El joven y la profesora desobediente

  Con 31 años, pese a que las pecas de su cara le confirieran un aspecto más aniñado, haber ganado una plaza como catedrática de instituto e...

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sábado, 19 de febrero de 2022

El Enclave. Las cadenas hacían mujeres libres. Dicotomía.

 


 

Sobre la cama de matrimonio y apenas iluminada por la luz que proyectaba una lamparita de noche apantallada con una camiseta, Alicia descansaba sobre su costado, recuperándose tras haber cabalgado a lomos de la pequeña muerte. Torpemente trataba, sin perder su cómoda postura, de taparse los pies con el edredón que apenas cubría una estrecha franja del colchón.

Arrodillado tras ella, un hombre atlético al que las canas aportaban cierto aspecto de intelectual , la besába en los hombros descubierto salvo por los delicados tirantes del corto camisón.

-“Anda, tápame los pies”, por el tono se percibía que ella finalmente se había cansado del torpe e infructuoso ballet de estos con la colcha que no había reportado ningún beneficio sustancial.

-“Qué pasa perezosa, ¿Que no puedes tú?”, contestó el hombre con sonrisa burlona.

Ella abrió un ojo.”Sabes que no, idiota”, al tiempo que bajaba sus manos tensando la corta cadena que enganchaba sus esposas a una de las múltiples anillas que tenía el cabecero de la cama.

En un súbito arranque de energía el hombre, subió el cobertor hasta las rodillas de su indolente compañera, y, con agilidad felina, la giró y se encaramó sobre ella, arrodillándose y manteniendo el pequeño abdomen de ella entre sus piernas.

-“Pues lo puedo hacer peor”, dijo el hombre entre risas tirando con su mano de la cadena que la sujetaba a la cama hasta hacer que sus manos quedaran sobre la almohada y mostrando sugerentemente las sedosas axilas.

-Forzada a abandonar la comodidad de la posición en la que descansaba, lo miró poniendo ojos de fingida indignación, “Abusón”.

Jaques no pudo evitar la carcajada cuando rodó hacia un lado quejándose teatralmente del bocado que su amante acababa de darle en el brazo.

- “¡Me has mordido!”

-”Pues claro, no puedo hacer otra cosa”, la naturalidad y cara de niña buena mientras respondía, buscaban, de manera indudable el mover a su contraparte a una réplica ingeniosa.

-”Me moriré.... ¡Convertido en zombie!”,la bobada de la noche fue el prolegómeno, antes de que una andanada de sus famosos “mordisquitos de la risa” se desatara sobre la delicada piel de las caderas de ella.

-“Que no, que no te mueres.... que te olvidas que soy médico”, Alicia apenas podía vocalizar entre las risa histérica que le estaban produciendo las cosquillas.

El hombre disfrutó unos instantes atormentando cariñosamente al cuerpo femenino que tenía, suave y calentito, bajo él. Finalmente, tras un instante, las chanzas de adolescente dieron paso a caricias y besos más serenos, era evidente que él trataba de enlazar con un momento de cierta solemnidad.

-“Alicia, mi sol, -un gruñidito de la mujer que estaba perdida en el sereno placer al que la trasladaban los besos en la nuca, fue toda señal de que él tenía su atención-, estoy preocupado por lo de mañana”.

Ella encendió la luz de la lámpara del techo y se incorporó.

-Tranquilo, no es la primera vez que salgo y, si has hecho bien las cosas esta noche, puede que sea la última, sabes que no se permite salir ni a gestantes ni a mamás.

Un casto beso en los labios y una caricia de sus manos esposadas en la mejilla fue lo último que vio antes de que ella apagara la luz y se girara para dormir.




 


Hacía frío y el olor a humedad y orines inundaba la oscura estancia en el que seis mujeres sucias y desnudas tiritaban tratando, pegando sus cuerpos, de conseguir algo de calor. Si hubieran tenido capacidad de habla, hubieran tratado de darse ánimos, pero, el lenguaje, era ajeno a ellas y su única forma de relación era el contacto físico y el balbuceo de algunas palabras aleatorias por parte de las más inteligentes de ellas. Si hubieran tenido conocimiento de la medida del tiempo, habrían reflexionado sobre las numerosas horas que llevaban encerradas a oscuras en aquella lóbrega mazmorra, pero era algo que tampoco tenían.

Eran mujeres tribales y lo único que tenían era hambre, frío y miedo, la única buena noticia, y solo relativa si fueran conscientes del color amoratado que habían adquirido sus extremidades, era que el dolor que producían en sus extremidades las crueles cuerdas que se clavaban en su carne había desaparecido dando paso a un hormigueo, incómodo pero más soportable.

Aunque incapaces de compartirlo entre ellas, todas se habían dado cuenta que ya no se oían los gritos, sacudidas y explosiones que las habían acompañado desde que los amos las encerraran en esa dependencia subterránea.

El tiempo permaneció detenido en las tinieblas en un marasmo sólo rasgado por los lamentos de las mujeres. No fue hasta que percibieron el rechinar de los gruesos goznes de las sucesivas puertas de acero que jalonaban el corredor de acceso a la sala cuando se acallaron los lastimeros quejidos de las desdichadas cautivas y el tiempo volvió a transcurrir. Las seis mujeres se agitaron entre el el deseo de que los amos las liberaran de su penosa situación y el temor que les profesaban sabedoras que su liberación supondría el inicio de una nueva ordalía.

Las esclavas se retorcieron en sus ataduras cuando, al abrirse la última puerta, unos haces de fulgurante luz blanca rasgaron las tinieblas cegando a las prisioneras cuyos ojos ya se habían aclimatado a la práctica oscuridad de la dependencia. Mientras sus pupilas se adaptaban a la claridad, algo, percibían,- estaba claro-, que no era como siempre, el sonido de las pisadas, el olor, las voces... No sonaban como los amos.


 

Cuando recuperaron la visión sus temores se confirmaron y, fueran quienes fueran, , aquellos extranjeros, no eran los amos.

El alférez Márquez, un gigantón de orígenes argentinos, fue el primero en entrar en la sala y alumbrar con su linterna táctica el desgarrador bodegón de carne y miseria que se mostraba ante él. Tras él , otros tres hombres entraron en la sala quedando mudos ante la visión dantesca de las seis desdichadas. Todos eran veteranos, pero había cosas a las que un habitante del Enclave, jamás se acababa de acostumbrar.

Las seis mujeres, acostumbradas a hacer del temor y el castigo su vida cotidiana, estaban más atemorizadas de lo que nunca habían estado en todas sus vidas y eso, desgraciadamente, era mucho decir. Incapaces de huir y ni siquiera de rogar por perdón, o clemencia, la fisiólogia acabó abriéndose paso y la más joven del grupo, que no contaría más de quince primaveras notó como, procedente de su compañera, un maloliente reguero de viscosidad marrón se escurría por su muslo. El cabo Kowalsky amagó con vomitar.

“Siempre era lo mismo, -pensó Márquez-, Pingüino, por favor, ve y avisa que hemos encontrado lo que buscábamos”. El rubicundo cabo se cuadró, y, sin quitarse la mano de la boca, se esfumó a cumplir la orden de su oficial.

A los pocos minutos otras cuatro figuras uniformadas y con cascos de combate, hicieron su entrada en la tétrica catacumba de hormigón, dos de los recién llegados eran enormes, y flanqueaban a dos soldados que, al contrario, destacaban por su escasa estatura relativa.

Nada más entrar en la sala, se hizo evidente para las estupefactas prisioneras, por la expresión corporal de los militares más altos, que los recien llegados tomaban las riendas de la situación, entendieron que, seguramente, serían los jefes. Finalmente, cuando los desconocidos de menor estatura se aproximaron al grupo de aterrorizadas mujeres tribales el temor de estas dio paso a la estupefacción, cuando, al agacharse, se quitaron los cascos y una larga trenza y una coleta se hicieron visibles. Era mujeres, y, para su asombro, estaban vestidas, como los amos. Las pobres, en toda su vida, jamás habían visto nada igual.

Mientras la desconocida que parecía tener más soltura se enganchaba el casco a un mosquetón que llevaba en el chaleco antibalas, las prisioneras repararon en que, las dos mujeres que se mostraban ante ellas también se encontraban sometidas a restricciones, si bien los bruñidos grilletes que unían las muñecas con el cuello de las extranjeras se veían que, aunque de una factura de calidad, estaban tan diseñados para resultar seguros como para la comodidad de las portadoras. Desde luego, pensaron, les gustaría tener de esos en vez de las ásperas y finas cuerdas de cáñamo que se clavaban en la piel hasta quedar esta, a veces, en carne viva.

La mujer de la trenza, aun en cuclillas, giró la cabeza hacia Márquez: “Miguel, por favor, manda a alguien que mire bien esta pocilga, por si hubiera alguna entrada, u otras chicas, o algo. No quiero sustos”.

El alférez miró a su sargento y este sólo tuvo que designar al binomio. Todos los presentes habían oído a la mujer y no hizo falta que el suboficial repitiera las órdenes. La comandante era médico en el hospital militar de Punta Esperanza, y, tras haber devuelto a la vida a muchos compañeros “rotos”, el alférez Márquez y el resto de componentes de la Unidad de Reconocimiento tenían auténtica devoción por la, -“su”-, doctora.

Solo tras el advenimiento de la Democracia al Enclave, se había autorizado a las chicas a acceder al Cuerpo de Sanidad de las Fuerzas Armadas. Aunque apenas tenían cinco años en el cuerpo, la mujeres se habían hecho acreedoras de un merecidísmo prestigio. Al contrario que sus compañeros varones, los cuales eran, además, muchos menos en esta rama militar, las féminas no servían como oficiales médicos o enfermeros en las unidades, sino que sólo servían en los hospitales militares dentro del Enclave. Al estar destinadas en servicios donde se podían permitir no sólo el estudio, sino también la investigación, a parte de servir de colector de los casos y heridos más graves, normalmente su cualificación técnica era muy superior a la de sus compañeros hombres de primera línea, y no era raro que, en sus guardias tuvieran que atender llamadas de radio pidiendo asesoramiento desde los hospitales de campaña.


 

No fue necesario que tuvieran conocimiento de la enorme cualificación médica de la comandante para causar auténtico pasmo a las mujeres tribales, ni tampoco fue el hecho de que, desde hacía unos meses estas eran en turno rotatorio las únicas mujeres que podían abandonar el Enclave para servir en operaciones como la que estaba teniendo lugar. Para las cautivas, lo que les ocasionaba auténtico asombro es que ella, esa mujer, hablaba como los amos, y aun más que, tras hablar, los amos desconocidos no sólo no se habían reído y le habían pegado, como les pasaba a ellas si alguna era sorprendida repitiendo alguna palabra de la que probablemente desconociera el significado, sino que habían hecho cosas que , seguramente, les había indicado, en definitiva, como si ella, en realidad, también fuera un amo.

La mujer de la trenza se giró hacia su compañera, “Raquel, vamos a ver como están, ya veremos si pueden salir caminando”.

-“Sé que no me entendéis, soy la comandante Alicia Hsu, y ella la Teniente Raquel Rusu. Os vamos a echar un vistazo”, aunque sabía que no la entendían, -los tribales hablaban una versión muy degenerada del ruso del Antiguo Mundo que normalmente se hablaba en Punta Esperanza-, Alicia trató de poner su cara de mayor serenidad.

Su compañera, era una joven doctora, licenciada hacía apenas dieciocho meses y jamás se había subido en un helicóptero. En realidad nunca había salido del Enclave. Raquel era arquetipo de la “niña del Enclave” y como tal nunca había vivido muchas peripecias. En Punta Esperanza, la vida de las chicas era cómoda, segura y plácida, - podría decirse que toda la esencia del pequeño estado giraba en torno a asegurar la seguridad de las mujeres, desde las cadenas que las mantenían tan seguras hasta el sistema social-, aunque, en ocasiones, no demasiado excitante. Ella, en puridad nunca se había alejado más de casa de sus padres que los 700 metros que separaban esta del pequeño apartamento que tenía en uno de los mejores edificios para jóvenes solteras de Punta Esperanza. Podría decirse que, en cierto modo, era la que mejor entendía lo que podía estar pasando por la cabeza de las pobres mujeres que ella y su compañera se afanaban en atender. Podría decirse que lo que estaba sucediendo era tan nuevo para ella como para las desdichadas que tenían delante.

-”Madre mía, mira, chica, fíjate en como tienen los brazos”.

Raquel miró hacia los brazos extremadamente delgados de una chica de ojos asustados y el pelo corto y enmarañado típico de las esclavas tribales.

-”¡Dios bendito! Un rato más y hablamos de isquemia”

-”Estos hijos de puta son incapaces de fabricar restricciones como las nuestras, y las atan con las muñecas cruzadas, luego les atan los codos, -Alicia, señalaba el diseño de las ligaduras de las chicas-, aunque con las muñecas cruzadas nunca pueden llegar a juntar los codos como nosotras con nuestras restricciones, esto pone muchísima presión sobre los brazos, sobretodo por que siempre usan cuerdas muy finas, buscan que les duela, para que no luchen”.

Raquel que como todas las chicas del Enclave era muy pudorosa con los exabruptos, había entendido el porqué del de su Cicerone tras oír la explicación, y, reconoció, su comandante tenía razón.

- “Hijos de puta”...

Una tras otra las seis mujeres fueron examinadas por las médicos, las cuales, a su vez cortaban las cuerdas que inmovilizaban a las seis mujeres. Una vez cortadas las cuerdas las chicas experimentaban un alivio inmediato en la tensión sobre sus hombros y espaldas que se veía con la distensión de las muecas de dolor en la cara.

-”No te fies Raquel, dijo Alicia sin que la conversación la distrajera del trabajo, no sabemos como van a reaccionar, tenemos que ser rápidas, en nada les va a empezar un hormigueo y poco después, cuando la sangre empiece de nuevo a fluir por los brazos, van a sentir punzadas muy dolorosas, ayúdame”.

Las dos doctoras, tras reconocer a cada mujer sustituían las crueles sujeciones tribales por los grilletes básicos del Enclave ya que, no nunca se podía saber la reacción que podían tener estas mujeres al verse libres. Aunque el brillante acero del“8” irlandés mantenía las muñecas completamente pegadas e inmovilizadas a la espalda y las esposas en los codos mantenían los brazos prácticamente soldados e inermes, las recién liberadas mujeres tribales notaron que, por primera vez, sus cadenas no dolían. Al contrario que las cuerdas y las toscas cadenas que ellas conocían, los grilletes de las extranjeras no se clavaban en la carne. Eran restrictivos e insoslayables, pero indoloros. Se veía que su diseño y acabado buscaban la inmovilidad de su portadora, no su castigo, ni siquiera cuando, como comprobaron, se trataba de luchar contra ellos. A lo largo de la historia del Enclave los grilletes habían evolucionado hasta la casi perfección, no importaba lo que se luchara contra ellos, el acero siempre prevalecía, firme, seguro e incólume, pero nunca, -o rara vez-, dejaría rozaduras graves en la piel. Su comodidad parecía a alguna de las mujeres más insumisas casi un gesto de prepotencia de sus diseñadores, sabiendo que, incluso permitiendo estas luchas, la seguridad de sus aceros era muy superiore a cualquiera de los intentos que una chica, incluso la más peleona, pudiera realizar.





 

Tras revisar medicamente a sus extrañas pacientes, Alicia dio el visto bueno para que las mujeres recientemente liberadas pudieran ser ya evacuadas en dirección al Enclave. Como les habían explicado en e la reunión previo a la misión, no interesaba retrasar más el abandono de la zona del combate por una poderosa razón: a pesar de que en el arte de la guerra las fuerzas del Enclave eran posiblemente las mejores del mundo, no convenía pasar por alto que los tribales eran muchos más y que, aunque la mayor parte del tiempo se lo pasaban depredándose unas tribus a otras, últimamente era cada vez más habitual que se agruparan en confederaciones temporales constituyendo las llamadas hordas, que, en más de una ocasión, habían puesto en jaque a las fuerzas de Punta Esperanza. No era descabellado que una posible fuerza de auxilio, tal vez de gran entidad, se estuviera ya dirigiendo hacia donde se erigían los restos del campamento atacado, por lo que la velocidad era primordial en estas operaciones.

Antes de ser extraídas de su mazmorra los hombres del alférez Marquez vendaron los ojos de las cautivas a las que dirigieron hacia la improvisada zona de aterrizaje de helicópteros en el centro del devastado pueblo bárbaro. Los cadáveres de los guerreros tribales permanecían en las calles, -las bajas propias ya habían sido evacuadas en el constante ir y venir de helicópteros-, y Raquel entendió por que era buena idea el haber tapado los ojos a las mujeres que la seguían a ella y a Alicia en dirección al mastodóntico MIL-8 que las llevaría hasta Punta Esperanza.

Con una deferencia que se les antojaba extraña, la silenciosa procesión de mujeres fueron acomodadas en uno de los bancos de lona que recorría el lateral del gran helicóptero. Las dos médicos se sentaron frente a ellas. Una escuadra al mando de un cabo en labores de custodia completaba el pasaje del pájaro de metal.

Con destreza el piloto varió el colectivo y, con un aumento del ruido y las vibraciones, que no sólo aterrorizó a las ex-cautivas aunque fueran quienes más lo escenificasen, el helicóptero se elevó poniendo rumbo al Enclave finalizando la Operación Delta Echo 23.

Raquel contemplaba las ruinas jalonadas de vehículos de combate humeantes de lo que hasta esa mañana había sido uno de los centros de trata de mujeres más importantes entre los bárbaros de la región, recapacitaba que de la 23 misiones Delta Echo esta había sido la primera para ella.

El nombre Delta Echo había sido el elegido para estas operaciones no sin cierta guasa. La denominación venía por el discurso de la Primera Ministra del Enclave, Natalia Gagarina, defendiendo la necesidad de iniciar este tipo de incursiones ya que “El Enclave tenía el Deber Ético de rescatar de la barbarie a esas mujeres y el Deber Estratégico de privar de vientres a los reinos tribales con los que perpetuar su tiranía del dolor”. Esa misma tarde algún oficial de Estado Mayor particularmente zumbón o bajo los efectos de alguna copa propuso que Delta Echo sería un buen nombre, que seguro que a la primera ministra le gustaba, que, al fin y al cabo, dijo, el discurso había sido suyo.

Siendo la primera jefa de gobierno tras la llegada de la democracia, Gagarina, del partido tradicionalista, se había esforzado por reforzar la faceta femenina en ciertos campos, y dada la naturaleza de las misiones, insistió desde el primer momento en que estas misiones debían de contar con mujeres del Cuerpo de Sanidad. Aunque su decisión le valió numerosas críticas, las mujeres no podían, por ley, bajo ninguna circunstancia abandonar el Enclave, ( hasta ella misma delegaba en emisarios las ocasionales visitas a otros núcleos de civilización), se había visto que su orden de contar con presencia femenina había sido muy útil.



 

Las luces del Enclave sacaron a Alicia de la introspección en la que llevaba casi desde el momento del despegue. Como veterana, sabía que su trabajo aún no había terminado. La primera parada sería en el hospital, donde tendría que pasar aun unas horas de frenética actividad antes de poder regresar a casa a descansar.

Hacía un par de horas que el helicóptero había aterrizado, y ya era la hora de la cena cuando la veterana comandante vio que la tensión del día le estaba pasando factura a su joven compañera.

-“Raquelona... ¿Estás ahí?, le dijo Alicia tras el tercer intento de explicarle como se rellenaba determinado formulario, a su inusualmente espesa compañera.

-”Sí, perdona, creo que necesito un café”.

-”No, necesitas irte a casa. Pírate, termino yo, no hay nada que no te pueda explicar mañana”

Raquel miró a su compañera como si no acabara de creerse la oferta. Alicia captó la expresión.

-Que sí, que te largues, además, para mi, seguramente sea la última vez.

Raquel sabía que su jefa y compañera estaba buscando quedarse embarazada, por lo que entendió el significado del para otros oñidos críptico comentario. En ese momento la hasta entonces velada sonrisa de la joven médico floreció iluminándole la cara.

-Eres la mejor. Gracias.

Llovía ligeramente y ya había oscurecido cuando, tras bajarse del bus, Raquel entraba en el portal de su edificio.

Como todos los edificios destinados a mujeres solteras, en la planta baja nada más entrar se encontraba el cuarto de “Asistencia”. Estas dependencias eran unas oficinas bastante amplias donde las “asistentes” trabajaban en turnos, dando servicio a lo largo de las 24 horas. Estas mujeres se encargaban de toda la gestión de las necesidades del edificio y eran las responsables de que las residentes no salieran a la calle sin que sus grilletes fueran debidamente comprobados. Esa noche estaba de guardia Rosita, una simpática morena de hermosos rasgos amerindios.


 

Al verla entrar, le dedicó la mejor de sus sonrisas y la saludó con la mano. Como era habitual en las mujeres que se encontraban en su jornada laboral, Rosita se encontraba unicamente restringida con el típico cinturón de acero al que se estaban unidas las esposas de las muñecas con una cadena que le confería una libertad que, sin ponerla en peligro, le permitiera chequear las cadenas de las otras chicas e, incluso, ayudarlas con alguna prenda de ropa que, por vivir solas o por portar unos restricciones muy severas, no se pudieran colocar o abrochar solas.

-”Hola, cielo, le iba a preguntar por su aventura, -era evidente que un mujer abandonando el Enclave era todo un trending topic para el cotilleo-, pero se le ve cansada.... Le voy a dar una alegría, tiene a su “galán” en la casa, llegó sobre las siete”.

Los ojos de la joven brillaron cuando Rosita le dio la noticia. Diego y ella se conocían desde que eran unos críos. Su relación pasó de amistad a noviazgo de forma natural, sin necesidad de que ninguno dijera nada. Se amaban y aunque lo habían pensado, estaban tan cómodos el uno con el otro, que todavía no se habían decidido a pasar por el altar, pese a que ambas familias les encantaría recibir esa nueva.

Cuando el sensor de la puerta del apartamento detectó el colgante magnético de Raquel, esta se abrió automáticamente, - una sutileza muy útil cuando los brazos de la propietaria se encontraban, como era el caso, inmovilizados a la espalda por sendos pares de esposas en muñecas y codos-, permitiendo a la joven doctora entrar a su vivienda.

La suave luz ambiental y la tenue música le indicaron que alguien había estado preparando su llegada. Al oírla entrar, un hombre joven y sonrisa de enamorado salió de la cocina al encuentro de la recién llegada sujetando sendas copas de champagne. Raquel quiso decir algo, pero él fue más rápido, sin darle dio opción , apoyó las copas en el sobrio mueble del recibidor y la besó.

Mientras Diego la apretaba contra su pecho, Raquel disfrutó de la tranquilizadora seguridad que le brindaba sentirse cautiva del familiar acero que la inmovilizaba, de encontarse en la paz de su hogar y con el hombre al que amaba desde que era cría y, por primera vez ese día, se sintió a gusto. 



 

-”Vaya carita tienes... ¿Cansada?”

-“Mucho”, fue la lacónica respuesta de ella, que no escatimó afectación poniendo morritos de disgusto.

-”¿Vas a querer ducharte? ¿Cenar? ¿Ir a dormir?”

-”No, ya me duché en el hospi. Quiero cenar... y luego...

-”¿Y luego?” A Diego se le dibujó esa medio sonrisa pícara que a ella tanto le gustaba.

Raquel pegó la cara a la de su hombre y le susurró un casi inaudible deseo al oído: “Quiero que me encadenes. Como nunca. Quiero no poder ni arquear una ceja.” Raquel había cambiado el ritmo de respiración y se mordía el labio inferior con cierta excitación, como todas las mujeres del enclave sabía el vendaval que podían desatar en sus hombres con ese tipo de bravatas.

-”Suena bien,- dijo Diego rodeando a su chica y cogiéndole las manos que permanecían inmovilizadas por debajo de su cintura-. ¿Y luego?”

-”Pues luego pienso abrazarte hasta que nos quedemos dormidos”.

El joven lo miró extrañado, “Mmmmm, no me cuadra...”

-”El qué”, era evidente, por la entonación, que Raquel se estaba haciendo la boba.

-“Que si te encadeno como me pides, y ten por seguro que pienso hacerlo, - un golpecito con el dedo en la nariz de ella sirvió para darle rango de ley a sus intenciones-, no creo que vayas a poder abrazarme mucho”.

Raquel se ruborizó y bajó la mirada, “Soy una mujer, no necesito los brazos para abrazar como al hombre que amo. ”.


 

Sin duda había sido una de las declaraciones más bonitas que nunca había escuchado, y, Diego, se quebró; entonces fue él quien la abrazó con su brazos, -él solo era un hombre-, la estrechó contra su pecho, tan fuerte que pareciera que los corazones de ambos quisieran besarse.

jueves, 29 de abril de 2021

Programa de protección de testigos. (2/3)

 


Un sendero de losas de granito pavimentaba el corto sendero que, a través del jardín, conectaba la casa con la zona de la piscina.

En aquella tarde de verano el agua se empeñaba en bailar con Lorenzo creando con esa danza una infinidad de destellos azules que refulgían como brillantes abanicos. Verdaderamente, todo en aquella casa era grande y magnificente: la cuba, el área de recreo con tumbonas, la vegetación, las esculturas y el gran número de parasoles que rodeaban la zona de baño verdaderamente estaban diseñadas para acoger a bastantes más que las cuatro personas que procedían a acomodarse.

Las dos testigos ataviadas con pamelas y gafas de sol, y abundantemente embadurnadas de crema solar por Patricia antes de salir de la casa, señalaron ansiosas con la cabeza hacia las tumbonas que se encontraban entremedias del sol y la sombra que proyectaba una palmera.

-          Parece que tienen ganas, - dijo Patricia.

Los agentes colocaron a las muchachas sobre las ostentosas tumbonas y, la seguridad ante todo, procedieron a inmovilizarlas de manera que no pudieran suponer un riesgo, ni hacia ellas ni hacia el programa.

Aisha, que en vano trataba de encontrar una posición medio cómoda para sus brazos, fue engrilletada por un tobillo a una recia argolla de acero firmemente cementada en el suelo y que, por si misma era suficiente para mantener a cualquier chica dentro de la longitud de la cadena que allí se anclara.

Como el lector ya está familiarizado con el distinto protocolo que se aplica a una y a otra testigo, las restricciones aplicadas a Martina fueron igualmente seguras pero, de lejos, mucho menos amables. Carlos la ayudó a tumbarse en la mullida colchoneta e, inmediatamente, procedió a atar sus tobillos al fuerte armazón metálico de los reposabrazos.

Con esa posición la muchacha quedaba tumbada sobre la silla con las rodillas dobladas y los tobillos echados hacia atrás, firmemente atados a cada lado de la silla. Junto con la tensión que la forzada posición provocaba en sus músculos y tendones, lo peor, sin duda, era, que al estar tan fija en la postura, no podía tratar de ladearse como hacía Aisha, y no tenía manera de evitar que todo su peso aplastara el metal que le aprisionaba los brazos, provocando algo más que incomodidad en sus extremidades y espalda.

Solo cuando las dos chicas estuvieron acomodadas con todas las garantías de seguridad, Patricia abrió los pequeños candados que cerraban los zapatos de las dos cautivas. Las dos muchachas gimieron de placer cuando pudieron estirar sus pies, sometidos desde primera hora de la mañana a un elegante pero brutal arqueamiento.

El firme bondage y del incipiente dolor que empezaban a sentir en sus miembros no evitaba que, las dos chicas, estuvieran contentas de poder disfrutar de un rato de esparcimiento al aire libre ya que, sin estos paréntesis, los días,- a pesar de contar en sus habitaciones con pantallas gigantes en varios lugares, lo que era útil pues podían visionarse independientemente de la postura en la que una estuviera inmovilizada, en las que podían ver películas, series o leer libros-, se hacían eternos.

Martina, desde su posición, observó a Carlos que desabrochándose la camisa se sentaba en una mesa situada bajo la sombra de unos árboles. Las gafas de sol le permitían no tener reparos en disfrutar de aquel musculado torso que presentaba varias cicatrices que, lejos de afearlo, lo embellecían resaltando su autoritaria masculinidad. Mientras lo miraba, se imaginaba que, así atada, con los muslos separados, no tendría ninguna defensa si aquel hombre hubiera deseado tenerla. La chica de pelo castaño cerró los ojos y noto cómo unas perlas de humedad se deslizaban en su vientre. No era sudor.

Mientras Carlos continuaba sumergido en la lectura de su libro ajeno al escrutinio de la calenturienta joven, su compañera Patricia se había percatado que, la cautiva, creyéndose segura tras sus gafas tintadas, no quitaba ojo de su hercúleo compañero. Más tarde, se dijo, se iba a encargar de que la descarada recibiera un mensaje, bien clarito.

El tiempo de esparcimiento pasaba de forma agradable para los dos agentes que disfrutaban de un bien merecido lapso de relax en el extenuante trabajo de proteger a las dos testigos, pero, transcurridas casi dos horas un incesante coro de quejidos acabaron por arrancarlos de su “dolce far niente”.

Martina, había tratado de aguantar lo máximo posible, pero, los tirones en sus músculos, estaban mandando claras señales  a su cerebro. Sus piernas, abiertas y dobladas al límite de sus posibilidades le dolían como si estuvieran a punto de arrancárselas, y los grilletes “bagno” no solo mordían con fiereza la carne de sus brazos si no que, dada la postura, se le clavaban en la espalda, y tras haber tratado de variar la posición a fin de repartir el castigo, ya no había un milímetro de su espalda que no aullara de dolor. Su vientre ardía tras haber recibido las caricias del Sol por más de una hora y, como guinda a su disconfort, la sed, la devoraba. La mordaza de aro que atenazaba sus mandíbulas se había convertido en una máquina de hacerla salivar, y su barbilla y escote eran una catarata de baba que discurría hasta colmar graciosamente su ombligo, el cual rebosaba un hilillo que continuaba hasta que, poco a poco humedecía el elástico de la braguita de su biquini azul de motivos étnicos.

Temiendo que sus protestas pudieran hacerles perder el privilegio del ansiado baño en la piscina, los gemidos de Martina comenzaron tímidos, casi inaudibles, pero tras ver que ni tan siquiera lograban que los dos agentes levantaran la vista de sus lecturas, el sonido fue in crescendo. Aisha, pese a que disponía de mucha mayor libertad y podía girarse, ladearse e incluso ponerse en pie, se unió a la coral de lamentos, y tras unos minutos, finalmente, los dos custodios se decidieron a dedicarles la atención que reclamaban.

Patricia, que muchas veces como mujer se solidarizaba con las testigos, – a menudo se preguntaba cómo era posible que el programa hubiera sido diseñado y estuviera supervisado por mujeres-, fue la primera en dedicar una mirada más atenta a las dos chicas que se agitaban en sus tumbonas.

-          Creo que es hora de cumplir con lo prometido, han estado tranquilas, parece que no van a necesitar las mordazas… por un rato.

La agente se levantó y avanzó hacia las chicas, se paseó lenta, segura, haciendo oscilar sus caderas delante de su compañero, en un movimiento que, las dos mujeres que permanecían en un estricto bondage juzgaron como exagerado y un tanto exhibicionista, como mujeres, se dieron cuenta que la hermosa Patricia estaba marcando territorio. Con movimientos de experta, desabrochó las mordazas, y primero Martina y luego Aisha, pudieron por fin, tras un breve forcejeo con los calambres que provenían de los músculos que habían sido forzados, cerrar sus labios.

Patricia sabía por experiencia propia la cantidad de líquidos puede perder una chica salivando con la mordaza de anillo, especialmente bajo el sol y en una tarde tan calurosa como aquella de verano, así que, sacando dos refrescos de la nevera con hielos que Carlos había llevado se los ofreció a las muchachas que, bebieron sin dilación a través de sendas pajitas.

-          Gracias, estaba seca, dijo Martina resoplando de alivio… Ay, Dios… tengo la tripa ardiendo.

-          Jobá, estaba echando de menos la bola del demonio, añadió Aisha que recuperaba la respiración después de haber bebido el contenido de la lata de un sorbo.

Carlos cerró el libro y lo apoyó en la mesita que tenía junto a su silla, y se acercó hacia donde las chicas habían hecho su particular corrillo.

-          ¿Listas para un baño?

A las dos muchachas se les iluminaron los ojos ante la posibilidad de, en unos minutos, poder estar nadando libres en esas aguas que con sus reflejos llevaban seduciéndolas toda la tarde, y asintieron al unísono: “¡Sí!”.

Por desgracia para ellas, la seguridad del programa, no iba a permitir que sus felices augurios se cumplieran… al menos por completo.

Aisha, fue liberada del grillete del tobillo, y acompañada hasta las amplias escaleras de azulejos esmaltados que, de forma señorial con varios escalones se iban introduciendo en la apetecible agua de la piscina. Carlos estaba junto a ella cuando se detuvieron en el primer escalón, con el agua cubriéndoles los tobillos. Martina vio, desde su tumbona en la que permanecía inmovilizada, como Patricia se acercó a ellos portando un gran aro salvavidas de franjas blancas y naranjas. La agente deslizó el rígido flotador, sosteniéndolo inclinado, hasta que este  se situó por la parte delantera justo por arriba de los pechos de la joven, y en su espalda en la zona lumbar, quedando entre espalda y de los brazos de la joven que, permanecían firmemente asegurados por los dos pares de esposas en muñecas y codos.

-          Pero… ¿Qué estáis haciendo?, ¿Cómo voy a poder nadar con esto?

-          ¿Que qué hacemos? Pues velar por tu seguridad, - dijo Patricia-, y, como sois… que entendéis lo que os interesa… aquí nadie dijo que fuerais a nadar, si no, daros un baño. Y si no quieres, pues de vuelta a la tumbona….

Aisha se sintió indefensa y derrotada de antemano.

-          Vaaaaale. Pero no es justo… no somos terroristas ¿Sabéis?

-          Por eso nos tenéis aquí, protegiéndoos y evitando que nada malo os pase,- terció Carlos- si no, estaríais en prisión, y créeme, allí no ibais a tener el régimen de comodidades que tenéis aquí.

Las dos chicas, temerosas de que incluso el muy cercenado privilegio del baño peligrara, no iniciaron una discusión, pero, verdaderamente se preguntaban de qué comodidades estaba hablando el agente. Desde hacía quince días habían sido sometidas a un estricto bondage, y el más nimio desliz en el cumplimiento de cualquiera de las normas y protocolos había sido castigado con severidad, con más tiempo de restricción, mayores mordazas o posturas más extenuantes…. Difícilmente podrían imaginarse el régimen de las prisiones…

Patricia sujetaba en posición el salvavidas, mientras poquito a poco Aisha iba introduciéndose en el agua descendiendo escalón a escalón. Sin duda, en otras circunstancias, le hubiera gustado disfrutar de una aclimatación más progresiva, y disfrutar de la escalera flanqueada de estatuas, fuentes y flores, parándose, e incluso sentándose en los escalones, pero, al final, la realidad mandaba, y su amiga Martina, esperaba su turno inmovilizada en un exigente predicamento, así que decidió no demorar el proceso. Cuando el agua les llegaba por el vientre, los dos agentes ayudaron a la cautiva a echarse a flotar. Aisha quedó a flote, apoyada sobre el flotador, el cual, tercamente quería deslizarse hasta quedar apoyado en el cuello de la muchacha. Afortunadamente (¿?), los dos guardianes no era la primera vez que realizaban esta acción y un último refinamiento de seguridad iba a evitar esa incomodidad. Una vez a flote, Carlos dobló una de las rodillas de la chica atando ese tobillo al aro salvavidas y, con otra cuerda, ató las esposas que aseguraban los codos de la muchacha al mismo punto del aro donde se fijaba el tobillo de Aisha.

Así, la joven, podía con total seguridad deambular por la piscina impulsada por la pierna que permanecía libre, mientras que, el aro firmemente amarrado se mantenía a la altura sin deslizarse hacia el cuello.

Martina, desde su lugar, no pudo menos que maravillarse de lo ingenioso del sistema que permitía a las chicas disfrutar de la piscina mientras permanecían genuinamente seguras y sometidas a un restringente bondage. Un detalle que le pareció gracioso fue que, los brazos de su amiga, sobresalían por encima del flotador al que estaban amarrados, y al estar inclinados hacia atrás por efecto de las restricciones, le daban a Aisha un aire de tiburón bastante cómico.


 

Aisha dio sus primeras patadas y vio cómo, a pesar de lo estricto de la posición, esta resultaba relativamente cómoda, y salvo la incomodidad de ir perdiendo sensibilidad en sus manos por encontrase elevadas e inmovilizadas, la posición era relativamente confortable, a pesar de que mantener un movimiento fluido estaba suponiendo un pequeño desafío para ella. Por primera vez desde que había entrado en el programa se sorprendió a si misma disfrutando de su indefensión, de tener a dos expertos agentes velando por ella y de tener que afrontar los pequeños desafíos que suponían para ella su nueva vida con la movilidad cercenada.

Los dos agentes se cercioraron con una última mirada de que su sirena no tenía ningún problema y salieron de la piscina dispuestos a cumplir su promesa con Martina que, impaciente como una niña a la que tocara su turno de sentarse sobre el regazo del Rey Mago para pedir sus regalos, aguardaba su turno de abandonar su tumbona, convertida en cruel potro de tortura.

Patricia desató los tobillos de la chica que pudo relajar sus piernas y rodillas que, abiertas y flexionadas, la habían obligado a mantener la indecorosa posición de una suerte de horcajadas sobre la silla de piscina. Martina se incorporó, a fin de lograr que metal de sus grilletes dejara de clavarse en la carne de su espalda, la cual, al igual que sus piernas, agraviadas por el severo tratamiento que habían recibido, rabiaba de dolor.

Mientras esto sucedía, Carlos se acercaba con una rígida colchoneta de plástico duro la cual presentaba una argolla metálica en cada esquina, cuando Martina se dio cuenta de los planes que habían reservado para ella, el alivio de verse liberada de su ordalía,  dio paso a cierta indignación.

-          No, no, no – giraba la cabeza enérgicamente para enfatizar su negativa-, no podéis encadenarme a eso.

-          O sí, señorita, y eso es lo que va a pasar. Es lo más seguro para todos, Carlos mantenía un tono de suave firmeza en su masculina voz.

-          No, me niego.

-          ¿De verdad?- dijo Patricia con una sonrisa socarrona-, ¿Prefieres seguir en la silla?

-          No, pero… no… eso no, Martina estaba a punto del pucherito- me he portado bien, no os he dado ningún problema, e insistís en tratarme como a Anibal Lecter.

Carlos se puso serio.

-         - Martina, para ti es difícil, y lo sabemos, pero, la primera obligación nuestra es mantenerte segura, a ti y a nosotros. Y la primera regla, es que, para cumplir esta obligación, no nos podemos fiar de nadie, ni siquiera de la voluntad de la testigo. Es mantenerte segura, quieras o no quieras. Y no es aceptable correr ningún riesgo. ¿Está claro?

La joven bajó la mirada y el fuego de su rebelión descendió en intensidad.

-     Pero… me dijisteis bañarme, y eso es flotar, no bañarme. Tengo mucho calor, y solo quería refrescarme. ¿No puedo tener un bondage como el de Aisha?

-          Para ti no es aceptable, Martina, y lo sabes. No es suficientemente seguro.

-          Ya, pero es que… me habíais prometido un baño, y además se me ha puesto la barriga morena, y no me ha dado nada el sol en la espalda, y si me esposáis a esa cosa, voy a parecer un San Jacobo, tostada por un lado y blanca por otro…

Patricia vio como Carlos bajaba sus defensas, y sabía, por experiencia, que podía estar pronto a ceder, así, que se le ocurrió una idea que podía satisfacer a ambas partes, y, de paso, mandar a Martina el recadito por su comportamiento descarado de antes.

-          Se me ocurre una idea….

Al cabo de unos minutos, Martina se maldecía a si misma por haber aceptado una propuesta preñada de veneno; debió de haberlo visto venir por la sonrisilla de Patricia cuando la exponía…. Pero no…. Se sentía estúpida.

Cuando la inocente muchacha dio su visto bueno, se vio reducida a un estricto hogtie, en el cual sus muslos, rodillas, gemelos y tobillos se encontraron firmemente atados. Patricia dobló una cuerda hasta hacer una corredera que apretó con fuerza alrededor de la cintura de su cautiva, pasando el cabo de por debajo de su sexo, y  ciñéndolo en su espalda a la cuerda que mordía su cintura. A pesar de la protección de la fina tela del biquini,  Martina sentía como la cincha mordía dolorosamente su sexo y perineo. Una vez satisfecha con la rigidez del conjunto de las ligaduras, unió con una cuerda las ligaduras de los tobillos a los grilletes que seguían mordiendo sus brazos justo por encima de los codos, y comenzó a tensarla.

Mientras la cuerda que unía los tobillos y los codos se iba haciendo progresivamente más pequeña, las rodillas de Martina se fueron doblando, provocando una sensación precursora del dolor en sus tendones, pero, para su desgracia, Patricia aún no había terminado…. la cuerda se encogió hasta que los gemelos descansaron sobre la parte trasera de los muslos, punto en el cual, todos los receptores de dolor de Martina estaban en solfa. A pesar de las agónicas sensaciones, su ordalía estaba lejos de terminar, ya que la agente con paciente crueldad continuó tensionando la cuerda, hasta que la espalda de la joven se vio forzada en un arco, primero leve, y posteriormente muy acusado, en un escorzo que recordaba al de un pez cuando es sacado del agua, lamentablemente, al contrario que el pez, su escorzo no tenía lapsos, sino que una recia cuerda mantenía el cuerpo de la joven en una postura que castigaba no solo sus lumbares sino que su pelvis, una vez piernas y abdomen abandonaron por efecto del arco el contacto con el suelo, sostenía por si sola el peso de Martina, función para la que, obviamente, no estaba diseñada y que provocaba que esta se clavara en el suelo provocando un intensísimo dolor que, al no existir en la zona la mínima capa adiposa, martirizaba directamente sus huesos..

Afortunadamente para Martina, no fue mucho el tiempo que, una vez reducida a ser un exagerado arco de carne agonizante, tuvo que esperar sobre tierra firme. Carlos se acercó a la joven una vez las expertas manos de su compañera hubieron acabado el trabajo, y mientras se agachaba a recogerla, observó el primoroso trabajo de Patricia. Cada nudo estaba hecho con precisión milimétrica, y colocado bien fuera del alcance de los dedos de la cautiva que no tardando mucho iba a entrar en frenesí para tratar de alcanzarlos y para así intentar aflojarlos. Colocados tal y como estaban, el alivio iba a ser imposible para Martina. Las cuerdas, muy apretadas, se enterraban en la joven carne, si bien no ponían en peligro la circulación sanguínea de una joven deportista, y el aspecto de la cuerda era pulcro y atildado.

Martina notó como era tomaba en brazos y, para su sorpresa, sentirse indefensa, en brazos de aquel hombre maduro la hizo sentirse bien. Se sintió segura, completamente confiada en él, aunque extremadamente frágil y vulnerable, sin más escudo que la buena voluntad de su guardián. Mientras caminaba con ella en brazos hacia la piscina, en algún paso su cuerpo entró en contacto fugazmente con la entrepierna del hombre y, para su sorpresa, le pareció detectar cierta turgencia bajo la tela del bañador del agente. Mientras era transportada, en brazos de aquel fornido hombre, se sintió profundamente mujer.

Patricia se afanaba en ultimar las cuerdas que colgaban del extremo del pequeño trampolín de un metro con el que contaba la piscina y solo cuando se aseguró de que las maromas estaban firmemente aseguradas, bajó de la plataforma y se encontró en el agua con los recién llegados.

Aisha, que ya había adquirido cierta pericia en el nado con solo una pierna observó cómo su amiga era amarrada por la ligadura que unía sus codos a sus tobillos a las cuerdas que colgaban del trampolín, haciendo que, el propio peso de la chica aumentara aún más la curvatura de la espalda, decididamente en ese momento se alegraba de haber reusado el apuntarse a clases de Krav Magha cuando una amiga se lo había propuesto a principios del curso académico.

Una vez colgada del trampolín, Martina notó como la curvatura de su espalda se acentuaba hasta el punto que en el que pensó que su espina se quebraría en dos, no solo fueron los receptores del dolor de su cerebro que encendieron las alarmas rojas, sino que, incluso, sus pulmones luchaban por recibir aire. La agonizante chica no tuvo tiempo de expresar una queja, ya que, a los pocos segundos notó como una mano  impulsaba su pelvis hacia arriba, disminuyendo el arqueamiento y permitiéndole respirar con normalidad a pesar de las agudas punzadas en la zona lumbar. Martina ya estaba acostumbrada a que, últimamente en sus vidas, todo alivio venía acompañado de una contraprestación, y para desgracia de su sexo esta vino cuando la cuerda que se hundía en su feminidad fue, a su vez, amarrada al trampolín, haciendo que, si bien la postura general resultaba ahora un tormento asumible al disminuir el arco de su espalda, su tierno y sensible coñito se veía sajado en dos por la tensión de la soga que la viviseccionaba.

Patricia se alejó unos pasos y contempló su obra… estaba satisfecho sin duda la joven zorrita había recibido el recado, ya se lo pensaría dos veces antes de mirar a un hombre que no le pertenecía.

-         -  ¿Ves? Así, te dará también el sol en la espalda.

Martina percibió cierto retintín en el comentario de la agente, si bien, no entendía bien el porqué.


 

Cuando las dos chicas hubieron sido restringidas con seguridad, Aisha se impulsó hasta la zona del trampolín donde, a pesar de las circunstancias, las dos chicas pasaron una tarde agradable en compañía la una de la otra. Los dos agentes, observaban vigilantes a las dos muchachas que bromeaban, reían y conversaban, e, incluso, de vez en cuando, jugaban a dispararse chorros de agua con la boca.

Los guardias permanecieron a distancia, sin inmiscuirse, dejando a sus dos protegidas una burbuja de tiempo para ellas, sabían que, cuando se somete a dos jovencitas a un régimen estricto, los pequeños paréntesis de distensión hacen que incluso los pequeños placeres como una conversación privada se paladeen mucho más.