El joven y la profesora desobediente

  Con 31 años, pese a que las pecas de su cara le confirieran un aspecto más aniñado, haber ganado una plaza como catedrática de instituto e...

jueves, 29 de abril de 2021

Una pequeña explosión. (1/2)

 

 

 


Ekaterina bajaba los ojos ante la severa mirada del juez Vázquez que le recriminaba la explosión de furia que había tenido lugar en el día de ayer.

Ekaterina, - aunque con un dominio perfecto del español, lengua oficial en Isla Cane, tenía un marcado deje eslavo, no en vano, hacía apenas unos meses que se había mudado con su padre, un músico eminente, a la isla desde su Vorónezh natal -, solo pudo musitar una disculpa:

-          Lo siento, señor …

Ekaterina, o Katia como la llamaban sus allegados, estaba disfrutando del rato de descanso que le correspondía en su trabajo como secretaria del Juez de familia tomando un café en una de las cafeterías próximas al edificio de los juzgados. Como su establecimiento usual estaba cerrado por reformas, ella y  Clara, su compañera, habían acudido a otro que se encontraba próximo.

Clara consultó su pequeño reloj de pulsera y se limpió los labios con la servilleta.

-          Katiuska, vámonos, que casi se nos ha ido el tiempo y aún tenemos que volver.

-          Sí, esta semana ya me he ganado varios reglazos por tardona, y la próxima vez, el juez ya me avisó que no iba a ser tan generoso… que tocaría cinturón.

Las dos chicas se afanaban por poner los vasos de papel y demás restos en la bandeja, para tirarlos en la papelera que tenían junto a la mesa.

-          Sí…. y  a cinco azotes por minuto de retraso, no está la cosa como para jugársela.

-          De verdad, Clara… voy a acabar loca. Tengo miedo a todo. ¿Vosotras como podéis entenderlo?

Clara sonrió mientras tiraba los restos a la papelera y las dos amigas se dirigieron a paso apurado a la puerta del local por la que ya salía otra chica también con gesto apurado, hasta que una voz autoritaria las frenó en seco.

-          Señoritas… ¿Dónde se creen que van?

Las dos chicas se detuvieron y miraron al desabrido encargado del local que se dirigía a ellas.

-          ¿Qué ocurre?, - preguntó Clara sin entender nada de la situación.

-          Yo les diré que ocurre, dijo el encargado señalando a la mesa de las dos chicas en la que el azucarero aparecía volcado y vertía parte de su contenido sobre la superficie.

-          Ehhh… lo siento, nosotras nos levantamos y estaba todo bien…. Debió de ser la otra chica que salió justo delante de nosotras, con las prisas…. El bolso….

A pesar de su defensa, las dos funcionarias sabían que el panorama pintaba sombrío para sus traseros.

El hombre, abandonó su puesto detrás de la barra con una amenazante espátula metálica en la mano.

-          No se preocupen…. Ya les enseñaré yo a cuidar las cosas que usan.

-          No... errrrr, de verdad, señor, por favor, es que tenemos prisa, que ya llegamos tarde…

-          No es mi problema, haberlo pensado mejor antes de haberse comportado como dos vándalas.

El hombre tomó a las dos mujeres por sus brazos y las acompañó hasta la barra, donde les señaló los mullidos y anchos taburetes tapizados de piel roja.

-          De rodillas, en los taburetes, los codos sobre el mostrador.

Los traseros de las dos mujeres quedaron así vulnerables y expuestos, tan solo la tela de la falda, - por razones obvias, las funcionarias de Isla Cane, y en la práctica todas y cada una de las empresas de la isla aplicaban el mismo código, no tenían permitido acudir a trabajar con pantalones-, ofrecía un mínimo de protección a los dos traseros mantenidos en pompa.

La cara de las dos amigas estaba roja de rabia cuando el encargado, se encargó de “subir el telón”, y dejar al descubierto las nalgas, cubiertas ahora tan solo por las braguitas. El ser así expuestas, ante toda la concurrencia que, evidentemente, se había girado para ver qué estaba pasando, y el ir a recibir una paliza por algo tan injusto, hacía que las dos chicas se encontraran no solo humilladas, sino impotentes.

¡Crack! El primer espatulazo cayó sobre el centro de las nalgas de Katia que trató de contener el quejido que acudió a su garganta.

Tras este primero, el encargado cambió de objetivo, fijando la atención en el trasero de Clara.

Cuando volvió el turno de la hermosa rusa, una marca roja cuadrada con alargados óvalos de piel blanca en su interior, ya se había formado, dejando bien impresa la forma de la espátula en el trasero de Ekaterina. Un chirlazo igual de fuerte que el primero cayó en la otra nalga, haciendo que, incluso los vellos de la nuca de Katia se erizaran.





 

La azotaina prosiguió con el encargado alternando los objetivos de su potente bombardeo, de manera que, en cada impacto, la espátula se enterrara profundamente en la carne que recibía sus caricias. En el vigésimo palmetazo, las dos amigas luchaban por evitar el llanto abierto para privar a su injusto disciplinante de ese triunfo. Finalmente, tras haber recibido cada una veinticinco azotes, la tormenta de azotes cesó. Todo el trasero de las dos chicas ardía de dolor, y, la piel escarlata irradiaba calor haciéndeles sentir que estuvieran sentadas sobre la va fundida. El único consuelo era que, pese a haber recibido abundante fuego en trasero y muslos, la rigidez inherente a la espátula había mantenido a salvo la piel del surco infraglúteo, donde para desgracia de las spankees, la sensibilidad de la piel alcanza valores estúpidamente altos.

El hombre giraba la muñeca y estiraba los dedos de la mano con la que había sujetado el instrumento, y medio jadeaba del esfuerzo que había puesto en haber disciplinado a aquellas revoltosas. Aun pasaron cinco minutos de vergüenza en los cuales las dos chicas tuvieron que permanecer en la postura, con sus culetes bien tostados a la vista de todos los clientes del café, que, tras un silencio inicial, empezaban, para rubor de las dos, a comentar lo ocurrido entre ellos.

Finalmente el encargado, se dirigió a las amigas.

-          Venga ya podéis iros. A ver si esta noche, cuando se lo expliquen sus maridos acaban de entender que no se puede ir así por la vida.


 

Las amigas se atusaron las faldas y, tras haber puesto correctamente los taburetes, recogieron los bolsos y se dirigieron a los juzgados.

Nada más traspasar la puerta, Katia, se detuvo y comenzó a sollozar.

-          ¿Cómo coño podéis soportar esto? Y ahora, ¿Qué? ¿Hacemos como si no hubiera pasado nada? Ese puto imbécil nos ha tratado peor que animales y nadie ha dicho nada.

Clara, nacida y criada en Isla Cane, se sentía un poco abrumada por la reacción de Ekaterina, tan solo, se detuvo junto a ella y la abrazó.

-          Tranquila, cielo. Hemos tenido mala suerte. A veces pasa esto, pero es muy raro… Él creyó que…

El llanto de Ekaterina se recrudeció.

-          Y ni siquiera nos dejó explicarnos.

-          Cariño, estaba en su deber de corregirnos… no obstante ha sido un poco excesivo.

Katia miraba atónita a su amiga. La rusa cruzó sus brazos, y sin volver a dirigir la palabra a Clara que iba junto a ella, apuraron el paso hasta que llegaron a su oficina.

No tuvieron que acabar de entrar en su oficina cuando observaron que el juez Vaquez se encontraba en pie, apoyando la cadera contra el quicio de la puerta de su despacho que daba a la oficina que ocupaban las dos secretarias.

-          Espero, señoritas, que tengáis una razón muy, pero que muy buena.

Las chicas tragaron saliva.

-          Pues verá, estábamos tomando café y…

-          Sí, pero salimos pronto, interrumpió Katia a su amiga.

El juez arqueó una ceja…

-          ¿Y bien?

-          Pues una chica salió con prisas y con el bolso…

-          Sí y el azúcar, - fue esta vez Clara la que pisó la frase de Katia-,….

-          Ya está bien, parecéis niñas pequeñas, hablad de una en una.

Clara, como más antigua en la oficina, resopló unos segundos, y tras una breve meditación para ordenar su discurso y un largo suspiro contó al juez lo que había acontecido.

-          O sea, que llegáis tarde porque os ganasteis una disciplina, me temo que eso es entera responsabilidad vuestra.

Ekaterina temblaba de rabia.

-          ¡No!, gritó, no ha entendido nada. Nosotras no hicimos nada.

-          Señorita, en primer lugar no tolero que me grites, y en segundo lugar,- dijo el juez tomando un gordo montón de documentos-, el trabajo se amontona porque, las dos niñas caprichosas que tengo por secretarias, no saben ir a tomar un café sin meterse en un lío.

Clara, sabedora de que el presente devenir no iba a hacer sino empeorar su futuro inmediato, permanecía callada.

-          Clara, súbete la falda, apoyada sobre mi mesa. Seis minutos tarde, por cinco azotes, serán treinta con la regla. Estoy muy decepcionado, así que, como te muevas, empiezo de cero, aunque ya lleves veinticinco.

-          Si, contestó la secretaria sabedora un futuro inevitable.

El juez se situó detrás de la bonita pelirroja que, tal y como se le había ordenado espera sumisamente la disciplina que estaba por venir. Vázquez contempló las marcas en el trasero de su subordinada, y, mentalmente, aceptó que semejantes marcas por una falta tan nimia eran sin duda exageradas.

El juez tanteó un par de veces la distancia antes de propinar el primer reglazo que aterrizó en la zona más redondeada de las nalgas de Clara, la cual, emitió un suave quejido. Si bien el juez trataba de evitar la zona más castigada, era evidente que todo el trasero tenía que estar gritando de dolor, así que, sus azotes iba a ser como lluvia sobre mojado.

-          Uno, gracias señor.

Ekaterina, presenciando la escena se retorcía, observando cómo, aun encima, la pobre Clara tenía que agradecer el castigo al hombre que la estaba azotando.

El juez continuó metódico, repartiendo los azotes por el trasero de la joven, que tras recibir el sexto azote en una zona particularmente dolorida, empezó a aullar tras cada chirlazo. Los reglazos se sucedían, con severidad, y tras cada uno, la regla se enterraba ligeramente en la carne, antes de que las ondas de vibración se propagaran como dolorosas ondas en un estanque, solo entonces, asegurado de que la madera no iba poder clavarse más en la delicada piel de su secretaria, el juez levantaba la mano y con él la severa regla.

Cuando el duodécimo azote hizo estallar de dolor su muslo izquierdo, Clara rompió la resistencia y comenzó a llorar como una desquiciada.

Ekaterina, rabiosa, observaba como su pobre amiga, se ahogaba en llanto mientras trataba de no romper la posición, y sufrir todavía un más severo castigo.





 

Tras veintiocho azotes, el culo de Clara presentaba ya un aspecto dantesco, con grandes círculos violetas en medio de un trasero y unos muslos completamente color carmesí, marcas púrpuras en los muslos mostraban bien a las claras donde la regla había repartido sus atenciones, y la pobre muchacha, luchaba por no ahogarse con su llanto y, al tiempo, agradecer al juez la necesaria disciplina que le estaba aplicando.

Como siempre, los dos últimos azotes guardaban algo especial, siempre necesario para asegurarse que incluso las damitas más testarudas se lo piensen dos veces antes de portarse mal. El juez con un hábil giro de muñeca atacó primero uno y luego el otro de los surcos del culo de Clara. Los golpes, en dirección ascendente aterrizaron de pleno en tan delicada piel que, hasta ahora había permanecido incólume.

La mujer notó como si alguien tratara de serrarle los glúteos con una sierra al rojo, las vibraciones del azote hicieron reverberar aquellas tonificadas medias lunas de carne mortificada. El alarido de Clara no dejaba lugar a las dudas, el efecto era el que el juez buscaba. A pesar de que la potencia del “swing” casí la hace ponerse de puntillas, el terror que sentía la hizo mantenerse firmemente, aumentando la resistencia, y por ende el dolor de los azotes.

El último azote, simétrico al anterior provocó que, asfixiada por las lágrimas, Clara soltara un alarido que acabó por quebrarle la voz.

El juez observó a Clara que, tras el último azote, luchaba por recobrar la respiración tanto como su aun intenso llanto le permitía. Tras un par de minutos, la varonil voz del juez interrumpió el coro de los gimoteos de su secretaria.

-          ¿Has aprendido la lección?

Clara, sin atreverse a romper la posición asentía con la cabeza.

-          Sí, señor. No voy a  volver a llegar tarde.

-          Mmmmmm…. Te creo… Ponte de rodillas, al rincón, mientras me encargo de Ekaterina, que no le va a resultar tan fácil como a ti…. Y manos a la cabeza, cómo te vea frotarte el culo, vuelves a la mesa.

Las palabras del juez hicieron que una sensación de cosquilleo funesto removiera el vientre de Clara.

-          Sí, señor….

El severo magistrado se giró a donde, en pie, Ekaterina había presenciado la ordalía de su amiga.

-          No…., - la chica movía la cabeza compulsivamente-, a mí no va a hacerme eso…. No quiero…. No puede….

El juez contó hasta tres mentalemente y calmadamente respondió a la chica.

-          Uno: no, efectivamente no voy a hacerte eso, tú no eres la primera vez que llegas tarde, y ya te lo dejé bien claro la última vez, te voy a calentar con mi cinturón, y por esta vez, voy a ser generosos, y por gritarme, sólo voy añadir diez azotes.

Dos: Ya sé que no quieres. He azotado a muchas chicas, muchas veces, y ese sentimiento es universal….

Tres: Claro que puedo, y te lo voy a demostrar.

Ekaterina, acorralada, aun no se daba por vencida.

-          No, no es justo, que por culpa de un imbécil ahora me tenga usted que romper el culo por una cosa en la que somos inocentes.

El juez tomó de nuevo el grueso montón de papeles.

-          Le recuerdo que, mientras usted no estaba aquí en su horario laboral, el trabajo suyo, no lo sacaba nadie adelante.

-          ¡Si yo fuera un chico, me diría que me quedara cinco minutos más del horario! ¡Y aun no creo ni que lo hiciera quedarse! Pero claro, solo soy una mujer, y una estúpida que sólo aprendo a golpes, ¿No? ¿Es eso?

Clara, desde su rincón observaba estupefacta la actitud de su amiga, ahora sí, desde luego, merecía que le pusieran el culo como un tomate.

El juez, volvió a respirar para no perder la calma.

-          Vas a dejar de decir memeces, o estás empeñada en seguir probando mi paciencia.

-          ¿Sabe que le digo? ¡Que se vaya al diablo!¡Usted y este trabajo!

Con un movimiento intempestivo, Ekaterina, tiró los papeles que se amontonaban encima de una de las mesas y con paso firme salió de la oficina dando un portazo tras ella.

Tras ella, dos pares de ojos, abiertos como platos, -uno de una jovencita arrodillada frente a un rincón y otros de un severo hombretón que como una curiosa estatua de sal permanecía paralizado en mitad de la estancia con una carpeta en la mano-, se contemplaban estupefactos.

De camino a la parada de autobús, Ekaterina se enjugaba las lágrimas cuando notó una vibración proveniente de su bolso. En el móvil un wasap de una amiga de las clases de Fitness, Jimena, que esa tarde la invitaba a quedar para ir de tiendas. Una carita sonriente fue la respuesta, sin duda, disiparse un poco le haría bien.

 

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