este fin de semana con su padre y con su amiga. Por primera vez, en meses, esa ilusión la hizo sentirse una más de las chicas de Isla Cane.

jueves, 29 de abril de 2021

Una pequeña explosión. (1/2)

 

 

 


Ekaterina bajaba los ojos ante la severa mirada del juez Vázquez que le recriminaba la explosión de furia que había tenido lugar en el día de ayer.

Ekaterina, - aunque con un dominio perfecto del español, lengua oficial en Isla Cane, tenía un marcado deje eslavo, no en vano, hacía apenas unos meses que se había mudado con su padre, un músico eminente, a la isla desde su Vorónezh natal -, solo pudo musitar una disculpa:

-          Lo siento, señor …

Ekaterina, o Katia como la llamaban sus allegados, estaba disfrutando del rato de descanso que le correspondía en su trabajo como secretaria del Juez de familia tomando un café en una de las cafeterías próximas al edificio de los juzgados. Como su establecimiento usual estaba cerrado por reformas, ella y  Clara, su compañera, habían acudido a otro que se encontraba próximo.

Clara consultó su pequeño reloj de pulsera y se limpió los labios con la servilleta.

-          Katiuska, vámonos, que casi se nos ha ido el tiempo y aún tenemos que volver.

-          Sí, esta semana ya me he ganado varios reglazos por tardona, y la próxima vez, el juez ya me avisó que no iba a ser tan generoso… que tocaría cinturón.

Las dos chicas se afanaban por poner los vasos de papel y demás restos en la bandeja, para tirarlos en la papelera que tenían junto a la mesa.

-          Sí…. y  a cinco azotes por minuto de retraso, no está la cosa como para jugársela.

-          De verdad, Clara… voy a acabar loca. Tengo miedo a todo. ¿Vosotras como podéis entenderlo?

Clara sonrió mientras tiraba los restos a la papelera y las dos amigas se dirigieron a paso apurado a la puerta del local por la que ya salía otra chica también con gesto apurado, hasta que una voz autoritaria las frenó en seco.

-          Señoritas… ¿Dónde se creen que van?

Las dos chicas se detuvieron y miraron al desabrido encargado del local que se dirigía a ellas.

-          ¿Qué ocurre?, - preguntó Clara sin entender nada de la situación.

-          Yo les diré que ocurre, dijo el encargado señalando a la mesa de las dos chicas en la que el azucarero aparecía volcado y vertía parte de su contenido sobre la superficie.

-          Ehhh… lo siento, nosotras nos levantamos y estaba todo bien…. Debió de ser la otra chica que salió justo delante de nosotras, con las prisas…. El bolso….

A pesar de su defensa, las dos funcionarias sabían que el panorama pintaba sombrío para sus traseros.

El hombre, abandonó su puesto detrás de la barra con una amenazante espátula metálica en la mano.

-          No se preocupen…. Ya les enseñaré yo a cuidar las cosas que usan.

-          No... errrrr, de verdad, señor, por favor, es que tenemos prisa, que ya llegamos tarde…

-          No es mi problema, haberlo pensado mejor antes de haberse comportado como dos vándalas.

El hombre tomó a las dos mujeres por sus brazos y las acompañó hasta la barra, donde les señaló los mullidos y anchos taburetes tapizados de piel roja.

-          De rodillas, en los taburetes, los codos sobre el mostrador.

Los traseros de las dos mujeres quedaron así vulnerables y expuestos, tan solo la tela de la falda, - por razones obvias, las funcionarias de Isla Cane, y en la práctica todas y cada una de las empresas de la isla aplicaban el mismo código, no tenían permitido acudir a trabajar con pantalones-, ofrecía un mínimo de protección a los dos traseros mantenidos en pompa.

La cara de las dos amigas estaba roja de rabia cuando el encargado, se encargó de “subir el telón”, y dejar al descubierto las nalgas, cubiertas ahora tan solo por las braguitas. El ser así expuestas, ante toda la concurrencia que, evidentemente, se había girado para ver qué estaba pasando, y el ir a recibir una paliza por algo tan injusto, hacía que las dos chicas se encontraran no solo humilladas, sino impotentes.

¡Crack! El primer espatulazo cayó sobre el centro de las nalgas de Katia que trató de contener el quejido que acudió a su garganta.

Tras este primero, el encargado cambió de objetivo, fijando la atención en el trasero de Clara.

Cuando volvió el turno de la hermosa rusa, una marca roja cuadrada con alargados óvalos de piel blanca en su interior, ya se había formado, dejando bien impresa la forma de la espátula en el trasero de Ekaterina. Un chirlazo igual de fuerte que el primero cayó en la otra nalga, haciendo que, incluso los vellos de la nuca de Katia se erizaran.





 

La azotaina prosiguió con el encargado alternando los objetivos de su potente bombardeo, de manera que, en cada impacto, la espátula se enterrara profundamente en la carne que recibía sus caricias. En el vigésimo palmetazo, las dos amigas luchaban por evitar el llanto abierto para privar a su injusto disciplinante de ese triunfo. Finalmente, tras haber recibido cada una veinticinco azotes, la tormenta de azotes cesó. Todo el trasero de las dos chicas ardía de dolor, y, la piel escarlata irradiaba calor haciéndeles sentir que estuvieran sentadas sobre la va fundida. El único consuelo era que, pese a haber recibido abundante fuego en trasero y muslos, la rigidez inherente a la espátula había mantenido a salvo la piel del surco infraglúteo, donde para desgracia de las spankees, la sensibilidad de la piel alcanza valores estúpidamente altos.

El hombre giraba la muñeca y estiraba los dedos de la mano con la que había sujetado el instrumento, y medio jadeaba del esfuerzo que había puesto en haber disciplinado a aquellas revoltosas. Aun pasaron cinco minutos de vergüenza en los cuales las dos chicas tuvieron que permanecer en la postura, con sus culetes bien tostados a la vista de todos los clientes del café, que, tras un silencio inicial, empezaban, para rubor de las dos, a comentar lo ocurrido entre ellos.

Finalmente el encargado, se dirigió a las amigas.

-          Venga ya podéis iros. A ver si esta noche, cuando se lo expliquen sus maridos acaban de entender que no se puede ir así por la vida.


 

Las amigas se atusaron las faldas y, tras haber puesto correctamente los taburetes, recogieron los bolsos y se dirigieron a los juzgados.

Nada más traspasar la puerta, Katia, se detuvo y comenzó a sollozar.

-          ¿Cómo coño podéis soportar esto? Y ahora, ¿Qué? ¿Hacemos como si no hubiera pasado nada? Ese puto imbécil nos ha tratado peor que animales y nadie ha dicho nada.

Clara, nacida y criada en Isla Cane, se sentía un poco abrumada por la reacción de Ekaterina, tan solo, se detuvo junto a ella y la abrazó.

-          Tranquila, cielo. Hemos tenido mala suerte. A veces pasa esto, pero es muy raro… Él creyó que…

El llanto de Ekaterina se recrudeció.

-          Y ni siquiera nos dejó explicarnos.

-          Cariño, estaba en su deber de corregirnos… no obstante ha sido un poco excesivo.

Katia miraba atónita a su amiga. La rusa cruzó sus brazos, y sin volver a dirigir la palabra a Clara que iba junto a ella, apuraron el paso hasta que llegaron a su oficina.

No tuvieron que acabar de entrar en su oficina cuando observaron que el juez Vaquez se encontraba en pie, apoyando la cadera contra el quicio de la puerta de su despacho que daba a la oficina que ocupaban las dos secretarias.

-          Espero, señoritas, que tengáis una razón muy, pero que muy buena.

Las chicas tragaron saliva.

-          Pues verá, estábamos tomando café y…

-          Sí, pero salimos pronto, interrumpió Katia a su amiga.

El juez arqueó una ceja…

-          ¿Y bien?

-          Pues una chica salió con prisas y con el bolso…

-          Sí y el azúcar, - fue esta vez Clara la que pisó la frase de Katia-,….

-          Ya está bien, parecéis niñas pequeñas, hablad de una en una.

Clara, como más antigua en la oficina, resopló unos segundos, y tras una breve meditación para ordenar su discurso y un largo suspiro contó al juez lo que había acontecido.

-          O sea, que llegáis tarde porque os ganasteis una disciplina, me temo que eso es entera responsabilidad vuestra.

Ekaterina temblaba de rabia.

-          ¡No!, gritó, no ha entendido nada. Nosotras no hicimos nada.

-          Señorita, en primer lugar no tolero que me grites, y en segundo lugar,- dijo el juez tomando un gordo montón de documentos-, el trabajo se amontona porque, las dos niñas caprichosas que tengo por secretarias, no saben ir a tomar un café sin meterse en un lío.

Clara, sabedora de que el presente devenir no iba a hacer sino empeorar su futuro inmediato, permanecía callada.

-          Clara, súbete la falda, apoyada sobre mi mesa. Seis minutos tarde, por cinco azotes, serán treinta con la regla. Estoy muy decepcionado, así que, como te muevas, empiezo de cero, aunque ya lleves veinticinco.

-          Si, contestó la secretaria sabedora un futuro inevitable.

El juez se situó detrás de la bonita pelirroja que, tal y como se le había ordenado espera sumisamente la disciplina que estaba por venir. Vázquez contempló las marcas en el trasero de su subordinada, y, mentalmente, aceptó que semejantes marcas por una falta tan nimia eran sin duda exageradas.

El juez tanteó un par de veces la distancia antes de propinar el primer reglazo que aterrizó en la zona más redondeada de las nalgas de Clara, la cual, emitió un suave quejido. Si bien el juez trataba de evitar la zona más castigada, era evidente que todo el trasero tenía que estar gritando de dolor, así que, sus azotes iba a ser como lluvia sobre mojado.

-          Uno, gracias señor.

Ekaterina, presenciando la escena se retorcía, observando cómo, aun encima, la pobre Clara tenía que agradecer el castigo al hombre que la estaba azotando.

El juez continuó metódico, repartiendo los azotes por el trasero de la joven, que tras recibir el sexto azote en una zona particularmente dolorida, empezó a aullar tras cada chirlazo. Los reglazos se sucedían, con severidad, y tras cada uno, la regla se enterraba ligeramente en la carne, antes de que las ondas de vibración se propagaran como dolorosas ondas en un estanque, solo entonces, asegurado de que la madera no iba poder clavarse más en la delicada piel de su secretaria, el juez levantaba la mano y con él la severa regla.

Cuando el duodécimo azote hizo estallar de dolor su muslo izquierdo, Clara rompió la resistencia y comenzó a llorar como una desquiciada.

Ekaterina, rabiosa, observaba como su pobre amiga, se ahogaba en llanto mientras trataba de no romper la posición, y sufrir todavía un más severo castigo.





 

Tras veintiocho azotes, el culo de Clara presentaba ya un aspecto dantesco, con grandes círculos violetas en medio de un trasero y unos muslos completamente color carmesí, marcas púrpuras en los muslos mostraban bien a las claras donde la regla había repartido sus atenciones, y la pobre muchacha, luchaba por no ahogarse con su llanto y, al tiempo, agradecer al juez la necesaria disciplina que le estaba aplicando.

Como siempre, los dos últimos azotes guardaban algo especial, siempre necesario para asegurarse que incluso las damitas más testarudas se lo piensen dos veces antes de portarse mal. El juez con un hábil giro de muñeca atacó primero uno y luego el otro de los surcos del culo de Clara. Los golpes, en dirección ascendente aterrizaron de pleno en tan delicada piel que, hasta ahora había permanecido incólume.

La mujer notó como si alguien tratara de serrarle los glúteos con una sierra al rojo, las vibraciones del azote hicieron reverberar aquellas tonificadas medias lunas de carne mortificada. El alarido de Clara no dejaba lugar a las dudas, el efecto era el que el juez buscaba. A pesar de que la potencia del “swing” casí la hace ponerse de puntillas, el terror que sentía la hizo mantenerse firmemente, aumentando la resistencia, y por ende el dolor de los azotes.

El último azote, simétrico al anterior provocó que, asfixiada por las lágrimas, Clara soltara un alarido que acabó por quebrarle la voz.

El juez observó a Clara que, tras el último azote, luchaba por recobrar la respiración tanto como su aun intenso llanto le permitía. Tras un par de minutos, la varonil voz del juez interrumpió el coro de los gimoteos de su secretaria.

-          ¿Has aprendido la lección?

Clara, sin atreverse a romper la posición asentía con la cabeza.

-          Sí, señor. No voy a  volver a llegar tarde.

-          Mmmmmm…. Te creo… Ponte de rodillas, al rincón, mientras me encargo de Ekaterina, que no le va a resultar tan fácil como a ti…. Y manos a la cabeza, cómo te vea frotarte el culo, vuelves a la mesa.

Las palabras del juez hicieron que una sensación de cosquilleo funesto removiera el vientre de Clara.

-          Sí, señor….

El severo magistrado se giró a donde, en pie, Ekaterina había presenciado la ordalía de su amiga.

-          No…., - la chica movía la cabeza compulsivamente-, a mí no va a hacerme eso…. No quiero…. No puede….

El juez contó hasta tres mentalemente y calmadamente respondió a la chica.

-          Uno: no, efectivamente no voy a hacerte eso, tú no eres la primera vez que llegas tarde, y ya te lo dejé bien claro la última vez, te voy a calentar con mi cinturón, y por esta vez, voy a ser generosos, y por gritarme, sólo voy añadir diez azotes.

Dos: Ya sé que no quieres. He azotado a muchas chicas, muchas veces, y ese sentimiento es universal….

Tres: Claro que puedo, y te lo voy a demostrar.

Ekaterina, acorralada, aun no se daba por vencida.

-          No, no es justo, que por culpa de un imbécil ahora me tenga usted que romper el culo por una cosa en la que somos inocentes.

El juez tomó de nuevo el grueso montón de papeles.

-          Le recuerdo que, mientras usted no estaba aquí en su horario laboral, el trabajo suyo, no lo sacaba nadie adelante.

-          ¡Si yo fuera un chico, me diría que me quedara cinco minutos más del horario! ¡Y aun no creo ni que lo hiciera quedarse! Pero claro, solo soy una mujer, y una estúpida que sólo aprendo a golpes, ¿No? ¿Es eso?

Clara, desde su rincón observaba estupefacta la actitud de su amiga, ahora sí, desde luego, merecía que le pusieran el culo como un tomate.

El juez, volvió a respirar para no perder la calma.

-          Vas a dejar de decir memeces, o estás empeñada en seguir probando mi paciencia.

-          ¿Sabe que le digo? ¡Que se vaya al diablo!¡Usted y este trabajo!

Con un movimiento intempestivo, Ekaterina, tiró los papeles que se amontonaban encima de una de las mesas y con paso firme salió de la oficina dando un portazo tras ella.

Tras ella, dos pares de ojos, abiertos como platos, -uno de una jovencita arrodillada frente a un rincón y otros de un severo hombretón que como una curiosa estatua de sal permanecía paralizado en mitad de la estancia con una carpeta en la mano-, se contemplaban estupefactos.

De camino a la parada de autobús, Ekaterina se enjugaba las lágrimas cuando notó una vibración proveniente de su bolso. En el móvil un wasap de una amiga de las clases de Fitness, Jimena, que esa tarde la invitaba a quedar para ir de tiendas. Una carita sonriente fue la respuesta, sin duda, disiparse un poco le haría bien.