El joven y la profesora desobediente

  Con 31 años, pese a que las pecas de su cara le confirieran un aspecto más aniñado, haber ganado una plaza como catedrática de instituto e...

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sábado, 24 de abril de 2021

Programa de protección de testigos. (1/3)

 

 


Este concepto, se me ocurrió después de haber visto en la página de Felix Darmouth una serie de filmes con un título similar.

Aunque el bondage de Darmouth es un poquito chapucero, la verdad es que me gusta que, en general da a sus vídeos un armazon argumental, que a mi, me parece básico en cualquier material de visionado.

 

Martina contemplaba la suntuosa habitación que ocupaba en la segunda planta de la fastuosa villa alpina en la que se encontraba alojada desde hacía quince días tras haber aceptado declarar como testigo protegido en aquel intrincado caso de espionaje internacional.

La casa, con dos plantas más una buhardilla, contaba con todas las comodidades imaginables, desde un gimnasio a dos piscinas, una de ellas cubierta y con circuito termal. La domótica, afortunadamente para ella, era sin duda de las más completas que se podía incorporar a una vivienda, y, la amplísima parcela que contaba con su propio bosque y estanque haría las delicias del más adinerado de los veraneantes. Era evidente que, la larga y bien financiada mano de la IDE, Inteligencia de la Defensa del Estado, estaba  detrás de ello.

Lamentablemente para las dos huéspedes que en ella se alojaban, durante su estancia se habían encontrado permanentemente sometidas a una u otra forma de estricto bondage y, sistemáticamente, bajo la amable pero estricta vigilancia de los agentes que tenían encomendada su custodia.

La historia se remontaba a hacía tres meses, cuando la vida transcurría como la de cualquier otra chica de su edad. Martina regresaba a casa después de una noche de fiesta cuando presenció como, tras doblar una esquina y tomar una calle que a aquella hora permanecía solitaria, contempló cómo tres hombres trataban de meter en una furgoneta Vito de cristales oscuros a una joven que trataba de resistirse como una gata panza arriba. La luz lejana de una farola le había permitido distinguir el rostro de dos de aquellos hombres de aspecto arábigo. Sin saber a lo que se enfrentaba, ni a lo que el futuro le depararía, pero fiada en su capacitación en varias artes marciales, la joven corrió en ayuda de la mujer que estaba sufriendo el intento de secuestro.

Los hombres, sorprendidos por la súbita aparición de aquella inesperada walkiria y viendo que la rapidez de la operación se veía comprometida, decidieron abandonar su acción delictiva y huyeron precipitadamente dejando a la esbelta joven en la acera con las manos atadas por una brida que mordía dolorosamente la carne de sus pulsos. Martina sacó el móvil y telefoneó a la policía…

No sería hasta más tarde cuando sabría que la joven a la que había salvado de tan funesto destino era Aisha, la hija de una concubina de un reyezuelo de un país de Oriente Medio. Su padre, llegado el momento repudió a su madre que había huido a occidente, llevándose con ella a su hija adolescente, y no sería este su único descubrimiento. También, en el curso de los días que llevaba bajo protección del IDE  sabría que los hombres que habían tratado de secuestrar a la joven eran mercenarios al servicio del gobierno de ese país indeterminado de la Península Arábiga, y que estos, gracias a las detalladas descripciones de las dos mujeres, habían sido detenidos, y que, en ese juicio, las dos jóvenes eran las dos principales bazas de la acusación.

No pasaron muchos días hasta que el servicio de inteligencia se había puesto en contacto con ellas para ofrecerles pasar a formar parte del Programa Especial de Protección de Mujeres Testigos, y tras una no muy larga reflexión y ante el peligro que tanto ellas como sus familias podían correr al enfrentarse a una poderosa organización de espionaje, aceptaron el formar parte de este programa.

Martina se giró sobre los impresionantes tacones de doce centímetros asegurados con un pequeño candado en la correa que los mantenía abrochados alrededor de sus finos tobillos para ver la hora en gran reloj de pared de su habitación. Como casi nada dentro del programa, la elección de los zapatos, tampoco era fruto del capricho:  era una medida de seguridad, ya que,  para evitar posibles fugas, las mujeres que aceptaban acogerse al programa de protección, debían de vestir siempre altos tacones. La falda lápiz que le llegaba hasta los tobillos, aunque restringía su zancada hasta limitarla a unos pasos mínimos era una mejor opción que las medida de seguridad alternativas, que consistían en grilletes en sus tobillos, sin menoscabo de los tacones, o, el no vestir más que ropa interior que si bien era referida en el argot de “la casa” como “elegante”, ella, como  poco la calificaría de “picante”. Esta medida, aunque curiosa, estaba establecida por los psicólogos del servicio de inteligencia que, tras estudiar el comportamiento de varias testigos, llegaron a la conclusión que el riesgo de fuga en mujeres jóvenes e inmaduras era mucho menor si vestían prendas “socialmente poco aceptadas”.

Una blusa de manga sisa completaba su indumentaria junto con unos discretos pendientes y una cadena con colgante a juego que le ceñía el cuello.

En el reloj marcaban las dos y veinte, lo cual era una visión fabulosa ya que, desde el desayuno a las nueve se encontraba restringida en una estricta posición de “orante inverso”. Sus codos se encontraban atados juntos a su espalda y flexionados, de manera que las palmas de sus manos se encontraban la una contra la otra a la altura de su nuca. Esta posición es siempre dolorosa tras cierto tiempo, y pocas veces se consigue mantener los codos juntos y las manos inmovilizadas a tanta altura, lo normal, aun en las chicas más flexibles, es que los codos se encuentren atados a cierta distancia uno del otro, y las manos se encuentren por debajo de los omóplatos. Desgraciadamente para Martina, sus grandes cualificaciones en artes marciales, había llegado a ser medalla de oro en unas olimpiadas universitarias, obraban, en este caso, en su contra. Por un lado poseía más flexibilidad que una mujer de su edad “normal”, y por otro lado, sus dotes las convenían en una testigo sometida a medidas especiales, de manera que, por ejemplo respecto a su compañera de programa su bondage era, siempre, mucho más estricto y sometido a mayores controles.



 

A las dos y media, a tiempo para el almuerzo del mediodía, pensaba Martina, uno de los agentes llamaría a la puerta, le quitaría la enorme mordaza de bola roja que invadía su boca y que siempre estaba mucho más apretada de lo que sería necesario, y permitiría a sus brazos un descanso al cambiar su punitiva posición por otras restricciones más confortables a fin de permitirle bajar al comedor, y, aunque siempre bajo la atenta vigilancia de uno si no los dos agentes, mantener una pequeña charla con Aisha, con la cual, a fuerza de compartir unas circunstancias tan particulares, estaba forjando una sana amistad.

Frisaba ya la hora del almuerzo, cuando la mujer escuchó la conocida llamada en la puerta que, sin que el recién llegado esperara obtener ninguna respuesta, por otro lado imposible, se abrió a los pocos segundos. Era Patricia, la agente que junto con Carlos, o esos eran los nombres que habían dado, se encargaban de la protección, custodia y atención de las dos jóvenes. Era una mujer alta de pelo rubio que frisaba los cuarenta años y una constitución atlética que haría palidecer a muchas veinteañeras. Martina no sabía por qué, pero intuía que un fondo de sequedad se mantenía en el trato hacia ella, que, no obstante siempre había sido correcto dadas las circunstancias.

-          - Hola, Martina. Es hora de cambiarse. Túmbate boca abajo sobre la cama, ya sabes cómo.

Deseosa de poder disfrutar en  sus brazos de la relativa libertad de un bondage más  liviano la joven obedeció al instante.

Una vez se hubo tumbado, notó como Patricia deslizaba bajo su vientre un anchísimo cinturón de cuero que aseguró con un candado de acero a su espalda.

La agente, antes de empezar a deshacer los nudos que aseguraban los brazos de la mujer que yacía en la cama observó el aspecto general de los miembros, pese a que cada hora las testigos eran chequeadas, La cuerda demasiado fina y demasiado apretada como para poder haber sido confortable en algún caso, se enterraba profundamente en la carne de los brazos de Martina. Patricia pensó que mientras los hombros de la joven debían de estar viviendo una auténtica ordalía de dolor, sus manos y antebrazos hacía horas que debían de estar dormidos. A pesar de la severidad de las restricciones la circulación de aquella mujer joven no presentaba problemas, aunque, en esas posturas, las restricciones debían ser revisadas cada hora. La cautiva notó como su experta guardiana forcejeaba con los nudos de las cuerdas y notó como, milímetro a milímetro, sus codos se separaban muy despacio. Si bien el poder separar los codos que habían permanecido estrujados el uno contra el otro las últimas seis horas era siempre una alegría, era verdad que esa postura aumentaba mucho la tensión en la ligadura de sus muñecas que ya de por sí se clavaba en los pulsos de forma dolorosa, provocando que el alivio en sus omóplatos al sentir liberados sus codos corriera paralelo a las llamaradas de dolor que emanaban de sus muñecas, ahora sobretorturadas.

Una vez los brazos fueron liberados, Patricia hizo pasar unas esposas por una gran argolla que el cinturón de cuero presentaba en su parte frontal, y, al momento las muñecas de Martina se encontraban otra vez perfectamente asegurados, si bien en una posición más confortable. Mientras permanecía sentada en la cama, Martina notaba como los entumecidos nervios de sus brazos volvían a la vida, enviando oleadas de dolorosas punciones a su cerebro, ella sabía que, sus manos, entumecidas, tardarían horas en recuperar la sensibilidad, justo a tiempo para volver a afrontar una larga tarde de confinamiento cuando, tras la comida, otra estricta restricción sustituyera al liviano bondage del que ahora disfrutaba. Sus dedos, tumefactos, serían inútiles durante la comida, convirtiendo sus manos en poco más que en unas “patas de perro” que apenas le permitirían sostener los cubiertos con un mínimo de pericia.

Finalmente, la enorme mordaza que forzaba sus mandíbulas fue retirada de la boca de Martina. Poco a poco, ya que la enorme bola había forzado las mandíbulas de la chica hasta quedar firmemente encastrada tras sus blancos dientes, y con la ayuda de Patricia sin la cual aquella cruel bola jamás podría haber sido expulsada, la mordaza volvió a forzar las mandíbulas de la joven, aunque esta vez para recorrer un camino inverso al realizado aquella mañana. Tras horas de dolorosísima distensión Martina tardaría varios minutos en poder cerrar sus mandíbulas de cuya articulación hacía varias horas que irradiaban pulsiones de dolor que recorrían todos los músculos de su cráneo. Un hilo de saliva enorme se desprendía del labio inferior.

Patricia tomo un cleenex y secó la baba que se deslizaba por el pequeño mentón y masajeó la torturada articulación con el fin de disipar el dolor y permitirle cerrar la boca. La marca que había dejado la correa en las comisuras de los labios era claramente visible, así como las marcas que, sobre sus mejillas había dejado la ajustadísima cincha. Aquí se debe explicar que, cuando una mordaza es grande, y esta era enorme, y se aprieta, y esta estaba apretadísima, la mordaza hace prominentes los carrillos, y al apretarse la correa, estos carrillos son aplastados a su vez  contra la dura bola de látex que los hace protruir. Esto unido a la indentación del cuero sobre las delicadas mucosas de las comisuras labiales y a la sed que devora y que sólo conocen las que durante horas han sido amordazadas, hace que, aparte de la privación de la facultad de hablar,- sin duda dentro de todas las posibilidades de bondage es lo que más indefensa hace sentir a una mujer-, la ordalía de ser amordazada sea algo muy digno de tener en cuenta.


 

-         -  ¿Quieres beber?

- Martina asintió y la agente acercó un vaso de agua con una pajita que la cautiva apuró de un trago.

-       - Patricia, estaba muy apretada. ¿De verdad es necesario?- Martina se pasaba la lengua por la superficie de sus labios que tras varias horas de yerma sequedad acababan de recibir el beso del agua.

-      - Sí. Y si se te ocurre otro comentario de marisabidilla sobre como tengo que mantener segura a una experta karateca, te aseguro que esa mordaza vuelve a tu boca justo después de que te cepilles los dientes.

Martina bajó la mirada y selló sus labios, sabía, por propia experiencia que la agente Patricia, o Morticia como la llamaba Aisha, no amenazaba en balde.

Cuando bajaron al comedor, la mesa estaba puesta, y Aisha, vestida con unos apretados vaqueros y una camiseta sin mangas de color azul marino que dejaba a la vista el bonito zafiro que adornaba su ombligo, esperaba frente a su silla. La marca de la mordaza era también caramente visibles sobre su boca.

Al verse, las dos chicas se sonrieron.

-        -  ¿Qué tal, Aisha?

-       -   Bien…. Ya sabes…. Toda la mañana de compras. – Las dos chicas rieron e incluso los dos estrictos agentes sonrieron ante la ocurrencia de la joven.

-       -   Yo… esa puñetera mordaza estaba tan apretada que me dolía hasta la cabeza.

-      -    Ya… es una lata, pero bueno, es el protocolo… Hoy… nos hemos portado bien…. – dijo Aisha elevando la voz para que los dos agentes que ultimaban los platos en la cocina pudieran oírla-, ¿Nos vais a dejar ir a la piscina por la tarde?

Carlos miró condescendiente a las chicas. Él, divorciado, tenía también una chiquilla  un poco menor que ellas y que ese año entraría en el último año de instituto. Vivía con su madre en  California.

-        -  Sólo si os lo coméis todo – sonrió el agente sin levantar la vista de su tarea en la cocina-.

Patricia miró con desaprobación a su compañero, aunque él era un agente muy cualificado y superior a ella en el escalafón, a veces sentía que, especialmente si las testigos eran jóvenes y bonitas, se olvidaba un poco del rigor profesional, “Problemas de trabajar con hombres”, pensó para sí.

Una comida cuando dos de sus comensales se encuentran con sus manos esposadas a su cintura es un acto que se puede prolongar mucho en el tiempo, y ya eran casi las cuatro cuando las chicas terminaron las fresas que constituían el postre. Aunque las comidas eran un momento de distensión y las charlas podían llegar a ser muy agradables, el protocolo de higiene, como todos los del Programa de Protección de Testigos, era muy estricto y las dos chicas debieron acudir al cuarto de baño para su higiene dental.

Para ello, y ante la mirada impertérrita de Patricia, una muñeca era liberada de su restricción y con esa mano la chica podía cepillarse los dientes y resto de actividades de higiene que estimara. No era raro que aprovecharan también para aliviar sus vejigas ya que, pasar la tarde sometida a un estricto bondage y firmemente amordazada no era la mejor de las situaciones para afrontar una situación sobrevenida.

Tras veinte minutos dentro del baño, las dos muchachas volvieron a ser esposadas de ambas manos y acompañadas al salón donde Carlos terminaba de ver el noticiario en la televisión.

-          -Qué queréis, ¿ ir a la piscina?

Las dos chicas asintieron con vehemencia.

-          Patricia, acompaña a las chicas y que se pongan el biquini, esta tarde, como han sido buenas chicas se han ganado que las custodiemos mientras disfrutan un poco de las comodidades de la villa.

Al poco las tres chicas estaban de vuelta al salón, con las muñecas todavía esposadas al ancho cinturón de cuero marrón que ceñía su cintura y caminando sobre los altos tacones que realzaban sus esbeltas figuras. Carlos permanecía en la misma posición, viendo los deportes, si bien, sobre la mesa que se encontraba frente a la señorial chimenea que presidía el salón se encontraban los odiados monoguantes y dos mordazas de aro cuyas futuras destinatarias no dejaban lugar a la duda. Una pequeña rebelión iba a tener lugar…

- No, jobá… los monoguantes no- decía Aisha tratando de poner su mejor carita de pena.

- Queremos tomar el Sol, y esas mierdas son muy apretadas, y además, cuando estás en la tumbona no sabes cómo poner los brazos. Y dan calor…

- Y nos van a dejar marca de bronceado…. – terció Martina percibiendo una guardia un poco baja en Carlos-

Patricia asintió ante el último razonamiento.

-      -    Jefe, podemos usar esposas, no van a dejar marca, y, además se podrán meter en la piscina…. Si se lo ganan.

Las dos cautivas ante la irrupción de la inesperada aliada inquirieron  con mirada expectante a Carlos, que sonriendo meneaba la cabeza.

-        -  Bueeeeeeno…. Sois unas caprichosas…. las tres….. hágase.

El agente se levantó y del armario donde se guardaban las restricciones regresó con varios pares de esposas. Patricia observó que, en su elección, la seguridad quedaba garantizada, ya que las muñecas de Martina serían aseguradas por unas esposas en “8” de estilo irlandés, y los brazos serían inmovilizados con unos grilletes “bagno” que sujetaban los codos inmovilizándolos apretando el uno contra el otro.




 

Aisha, considerada como menos de custodia menos exigente , sería asegurada con dos pares de esposas convencionales en muñecas y codos.

Las dos chicas, que ya no eran ajenas al mundo de las restricciones, no pudieron más que lamentarse de una elección tan segura como estricta y, aunque habían logrado la victoria de haber podido evitar el monoguante, esa tarde tampoco se iban a sentir libres como el viento.

Con destreza, en un par de minutos las dos chicas ya lucían su nuevo bondage, que mantenía sus brazos inmóviles, pegados el uno contra al otro y apretados contra el centro de la espalda. El abrazo del metal que llevaba los omóplatos hacia atrás lograba también que el busto se mostrara de forma más prominente, lo que, bajo la sutil tela de los bikinis, era sin duda un detalle que Carlos apreciaba.






Carlos cogió las mordazas de la mesa.

-      - ¿Vais a amordazarnos?  Es muy temprano… por favooooor….

-     -  Si sois buenas, será solo un rato, pero, también tengo derecho a un momentito de calma después de comer, y no quiero que me lo estropeéis poniéndoos las tres a criticar…

Los dos agentes, sonriendo, amordazaron a las chicas que con un mohín habían abierto las bocas para acoger aquellos gigantescos anillos que, tras forzar sus mandíbulas, fueron firmemente apretadas por sus correas quedando abrochadas en las hebillas de sus nucas. 

Una última revisión a todas las restriccionesy aquella curiosa e improbable familia salió hacia el jardín, donde la lujosa terraza con piscina iba a ser el lugar donde iban a disfrutar de aquella bonita tarde de Julio.

 

lunes, 22 de marzo de 2021

La gran final

 

Para entender el contenido de este relato, se recomienda leer el relato “Día de partido”, aunque puedes leer y entender este relato por separado, la comprensión de los diversos rituales y predicamentos que en él se narran, creo que te harán aumentar el disfrute de este relatito.

Como autora, agardezco de corazón las críticas que amablemente me dejeis, y, me comprometo a responder a todas.

 


 El teléfono de Fernando sonó en su bolsillo interrumpiendo el paseo por el, a esas horas, poco concurrido parque. 

Tras mirar el identificador de llamada descolgó, anticipando el contenido de la conversación.

 - ¿Qué pasa, amigo? Cómo andas, Angelito. 

Su mujer caminaba a su lado mientras su marido atendía la llamada. 

- No tío, muchas gracias, ya sé que es la final, pero con Sarita de seis meses ya nos toca retirarnos… 

Sara se acarició su incipiente tripota que embellecía aún más, si cabe, sus femeninas formas, mientras, nerviosa, se mordía el labio y esperaba que su hombre colgara el teléfono.

 - ¿Quién era? – se hizo la tonta-. 

- Ángel, quería, invitarnos a ver la final en su casa. Pero ya le dije, que nosotros ahora, ya hacemos vida monacal – se sonrió- mientras hablaba-. 

Su mujer le cogió la mano y se la puso su vientre, suave y calentito.

 - Cari… solo estoy embarazada. No he dejado de ser tu zorrita… 

Fernando se giró y miró atónito a su mujer.

 - ¿Qué quieres decir?

 - Pues que desde sabemos que estoy embarazada casi ni me miras. Todo son caricias y mimitos, pero de ahí no pasamos. Has dejado de ir a ver los partidos, y lo echo de menos, y cuando nazca la nena, sí que lo tendremos más complicado.

 - ¿Quieres que vayamos?, dijo Fernando enseñándole el móvil que aún no había guardado en el bolsillo. 

Sara se paró y se puso delante de su marido rodeándole el cuello con los brazos y mirándolo a los ojos.

 - Sí, joder. Claro que quiero. Quiero que petes la boca con la mordaza más grande y apretada que puedas. Quiero retorcerme de dolor arrodillada en mi poste y ver como te empalmas mientras me miras. Quiero oir los gemidos de de esas zorras sufriendo a mis lado, y quiero, cuando volvamos a casa, recibir tu leche en mi garganta antes de que te vayas a la cama orgulloso de tu zorra. 

Fernando apretó a su esposa y la beso, mientras Sara sentía como su boca era invadida por la caliente y ansiosa lengua de su hombre al tiempo que una turgencia se notaba, incipiente, en la entrepierna de su marido. Tras unos minutos de torridez, Sara se “zafó” del abrazo de su esposo.

 - Llama… 

- No me das órdenes, pitufilla – dijo mientras le daba al botón de devolver llamada de su teléfono-. 

Mientras el aparato establecía contacto, se acercó a su mujer que se había separado unos metros para que realizara la llamada y, deslizando la mano bajo su vestido, le pellizcó como a una quinceañera, justo en la sensible zona donde el muslo se junta con las nalgas. Una mueca de dolor adornaba la cara de Sara cuando, como impulsada por un resorte se giró hacia su marido. Cualquier ulterior réplica se vio truncada cuando, al descolgar su interlocutor, comenzó una breve conversación telefónica.

 - Perfecto, Angelito… nos vemos el sábado. A las siete. Abrazo, compa. 

 La mujer se aferró al brazo de su marido mientras, iniciaban el regreso a casa. 

- Tonto, me va a salir un moratón en el culo. 

- Dalo por seguro. ¿Y? 

- Pues que me gusta la simetría… y, siendo más pequeñita que tú, y en mi estado, no hay mucho que pudiera hacer si quisieras darme otro pellizco.. 

- Eres una provocadora…. Y me encanta… 

Cuando el sábado llegó, todo respondió a una liturgia conocida y hasta deseada. Sara se acabó de arreglar, eligiendo para la ocasión un ajustado vestido rosa que realzaba sin convertir en obscenas las curvas de su ya evidente embarazo. El maquillaje era discreto, con sombra en los ojos y  gloss protector en los labios, que siempre era necesaria ante la larga velada que iba a afrontar severamente amordazada. Apagó la luz del baño, y bajo las escaleras ante las cuales la esperaba Fernando con unas esposas en una mano y una enorme mordaza de bola rosa en la otra. La bola presentaba un plateado anillo de brillante cromado que, acertadamente, Sara dedujo que podía ser usado para fijar la mordaza a su poste. 

- ¡Guau, es gigante!

 - Sí, pero teniendo en cuenta que vamos a ir en coche, y lo que me dijiste el otro día, creo que es la más conveniente. Además, te hace juego con el vestido. 

Sara, zalamera se acercó a su marido y lo miró con esos ojitos de niña traviesa que sabía que volvían loco a su marido.

 - Pero no me la vas a apretar mucho… ¿Verdad? 

- Sigue hablando, piratilla,  y dormirás con ella… 

Sara sabía que la amenaza de su marido no era más que una baladronada, no obstante, obediente abrió su boca forzando al máximo los músculos de sus mandíbulas. El hombre tuvo que forcejear para que la gigante bola pasara entre los dientes de su mujer la cual, pese a distender al máximo sus músculos no era capaz de cobijar tan enorme intruso, lentamente, la esfera se fue abriendo camino separando aun más su boca y dando la sensación a la joven, de que, en cualquier momento, su mandíbula inferior se iba a desgajar del resto de su cabeza. Solo entonces, con la rosada esfera bien asentada tras sus dientes y aplastando su lengua hasta el límite de la nausea, su esposo se dio por satisfecho. En ese momento, y pese a que la presión que ejercía la mordaza sobre sus dientes y mandíbula haría imposible que Sara la expulsase sin ayuda de las manos, el hombre ciñó al máximo la correa del artilugio, llevando las comisuras de sus labios hacia atrás y haciendo sobresalir sus pómulos. Con la cara deliciosamente desfigurada por la mordaza, Sara, parecía una ardilla que llevara una avellana en cada carrillo, pues el esférico intruso rellenaba todo el interior de su boca. La cara de la mujer, así,  hacía juego con la redondeada forma de su vientre.

 - ¿Apretada? Un gemido lastimero casi inaudible fue la única respuesta de su esposa. 

- Nah… que va, solo ajustadita. 

Con un gesto indicó que se girara, y con facilidad, esposó ambas muñecas a su espalda. Un collar de cuero con su nombre inscrito que se ceñía en su garganta y evitaba que su mujer pudiera bajar la cabeza completaba el atuendo de los días de partido. Una correa de paseo, sujeta al collar, remataba la escena. 

Fernando cerró la puerta de casa y contempló a su mujer que lo esperaba junto al coche.

 - Estás preciosa. Le dio un beso en el labio superior y le abrochó el cinturón de seguridad mientras su esposa trataba de encontrar una postura no excesivamente dolorosa, sentada contra los inmovilizados brazos, que no hiciera que el acero de las esposas se le clavara demasiado en su tierna carne. 

Cuando llegaron a la casa de Ángel y Elena, todas las demás parejas ya habían llegado y, cuando los recién llegado entraron, se montó un revuelo de bienvenida, con todos los hombres saludando a su amigo y dedicando piropos y buenos deseos a la un tanto  azorada gestante. Las chicas, ya arrodilladas en sus postes, trataban en lo posible de girarse para contemplar a Sara, en la medida que sus mordazas fijadas a los postes y los pezones dolorosamente anclados a la madera por las consabidas pinzas se lo permitían.

 - No pongas muy cómoda a Sara, que, como ves le va a tocar cuidarnos en el primer cuarto – dijo Ángel- . 

Elena, ayúdala, que los chicos y yo vamos a querer pronto una cervecita. Las dos chicas se miraron silenciadas por las respectivas mordazas, y como  conocían sobradamente que hacer, subieron al dormitorio, donde Sara se desvistió, quedándose tan solo con las braguitas y unas delicadas sandalias de tacón. Desnuda, se paró ante el espejo, y notó que Elena también miraba desde atrás la imagen de su invitada. La anfitriona abrió las esposas que fueron sustituídas por un apretado monoguante que fijaba sus brazos pegados el uno al otro a su espalda. Esta restricción tenía la característica de forzar al máximo hacia atrás los hombros y omóplatos de su portadora, provocando, al poco tiempo, un agudo dolor en la zona. A cambio, hacía que la figura que devolvía el espejo ante ella se viera majestuosamente realzada. 

Elena cogió la conocida bandeja de servicio… 

Como recordará el lector, esta  estaba fijada a un cinturón que la sujetaba a la cintura de la camarera, y, por el otro lado, de cada una de las dos esquinas salía una cadena con una pinza en su extremo, destinada a mantener la horizontalidad de la bandeja pinzándola en los  pezones de su portadora. Primeramente ciñó el cinturón, para después de dirigir una mirada de compasión hacia su compañera, proceder a colocar las pinzas, que cruelmente mordieron la más sensible de las carnes. Un grito de angustia descarnada, surgió de lo más hondo de su garganta, tan solo para ser convertido en sordo lamento por la gigante mordaza, ya que el dolor provocada por la presión del metal era intensísimo. Sara, que siempre había tenido  pechos muy sensibles, los tenía, merced a los torrentes de hormonas que recorrían su cuerpo debido al embarazo, tan delicados que le parecía que las inclementes pinzas iban a sajar las tiernas cumbres de sus senos. 

Elena dio un respingo al ver el sufrimiento de su amiga, y, con ternura acarició su rostro, que era  todo lo que podía hacer, ya que, sus engrilletadas muñecas prevenían que pudiera abrazarla, y la mordaza de bocado que llevaba y que provocaba una abundante salivación sobre su barbilla y escote, evitaba toda palabra de aliento y, siquiera, un beso de calidez humana que pudiera reconfortar  a su torturada amiga. 

Cuando Sara pudo abrir finalmente los ojos, el rostro de Elena se apretaba contra el suyo, y, bajando la mirada para tratar de alcanzar el mínimo consuelo del sufrimiento compartido, reparó en los pezones de su involuntaria castigadora. 

Presionados por pinzas en V, como era mandatorio para las anfitrionas de los partidos, Sara vio que el arito que regulaba la presión que las V ejercían sobre sus pezones estaban situadas arriba de todo, provocando que las pinzas aplastaran de forma brutal los pedúnculos de sus pezones y haciendo que estos aparecieran más duros, grandes y hermosos. Al final, Sara, aun agitada por el tormento de sus pechos, tuvo que conceder que, como decían los chicos, los pezones nunca lucen más realzados que cuando recibenr el beso de unas pinzas y si, apretando un poquito más, aparte de realzarlos se consigue martirizar a una indefensa mujer , verdaderamente, no había ninguna razón para no hacerlo.  "Nunca somos más lindas que cuando sufrimos", pensó para si.

Cuando Elena enganchó el collar de cuero de Sara al suyo la preparación llegó a su término. Lentamente bajaron las escaleras hacia el salón donde los hombres ya se encontraban sentados.

 - ¿Estáis ya, chicas? Menos mal, nos teníais aquí agonizando de sed. Los chicos sonrieron ante la expresividad de José Luis. 

Ángel, el anfitrión, fue el primero en abrir la ronda.

 - Chicas, traedme una “sin” por aquí. 

Otras dos consumiciones se añadieron antes de que las dos mujeres se encaminaran hacia la cocina. De la nevera Elena tomó las tres cervezas que abrió antes de depositarlas con todo cuidado en la bandeja  sujeta a los pezones de su amiga, la cual, cuando sintió el doloroso mordisco en su sensible carne emitió un  respingo de dolor. Con el inestable cargamento en equilibrio sobre la bandeja, el dúo se encaminó hacia el salón donde sus hombres ya estaban sentados preparados para el inicio del choque. Fueron necesarios dos viajes más para cubrir las necesidades de aperitivos y bebidas ya que, en atención a su estado, los maridos fueron condescendientes con la carga que debían soportar los sensibilizados pechos de Sara. Durante todo el cuarto, las dos chicas se mantuvieron activas, reponiendo las bebidas y aperitivos, y cuando tras los constantes paseos sobre sus altos tacones, el cuarto tocó a su fin, casi se podría decir que Sara miró con cierta amabilidad al poste al cual permanecería anclada por el resto de la velada. 

La anfitriona comenzó a preparar a Sara para sufrir el castigo del poste por el resto de la noche. Elena comenzó liberando de las pinzas los pezones de la camarera que, de no ser por la gigante mordaza que martirizaba sus mandíbulas y henchía su boca, habría emitido un aullido de dolor cuando los nervios, entumecidos por la presión, devolvieron a la vida tan sensible zona. Posteriormente liberó los tobillos de Sara de los grilletes, y la ayudó a arrodillarse frente a su puesto. Ser despojada  del monoguante permitió a la cautiva el separar unos centímetros sus brazos, lo que, nuevamente, provocó un estallido de dolor cuando la sensibilidad regresó a sus dormidos miembros.

 Sin darle tiempo a disfrutar de su breve libertad, Elena sustituyo el estricto abrazo del cuero por dos pares de esposas que atenazaron sus brazos en las muñecas y justo sobre los codos. Concediéndose cierto pequeño placer sádico, Elena, apretó los grilletes hasta asegurarse que el acero se clavaba profundamente en la carne de la joven cautiva, como a los chicos les gustaba. Un gruñido de dolor acompañaba cada clic de las esposas que se apretaban. Fijar la mordaza de Sara al poste fue la siguiente etapa. Dada su más que incipiente tripita, tuvo que ser situada a cierta distancia de la argolla a la que debía engancharse la esfera de su boca. Elena tiró de su mordaza hasta que logró realizar esta tarea.

 La posición en la que debía permanecer Sara con la espalda arqueada, era una mala noticia, pero otra peor estaba por llegar. Al estar inclinada, sus pechos quedaban separados del poste, y, por tanto, las pinzas que colgaban del mismo iban a unir a su doloroso pellizco la tortura de mantener estirados los tiernos e hipersensibles pezones. 

Sus omóplatos pegados el uno al otro y sobresaliendo, casi amenazando con sajar los músculos y la piel, como consecuencia de la presión generada en sus codos por las apretadas esposas, provocaban palpitaciones de dolor en su espalda, lo que, unido a lo arqueado de su espalda y a la ordalía de tormento de sus pechos, sumieron en una inclemente tortura a la joven, que, no pudo evitar romperse en un llanto enmudecido por la gigante mordaza que martirizaba su cráneo. Ni siquiera el ronroneo del vibrador con el que contaba cada poste, y destinado a mantener estimuladas a las chicas sin permitirles llegar al orgasmo, pudo apagar los sollozos de la cautiva.

 Para el servicio en el segundo cuarto, Ana, fue liberada del poste una vez las esposas que ceñían de manera similar a sus hermanas de castigo sus muñecas y codos fueron sustituidas por el más suave pero igualmente restrictivo monoguante. Cuando Elena hubo ceñido los cordones que ceñían el cuero que aprisionaba los brazos de su nueva compañera, fue el turno de liberar los pezones de las pinzas que los fijaban al poste. Las pinzas que había seleccionado Adolfo para su mujer eran del tipo en G, que con un tornillo  aprieta la prensa que aplasta el pezón. Cómo las pinzas era de libre elección del marido, las chicas habían protestado sobre que algunos tipos de pinzas apretaban más que otros, y que no era justo. Ante la queja, los hombres concedieron que las chicas tenían razón, y como no querían perder el privilegio de poder elegir que tipo de pinza emplear sobre sus esposas, y es de caballeros atender a las damas, decidieron hacerlo, al tiempo que les daban una lección: las pinzas ajustables serían siempre  apretadas al máximo,  de forma que esa cautiva quedaba tan, sino más, sometida a la misma ordalía que sus compañeras enjaezadas con poderosas pinzas de estilo japonés, de trébol, o similar. Para deleite de los chicos que asistían sonrientes al espectáculo, Elena no era capaz de aflojar los apretadísimos tornillos que oprimían los pezones de su doliente amiga. La anfitriona se afanaba en hacer girar el metal, y haciéndolo provocaba tirones que hacían retorcerse de dolor a la desdichada. Sus gritos de dolor transformados en sordos sonidos guturales por la mordaza llenaban la estancia para deleite de los varones y silenciosa compasión por parte de las arrodilladas esclavas. 

- Elena, no te pongas a ordeñarla ahora, que va a empezar el cuarto –dijo Enrique para hilaridad de los chicos. 

Ana, miraba con ojos de súplica a su marido tratando de que sus fuertes manos ayudaran a Elena a liberarla del tormento que se estaba alargando. 

- Lo siento, cariño, no vamos a hacer todo el trabajo… Nosotros ya os acomodamos, ahora tendrá que hacer ella algo también. Todos los maridos rieron la ocurrencia de Adolfo. 

Finalmente, y con mucho esfuerzo, los tornillos empezaron a girar, descomprimiendo los tiernos pezones y haciendo que una oleada de dolor golpeara a la indefensa esclava. La asistente, la ayudó a ponerse en pie y engrilletó sus tobillos. Para desmayo de Ana, y sin darle oportunidad de recuperarse del reciente tormento, la bandeja fue fijada inmediatamente a sus doloridas tetas.

 El cuarto comenzó, y las chicas, unidas por sus collares se afanaron por satisfacer a sus hombres, tras uno de los viajes a la cocina, Fernando reparó que su esposa continuaba llorando como consecuencia del tormento de su inconfortable postura. Como consecuencia, una mezcla de saliva, lágrimas y mocos se descolgaban desde la cara por su cuello, escote, pechos y abultada tripa. 

- Elena, por favor, coge algo y ayuda a limpiarse a Sarita. Ya la castigaré en casa por ser tan marrana. 

Una desesperanzada mirada de soslayo fue la única respuesta de la mujer a la amenaza de su marido. 

Con varios pañuelos y toallas empapados de agua templada, Elena limpió lo mejor que pudo el desaguisado, al tiempo que sonaba la nariz de la atormentada joven.

 - Sara, toma nota, que en unos meses lo vas a tener que hacer tú con tu nena. 

Los chicos brindaron por la gestante, mientras el improvisado equipo de limpieza terminaba su labor. 

Cuando el árbitro señaló el medio tiempo, llegó el momento de la competición entre las chicas, donde se dilucidaba que pareja haría de anfitriona la próxima jornada y, por ende, cuál de las chicas gozaría de la relativa libertad de ser la próxima asistente y librarse del poste. 

- Amigos, para nuestra competencia, tendremos que dirigirnos a la bodega, ya que necesitaremos un poco de espacio – habló el anfitrión a sus invitados-. 

Los hombres liberaron a las chicas y, guiándolas con la correa que engancharon a sus collares se encaminaron a la bodega. 

Ángel y Elena se situaron en el centro, y el hombre explicó el juego a sus invitados. Era una versión del clásico tirasoga, pero, con sus manos y codos esposados a la espalda, la parte con la que deberían tirar de su oponente las competidoras, serían sus ya muy martirizados pezones.

 - El emparejamiento será al azar, Elena sacará los papeles con los nombres de las dos parejas competidoras, y las dos ganadoras de la primera ronda, lucharán en la final. Si, a una de las “gladiadoras” se le cae una pinza, esa chica quedará eliminada, así que caballeros, mostrad maestría pinzando a vuestras campeonas, y vosotras, damas, mantened esos botones duros y gordos para vuestros hombres. 

 Los hombres colocaron las pinzas de trébol en los pechos de sus chicas que ardían en deseos de competir. 

Tras el sorteo las parejas quedaron compuestas por Sara contra Ana y Eva contra Laura. Un cordel fue atado a la cadena de las pinzas de las competidoras que se situaron, con las pinzas bien tirantes, a dos metros de unas marcas rojas que marcaba el punto medio entre las dos participantes. Para ganar, una chica debía arrastrar a la otra más allá de esa marca. Si en cinco minutos, no se había logrado, ganaría la chica que, al consumirse el tiempo, estuviera a más distancia de la marca. Ángel como anfitrión y árbitro del evento dio la señal de comienzo, y las chicas, animadas por sus maridos se afanaron en la competición. La pobre Sara, con los pezones ultra sensibilizados y apenas recuperada de la tortura del poste, no fue rival para Ana, que pese a los intentos de resistir por parte de la única gestante del grupo obtuvo una rápida victoria. 

La otra semifinal fue más entretenida, ya que ninguna de las dos esclavas, cubiertas en sudor por el dolor y el esfuerzo, quería darse por derrotada. La pugna titánica se veía claramente en las muecas de dolor de las dos mujeres que, como caballos, despedían espumarajos de saliva por sus bocas adornadas con apretadísimas mordazas que cortaban las comisuras de sus labios. Finalmente, centímetro a centímetro, Eva fue ganando terreno, y al cabo de cuatro minutos arrastró a Laura sobre la marca. Todos los hombres aplaudieron el esfuerzo de sus mujeres, y Ángel, erigido en árbitro, proclamo el nombre de las finalistas.

 - Bueno, y ya sabéis que, las perdedoras, también tenéis premio, dijo Ángel con una sonrisa que helaba la sangre. Tomad nuestro presente… 

Elena entrego unos paquetitos envueltos en papel de regalo de vistosos colores que contenía un pequeño pero maquiavélico artilugio: una pequeña pinza japonesa para la nariz. Esta pinza estaba diseñada para, una vez atada a la parte trasera del collar de las chicas, tirar de la nariz de la usuaria hacia arriba, provocando un disconfort que podía oscilar de una incomodidad severa a un dolor intenso, al tiempo que distorsionaba cómicamente la cara de la dama. Felices con la nueva adquisición los maridos de las dos chicas derrotadas adornaron a estas con el nuevo elemento el cual, lo que no sorprendió a ninguna de ellas, fue ajustado de manera que provocaba bastante más que una mera incomodidad.


 

 Enrique hizo arrodillarse a su lado a su mujer, que con la cara desfigurada lo miraba con el aspecto de algún cómico animalillo, mientras hablaba con José Luis que contemplaba como su guerrera era atada a Ana para la competición.

 - A ver si tienes suerte, con las coñas, lleváis seis jornadas sin ganar, a ver si hoy ganáis, que aún no te conozco el nuevo garaje.

 - Pues sí, esta semana le he estado dando una zurra de recordatorio cada noche, para mantenerla motivada, si hoy no gana, tendré que empezar a castigarla. 

Su interlocutor acarició la cabeza de su mujer, mientras asentía a las palabras de su amigo. 

- Pues sí. Pobrecilla, pero, a veces, no queda otra.

 Ángel con teatrales maneras dio comienzo a la pugna de la última ronda. Las dos chicas arqueaban la espalda a fin de tirar de su oponente no solo con su movimiento, si no con todo el cuerpo, y emitían gemidos de esfuerzo y dolor. Para deleite de sus maridos las dos mujeres se negaban a dejarse arrastrar y los pezones torturados por las pinzas japonesas, que ejercen más presión cuanto más se tire de la cadena, se encontraban estirados al máximo, pero ninguna de ellas se daba por derrotada. Los minutos pasaban, y finalmente, Ana, con los pezones magullados por el episodio de su liberación del poste, dio señales de quebrar su resistencia. Poco a poco, Eva retrocedía alejándose de la marca mientras su adversaria era arrastrada lenta, pero inexorablemente sobre ella. Habían pasado cuatro minutos y medio y el pie de Eva se encontraba tocando la marca. Súbitamente un latigazo de tensión liberada sacudió los pezones de las dos luchadoras. Una de las pinzas de Eva se había ido deslizando dolorosamente hasta que, con el último esfuerzo, salió despedida de su agarre. Las normas eran las normas, y pese a ser por un golpe de fortuna, Ana había obtenido la victoria.

 - ¡Tenemos nuestros ganadores! Parece que Adolfo y Ana nos recibirán la próxima semana. Los chicos felicitaron a Adolfo por su victoria, aunque él mismo reconocía que habían tenido un golpe de suerte.

 Tras el evento, era hora de retomar la retransmisión de la final, cuyo espectáculo del intermedio quedaba muy por debajo del entretenimiento que habían proporcionado las chicas en la bodega. Los chicos colocaron a sus mujeres en los postes, decidiendo José Luis que su mujer debía de disfrutar de un refinamiento como castigo por sumar una jornada más sin obtener la victoria. Al subir las escaleras, el contrariado marido , que deseaba aplicar un correctivo a su derrotada paladina, solicitó a Elena que trajera de la cocina un tarro de guisantes secos. Una vez la anfitriona se lo trajo, esparció las duras legumbres sobre suelo en la parte que iban a ocupar las rodillas de su mujer que lo observaba con ojos de angustia anticipando el tormento que le esperaba. 

- Me parece que últimamente estás muy cómoda castigada en el poste, creo que te hará bien sacarte de tu zona de confort – explicaba a su mujer mientras sujetaba los pezones de su mujer a las pinzas ancladas al poste-. 




 

En el fondo sabía que su mujer había dado lo mejor de si misma, pero si no le imponía un castigo quebraría su palabra, y al fin y al cabo la pequeña penitencia de hacer un poco más incómoda la estancia de su mujer en su poste iba a resultar beneficiosa para ella, al motivarla a seguir compitiendo contra las otras mujeres con redoblado afán de victoria. Eva sollozaba mientras que, con un frenético baile de San Vito, trataba en vano de sustraer sus rodillas de la dolorosa ordalía.

 Los hombres, sentados confortablemente, disfrutaban del espectáculo de la mujer que se retorcía, como una bruja que fuera quemada en la plaza pública, tratando, inutilmente, de evitar la agonía. El llanto de Eva se unía al de Sara que , de vuelta al poste, se veía de nuevo encadenada y pinzada de tal guisa que toda su espalda se quebraba de dolor. 

A Elena, la única mujer que podía disponer, aunque limitadamente de sus manos, se le amontonaba el trabajo, ya fuera en la cocina preparando las bebidas y snacks que luego, para desdicha de su compañera de turno, depositaba en la bandeja , ya fuera en el baño, humendeciendo toallas para asear a las sollozantes cautivas que practicamente, y debido a las grandes y apretadas mordazas, se ahogaban en una mezcla de lágrimas y moco. 

- Chicos, creo que esto se está poniendo un poquito serio, vamos a ser un poco caballeros – dijo Fernando mostrando el mando a distancia del vibrador Hitachi sobre el que su mujer se encontraba a horcajadas-. 

Los chicos sonrieron, y asintieron. Al unísono, el zumbido de los aparatos se redobló y el efecto en nuestras protagonistas no hubiera sido muy distinto si se les hubiera introducido un cable eléctrico en el apretado anillo de su ano. Las chicas se crisparon y se alzaron todo lo que sus sujeciones les permitían, aumentando el dolor de sus ya muy castigadas rodillas, por supuesto el castigo, en el caso de Eva, fue multiplicado por los duros guisantes que se clavaban en la escasa carne, provocando un dolor que le llegaba hasta el hueso.

 - Chicas, por favor, como la familia ha crecido y ahora tenéis que ocuparos de las dos mocositas, traednos las bebidas de un viaje, que si no, tardáis mucho.

 La recién liberada cautiva, volvió los ojos, previendo que esas urgencias no auguraba nada bueno ni para ella ni para las delicadas cumbres rosas de sus pechos.

 El tercer cuarto terminó, y Elena ofició el conocido ritual de devolver a su compañera a la tortura del poste, y, otorgar una pequeña libertad a Eva que sería la camarera del último cuarto. 

En la cocina, Elena colocó las cervezas sobre la bandeja, provocando que, junto al dolor de la pesada carga tirando de sus pezones, la tensión en la cadena provocara que la presión las pinzas aumentara exponencialmente, mortificando a su hermana de cautiverio con un nivel de dolor, que nunca antes había experimentado. Caminando lentamente, para no añadir vibraciones de indeseables consecuencias a las torturadas tetas de Eva, el extraño dúo, comenzó a caminar hacia el sofá donde los chicos las esperaban con expresión divertida. Enrique fue el primero en coger la cerveza de la bandeja tan sugerentemente portada por la chica que flexionaba gracilmente sus doloridísimas rodillas a fin de hacer esta más accesible para sus hombres. Los hoquedades en su carne en los lugares en los que los guisantes se habían estado clavando eran claramente visibles. 

Enrique se deleito con la expresión de alivio que percibió en la mirada de la mujer cuando la presión en sus carnes se vio disminuida al retirar el peso de la cerveza de la bandeja. Marido tras marido, fueron retirando las bebidas hasta que la joven se vio liberada del peso que torturaba sus pechos. Una vez satisfechas las necesidades de los chicos, era el turno de atender a sus compañeras. Los sonidos, provenientes de las estropajosas bocas de las damas, secas ya tras varias horas de estricto amordazamiento, eran variopintos:  los gemidos de placer que emitían desde la frustración que les embargaba al ser mantenidas al filo del orgasmo sin permiterles caer en él, se mezclaban por los sollozos de Sara que no habían cesado. Hacía un rato que la esposa de Fernando se retorcía victima de los calambres que sufría en su antinaturalmente arqueada espalda. El peso de su vientre, preñado de vida, hacía un rato que había quebrado la resistencia de sus músculos que se desgarraban en alaridos de dolor. Su maquillaje se había corrido merced al llanto, y su cara, distorsionada por la inmensa mordaza y el gancho nasal, era un lienzo deliciosamente patético para tan surrealista pintura. Su rostro, inclinado hacia delante y velado por su cabello,  le daba el aspecto de una extraña religiosa que estuviera orando.

 La torturada esclava fue confortada lo mejor posible, y para asombro de Elena ,cuando se agachó a limpiarla , se percibía desde la entrepierna , el inconfundible olor de la feminidad desatada. 

El partido, se acercaba a su fin, y como muchos otros días los chicos volvieron a elevar el ritmo de los zumbantes vibradores. Las chicas sabían que esto se mantendría hasta el final del partido, y que, de no ser capaces de orgasmar en los escasos minutos que quedaban, se verían frustradas en su indefensión, ya que, invariablemente, al pitar el árbitro, los vibradores, volverían a su insulsa velocidad de crucero.

 Afortunadamente, no fue este el caso. Las chicas, estimuladas desde hace horas por sus vibradores sin posibilidad de alcanzar la ansiada meta, y sabiéndose irresistiblemente atractivas para sus hombres que disfrutaban del placer de contemplarlas torturadas en su indefensión y sufrimiento, fueron llegando una tras otra a la ansiada cumbre de placer. Unas fantasearon adelantando el sexo salvaje que a buen seguro les esperaba en casa. Eva, perdida en la soledad de su predicamento,  y que siempre se había maravillado de la sensación de aislamiento que le provocaba estar amordazada, notaba como las ondas de placer martilleaban los mismos nervios que hacía tan solo un momento únicamente percibían terrible dolor. A fin de apretar el vibrador contra los henchidos labios de su hambrienta vagina, trató de ceñirse todo lo posible al poste, lo que, si bien aliviaba la tortura en sus pinzadas tetas, aumentaba la tensión en su ya torturada espalda. Sara jadeaba, aunque de su boca tan solo escapaban agónicos bufidos, y, en cada resoplido, escapaban hilos de saliva que aterrizaban sobre su escote, sobre el poste, el suelo… El espectáculo era memorable, viéndola arquear su espalda como una ballena moribunda, los hombres, apenas contemplaban el televisor, ya que Sara acaparaba toda la atención. 

- Antes de marchar, va a tener que ayudar a Elena a fregar, mira como está poniéndolo todo- comentó Ángel para carcajada general-. 

- Sí, no te preocupes, que como te dije, se ha ganado un castigo. Por puerca. 

Sentirse humillada, indefensa y completamente carente de capacidad ejecutiva, unido al martilleo del vibrador contra su inflado sexo, fue demasiado para la pobre Sara, que se vio arrastrada al orgasmo por el cosquilleo in crescendo que sentía en su vientre extendiéndose desde su clítoris y que acabó explotando en una bomba de insensata locura. Sara se irguió cuanto sus crueles restricciones le permitieron, como si con ese embate, cegada por el placer, buscara zafarse del retorcido beso de las pinzas. Aun sollozando, los hombres vieron como la mujer se agitaba y convulsionaba hasta acabar quedando atónica, pasiva, sollozando entrecortada apretando su barbilla contra el poste. José Luis palmeó la espalda de Fernando. 

- Parecía que la muy viciosa iba a explosionar, amigo. 

Los resoplidos de las chicas, tratando de calmarse mientras los vibradores continuaban machacando sus clítoris inflados de sangre con un muy molesto martilleo, eran la música de fondo, mientras sus maridos contemplaban el emocionante final del partido. Para desgracia de las chicas, sus maridos, que hacía tiempo que no veían a su amigo Fernando, decidieron alargar la velada, tomando unas copas y charlando animadamente, mientras las mujeres permanecían inmovilizadas en sus forzadas posicione. Ni que decir tiene, que, tras sacar las botellas y copas, Eva fue devuelta su particular purgatorio, donde permanecería las dos horas de animada conversación que los chicos mantuvieron, en parte para ponerse al día y, en parte para dejar un tiempo prudencial antes de coger el coche.

 Sus esposas gemían de desesperación cuando un nuevo tormento se sumó a los no pocos que ya sufrían. Sus vejigas, que no habían sido aliviadas en toda la tarde, empezaron a clamar por ser vaciadas. A horcajadas sobre sus vibradores, las chicas no podían hacer fuerza con las piernas, y tan solo sus esfínteres prevenían un accidente que, sin la menor duda les hubiese acarreado un severo y merecido castigo. Los quejidos acabaron alcanzando tal nivel de angustia que, los chicos se compadecieron de sus esposas que los miraban con ojos de cachorrillas.

 - Bueno, bueno, chicas, no seáis tan aguafiestas, que hace tiempo que no veíamos a Fer… 

- En fin, al final nos tendremos que ir…. Ya sabes, siempre hay que darles la razón, - añadió Fernando-. 

 Las chicas fueron liberadas del poste, teniendo sus hombres que ayudarlas a levantarlas, ya que sus entumecidas piernas se negaban a obedecer las órdenes de su cerebro. Tambaleantes y en precario equilibrio de sus tacones, las recién liberadas esclavas tuvieron que sufrir los calambres que recorrieron sus brazos y piernas cuando, tras horas de entumecimiento, los nervios recobraban la vida. Rogando con la expresión de los ojos, la única forma de expresarse que esposadas y amordazadas  les era permitida, solicitaron el privilegio de utilizar el cuarto de baño. 

 - Sois peores que niñas, - dijo Enrique-, anda, ve, no tardes. 

José Luis miró a su esposa que temblaba en desesperación juntando las rodillas tratando de evitar un inminente colapso de la resistencia de su vejiga. 

 - Tú no. Estás castigada, y más te vale ser buena y llegar a casa sin “accidentes”, si sabes lo que te conviene. 

Eva sollozó, y su respiración se volvió espasmódicamente rápida mientras, trataba de cruzar las piernas con todas las fuerzas de las que era capaz de hacer acopio.

Tras aliviar las vejigas, las chicas se vistieron y sus maridos les engancharon las respectivas correas en el collar. Eva, a mayores, debajo del sujetador portaba una par de pinzas abrazando cruelmente la base de sus pezones, tan apretadas que sus pezones eran bajo el sostén  una palpitante masa de carne endurecida.

 La despedida, en la puerta del chalet fue acompañada de un rato de charla, para particular desesperación de la esclava puesta en penitencia. 

Finalmente, la reunión se disolvió y cada pareja tomo el camino a su respectiva casa. Fernando ayudo a su joven esposa a acomodarse en el asiento del acompañante, y, al hacerlo, su nariz percibió el sutil olor del almizcle de su enamorada. 

 - Pequeña, te has portado bien. ¿Te he castigado mucho? La mujer, aun con los ojos rojos tras un llanto tan prolongado, asintió con la cabeza. El hombre, cerró la puerta y se sentó en el asiento del conductor. 

- Te pondré un poquito más cómoda- dijo el hombre haciendo ademán de desabrochar la correa que mantenía apretada de forma tan cruel como exagerada la gigante mordaza. 

La chica negó con la cabeza. El hombre se rió. 

- Es decir, zorrita… te he castigado mucho… ¿Pero quieres más? La mujer asintió con la cabeza. El marido, sacó algo de su bolsillo, y,con un habil gesto, volvió a colocar el gancho en la nariz de su mujer, la cual aun tenía las marcas de haber sido salvajemente estirada durante varias horas. Un gemido de dolor fue emitido con Sara cuando su marido ató el cordón en la parte trasera de su collar, y dado que el trayecto a casa iba a ser corto, estiró este hasta que su mujer quedaba con la nariz practicamente aplastada contra su rostro. Sonriendo, pensando planes para cuando llegaran a casa, el hombre arrancó, orgulloso, como siempre, de la mujer que sufría a su lado.