El joven y la profesora desobediente

  Con 31 años, pese a que las pecas de su cara le confirieran un aspecto más aniñado, haber ganado una plaza como catedrática de instituto e...

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lunes, 22 de marzo de 2021

La gran final

 

Para entender el contenido de este relato, se recomienda leer el relato “Día de partido”, aunque puedes leer y entender este relato por separado, la comprensión de los diversos rituales y predicamentos que en él se narran, creo que te harán aumentar el disfrute de este relatito.

Como autora, agardezco de corazón las críticas que amablemente me dejeis, y, me comprometo a responder a todas.

 


 El teléfono de Fernando sonó en su bolsillo interrumpiendo el paseo por el, a esas horas, poco concurrido parque. 

Tras mirar el identificador de llamada descolgó, anticipando el contenido de la conversación.

 - ¿Qué pasa, amigo? Cómo andas, Angelito. 

Su mujer caminaba a su lado mientras su marido atendía la llamada. 

- No tío, muchas gracias, ya sé que es la final, pero con Sarita de seis meses ya nos toca retirarnos… 

Sara se acarició su incipiente tripota que embellecía aún más, si cabe, sus femeninas formas, mientras, nerviosa, se mordía el labio y esperaba que su hombre colgara el teléfono.

 - ¿Quién era? – se hizo la tonta-. 

- Ángel, quería, invitarnos a ver la final en su casa. Pero ya le dije, que nosotros ahora, ya hacemos vida monacal – se sonrió- mientras hablaba-. 

Su mujer le cogió la mano y se la puso su vientre, suave y calentito.

 - Cari… solo estoy embarazada. No he dejado de ser tu zorrita… 

Fernando se giró y miró atónito a su mujer.

 - ¿Qué quieres decir?

 - Pues que desde sabemos que estoy embarazada casi ni me miras. Todo son caricias y mimitos, pero de ahí no pasamos. Has dejado de ir a ver los partidos, y lo echo de menos, y cuando nazca la nena, sí que lo tendremos más complicado.

 - ¿Quieres que vayamos?, dijo Fernando enseñándole el móvil que aún no había guardado en el bolsillo. 

Sara se paró y se puso delante de su marido rodeándole el cuello con los brazos y mirándolo a los ojos.

 - Sí, joder. Claro que quiero. Quiero que petes la boca con la mordaza más grande y apretada que puedas. Quiero retorcerme de dolor arrodillada en mi poste y ver como te empalmas mientras me miras. Quiero oir los gemidos de de esas zorras sufriendo a mis lado, y quiero, cuando volvamos a casa, recibir tu leche en mi garganta antes de que te vayas a la cama orgulloso de tu zorra. 

Fernando apretó a su esposa y la beso, mientras Sara sentía como su boca era invadida por la caliente y ansiosa lengua de su hombre al tiempo que una turgencia se notaba, incipiente, en la entrepierna de su marido. Tras unos minutos de torridez, Sara se “zafó” del abrazo de su esposo.

 - Llama… 

- No me das órdenes, pitufilla – dijo mientras le daba al botón de devolver llamada de su teléfono-. 

Mientras el aparato establecía contacto, se acercó a su mujer que se había separado unos metros para que realizara la llamada y, deslizando la mano bajo su vestido, le pellizcó como a una quinceañera, justo en la sensible zona donde el muslo se junta con las nalgas. Una mueca de dolor adornaba la cara de Sara cuando, como impulsada por un resorte se giró hacia su marido. Cualquier ulterior réplica se vio truncada cuando, al descolgar su interlocutor, comenzó una breve conversación telefónica.

 - Perfecto, Angelito… nos vemos el sábado. A las siete. Abrazo, compa. 

 La mujer se aferró al brazo de su marido mientras, iniciaban el regreso a casa. 

- Tonto, me va a salir un moratón en el culo. 

- Dalo por seguro. ¿Y? 

- Pues que me gusta la simetría… y, siendo más pequeñita que tú, y en mi estado, no hay mucho que pudiera hacer si quisieras darme otro pellizco.. 

- Eres una provocadora…. Y me encanta… 

Cuando el sábado llegó, todo respondió a una liturgia conocida y hasta deseada. Sara se acabó de arreglar, eligiendo para la ocasión un ajustado vestido rosa que realzaba sin convertir en obscenas las curvas de su ya evidente embarazo. El maquillaje era discreto, con sombra en los ojos y  gloss protector en los labios, que siempre era necesaria ante la larga velada que iba a afrontar severamente amordazada. Apagó la luz del baño, y bajo las escaleras ante las cuales la esperaba Fernando con unas esposas en una mano y una enorme mordaza de bola rosa en la otra. La bola presentaba un plateado anillo de brillante cromado que, acertadamente, Sara dedujo que podía ser usado para fijar la mordaza a su poste. 

- ¡Guau, es gigante!

 - Sí, pero teniendo en cuenta que vamos a ir en coche, y lo que me dijiste el otro día, creo que es la más conveniente. Además, te hace juego con el vestido. 

Sara, zalamera se acercó a su marido y lo miró con esos ojitos de niña traviesa que sabía que volvían loco a su marido.

 - Pero no me la vas a apretar mucho… ¿Verdad? 

- Sigue hablando, piratilla,  y dormirás con ella… 

Sara sabía que la amenaza de su marido no era más que una baladronada, no obstante, obediente abrió su boca forzando al máximo los músculos de sus mandíbulas. El hombre tuvo que forcejear para que la gigante bola pasara entre los dientes de su mujer la cual, pese a distender al máximo sus músculos no era capaz de cobijar tan enorme intruso, lentamente, la esfera se fue abriendo camino separando aun más su boca y dando la sensación a la joven, de que, en cualquier momento, su mandíbula inferior se iba a desgajar del resto de su cabeza. Solo entonces, con la rosada esfera bien asentada tras sus dientes y aplastando su lengua hasta el límite de la nausea, su esposo se dio por satisfecho. En ese momento, y pese a que la presión que ejercía la mordaza sobre sus dientes y mandíbula haría imposible que Sara la expulsase sin ayuda de las manos, el hombre ciñó al máximo la correa del artilugio, llevando las comisuras de sus labios hacia atrás y haciendo sobresalir sus pómulos. Con la cara deliciosamente desfigurada por la mordaza, Sara, parecía una ardilla que llevara una avellana en cada carrillo, pues el esférico intruso rellenaba todo el interior de su boca. La cara de la mujer, así,  hacía juego con la redondeada forma de su vientre.

 - ¿Apretada? Un gemido lastimero casi inaudible fue la única respuesta de su esposa. 

- Nah… que va, solo ajustadita. 

Con un gesto indicó que se girara, y con facilidad, esposó ambas muñecas a su espalda. Un collar de cuero con su nombre inscrito que se ceñía en su garganta y evitaba que su mujer pudiera bajar la cabeza completaba el atuendo de los días de partido. Una correa de paseo, sujeta al collar, remataba la escena. 

Fernando cerró la puerta de casa y contempló a su mujer que lo esperaba junto al coche.

 - Estás preciosa. Le dio un beso en el labio superior y le abrochó el cinturón de seguridad mientras su esposa trataba de encontrar una postura no excesivamente dolorosa, sentada contra los inmovilizados brazos, que no hiciera que el acero de las esposas se le clavara demasiado en su tierna carne. 

Cuando llegaron a la casa de Ángel y Elena, todas las demás parejas ya habían llegado y, cuando los recién llegado entraron, se montó un revuelo de bienvenida, con todos los hombres saludando a su amigo y dedicando piropos y buenos deseos a la un tanto  azorada gestante. Las chicas, ya arrodilladas en sus postes, trataban en lo posible de girarse para contemplar a Sara, en la medida que sus mordazas fijadas a los postes y los pezones dolorosamente anclados a la madera por las consabidas pinzas se lo permitían.

 - No pongas muy cómoda a Sara, que, como ves le va a tocar cuidarnos en el primer cuarto – dijo Ángel- . 

Elena, ayúdala, que los chicos y yo vamos a querer pronto una cervecita. Las dos chicas se miraron silenciadas por las respectivas mordazas, y como  conocían sobradamente que hacer, subieron al dormitorio, donde Sara se desvistió, quedándose tan solo con las braguitas y unas delicadas sandalias de tacón. Desnuda, se paró ante el espejo, y notó que Elena también miraba desde atrás la imagen de su invitada. La anfitriona abrió las esposas que fueron sustituídas por un apretado monoguante que fijaba sus brazos pegados el uno al otro a su espalda. Esta restricción tenía la característica de forzar al máximo hacia atrás los hombros y omóplatos de su portadora, provocando, al poco tiempo, un agudo dolor en la zona. A cambio, hacía que la figura que devolvía el espejo ante ella se viera majestuosamente realzada. 

Elena cogió la conocida bandeja de servicio… 

Como recordará el lector, esta  estaba fijada a un cinturón que la sujetaba a la cintura de la camarera, y, por el otro lado, de cada una de las dos esquinas salía una cadena con una pinza en su extremo, destinada a mantener la horizontalidad de la bandeja pinzándola en los  pezones de su portadora. Primeramente ciñó el cinturón, para después de dirigir una mirada de compasión hacia su compañera, proceder a colocar las pinzas, que cruelmente mordieron la más sensible de las carnes. Un grito de angustia descarnada, surgió de lo más hondo de su garganta, tan solo para ser convertido en sordo lamento por la gigante mordaza, ya que el dolor provocada por la presión del metal era intensísimo. Sara, que siempre había tenido  pechos muy sensibles, los tenía, merced a los torrentes de hormonas que recorrían su cuerpo debido al embarazo, tan delicados que le parecía que las inclementes pinzas iban a sajar las tiernas cumbres de sus senos. 

Elena dio un respingo al ver el sufrimiento de su amiga, y, con ternura acarició su rostro, que era  todo lo que podía hacer, ya que, sus engrilletadas muñecas prevenían que pudiera abrazarla, y la mordaza de bocado que llevaba y que provocaba una abundante salivación sobre su barbilla y escote, evitaba toda palabra de aliento y, siquiera, un beso de calidez humana que pudiera reconfortar  a su torturada amiga. 

Cuando Sara pudo abrir finalmente los ojos, el rostro de Elena se apretaba contra el suyo, y, bajando la mirada para tratar de alcanzar el mínimo consuelo del sufrimiento compartido, reparó en los pezones de su involuntaria castigadora. 

Presionados por pinzas en V, como era mandatorio para las anfitrionas de los partidos, Sara vio que el arito que regulaba la presión que las V ejercían sobre sus pezones estaban situadas arriba de todo, provocando que las pinzas aplastaran de forma brutal los pedúnculos de sus pezones y haciendo que estos aparecieran más duros, grandes y hermosos. Al final, Sara, aun agitada por el tormento de sus pechos, tuvo que conceder que, como decían los chicos, los pezones nunca lucen más realzados que cuando recibenr el beso de unas pinzas y si, apretando un poquito más, aparte de realzarlos se consigue martirizar a una indefensa mujer , verdaderamente, no había ninguna razón para no hacerlo.  "Nunca somos más lindas que cuando sufrimos", pensó para si.

Cuando Elena enganchó el collar de cuero de Sara al suyo la preparación llegó a su término. Lentamente bajaron las escaleras hacia el salón donde los hombres ya se encontraban sentados.

 - ¿Estáis ya, chicas? Menos mal, nos teníais aquí agonizando de sed. Los chicos sonrieron ante la expresividad de José Luis. 

Ángel, el anfitrión, fue el primero en abrir la ronda.

 - Chicas, traedme una “sin” por aquí. 

Otras dos consumiciones se añadieron antes de que las dos mujeres se encaminaran hacia la cocina. De la nevera Elena tomó las tres cervezas que abrió antes de depositarlas con todo cuidado en la bandeja  sujeta a los pezones de su amiga, la cual, cuando sintió el doloroso mordisco en su sensible carne emitió un  respingo de dolor. Con el inestable cargamento en equilibrio sobre la bandeja, el dúo se encaminó hacia el salón donde sus hombres ya estaban sentados preparados para el inicio del choque. Fueron necesarios dos viajes más para cubrir las necesidades de aperitivos y bebidas ya que, en atención a su estado, los maridos fueron condescendientes con la carga que debían soportar los sensibilizados pechos de Sara. Durante todo el cuarto, las dos chicas se mantuvieron activas, reponiendo las bebidas y aperitivos, y cuando tras los constantes paseos sobre sus altos tacones, el cuarto tocó a su fin, casi se podría decir que Sara miró con cierta amabilidad al poste al cual permanecería anclada por el resto de la velada. 

La anfitriona comenzó a preparar a Sara para sufrir el castigo del poste por el resto de la noche. Elena comenzó liberando de las pinzas los pezones de la camarera que, de no ser por la gigante mordaza que martirizaba sus mandíbulas y henchía su boca, habría emitido un aullido de dolor cuando los nervios, entumecidos por la presión, devolvieron a la vida tan sensible zona. Posteriormente liberó los tobillos de Sara de los grilletes, y la ayudó a arrodillarse frente a su puesto. Ser despojada  del monoguante permitió a la cautiva el separar unos centímetros sus brazos, lo que, nuevamente, provocó un estallido de dolor cuando la sensibilidad regresó a sus dormidos miembros.

 Sin darle tiempo a disfrutar de su breve libertad, Elena sustituyo el estricto abrazo del cuero por dos pares de esposas que atenazaron sus brazos en las muñecas y justo sobre los codos. Concediéndose cierto pequeño placer sádico, Elena, apretó los grilletes hasta asegurarse que el acero se clavaba profundamente en la carne de la joven cautiva, como a los chicos les gustaba. Un gruñido de dolor acompañaba cada clic de las esposas que se apretaban. Fijar la mordaza de Sara al poste fue la siguiente etapa. Dada su más que incipiente tripita, tuvo que ser situada a cierta distancia de la argolla a la que debía engancharse la esfera de su boca. Elena tiró de su mordaza hasta que logró realizar esta tarea.

 La posición en la que debía permanecer Sara con la espalda arqueada, era una mala noticia, pero otra peor estaba por llegar. Al estar inclinada, sus pechos quedaban separados del poste, y, por tanto, las pinzas que colgaban del mismo iban a unir a su doloroso pellizco la tortura de mantener estirados los tiernos e hipersensibles pezones. 

Sus omóplatos pegados el uno al otro y sobresaliendo, casi amenazando con sajar los músculos y la piel, como consecuencia de la presión generada en sus codos por las apretadas esposas, provocaban palpitaciones de dolor en su espalda, lo que, unido a lo arqueado de su espalda y a la ordalía de tormento de sus pechos, sumieron en una inclemente tortura a la joven, que, no pudo evitar romperse en un llanto enmudecido por la gigante mordaza que martirizaba su cráneo. Ni siquiera el ronroneo del vibrador con el que contaba cada poste, y destinado a mantener estimuladas a las chicas sin permitirles llegar al orgasmo, pudo apagar los sollozos de la cautiva.

 Para el servicio en el segundo cuarto, Ana, fue liberada del poste una vez las esposas que ceñían de manera similar a sus hermanas de castigo sus muñecas y codos fueron sustituidas por el más suave pero igualmente restrictivo monoguante. Cuando Elena hubo ceñido los cordones que ceñían el cuero que aprisionaba los brazos de su nueva compañera, fue el turno de liberar los pezones de las pinzas que los fijaban al poste. Las pinzas que había seleccionado Adolfo para su mujer eran del tipo en G, que con un tornillo  aprieta la prensa que aplasta el pezón. Cómo las pinzas era de libre elección del marido, las chicas habían protestado sobre que algunos tipos de pinzas apretaban más que otros, y que no era justo. Ante la queja, los hombres concedieron que las chicas tenían razón, y como no querían perder el privilegio de poder elegir que tipo de pinza emplear sobre sus esposas, y es de caballeros atender a las damas, decidieron hacerlo, al tiempo que les daban una lección: las pinzas ajustables serían siempre  apretadas al máximo,  de forma que esa cautiva quedaba tan, sino más, sometida a la misma ordalía que sus compañeras enjaezadas con poderosas pinzas de estilo japonés, de trébol, o similar. Para deleite de los chicos que asistían sonrientes al espectáculo, Elena no era capaz de aflojar los apretadísimos tornillos que oprimían los pezones de su doliente amiga. La anfitriona se afanaba en hacer girar el metal, y haciéndolo provocaba tirones que hacían retorcerse de dolor a la desdichada. Sus gritos de dolor transformados en sordos sonidos guturales por la mordaza llenaban la estancia para deleite de los varones y silenciosa compasión por parte de las arrodilladas esclavas. 

- Elena, no te pongas a ordeñarla ahora, que va a empezar el cuarto –dijo Enrique para hilaridad de los chicos. 

Ana, miraba con ojos de súplica a su marido tratando de que sus fuertes manos ayudaran a Elena a liberarla del tormento que se estaba alargando. 

- Lo siento, cariño, no vamos a hacer todo el trabajo… Nosotros ya os acomodamos, ahora tendrá que hacer ella algo también. Todos los maridos rieron la ocurrencia de Adolfo. 

Finalmente, y con mucho esfuerzo, los tornillos empezaron a girar, descomprimiendo los tiernos pezones y haciendo que una oleada de dolor golpeara a la indefensa esclava. La asistente, la ayudó a ponerse en pie y engrilletó sus tobillos. Para desmayo de Ana, y sin darle oportunidad de recuperarse del reciente tormento, la bandeja fue fijada inmediatamente a sus doloridas tetas.

 El cuarto comenzó, y las chicas, unidas por sus collares se afanaron por satisfacer a sus hombres, tras uno de los viajes a la cocina, Fernando reparó que su esposa continuaba llorando como consecuencia del tormento de su inconfortable postura. Como consecuencia, una mezcla de saliva, lágrimas y mocos se descolgaban desde la cara por su cuello, escote, pechos y abultada tripa. 

- Elena, por favor, coge algo y ayuda a limpiarse a Sarita. Ya la castigaré en casa por ser tan marrana. 

Una desesperanzada mirada de soslayo fue la única respuesta de la mujer a la amenaza de su marido. 

Con varios pañuelos y toallas empapados de agua templada, Elena limpió lo mejor que pudo el desaguisado, al tiempo que sonaba la nariz de la atormentada joven.

 - Sara, toma nota, que en unos meses lo vas a tener que hacer tú con tu nena. 

Los chicos brindaron por la gestante, mientras el improvisado equipo de limpieza terminaba su labor. 

Cuando el árbitro señaló el medio tiempo, llegó el momento de la competición entre las chicas, donde se dilucidaba que pareja haría de anfitriona la próxima jornada y, por ende, cuál de las chicas gozaría de la relativa libertad de ser la próxima asistente y librarse del poste. 

- Amigos, para nuestra competencia, tendremos que dirigirnos a la bodega, ya que necesitaremos un poco de espacio – habló el anfitrión a sus invitados-. 

Los hombres liberaron a las chicas y, guiándolas con la correa que engancharon a sus collares se encaminaron a la bodega. 

Ángel y Elena se situaron en el centro, y el hombre explicó el juego a sus invitados. Era una versión del clásico tirasoga, pero, con sus manos y codos esposados a la espalda, la parte con la que deberían tirar de su oponente las competidoras, serían sus ya muy martirizados pezones.

 - El emparejamiento será al azar, Elena sacará los papeles con los nombres de las dos parejas competidoras, y las dos ganadoras de la primera ronda, lucharán en la final. Si, a una de las “gladiadoras” se le cae una pinza, esa chica quedará eliminada, así que caballeros, mostrad maestría pinzando a vuestras campeonas, y vosotras, damas, mantened esos botones duros y gordos para vuestros hombres. 

 Los hombres colocaron las pinzas de trébol en los pechos de sus chicas que ardían en deseos de competir. 

Tras el sorteo las parejas quedaron compuestas por Sara contra Ana y Eva contra Laura. Un cordel fue atado a la cadena de las pinzas de las competidoras que se situaron, con las pinzas bien tirantes, a dos metros de unas marcas rojas que marcaba el punto medio entre las dos participantes. Para ganar, una chica debía arrastrar a la otra más allá de esa marca. Si en cinco minutos, no se había logrado, ganaría la chica que, al consumirse el tiempo, estuviera a más distancia de la marca. Ángel como anfitrión y árbitro del evento dio la señal de comienzo, y las chicas, animadas por sus maridos se afanaron en la competición. La pobre Sara, con los pezones ultra sensibilizados y apenas recuperada de la tortura del poste, no fue rival para Ana, que pese a los intentos de resistir por parte de la única gestante del grupo obtuvo una rápida victoria. 

La otra semifinal fue más entretenida, ya que ninguna de las dos esclavas, cubiertas en sudor por el dolor y el esfuerzo, quería darse por derrotada. La pugna titánica se veía claramente en las muecas de dolor de las dos mujeres que, como caballos, despedían espumarajos de saliva por sus bocas adornadas con apretadísimas mordazas que cortaban las comisuras de sus labios. Finalmente, centímetro a centímetro, Eva fue ganando terreno, y al cabo de cuatro minutos arrastró a Laura sobre la marca. Todos los hombres aplaudieron el esfuerzo de sus mujeres, y Ángel, erigido en árbitro, proclamo el nombre de las finalistas.

 - Bueno, y ya sabéis que, las perdedoras, también tenéis premio, dijo Ángel con una sonrisa que helaba la sangre. Tomad nuestro presente… 

Elena entrego unos paquetitos envueltos en papel de regalo de vistosos colores que contenía un pequeño pero maquiavélico artilugio: una pequeña pinza japonesa para la nariz. Esta pinza estaba diseñada para, una vez atada a la parte trasera del collar de las chicas, tirar de la nariz de la usuaria hacia arriba, provocando un disconfort que podía oscilar de una incomodidad severa a un dolor intenso, al tiempo que distorsionaba cómicamente la cara de la dama. Felices con la nueva adquisición los maridos de las dos chicas derrotadas adornaron a estas con el nuevo elemento el cual, lo que no sorprendió a ninguna de ellas, fue ajustado de manera que provocaba bastante más que una mera incomodidad.


 

 Enrique hizo arrodillarse a su lado a su mujer, que con la cara desfigurada lo miraba con el aspecto de algún cómico animalillo, mientras hablaba con José Luis que contemplaba como su guerrera era atada a Ana para la competición.

 - A ver si tienes suerte, con las coñas, lleváis seis jornadas sin ganar, a ver si hoy ganáis, que aún no te conozco el nuevo garaje.

 - Pues sí, esta semana le he estado dando una zurra de recordatorio cada noche, para mantenerla motivada, si hoy no gana, tendré que empezar a castigarla. 

Su interlocutor acarició la cabeza de su mujer, mientras asentía a las palabras de su amigo. 

- Pues sí. Pobrecilla, pero, a veces, no queda otra.

 Ángel con teatrales maneras dio comienzo a la pugna de la última ronda. Las dos chicas arqueaban la espalda a fin de tirar de su oponente no solo con su movimiento, si no con todo el cuerpo, y emitían gemidos de esfuerzo y dolor. Para deleite de sus maridos las dos mujeres se negaban a dejarse arrastrar y los pezones torturados por las pinzas japonesas, que ejercen más presión cuanto más se tire de la cadena, se encontraban estirados al máximo, pero ninguna de ellas se daba por derrotada. Los minutos pasaban, y finalmente, Ana, con los pezones magullados por el episodio de su liberación del poste, dio señales de quebrar su resistencia. Poco a poco, Eva retrocedía alejándose de la marca mientras su adversaria era arrastrada lenta, pero inexorablemente sobre ella. Habían pasado cuatro minutos y medio y el pie de Eva se encontraba tocando la marca. Súbitamente un latigazo de tensión liberada sacudió los pezones de las dos luchadoras. Una de las pinzas de Eva se había ido deslizando dolorosamente hasta que, con el último esfuerzo, salió despedida de su agarre. Las normas eran las normas, y pese a ser por un golpe de fortuna, Ana había obtenido la victoria.

 - ¡Tenemos nuestros ganadores! Parece que Adolfo y Ana nos recibirán la próxima semana. Los chicos felicitaron a Adolfo por su victoria, aunque él mismo reconocía que habían tenido un golpe de suerte.

 Tras el evento, era hora de retomar la retransmisión de la final, cuyo espectáculo del intermedio quedaba muy por debajo del entretenimiento que habían proporcionado las chicas en la bodega. Los chicos colocaron a sus mujeres en los postes, decidiendo José Luis que su mujer debía de disfrutar de un refinamiento como castigo por sumar una jornada más sin obtener la victoria. Al subir las escaleras, el contrariado marido , que deseaba aplicar un correctivo a su derrotada paladina, solicitó a Elena que trajera de la cocina un tarro de guisantes secos. Una vez la anfitriona se lo trajo, esparció las duras legumbres sobre suelo en la parte que iban a ocupar las rodillas de su mujer que lo observaba con ojos de angustia anticipando el tormento que le esperaba. 

- Me parece que últimamente estás muy cómoda castigada en el poste, creo que te hará bien sacarte de tu zona de confort – explicaba a su mujer mientras sujetaba los pezones de su mujer a las pinzas ancladas al poste-. 




 

En el fondo sabía que su mujer había dado lo mejor de si misma, pero si no le imponía un castigo quebraría su palabra, y al fin y al cabo la pequeña penitencia de hacer un poco más incómoda la estancia de su mujer en su poste iba a resultar beneficiosa para ella, al motivarla a seguir compitiendo contra las otras mujeres con redoblado afán de victoria. Eva sollozaba mientras que, con un frenético baile de San Vito, trataba en vano de sustraer sus rodillas de la dolorosa ordalía.

 Los hombres, sentados confortablemente, disfrutaban del espectáculo de la mujer que se retorcía, como una bruja que fuera quemada en la plaza pública, tratando, inutilmente, de evitar la agonía. El llanto de Eva se unía al de Sara que , de vuelta al poste, se veía de nuevo encadenada y pinzada de tal guisa que toda su espalda se quebraba de dolor. 

A Elena, la única mujer que podía disponer, aunque limitadamente de sus manos, se le amontonaba el trabajo, ya fuera en la cocina preparando las bebidas y snacks que luego, para desdicha de su compañera de turno, depositaba en la bandeja , ya fuera en el baño, humendeciendo toallas para asear a las sollozantes cautivas que practicamente, y debido a las grandes y apretadas mordazas, se ahogaban en una mezcla de lágrimas y moco. 

- Chicos, creo que esto se está poniendo un poquito serio, vamos a ser un poco caballeros – dijo Fernando mostrando el mando a distancia del vibrador Hitachi sobre el que su mujer se encontraba a horcajadas-. 

Los chicos sonrieron, y asintieron. Al unísono, el zumbido de los aparatos se redobló y el efecto en nuestras protagonistas no hubiera sido muy distinto si se les hubiera introducido un cable eléctrico en el apretado anillo de su ano. Las chicas se crisparon y se alzaron todo lo que sus sujeciones les permitían, aumentando el dolor de sus ya muy castigadas rodillas, por supuesto el castigo, en el caso de Eva, fue multiplicado por los duros guisantes que se clavaban en la escasa carne, provocando un dolor que le llegaba hasta el hueso.

 - Chicas, por favor, como la familia ha crecido y ahora tenéis que ocuparos de las dos mocositas, traednos las bebidas de un viaje, que si no, tardáis mucho.

 La recién liberada cautiva, volvió los ojos, previendo que esas urgencias no auguraba nada bueno ni para ella ni para las delicadas cumbres rosas de sus pechos.

 El tercer cuarto terminó, y Elena ofició el conocido ritual de devolver a su compañera a la tortura del poste, y, otorgar una pequeña libertad a Eva que sería la camarera del último cuarto. 

En la cocina, Elena colocó las cervezas sobre la bandeja, provocando que, junto al dolor de la pesada carga tirando de sus pezones, la tensión en la cadena provocara que la presión las pinzas aumentara exponencialmente, mortificando a su hermana de cautiverio con un nivel de dolor, que nunca antes había experimentado. Caminando lentamente, para no añadir vibraciones de indeseables consecuencias a las torturadas tetas de Eva, el extraño dúo, comenzó a caminar hacia el sofá donde los chicos las esperaban con expresión divertida. Enrique fue el primero en coger la cerveza de la bandeja tan sugerentemente portada por la chica que flexionaba gracilmente sus doloridísimas rodillas a fin de hacer esta más accesible para sus hombres. Los hoquedades en su carne en los lugares en los que los guisantes se habían estado clavando eran claramente visibles. 

Enrique se deleito con la expresión de alivio que percibió en la mirada de la mujer cuando la presión en sus carnes se vio disminuida al retirar el peso de la cerveza de la bandeja. Marido tras marido, fueron retirando las bebidas hasta que la joven se vio liberada del peso que torturaba sus pechos. Una vez satisfechas las necesidades de los chicos, era el turno de atender a sus compañeras. Los sonidos, provenientes de las estropajosas bocas de las damas, secas ya tras varias horas de estricto amordazamiento, eran variopintos:  los gemidos de placer que emitían desde la frustración que les embargaba al ser mantenidas al filo del orgasmo sin permiterles caer en él, se mezclaban por los sollozos de Sara que no habían cesado. Hacía un rato que la esposa de Fernando se retorcía victima de los calambres que sufría en su antinaturalmente arqueada espalda. El peso de su vientre, preñado de vida, hacía un rato que había quebrado la resistencia de sus músculos que se desgarraban en alaridos de dolor. Su maquillaje se había corrido merced al llanto, y su cara, distorsionada por la inmensa mordaza y el gancho nasal, era un lienzo deliciosamente patético para tan surrealista pintura. Su rostro, inclinado hacia delante y velado por su cabello,  le daba el aspecto de una extraña religiosa que estuviera orando.

 La torturada esclava fue confortada lo mejor posible, y para asombro de Elena ,cuando se agachó a limpiarla , se percibía desde la entrepierna , el inconfundible olor de la feminidad desatada. 

El partido, se acercaba a su fin, y como muchos otros días los chicos volvieron a elevar el ritmo de los zumbantes vibradores. Las chicas sabían que esto se mantendría hasta el final del partido, y que, de no ser capaces de orgasmar en los escasos minutos que quedaban, se verían frustradas en su indefensión, ya que, invariablemente, al pitar el árbitro, los vibradores, volverían a su insulsa velocidad de crucero.

 Afortunadamente, no fue este el caso. Las chicas, estimuladas desde hace horas por sus vibradores sin posibilidad de alcanzar la ansiada meta, y sabiéndose irresistiblemente atractivas para sus hombres que disfrutaban del placer de contemplarlas torturadas en su indefensión y sufrimiento, fueron llegando una tras otra a la ansiada cumbre de placer. Unas fantasearon adelantando el sexo salvaje que a buen seguro les esperaba en casa. Eva, perdida en la soledad de su predicamento,  y que siempre se había maravillado de la sensación de aislamiento que le provocaba estar amordazada, notaba como las ondas de placer martilleaban los mismos nervios que hacía tan solo un momento únicamente percibían terrible dolor. A fin de apretar el vibrador contra los henchidos labios de su hambrienta vagina, trató de ceñirse todo lo posible al poste, lo que, si bien aliviaba la tortura en sus pinzadas tetas, aumentaba la tensión en su ya torturada espalda. Sara jadeaba, aunque de su boca tan solo escapaban agónicos bufidos, y, en cada resoplido, escapaban hilos de saliva que aterrizaban sobre su escote, sobre el poste, el suelo… El espectáculo era memorable, viéndola arquear su espalda como una ballena moribunda, los hombres, apenas contemplaban el televisor, ya que Sara acaparaba toda la atención. 

- Antes de marchar, va a tener que ayudar a Elena a fregar, mira como está poniéndolo todo- comentó Ángel para carcajada general-. 

- Sí, no te preocupes, que como te dije, se ha ganado un castigo. Por puerca. 

Sentirse humillada, indefensa y completamente carente de capacidad ejecutiva, unido al martilleo del vibrador contra su inflado sexo, fue demasiado para la pobre Sara, que se vio arrastrada al orgasmo por el cosquilleo in crescendo que sentía en su vientre extendiéndose desde su clítoris y que acabó explotando en una bomba de insensata locura. Sara se irguió cuanto sus crueles restricciones le permitieron, como si con ese embate, cegada por el placer, buscara zafarse del retorcido beso de las pinzas. Aun sollozando, los hombres vieron como la mujer se agitaba y convulsionaba hasta acabar quedando atónica, pasiva, sollozando entrecortada apretando su barbilla contra el poste. José Luis palmeó la espalda de Fernando. 

- Parecía que la muy viciosa iba a explosionar, amigo. 

Los resoplidos de las chicas, tratando de calmarse mientras los vibradores continuaban machacando sus clítoris inflados de sangre con un muy molesto martilleo, eran la música de fondo, mientras sus maridos contemplaban el emocionante final del partido. Para desgracia de las chicas, sus maridos, que hacía tiempo que no veían a su amigo Fernando, decidieron alargar la velada, tomando unas copas y charlando animadamente, mientras las mujeres permanecían inmovilizadas en sus forzadas posicione. Ni que decir tiene, que, tras sacar las botellas y copas, Eva fue devuelta su particular purgatorio, donde permanecería las dos horas de animada conversación que los chicos mantuvieron, en parte para ponerse al día y, en parte para dejar un tiempo prudencial antes de coger el coche.

 Sus esposas gemían de desesperación cuando un nuevo tormento se sumó a los no pocos que ya sufrían. Sus vejigas, que no habían sido aliviadas en toda la tarde, empezaron a clamar por ser vaciadas. A horcajadas sobre sus vibradores, las chicas no podían hacer fuerza con las piernas, y tan solo sus esfínteres prevenían un accidente que, sin la menor duda les hubiese acarreado un severo y merecido castigo. Los quejidos acabaron alcanzando tal nivel de angustia que, los chicos se compadecieron de sus esposas que los miraban con ojos de cachorrillas.

 - Bueno, bueno, chicas, no seáis tan aguafiestas, que hace tiempo que no veíamos a Fer… 

- En fin, al final nos tendremos que ir…. Ya sabes, siempre hay que darles la razón, - añadió Fernando-. 

 Las chicas fueron liberadas del poste, teniendo sus hombres que ayudarlas a levantarlas, ya que sus entumecidas piernas se negaban a obedecer las órdenes de su cerebro. Tambaleantes y en precario equilibrio de sus tacones, las recién liberadas esclavas tuvieron que sufrir los calambres que recorrieron sus brazos y piernas cuando, tras horas de entumecimiento, los nervios recobraban la vida. Rogando con la expresión de los ojos, la única forma de expresarse que esposadas y amordazadas  les era permitida, solicitaron el privilegio de utilizar el cuarto de baño. 

 - Sois peores que niñas, - dijo Enrique-, anda, ve, no tardes. 

José Luis miró a su esposa que temblaba en desesperación juntando las rodillas tratando de evitar un inminente colapso de la resistencia de su vejiga. 

 - Tú no. Estás castigada, y más te vale ser buena y llegar a casa sin “accidentes”, si sabes lo que te conviene. 

Eva sollozó, y su respiración se volvió espasmódicamente rápida mientras, trataba de cruzar las piernas con todas las fuerzas de las que era capaz de hacer acopio.

Tras aliviar las vejigas, las chicas se vistieron y sus maridos les engancharon las respectivas correas en el collar. Eva, a mayores, debajo del sujetador portaba una par de pinzas abrazando cruelmente la base de sus pezones, tan apretadas que sus pezones eran bajo el sostén  una palpitante masa de carne endurecida.

 La despedida, en la puerta del chalet fue acompañada de un rato de charla, para particular desesperación de la esclava puesta en penitencia. 

Finalmente, la reunión se disolvió y cada pareja tomo el camino a su respectiva casa. Fernando ayudo a su joven esposa a acomodarse en el asiento del acompañante, y, al hacerlo, su nariz percibió el sutil olor del almizcle de su enamorada. 

 - Pequeña, te has portado bien. ¿Te he castigado mucho? La mujer, aun con los ojos rojos tras un llanto tan prolongado, asintió con la cabeza. El hombre, cerró la puerta y se sentó en el asiento del conductor. 

- Te pondré un poquito más cómoda- dijo el hombre haciendo ademán de desabrochar la correa que mantenía apretada de forma tan cruel como exagerada la gigante mordaza. 

La chica negó con la cabeza. El hombre se rió. 

- Es decir, zorrita… te he castigado mucho… ¿Pero quieres más? La mujer asintió con la cabeza. El marido, sacó algo de su bolsillo, y,con un habil gesto, volvió a colocar el gancho en la nariz de su mujer, la cual aun tenía las marcas de haber sido salvajemente estirada durante varias horas. Un gemido de dolor fue emitido con Sara cuando su marido ató el cordón en la parte trasera de su collar, y dado que el trayecto a casa iba a ser corto, estiró este hasta que su mujer quedaba con la nariz practicamente aplastada contra su rostro. Sonriendo, pensando planes para cuando llegaran a casa, el hombre arrancó, orgulloso, como siempre, de la mujer que sufría a su lado.

miércoles, 20 de enero de 2021

Pelea de gatas

 

 


La iluminación era tenue en el salón. Un atractivo hombre moreno sentado con las piernas cruzadas en un blanco sillón de orejas asistía con deleite al pequeño duelo de sus dos compañeras.

Las dos esclavas respiraban agitadamente, arqueándose como víboras en las restricciones que las atenazaban.

Sumidas en las tinieblas por el satén que acariciaba sus párpados, su percepción del mundo se limitaba a su esfera más reducida, y,  en ese momento, su universo tan solo era la presión de  las esposas que mordían sus codos y pulsos, la calidez húmeda del aliento de su compañera, el dolor pulsante que sentían en las tiernas cumbres rosadas de sus senos, y, por supuesto, el zumbante tormento que cada una llevaba en su vientre.

Cada par de pinzas mordía un pezón en cada una de ellas, manteniéndolas unidas más allá del especial vínculo espiritual que se genera entre dos seres humanos sometidos a similares tormentos. Se encontraban arrodilladas, a medio metro, que era todo el espacio que los tensos eslabones permitían sin tirar de forma rabiosa de tan delicada carne.

Hilos de saliva se descolgaban de los carnosos labios que enmarcaban dos mordazas de anilla que, situadas bien por detrás de sus dientes, mantenían la boca de las cautivas distendida al extremo. Lara notaba como el templado fluido humedecía  el nylon de sus medias a la altura del muslo. Siempre se notaba ridícula cuando no podía mantener la saliva en su boca. “Es parte de ser suya”, pensó.

Él las estaba castigando, y ambas sabían que lo merecían.

Se había esforzado por lograr una velada agradable, un buen restaurante, una cafetería de ambiente chic y una buena película en la sesión golfa, y ellas, no habían sabido  estar a la altura. Cada conversación, cada gesto se convirtió en una creciente pugna entre las dos, luchando por hacerse acreedora del título de mejor sumisa y peor compañera. No había un tema que se pudiera sacar sin que algunas de las dos mujeres no encontrara elemento que sirviera para medirse y compararse entre ellas.

De camino a casa el ambiente se enrarecía cada vez más, con la paciencia de Él agotándose conforme ellas se afanaban en dinamitar todos los intentos de que la normalidad se instaurara. Él, se dio cuenta de que las espadas estaban en alto, sus compañeras crispadas y furiosas, entre ellas y con la situación.

-          ¡Hasta aquí, niñas! ¡Basta!

Él sólo las llamaba niñas cuando se comportaban como tal, no como los dos magníficos seres humanos, educados, sensibles e inteligentes que ambas eran. Las dos mujeres cesaron los sarcasmos.

-          Se me ha ocurrido una idea al llegar a casa, y, ya que os gusta tanto estar compitiendo todo el rato, que  lo vais a pasar bien. Me tenéis ya hasta las cejas.

 


 

 

En el camino hasta casa reinó el silencio. El “lo vais a pasar bien” sonaba amenazante, y las dos, repasaban mentalmente la lista de incidentes que, a lo largo de la noche las había conducido hasta allí.

Al llegar las dos damas se estremecían  con la incertidumbre de lo que Él les tenía preparado.

- Voy  a servirme una copa de vino, y a pensar que es lo que tengo que hacer con vosotras. Esperadme calladitas en el salón. Ya sabéis como.

Las dos chicas se retiraron la habitación del matrimonio y se desnudaron. Lara, colgó su vestido con meticulosidad, asegurándose que ningún pliegue o plisado quedara descolocado. Marta, la azorada intrusa, permanecía en pie sosteniendo el suyo y con mirada de perdida.

Lara, se giró, apiadándose un poco de su compañera.

- Puedes dejarlo en esa silla. Seguramente lo iban a pasar mal, y no tenía sentido, ni era ético, añadir sufrimiento a un castigo que, al fin y  a la postre, ambas se habían merecido.

Las dos mujeres, cubiertas únicamente con sus medias caminaron hasta el salón sobre sus altos tacones que, resonando sobre el parqué, el redoble que acompañaba a las dos reas en su paseo al cadalso.

Ellas se arrodillaron. Y esperaron. Él se hizo de rogar.

 

El dolor ya había hecho su presencia torturando las rodillas de las dos silentes mujeres, un tormento que ninguna de ellas se atrevía  a tratar de aliviar tratando de moverse y recolocar su peso corporal. Finalmente, Él, apareció.

 

Los tres botones desabrochados de su camisa dejaban  a la vista la parte superior de su tonificado pecho, y, portaba una copa de vino blanco en su mano derecha.

 

- Niñas. Estoy enfadado. Os habéis portado como malcriadas, y no conmigo, sino entre vosotras. Y vosotras, sois mías. Pero bueno… os voy a dar el gusto. Si os queréis pelear como gatas, que así sea. Aunque, a mí me gustan las mujeres, no las gatas….Os voy dejar competir entre vosotras. ¿Está claro?

- Sí, señor. Él huía de los formalismos, pero, las iba a castigar, y, las chicas conocían la liturgia.

- Arrodillaos la una frente a la otra, rodillas separadas.

Una suave ceguera de tacto celestial sumió en negra indefensión a las dos mujeres. Ambas sumisas notaron como las esposas se clavaban en sus muñecas. Luego en su codos. Sus brazos quedaron pinzados en la espalda, juntos, soldados entre ellos convirtiendo a las dos esclavas en hermosos seres inermes. Las apretó, un punto más de lo necesario, no las estaba poseyendo, no quería reafirmar a sus compañeras en su sumisión, debía de ser un castigo.

El reconocible tintineo de la cadena de unas pinzas hizo estremecer a las dos mujeres sobre sus rodillas.

- No quiero amordazaros…. Aun. Os dolerá, lo sé, y por eso lo hago. No quiero quejas.

 

Un tierno masaje y unos gentiles pellizquitos por parte de esos adorados dedos endurecieron rápidamente la tersa carne de Lara. Una vez conforme con el  resultado obtenido, Marta experimentó el mismo agradable tratamiento en sus senos.

El pezón derecho de Lara se retorció en agonía cuando una poderosa pinza de trébol mordió con fuerza la delicada carne, torturando el sensible manojo de terminaciones nerviosas con el que la naturaleza la había dotado. El pecho izquierdo de Marta sufrió la misma suerte, y luego, los otros dos senos revivieron el mismo severo tratamiento. Las niñas aguantaron el dolor, mordiendo sus labios y sin emitir más sonido que el provocado por su respiración al agitarse.

Las inclementes mordazas fueron el siguiente aditamento. Las apretó; mucho, hasta que se asentaron bien por detrás de los dientes, como debía de ser.

El sonidito de una botella de plástico que se abría fue el pistoletazo que marcó el inicio de la última etapa de la preparación de su predicamento. Él, vertió algo de lubricante sobre sus dedos, y, delicadamente, lo extendió sobre la rosada abertura que provocativamente abría para Él el interior de sus sumisas. Rítmicos y roncos gemidos emergieron de las gargantas de las dos mujeres, entrecortándose cuando un objeto rosado, de buen tamaño quedó alojado en lo más hondo de los vientres femeninos.


 

Él se alejó para aposentarse en el sofá que servía de privilegiada atalaya sobre el hermoso espectáculo de sumisión que se desarrollaba en aquel salón. Las mujeres esperaron, arrodilladas, mientras la apretada piel de tambor de sus vaginas trataba de adaptarse al poderoso intruso que había sido introducido de manera tierna pero implacable en lo más hondo de sus sagrados templos.

 

- Dadme un orgasmo. La primera que me lo ofrezca, será recompensada.

 

El sutil clic de un botón en un mando a distancia y el zumbido de unos motores eléctricos amortiguado por las paredes de carne, fueron el prolegómeno de lo que estaba por venir.

Sin poder juntar las piernas, toda la estimulación provenía de la fuerza que sus músculos internos podían ejercer sobre las vibrantes ovoides de su interior. Las vibraciones eran tan intensas que las dos mujeres, pronto notaron como su sexo engordaba, henchido de sangre y como, las inflamada carne trataba de devolver parte del fuego a sus vibradores apretándolos con una palpitante presión. El olor de los perfumes, mezclados con el aroma al sensual almizcle de sus humedades golpeaba el cerebro de las dos bellas.

Lara notaba como los tirones en sus pezones por culpa de la mujer que tenía enfrente se hacían cada vez más continuos y dolorosos. Por el patrón de dolor, pensó, Marta debía de estar agonizando camino del éxtasis. Lara, se concentró en los gemidos que, tamizados por la mordaza que mantenía abiertas su boca le llegaban desde su compañera. Los oía, los sentía y, el cálido aliento de Marta, acariciaba su propia cara con una fuerza creciente

Las mareas de placer  que  azotaban sus entrañas con su oleaje,  arrastraban más a las dos cautivas. Lara notó, como si de una experta pescadora se tratara, por los tirones de las pinzas de sus pezones, que Lara se estremecía como antesala la catarsis de ese orgasmo que Él les había pedido. Cuando los espasmos de su compañera se abrían paso como las burbujas que rompen la humeante superficie del agua que va a romper a hervir, Lara arqueó su espalda hacia atrás.

Marta, sintió un dolor intenso, como si alguien tratara de arrancarle los pezones con una tenaza al rojo vivo, descabalgándola de la ola de placer que la arrastraba y haciéndola emitir un alarido roto, amortiguado hasta gutural gemido por la inclemente mordaza de su boca.

Lara notó el dolor en sus pechos. Su marrullera maniobra hizo que las pinzas apretaran sus propios pezones hasta que su delicada carne quedo reducida a una fina y palpitante barrera que separaba las dos partes de la pinza de cruel metal, trasmitiendo a las raíces de sus pezones las convulsiones que el dolor había provocado en su infeliz compañera. La mujer apretó su vientre contra el zumbante trasgo de su interior y las sensaciones martillearon su cuerpo. El alarido de su compañera, las sensaciones en su ardiente sexo y sentir la agonía de su rival en sus propios pezones fue demasiado para ella. Lara orgasmó con un grito apenas silenciado por su mordaza de aro.

Las dos mujeres se arquearon, crispándose cada vez que sus ondulantes cuerpos tensaban de más las cadenas que las unían castigándolas en sus más sensibles partes. Ambas damas yacieron extenuadas, derrotadas, apenas manteniendo el equilibrio sobre sus doloridas rodillas.

Él se levantó y el zumbido de los vibradores se extinguió dejando sin fondo los jadeos y gemidos de las dos mujeres, que, ciegas, quedaban prisioneras de su propia piel.

El hombre se aproximó y retiró el satén que mantenía en tinieblas a Lara acariciando con el dorso de su mano la piel sudorosa de sus mejillas. Con un tirón desabrochó la mordaza que distendía las mandíbulas de nuestra atribulada ganadora. Dos hermosas marcas de presión, piel levantada y carmín corrido lucían en el lugar en que la correa había mordido las comisuras de sus labios. Lara, con la visión aun  borrosa de sus pupilas adaptándose a su recién recuperada visión, percibió como Él se bajaba la cremallera haciendo visible un palpitante pene erecto.

 

- Parece que has ganado, tendré que darte la recompensa.

 

Lara hizo un esfuerzo para poder mover los atenazados y doloridos músculos de su mándibula y poder articular palabra.

 

- Señor, ¿Puedo hablarte?

- ¿Qué quieres, bruji?

 

- He sido mala, te he faltado al respeto, y os he arruinado la noche, a ti, y a ella…a nosotros. Señor, si lo consideras, destrózame la garganta hasta que no pueda hablar, pero tu leche… no la merezco.

 

Él la tomo del pelo haciendo que se irguiera un poco sobre sus rodillas y la abofeteó. Ella abrió la boca. Una ígnea lanza de carne empaló su garganta y aplastó su lengua. La mujer graznaba patéticamente en búsqueda de un resquicio para el aire. El hombre continuó, agarrándola del pelo forzándola a engullir cada milímetro de la gruesa estaca que descoyuntaba la articulación de su boca.

La gigante broca comenzó a coger velocidad percutiendo con furia el fondo de su garganta con cada vez mayor velocidad. Lara, así sometida trataba de aprovechar los momentos en que la ardiente espada se retiraba para recuperar algo de aire.

 

-Así, ahógate para mí. Sé mía.

 

Lara notó para su deleite que la endurecida lanza comenzaba a contraerse espasmódicamente dentro de su garganta.

Él retiro su enhiesto estandarte, creando una delicada vela de saliva, mucosidad y líquido preseminal con la viscosidad que goteaba de la cara de Lara. Se limpió el erecto glande con la suave melena de su esposa.

Lara, miró a su marido y, con voz ronca – que le duraría varios días- interpeló al hombre.

- Señor, ¿Me permites ser una buena zorrita? ¿Me dejas pedirte perdón siendo buena con Marta?

Él tomó a su esposa de la oreja, hasta situarla, arrodillada junto a  la otra cautiva que permanecía  aun ciega y silenciada. La cadena entre las pinzas de las mujeres, antes tensas, ahora colgaba formando un arco.

La tersa verga fue introducida en las salvajemente abiertas mandíbulas de Marta. Ella notó como la dura y viscosa lanza se deslizaba sobre su lengua, invadiéndola hasta su garganta. Él fue dulce, pero implacable. Sujetando con firmeza su cabez,a mantuvo empalado el cráneo de la joven, sin apenas moverlo. Así permaneció unos segundos, con la cabeza de Marta tratando en vano de librarse de las firmes manos que la sujetaban. Él estaba inmóvil dejando que los diminutos y espasmódicos movimientos de ella pugnando por aire,  fueran las caricias que habrían de llevarlo al éxtasis.

La lengua de Lara recorría la suave piel del cuello y las orejas de Marta, mordisqueando los lóbulos  de la oreja. Un mordisquito en el cuello o una traviesa lengua girando en su oído aumentaban las sensaciones de Marta que al tiempo parecía morir sin aire y de placer.

Finalmente una ígnea erupción precedida de unas veloces contracciones de la masculinidad de Él se produjo en la garganta de Marta. La máscara se había corrido por las lágrimas, dando a su cara un aire de patética belleza. Ella no podía más que, gustosamente, hacer nada salvo tragar. Una gran cantidad de viscosa virilidad se deslizaba por su garganta sin que nadie le hubiera consultado su parecer. Él había decidido honrarla fertilizando sus entrañas con su preciada esencia. Ella era suya. Se sintió tan zorra por ese placer que experimentaba, siendo usada sin que pudiera hacer nada por evitarlo, siendo tan brutalmente poseída que, poco a poco, se deslizó por el tobogán de un orgasmo empujada por las caricias de la lúbrica lengua de Lara.

Marta crispó su cuerpo y convulsiono, como si por un momento su cuerpo creyera que podría liberarse de las restricciones que tan férreamente limitaban sus anárquicas sacudidas. Sus pezones y sus brazos pugnaron duro contra el acero que los sometía, sin más resultado que el dolor de sentirse suya. La mujer notó que el inquilino de su boca decrecía poco a poca, sintiendo que aquella tórrida carne de hombre volvía a su ser más sereno y desocupaba sus colapsadas vía respiratoria. Una larga estalactita de saliva y virilidad se deslizó desde su boca cuando Él retiró el pene de aquella boca sumisa que continuaba abierta.

 

Lara abrió la boca para aceptar la mordaza que Él acercaba a sus labios y que fue, de nuevo, apretadamente abrochada. El hombre se acuclilló  entre sus cautivas, y, con movimiento firme pero gentil, liberó un pezón de cada una de sus compañeras de juegos. Las pinzas quedaron colgando por la cadenita que las unía a su pareja que continuaba mortificando el suave rosado botón del otro seno. Ambas chicas aullaron tras sus mordazas y una mueca de dolor acompañó el fluir de la sangre hacia el lugar del que había sido desplazada por el inclemente beso del metal. Para su turbación, tras unos segundos de tregua, el pezón volvió a ver castigado. Las dos chicas quedaron así, firmemente pinzadas, pero, por primera vez, libres la una de la otra.

El juez y verdugo de aquella ordalía se colocó a espaldas de ambas cautivas que sintieron un  pronto alivio en sus torturados omóplatos y hombros cuando los grilletes que aprisionaban muñecas y codos cayeron al suelo con sonido metálico, y las chicas, al instante notaron un hormigueo en los brazos conforme estos a la vida tras el infierno de su predicamento.

Él se levantó y las miró.

-          Chicas ¿Lo de esta noche se va a repetir?

Las dos chicas negaron con la cabeza  y emitieron unos gemidos como toda respuesta.

-          Chicas, tenéis que entender que la una no es nada sin la otra, que sois mías, y como tal, sois parte de mi ser. Quiero que a partir de ahora, cuando os vayáis a echar algo en cara penséis en esto, y no en el castigo de esta noche. Quiero que os apoyéis, entre vosotras y en mí. Quiero que seáis como hermanas. ¿Está claro?

Las dos chicas gimieron y asintieron con vehemencia mientras alternaban las miradas a su hombre con dulces miradas de soslayo entre ellas.

-          ¿Os habéis perdonado? Porque yo si lo he hecho, y sé, que desde ahora, mis damas se van a portar como buenas zorri-compis.

El las besó con dulzura.

-          Podéis levantaros e ir a pegaros una ducha. Os espero en la cama, os dejo ser un poquito traviesas… pero no tardéis. La noche, aun es joven.