Con 31 años, pese a que las pecas de su cara le confirieran un
aspecto más aniñado, haber ganado una plaza como catedrática de instituto era
un hecho digno de celebrarse, y vaya si lo había hecho.
Había sido un año duro, en el que su vida se había limitado casi
por completo a la vida docente y a la preparación del examen del estado, pero
Paula se había desquitado aquella noche.
Había llamado a sus amigas, ido a la peluquería y se había calzado
aquellos tacones que reservaba para las grandes ocasiones, y, efectivamente la
velada había sido memorable.
Como si fueran unas universitarias de primer año, se habían
recorrido todas las discotecas del Paseo Marítimo, habían cerrado no pocas de
ellas y habían reído, bebido y bailado hasta que les dolieron los pies, sin
duda, aquella escapada había sido un
buen colofón al enclaustramiento del año, y la celebración había estado a la
altura del brillante éxito obtenido en la oposición.
Cuando Paula abrió perezosamente los ojos y sus pupilas se
hubieron acostumbrado a la claridad de
una luz diurna ya en su apogeo, distinguió la silueta de su madre sentada en el
sillón de mimbre junto a su cama. Su habitación presentaba una decoración que,
aunque amable, era tal vez un poco juvenil para una profesora ya entrada en la
treintena. Le llevó unos segundos acabar de enfocar a figura que, con
paciencia, había esperado con un claro gesto de enfado el despertar de su hija.
“Buenos días”, dijo la mujer con el seco y conocido tono que ponía
cuando algo le disgustaba.
Aunque la ingesta de alcohol de la noche anterior no había sido
excesiva, sí que había sido muy superior a la que estaba acostumbrada, y las
neuronas aun se encontraban un poco abotargadas “ buenos días, mamá”, acabó
respondiendo aun somnolienta.
El poco efusivo saludo no hizo suavizar el gesto de la mujer la
cual continuaba con el ceño fruncido.
“¿Que tal ayer?” Preguntó la madre sin hacer ningún esfuerzo por
disimular su malestar.
“Bueno, ya sabes, con las chicas”, fue la respuesta que obtuvo
mientras su hija se ponía unos shorts
bajo la camiseta de hombre XXL que le había hecho de improvisado camisón
aquella noche.
Paula aun vivía con su madre, Grethel, en un chalet en una de las
urbanizaciones que rodeaban la ciudad universitaria de Saint Strap. Ambas
siempre habían tenido una relación muy especial, ya que por la muy prematura
muerte de su padre, del que apenas guardaba recuerdo, siempre habían vivido la
una apoyándose en la otra.
- ¿Bebisteis mucho? ¿Y chicos? Con lo guapas que ibais todas no me
extrañaría que…
- No,- sonrió mientras respondía al interrogatorio materno-, poco
de lo primero y nada de lo segundo… somos muy formalitas….
- ¿Y como viniste a casa?
- Cogí un taxi… Paula mintió sabedora de que su madre dormía
profundamente cuando se bajó del coche de una de sus amigas que la había
acercado hasta la puerta.
Aunque pudiera resultar un poco exagerado, como ya conoce lector,
en Isla Cane, toda mujer podía contar con que todas sus acciones despertaran
múltiples intereses, así funcionaban allí las cosas. Era una sociedad en la que una mujer podía contar siempre con una
oreja amiga, un hombro donde consolarse, una mano que la ayudara, y, si era
preciso, una mano para azotarla...
- Pues entonces, - la entonación de la madre era la de una
detective que enunciaba su certera teoría delante de la sospechosa-, me
explicarás porqué me he encontrado a Marina dormida en su coche a la puerta de
casa...
Una ducha de agua helado no hubiera espabilado más a Paula que
aquellas palabras de su madre. Efectivamente, después de dejarla, su amiga
Marina se había quedado revisando unas publicaciones de Instagram, y era
evidente que se había quedado traspuesta mientras lo hacía.
- Igual vino por las llaves que
le guardé en el bolso, - de forma desesperada Pula trataba de salvar la
situación, sin darse cuenta que cada vez se estaba enredando más en su propia
historia-.
- Pues no fue eso lo que me dijo cuando hablé con ella…,- contestó
su madre mientras arqueba una ceja hasta el extremo-, lo que me contó tenía más que ver con una
jarra de sangría y con llevar a casa de una amiga.
Todas las alarmas de Paula saltaron ya que sabía que su suerte
estaba echada y, por propia experiencia, la mejor estrategia era tratar de minimizar daños, así que bajó
la cabeza y con voz melosa reconoció lo qu era evidente. “Sí, es verdad… pero me trajo desde aquí al
ladito”.
La madre suavizó la gravedad de la expresión con cierto gesto de
vitoria. “Ya hablaremos después de desayunar sobre que una chica se suba al
coche de alguien que no va en plenas facultades…”
Se puso una camiseta ajustada y una falda color salmón y bajó al
comedor. Almorzó poco, no tenía mucha hambre y el desayuno fue un trámite
similar a la última cena de un prisionero antes de ser fusilado. Era consciente
de que se había metido en un buen lío e incluso ella, que a lo largo de su vida
no había recibido demasiados castigos severos, sabía que en Isla Cane ese lío
tenía solo una salida posible.
Cuando llegó al salón, su madre, hojeaba la última revista de
sociedad de la que solo levantó los ojós
cuando oyó los tímidos pasos de su hija.
- Y bien…
- Mamá, lo siento… fue solo desde muy cerquita, y además estábamos
todas bien.
- Sí, lo suficientemente bien como para que Marina se quedara
dormida mirando el móvil. Que sepas que he llamado a su madre…
- Pero…
La consternación de
Paula crecía ya que, en ese
momento, no se preocupaba solo por ella, -o por su amiga Marina-, sino que,
además, la madre de esta era profesora
en el instituto donde ella daba clase. Como joven docente ya era bastante tener
que preocuparse por las ocasionales azotainas que indefectiblemente, por una
causa u otra, el jefe de estudios acababa propinando a todas o casi todas las
profesoras al cabo del año, sino que si además se ganaba la animadversión de una
compañera, el ambiente sería tenso… incluso como catedrática.
- Ni peros, ni peras…, -su madre hablaba con el tono de admonición que tan bien conocía, y Paula se preguntaba
para sí dónde habrían aprendido las
madres esas frases que les valían para un roto y un descosido-, no solo has
cometido la insensatez de subirte en el coche con quien no debías, sino que,
además, quisiste engañarme.
El rubor coloreaba sus mejillas mientras reflexionaba sobre las
palabras de su madre y se daba cuenta que tenía razón. Era evidente que la
noche anterior, las copas de más le habían impedido pensar con claridad, y de
haber cogido un taxi, se estaría ahorrando aquella disertación.
- Ya, mamá, pero que no iba borracha, había bebido un poquito,
pero casi nada, estaba perfecta.
- Ya… ya… eso se lo dices a otra, que yo también fui joven, y te
recuerdo que, estudiando la carrera, trabajaba de camarera… Además está lo de
haberme mentido, claro.
- Es que sabía que te ibas a enfadar y que te ibas a preocupar.
Grethel inclinó la cabeza, mientras asentía, gesto que Paula
conocía perfectamente, que sucedía cuando estaba muy enfadada e iba a empezar
una auto-conversación retórica…
- Claro, claro, te ibas a preocupar... porque si no me preocupo
por mi hija, me tendré que preocupar por el kioskero de la esquina, es lo que
hacemos las madres… preocuparnos todo el rato, ¿No?
Aunque ver a su madre disertar consigo misma podría resultar
gracioso en otra situación, el cariz que tomaba no le estaba gustando nada. Era
evidente que cualquier intento de defensa estaba condenado al fracaso, y que su
única opción era tratar de dejarse los menos pelos posibles en la gatera,
“Tienes razón, fue una mala decisión. No lo volveré a hacer”.
- ¡Por supuesto que no lo vas a volver a hacer! ¡Ya me encargaré
yo de eso! Y si actúas como una niña, habrá que corregirte como tal...ponte los
zapatos que nos vamos ahora mismo a ver Clementine, a ver si su marido está en
casa.
La sola mención de Clementine y su marido, Victor, hizo saltar por
los aires todos los esquemas de Paula. Tanto ella como su madre siempre habían
tenido una relación muy cercana con los vecinos de la casa de enfrente. Gente
de muy buen corazón, se habían volcado con ellas a raíz de la muerte de su
padre. Eran padres de dos hijos, Clara que era un año más joven que ella y que
desde pequeñitas había sido su mejor amiga, y el menor, Lucas, al cual había
cuidado como canguro muchas veces cuando era un
niño. Sin haber llegado a perder nunca el contacto con Clara, que se encontraba fuera del país como cónsul en
Dakar, era a su hermano a quien veía más últimamente ya que, justo hacia unas
semanas, acaba de terminar con brillantez el último curso en el instituto donde
trabajaba.
- No, mamá, no,- la cara de Paula mostraba a las claras que no le
entusiasmaba la decisión de su madre-.
- Sí, claro, que sí… y como no te apures le contaré esto, y que
juzgue él si has sido desobediente o no.
Paula torció el gesto y se apresuró a ponerse unas sandalias de
cuña a juego con el vestido de verano color verde menta que llevaba.
A lo largo de su vida había recibido algunas azotainas por parte
de su vecino, al final ella y su hija eran inseparables, se habían metido en no pocos líos que las
habían hecho merecedoras de azotainas más o menos severas, aunque siempre
justas, y no se debe olvidar que una canguro adolescente en algún momento
acababa dando un buen motivo para merecer que el cinto le acaricie las
posaderas, pero, por encima de cualquier azotaina, siempre recordaría la de su decimoctavo
cumpleaños.
La última vez que se las tuvo que afrontar una azotaina de su
vecino acababa de cumplir la mayoría de edad
y, para celebrarlo, cometió la torpeza de, en la celebración, fumar un
porro en compañía de sus amigas. Fue su primer y último contacto con los estupefacientes.
Pronto entendería lo insano de ese nefasto hábito.
Sin importar las excusas que presentaba, le quedaría grabado para
siempre que lo primero que probaron sus nalgas fue el cepillo de su madre, y
cuando aquella se cansó, y ella pensaba que ya no le quedaban más lágrimas ni
espacio en su trasero para más marcas, su progenitora la había llevado hasta la
casa de los vecinos, donde el cabeza de familia terminaría el trabajo. Se
recordaba a sí misma, reclinada sobre el brazo del sillón, recibiendo latigazos
durante unos larguísimos minutos con el cinturón que blandía su vecino con la cadencia de una
ametralladora. Por doloroso que esto resultara, pronto añoraría la casi
benévola furia de aquel cinto ya que, muy a su pesar, aquello solo sería el
inicio. Sus nalgas y piernas semejaban ya un
mapa de carreteras por los rosetones morados de ellos cepillazos de su
madre y las rayas del cinturón que atravesaban o flanqueaban aquellos, cuando
la pesada correa de afilar fue la que comenzó a castigar sus piernas. Aquel monstruo de cuero caía inclemente, haciendo explotar de dolor los
muslos cada vez que, colérico,
restallaba contra la delicada piel. La joven Paula aullaba y se movía
como si la estuvieran quemando en la plaza, y, por el dolor que sentía, tenía
dudas de si no era aquello, precisamente, lo que aquella maldita correa que
parecía que estaba en llamas, le estaba haciendo padecer.
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Víctor, -como todos los hombres de la Isla los cuales recibían
formación obligatoria sobre disciplina entre los 13 y los 16 años antes de
poder siquiera pensar en tocar a una mujer-, sabía que aquellos gritos, llantos o promesas de la joven no
eran suficientes. Al ser administrado un castigo particularmente severo, las
peticiones de clemencia y las promesas eran el principal recurso de las mujeres
para librarse de la justicia que se reclamaba sobre la piel
de sus posaderas. Si se deja el castigo en ese momento, al poco, ella lo
olvidaría y volvería a caer en el comportamiento que se quiere corregir.
Era este profundo conocimiento sobre el comportamiento de sus compañeras, un enemigo al que la joven, como ninguna
otra, no podía enfrentarse, y nada la libró de una parte final de su castigo
tan dolorosa como necesaria.
Aunque fue la parte más breve, los 50 azotes con la paleta de
madera le hicieron sentir que, en cada uno de los vigorosos saques, sus sit
spots estaban siendo marcados al rojo y
los pulmones fueran a salirle por la boca. Tras veinte azotes en los que la
madera había convertido en gelatina de
mora la parte baja de sus nalgas, el llanto salvaje dio paso otro,
intenso pero sin estridencias, señal de que Paula había dejado de luchar contra
el castigo y que, los azotes siguientes iban a ser la parte más provechosa de
la dura pero necesaria lección.
La siguiente semana al brutal asalto que sus nalgas habían tenido
que afrontar, había sido un verdadero infierno, pese a todas las cremas y
linimentos que había empleado. Toda su parte trasera, desde las nalgas hasta
casi las rodillas era un continuo de tonos negros, azules y escarlata que no se
disiparon completamente hasta pasadas tres semanas, pero lo peor era el
dolor. El sordo suplicio que le había
quedado tras la fase aguda del castigo había continuado in crescendo durante tres
días después de haberlo recibido, y solo entonces, había comenzado a disminuir
de forma muy paulatina, siempre que el roce de las braguitas o la presión de su
cuerpo al sentarse en una silla no despertara de nuevo al demonio que le mordía
por debajo de aquella piel policromada.
Aunque muy duro, y aun se le humedecían los ojos cuando lo recordaba,
reconocía agradecida que ese castigo, tan merecido, le había curado para siempre de la tentación
de fumar un porro una segunda vez.
La advertencia de su madre
sobre sobre su comportamiento desobediente no era un asunto en absoluto
baladí. En Isla Cane, para cualquier mujer era cotidiano el poder recibir unos
azotes casi por cualquier cosa que se los hiciera merecer, y el comportamiento
habitual en ellas, y el que se esperaba,
era aceptarlo y hasta mostrarse agradecidas ya que al final estos eran
por su bien. El negarse a aceptar esos azotes, resistirse mucho durante el
castigo o simplemente no cooperar durante el mismo, era considerado una
desobediencia, y estas siempre eran castigadas con particular severidad. Un
hecho que llamaba la atención y que ilustraba perfectamente el arraigo del
sistema de valores era que, las propias mujeres, veían particularmente mal
cuando otra se comportaba de ese modo, y, cuando alguna no colaboraba, los comentarios más severos
acerca de cómo atajarlo provenían, generalmente, del sector femenino de los
testigos del incidente.
Aunque el temor a que su culo fuera a ser cocinado a un fuego más
vivo era un buen acicate para cooperar, la manera en la que su madre la sujetaba
del brazo mientras atravesaban los jardines aseguraba que tampoco se
produjera un intento de fuga que ambas
sabían que no se iba a producir, por más negro que fuera el futuro que
aguardara al trasero de Paula.
Cuando llamaron a la puerta fue Clementine, la menuda y rubia
vecina, quien la abrió. Tras escuchar lo sucedido y cuál era la razón de que
ambas mujeres estuvieran ante ella, con cara de circunstancias les informó de
que su marido se encontraba fuera por unos días, a consecuencia de un viaje de
trabajo. La información de ese viaje provocó una interesante dicotomía gestual,
mientras que Grethel torció el gesto, visiblemente contrariada, Paula que sonreía por dentro con
indisimulada expresión de alivio al pensar que su trasero iba a tener unos días
de tregua en los que, seguramente, lograría destensar la situación.
“Pero, quien está es Lucas”, dijo la siempre solícita vecina
llevándose el índice a la barbilla como gesto de reflexión.
Aunque la sugerencia se había realizado con todo el entusiasmo, no
pareció emcionar a ninguna de las dos mujeres, a la más mayor dudaba de la
capacidad de un chico tan joven y, por otro lado, Paula se contrajo ante la
posibilidad que el hijo pequeño de sus vecinos fuera el que finalmente se
encargara de administrarle el castigo.
“Pero”, dijo Grethel mostrándose un poco dubitativa.
- Sí, seguro, no te preocupes, ya está hecho todo un hombre… No
veas cómo pasa el tiempo, bueno… tú ya lo sabes por la tuya.
- Sí, bueno… pues ya ves, portándose como una niña…
El asistir como convidado
de piedra mientras otras personas comentaban lo escandalosa o errada de su
conducta era una situación que no dejaba de ser más o menos habitual para todas
las mujeres de la isla, sabiendo, además, que el intervenir en su propia
defensa interrumpiendo, era algo que se consideraba de extrema descortesía y
que por supuesto tendría su consiguiente “recompensa” en el inevitable castigo.
Lo que no era tan habitual era estar presente mientras se dilucidaba si un
joven, que había sido alumno suyo hasta hacía unas semanas, fuera el encargado
de llevar a cabo la disciplina. Así eran
los extraños giros que la vida podía tener en Isla Cane.
A los pocos minutos se oyeron unas pisadas apresuradas que bajaban
las escaleras y un joven con polo color burdeos y unos pantalones vaqueros tipo
straight hizo su entrada en la sala donde esperaban las tres mujeres, las
saludó cortésmente y tomó asiento.
El muchacho escuchaba a Grethel y asentía y, mientras lo hacía,
Paula no podía dejar de fijarse en él que, en unos minutos, estaría
propinándole uno de los castigos de su vida si ningún milagro lo evitaba. Ella
lo había visto crecer, y debía reconocer que
en los últimos años la práctica del waterpolo había esculpido de forma
muy bella su anatomía, y muchas veces, cuando lo veía en el instituto, pensaba
en que algún día debía de interceder para que invitara al cine a su prima
pequeña. Harían buena pareja.
Su madre finalmente acabó la exposición de los hechos, y
observando la expresión severa del hombre, era evidente que cualquier veleidad
de alcahueta habían desaparecido de los pensamientos de la joven que
afrontaba su destino.
Lucas la miró y, por primera vez, alguien se preocupaba por
escuchar su versión de los hechos, “Paula, ¿Es así lo que dice tu madre?”
No era solo el saber que el mentir en estas circunstancias
probablemente le acarrearía un mayor castigo, sino que faltar a la verdad, aun
en defensa propia, no era un derecho para las mujeres en Isla Cane. Ella sabía que había metido la
pata y que el castigo, por severo que fuera, era merecido.
- Sí, tampoco creí que había bebido tanto. Me confié.
- Ya, pero incluso con una copa, ya era mejor haber cogido un
taxi, y hacérselo coger a ella, y tu debieras saberlo mejor que nadie.
Paula se enrojeció cuando escuchó la referencia a las charlas de
seguridad vial que, como tutora, hacía impartir a sus alumnos. Esa alusión a su
status de autoridad que de nada iba a servirle, la hizo sentirse un poco
ninguneada.
- Pues ya me encargo yo, de esta cabecita hueca,- Paula hubiera
deseado que la tierra se la tragara en ese momento, oyendo como un chico mucho
menor que ella y al que había llegado a cuidar se refería a ella en esos
términos-, ¿Por qué no salís a tomar un café?
- Había pensado en que podríamos quedarnos…
El joven miró a Grethel, y con tono cortés pero seguro, insistió. “Creo
que sería mejor que nos dejarais solos,
te prometo que te la devolveré entera, con el culo un poco caliente, que
creo que es de lo que se trata, pero entera”.
Sin mucha más opción las dos mujeres salieron de casa tras recoger
sus cosas. En la Isla, era decisión del varón el decidir las condiciones en las
que debía transcurrir el castigo y, aunque en general no había problemas en
hacerlo en público, de hecho se consideraba en cierta manera “instructivo” para
los testigos, si decidía hacerlo en
privado, estaba en su pleno derecho. Paula, que casi temblaba de vergüenza,
agradeció la firmeza del chico a la hora de echar a las dos madres.
Desde el salón calentado por el sol que entraba en diagonal por la
galería lateral se oyó el ruido de la
puerta al cerrarse. La extraña pareja se había quedado sola en la casa.
Lucas se levantó. “Voy a prepararme, cuando vuelva quiero que estés
en posición. Pies separados y manos a los tobillos”.
Paula resopló, no era la posición más cómoda, y menos aun
si debía sostenerla durante cierto periodo de tiempo. Aunque todas las
chicas de la Isla tenían bien trabajada la flexibilidad, el tener que arquear
la espalda a fin de poder llegarse a agarrar los tobillos no era una posición
confortable para ninguna, amén de que hacía virtualmente imposible el mostrar
cierto recato durante el castigo.
Sin saber cuánto tiempo tendría que permanecer en una posición tan
forzada, Paula aprovechó su soledad para realizar algún estiramiento antes de
adoptar la postura que le habían ordenado. Cuando el infierno está a punto de
desatarse sobre tus nalgas es extraño que la mente pueda focalizarse en
elementos que generan una incomodidad relativamente pequeña, pero que distraen
lo suficiente como para evitar que la psique pueda huir del dolor hacia una
dimensión zen, y cuando el pelo cayó sobre su cara lamentó profundamente en no
haber llevado un coletero.
A los pocos minutos de encontrarse en esa posición su espalda ya
comenzaba a molestar, molestias que en breve se transformaría en un leve dolor
que evolucionaría a intenso según la duración del castigo. Afortunadamente para
ella, Lucas no se demoró demasiado. Sin poder mirar debido a su postura, Paula
oyó como el hombre depositaba algo sobre la mesa y un agradable olor a perfume
masculino llegó hasta ella. Sin atreverse a girar la cabeza, ella percibía la
presencia masculina detrás de ella, tranquila pero peligrosa, la calma era
tensa y los minutos pasaron. Tal y como ella se temía, no era un recurso inhabitual
que, como añadido al castigo, se ordenara a la chica permanecer en alguna
incómoda posición, y esta lo era mucho,
por un tiempo, no solo para jugar con el terror de la anticipación del
castigo, sino para hacerla reflexionar sobre el comportamiento por que debía
ser corregida.
Finalmente el abrumador silencio fue roto por una voz
inusitadamente autoritaria para un chico apenas egresado del instituto “¿No te
he dicho que te prepararas?
Paula sintió como el pánico la embargaba, no haber cumplido
escrupulosamente las indicaciones podía hacerla acreedora a un castigo por desobediencia, y era algo que de
ninguna de las maneras tenía ganas de ganarse.
“No le entiendo, señor”, respondió sorprendiéndole a si misma que
la fórmula de respeto habitual durante los castigos acudiera automáticamente a
su cabeza aun para referirse a un chico al que casi doblaba la edad.
- No pensarás que te vas a librar de esta con la falda y las
braguitas puestas…
Un bólido atravesando la atmósfera terrestre no hubiera rivalizado con el sonrojo de las
mejillas de Paula en ese momento.
- Pero…
- No me hagas repetirlo, voy a aceptar que no hayas caído en la
cuenta, pero como no obedezcas ya, empiezo los correazos hasta que te quites
las braguitas, luego ya empezamos con el
castigo por desobediente, y ya, mañana, que te vuelva a traer tu madre a ver si
has madurado y solo te llevas lo que te mereces por poner en riesgo tu vida.
Era curioso como el joven era capaz de hablar con tanta firmeza a
aquella mujer que hasta hace pocos días había sido su profesora, y aún más
sorprendente la aceptación que las mujeres de la Isla tenían hacia la autoridad
de los varones en estas lides. No importaba la jerarquía social de la dama, si
esta se había hecho acreedora de unos azotes, no había ninguna excusa que la
eximiera para recibirlos. El nacer varón, y tener completado el curso de
disciplina, facultaba para azotar a cualquier mujer que se lo mereciera,
mientras que ser una chica significaba que cualquier castigo que se recibiera,
salvo algún extremo extraño, sería siempre legítimo. Para cualquier recién llegado lo más
extraordinario de este orden social eral el consenso social que se despertaba
entorno a él. No se trataba sólo de que los hombres perpetuaran un orden social
que para un extranjero le podría parecer favorable hacia ellos, sino que, en la
Isla, la mayoría de las mujeres estaban contentas con ello. Hacía unos años
varios representantes de una comisión de una ONG norteamericana se habían
sorprendido al ver los datos que señalaban que entre 2018 y 2021, de las 2.400
mujeres que habían cometido infracciones leves de tráfico, en las cuales podían
elegir entre abonar una multa como los hombres o la sesión de educación vial,
(en la que la correa de los profesores usaban de pupitre el trasero de las
infractoras), tan solo una había elegido abonar la cuantía en metálico.
El tiempo corría en contra de Paula, mientras aun en posición, procesaba las palabras de su
antiguo pupilo. Sin la falda, que en esa posición apenas le llegaba a proteger
la parte superior de los muslos, y sin sus braguitas se iba a sentir
terriblemente vulnerable, no solo como receptora de un castigo que se
presuponía iba a ser severo, sino que, imposibilitada de moverse o de cubrir la
exposición de sus partes más íntimas también como mujer. Aunque la vergüenza la
consumiera para ella, como para
cualquier otra mujer que estuviera en su situación, desobedecer una directriz
tan expresa no era una opción.
- ¿Puedo incorporarme, señor? Lucas le respondió con un ademán
afirmativo.
Pese a que como cualquier otra residente en la Isla era algo a lo
que tendría que estar acostumbrada, el hecho de desnudarse delante de un hombre
siempre era algo que le hacía pasar vergüenza, ya que no era ajena al hecho de
que, aunque ninguna mujer se lo reprochaba por ser algo completamente natural,
algunos hombres tenían una “respuesta fisiológica” mientras se encomendaban a
la tarea de disciplinar a alguna dama descarriada. Finalmente, cuidadosamente
dobló la falda y las braguitas y las depositó sobre una silla antes de volver a
adoptar la posición no sin que antes una rápida mirada que no pasó
desapercibida a su acompañante le confirmara que una temible correa de afilar
iba a ser la encargada de ajustar cuentas con la pálida piel de su trasero.
Él se deleitó con la visión del fruncido anillo del ano, y de la
descarada manera en que los rosados labios menores se asomaban tímidamente
entre el prieto beso de sus hermanos mayores. No pudo evitar pensar que, en
verdad, era una visión muy hermosa. “Sé que sientes vergüenza, pero eso es
también parte del castigo”.
Paula escuchaba la voz de
Lucas que se había colocado detrás de ella. El rubor de sus mejillas no se
debía tan solo a la posición baja de su cabeza, sino que se sentía algo
humillada imaginando al joven repasando
con la mirada la vista de su sexo, completamente depilado como era habitual en
las mujeres de Isla Cane, que se veía obligada a ofrendarle. Pese a la humillación, algo en su fuero
interno, un rescoldo de su feminidad más primitiva, le hacía desear que su
carne de mujer le resultara apetecible.
Antes de empezar voy a ser comprensivo y voy a
ayudarte calentándote un poco… pero luego, cuando empiece con la correa,
no voy a permitir que te muevas o cocees como una potrilla, no invento nada, si
te mueves, no cuenta el azote y te ganas
un par en la muslada.
Aunque a cualquier no iniciado le pudiera parecer estricto, a
Paula las condiciones le sonaron como muy conocidas y universalmente
consideradas como justas dentro del código tan particular de la isla y el hecho
de no tener que afrontar la temida correa “en frío” le había sonado como música
celestial.
Paula apretó los labios cuando sintió como la mano de Lucas
tanteaba la zona de aterrizaje de su mano, casi como deleitándose, sabía que la
próxima vez que la sintiera no sería tan placentero como en ese momento en el
que la mano varonil rendía una suerte de homenaje a la belleza de la carne que
se aprestaba a castigar.
¡Plash! La primera palmada cayó, cruel, sobre la curvatura de sus
globos que de una forma tan obscena era obligada a ofrecer para su calvario,
aunque no fue propinada con furia, el contorno rojo de la mano quedó
furiosamente tatuada en la nívea blancura de sus carnes, ejerciendo como declaración
de una desigual guerra entre la severa mano masculina y la expectante
indefensión femenina.
¡PLASH! ¡PLASH! ¡PLASH! La
mano continuaba cayendo rítmica y con un vigor creciente sobre las nalgas de
Paula. Las imprimaciones de las palmadas se superponían, como si la obra de un
chamán enloquecido en una caverna paleolítica se tratara, quedando solapadas en
un rojo palpitante que ya cubría ambas nalgas y cuya siguiente parada serían,
en su recorrido hacia el sur, los apetecibles sit spots de la mujer que con
gemidos crecientes, ya daba muestras de sufrimiento, a pesar de que el castigo,
propiamente dicho, no había ni comenzado.
Las cachetadas se alternaban entre los sit spots y la caliente
piel de las nalgas, que ya presentaba una tonalidad de furioso rojo, con cada
vez mayor cadencia a fin de evitar que la zona se “enfriara” antes de recibir
las caricias de la temible correa de afilar.
Lucas, de cuando en cuando, abroncaba a Paula, para apercibirla y
como medida para mantenerla en este mundo, negarle el recurso a la abstracción
como método de autodefensa.
- Vergüenza, ¡PLASH!, debía darte, ¡PLASH! ¡PLASH!, que tenga que
¡PLASH!¡PLASH!¡PLASH! estar aquí ¡PLASH! perdiendo el tiempo ¡PLASH!¡PLASH!
porque te ¡PLASH! hayas portado como una mocosa. Una salva de azotes subrayaba
siempre el final de las palabras de Lucas ¡PLASH! ¡PLASH! ¡PLASH!
Eran rápidos y fuertes, y la ponían, siempre, en el límite de un llanto que ya
resultaba casi imposible de retener.
Los azotes se prolongaron por varios minutos y aunque no eran ni
sombra de lo que estaba por venir, de sus nalgas ya emanaban un abrasador dolor
desde una zona que se iba agrandando según las viciosas palmadas descendían en
pos de los tersos muslos que se ofrecían como sugerente víctima.
Cuando el primer manotazo aterrizó en la tersa piel de tambor de
la parte trasera de las piernas, Paula no pudo evitar un grito al tiempo que su
mano derecha soltaba el tobillo y hacia ademan de acudir como un resorte a
cubrir su castigada retaguardia, un buen indicador de que, incluso comparada con otras mujeres,
Paula tenía particularmente sensible la piel de sus muslos.
“Esa mano”, - dijo Lucas al tiempo que cumpliendo su advertencia
propinaba dos fuertes azotes en la parte media de los muslos. ¡PLASH! ¡PLASH!, que
hicieron que dos huellas de mano quedaran tatuadas en la piel y que Paula se
agitara como una ternera a la que estuvieran marcando con un hierro, mientras
se maldecía a si misma por su error de principiante.
Los azotes continuaron cayendo, metódicos, y cuando varios minutos
más tarde se detuvo “el calentamiento” cada centímetro cuadrado de las nalgas y
muslos de Paula presentaban un chillón color rojo y ella casi podía sentir que,
más allá del dolor, sobre sus posaderas podría cocinarse un buen chuletón a la
piedra por el calor que emanaban.
Ella permanecía en su incómoda postura, al borde del llanto, y
aunque no se atrevía a girar la cabeza, ya que podría interpretarse como una
ruptura de la posición, pero con ese sexto sentido del que solo las spankees
disfrutan, tal vez por la extrema estimulación emocional del trance, percibió,
sin apenas ver que Lucas se desabrochaba el botón del puño de su camisa,
durante su ausencia había cambiado su indumentaria por una más formal, y tomaba la pesada y rígida pieza de cuero con
su mano derecha.
A Paula se le puso la carne de gallina mientras el joven hacia
rebotar suavemente aquel leviatán de vengativa y dura piel sobre la ya escocida
piel de sus nalgas para calcular la
distancia en la cual debía blandirlo para maximizar la eficacia de su maléfica
caricia.
El primer trallazo de la correa resonó como un trueno, restallando
por toda la habitación. A pesar de sus intentos, Paula no pudo reprimir un
alarido al tiempo que debía hacer esfuerzos para mantener el equilibrio. Aunque
cualquier testigo habría definido las nalgas de Paula como dos duras y
torneadas piezas de músculo sin apenas capa adiposa que las protegiera, a la
correa no le costó enterrarse en la carne, mientras los laterales del cuero
dibujaban dos líneas púrpuras que se formaron instantáneamente sobre el resto
del rojo lienzo en el lugar en los que los duros cantos se habían hincado en
los desafiantes y hermosos glúteos.
El beso de la correa era tan malo como recordaba, y era
perfectamente entendible que los padres y maridos la reservaran sólo para
afrentas particularmente graves, la que ella había cometido, tenía que
reconocer, lo era. La correa de afilar era grande, era pesada y rígida y, sin
duda, era uno de los instrumentos más temidos por las isleñas. En todas las encuestas
que tan frecuentes eran en las publicaciones y programas del país, sobre todo
los que estaban destinados al público femenino, siempre salía entre los
implementos que más respeto, o miedo, causaban.
Con el segundo correazo Paula tuvo que hacer verdaderos esfuerzos
para no soltar las manos de los tobillos y acudir al rescate de la macerada
carne de su trasero. El cuero cayó un poco más abajo de la primera caricia y
con solo dos azotes, las nalgas se encontraban completamente cubiertas de un
tono púrpura sobre el que se formaban
cuatro líneas azuladas como duradero recordatorio de donde los cantos de
la correa habían mordido con furia flagelante.
Fue el tercer azote que incidió de pleno en la fina piel de la
unión de los muslos y la redondez de las nalgas el que finalmente rompió la
resistencia de Paula y unas lágrimas comenzaron a deslizarse por sus carrillos.
La correa, manejada con habilidad, continuaba su camino descendente y la
siguiente parada fue la tersa piel de la parte superior de los muslos que tan
lascivamente ella ofrecía para su castigo. Cuando el cuero alcanzó su objetivo,
ambos muslos, siempre mucho menos acolchados que las nalgas, explotaron de
dolor y el sollozo se volvió incontrolable.
Paula no se esperaba que, en el siguiente golpe, la correa
volviera a aterrizar sobre el mismo lugar que el anterior chirlazo, y en un
arrebato incontrolable, tras un aullido de dolor, su mano derecha soltó el
tobillo y acudió a tratar de aliviar el insoportable dolor que aquella temible
correa le estaba provocando. Sin dar tiempo a terminar ese movimiento, Paula se
dio cuenta que había cometido un craso error.
- No cuenta. Esa mano. Se ve que todavía no sabes comportarte como
una mujer.
El convulsivo llanto apenas permitía entender las palabras de
Paula cuando disculpándose volvió a asumir de forma sumisa la posición que su
verdugo le ordenaba mantener.
Lucas esperó a que volviera a adoptar la posición y propinó el
siguiente correazo exactamente encima de donde habían aterrizado los dos anteriores.
El alarido le confirmó que el efecto que buscaba se había logrado y que ella
sería más cooperativa con su lección, como lo demostró un nuevo correazo, sobre
los tres anteriores, arrancando un aullido al tiempo que sus muslos se
comenzaban a amoratar.
Paula se encontraba en ese punto donde el llanto se vuelve una
salvaje lucha por la respiración, y trataba de concentrarse en que sus manos no
volvieran a atreverse a soltar unos tobillos que ahora sujetaba con furia
homicida. En el momento en que el tercer azote se abatía sobre el mismo punto, sintió
como si un volcán se irguiera, rasgando sus muslos, y regara con ardiente lava
la delicada carne de sus piernas.
Aunque se esforzaba en mantener la posición entre azote y azote, no
podía evitar que cada vez que la correa se abatía en pos de su objetivo, sus
rodillas flaquearan un instante. Lucas se dio cuenta de que, por lo agónico del
llanto, el castigo estaba siendo suficientemente severo y que, además, si
contabilizaba ese hipnótico y apenas perceptible baile como una desobediencia a
la hora de colaborar con su castigo, podría estar azotándola toda la mañana si
seguía priorizando los muslos como objetivo.
El temible instrumento siguió trabajando, metódico, la
delicada carne femenina y, haciendo honor a su nefanda fama entre las mujeres
de la isla, a pesar de que los azotes en los muslos pasaron a ser más
ocasionales, el cuerpo de Paula temblaba como una ramita cada vez que su carne
era aplastada por su visita, por más que el cuero ahora apuntara a sus nalgas y
sit spots.
Los azotes continuaban cayendo, inclementes, y el mundo de Paula
se había visto reducido al abrasador dolor que emanaba de los brillantes globos
de sus nalgas y piernas, no sabía cuántos azotes había recibido, y tampoco
importaría mucho. A diferencia de los azotes que se recibían por un fallo
puntual, o los azotes que servían como recordatorio para mantener a la
receptora focalizada ante una tarea importante que debiera afrontar, o incluso
las odiadas azotainas de mantenimiento que casi todas las chicas recibían un
día a la semana sin importar si se habían hecho acreedoras o no a ella, aquella
azotaina era de las duras. Ella había puesto su vida en peligro, y, peor aún,
había mentido, y esas azotainas nunca acababan hasta que la lección quedaba,
literalmente, tatuada a correazos en la piel de la infractora.
El llanto se había vuelto salvaje, casi espasmódico, cuando Paula
se vio incapaz de poder aguantar por más tiempo el furioso embate. “Por favor,
señor, no más, no más… no lo volveré a hacer”. Las súplicas, aunque entrecortadas, era la única forma que Paula tenía
de tratar de frenar la tortura que amenazaba con desollarle el culo. Por
supuesto, Lucas había recibido durante varios años el curso sobre disciplina
obligatorio para todos los varones, y las infantiles triquiñuelas de ella no
obtuvieron el menor de los efectos. Con la visión borrosa por las lágrimas tuvo
que seguir viendo como el brazo, como impulsado por un diabólico resorte, subía
y volvía a bajar desatando el infierno sobre sus posaderas.
- Oh… por supuesto que no lo volverás a hacer, ya estoy yo aquí
para asegurarme de que no vuelvas a hacer el bobo.
Como única respuestas a sus súplicas solo obtuvo que el siguiente
correazo, aprovechando la posición expuesta de Paula, se abatiera sobre la
hipersensible y de momento intocada piel de la parte interna de sus muslos,
fina como papel de fumar. Una ola de carne vibró bajo la piel sobre la que
apareció al instante una marca azulada de forma rectangular mientras que un
dolor palpitante semejaba sajarle la piel como un cuchillo y una corriente
eléctrica le alcanzó el perineo y amenazó con aflojar su vejiga.
Paula literalmente aullaba de dolor, señal que ese azote,
propinado con precisión de cirujano había obtenido el resultado pretendido.
- ¿Ves? Ahora sí que te creo, más que con esas promesas de niña
consentida
La reacción de Lucas hizo evidente para Paula, que él no buscaba
ni promesas ni excusas, no podía fiarse de ellas. Cuando una mujer estaba
siendo castigada y si especialmente era de forma tan severa, siempre,
invariablemente, se sentiría arrastrada lo que fuera para poner fin a su ordalía,
por merecida que esta fuera. Aunque evidentemente en una posición de
desventaja, las mujeres sabían que aun podían jugar algún as bajo la mesa,
especialmente la carta de la lástima. Era necesario que cualquier varón hiciera
gala de mucha determinación y firmeza para poder resistir los hechizos de esas
sollozantes hechiceras que con voz de indefensión juraban y perjuraban que
habían aprendido su lección.
En la Isla era actualidad que, recientemente, se había aprobado en
una ley que las mujeres, en determinados casos, podían llegar a azotar a otras,
y pese a que Paula se resistía a la posibilidad de ser azotada por otra mujer,
-lo veía casi anti natura-, las que lo habían experimentado señalaban que los castigos
eran mucho peores, ya que los trucos que durante generaciones habían circulado
en los cenáculos femeninos para engatusar a sus hombres, no tenían utilidad
alguna contra otras damas, que sabían exactamente lo que estaba experimentando
la otra.
Para desgracia de Paula, pese a ser un hombre, y muy joven, su
vecino resultaba muy resistente a sus arteros trucos de mujer, y tan solo el
llanto y las marcas del cuero en la piel eran las muestras aceptadas de la
severidad del castigo.
El castigo proseguía. Una vez tras otra, sus nalgas se comprimían
bajo el peso de la correa y volvían a dilatarse sajadas por la agonía. Ella,
más allá del persistente dolor que atormentaba sus neurorreceptores con cada
bombeo de su corazón, sentía la carne hinchada, tumefacta, estirando la piel
que apenas la protegía, mientras que ajeno su sufrimiento, el cuero caía y volvía a caer sobre su trasero
que ya no presentaba un solo milímetro que no estuviera teñido de color violeta
por las numerosas veces que la correa lo había besado con cruel frenesí. Paula,
en aquel momento verdaderamente lamentaba el momento en que, quizás con la
conciencia un tanto nublada por el alcohol, había aceptado subirse en el coche
de su amiga.
- ¿Has ¡TRASH! aprendido ¡TRASH!
ya ¡TRASH! como ¡TRASH! comportarte ¡TRASH?
Los azotes intercalados entre las palabras de Lucas, aunque
rápidos, eran menos fuertes, a fin de que, aunque con dificultades, la chica
pudiera responder mostrando su arrepentimiento.
- Sí, señor, sí, por favor, lo suplico, no más, no más.
Lucas se movió a un lado y resopló, la verdad es que, pese a ser
un joven en buena forma física, una azotaina tan dura como aquella siempre suponía
un gran esfuerzo, y el hombro comenzaba a dolerle un poco.
Paula simplemente lloraba, sin que su cabeza le permitiera percatarse
de inmediato de aquella tregua de la que disfrutaba su lacerado trasero. Las
lágrimas y los mocos, mezclados en una catarata densa y salada se le escurrían
por la barbilla, y el rímel, aun de la noche anterior, se encontraba completamente
corrido por las lágrimas dándole cierto aspecto de payaso triste y configurando
una estampa que no estaba exenta de cierta belleza patética.
Permaneció en posición, en temblorosa inmovilidad durante unos
minutos en el que el único sonido en la habitación era el de su propio llanto que
poco a poco se estabilizaba, pasando de gemidos desordenados y agónicos, hasta
un sordo llanto, constante, sin que, en ningún momento se atreviera a moverse
de la postura en la que le había sido ordenado permanecer.
Poco a poco la capacidad de pensar iba regresando, y su mente pudo
trascender del limitado universo de su culo tostado a correazos. Reparó en que Lucas permanecía detrás de ella,
y un pensamiento de pudor le asaltó la mente, al pensar en la forma tan lasciva
con la que, en esa expuesta posición, se veía a ofrendar la visión de su sexo.
Esta idea hacia que, por una parte, se sintiera humillad por ello, pero por otra, - y no era
un pensamiento extraño entre las mujeres de la isla-, la reconfortaba el hecho
de sentirse digna del deseo de un hombre.
- ¿Has aprendido la lección?
Paula trató de poner toda la voz de inocencia que las
circunstancias le permitían: “Sí, señor, se lo prometo. La he aprendido muy
bien”.
- Creo que vamos a repasarla,- dijo mientras la ayudaba a ponerse
en pie-, solo para estar seguros…
Esperaba que su ordalía hubiera terminado pero, cuando se
incorporó, la visión casi se le nubla al ver lo que Lucas tenía previsto para
ella.
Paula se hincó de rodillas “No,
señor, no. Por favor, se lo ruego, el pádel no, con lo que sea, pero el pádel
no. No podría soportarlo… No me dé el pádel.
- Tonterías, claro que lo soportarás, y aun tendrás que estar agradecida-
era evidente que tenía que hacer un esfuerzo de voluntad para hacer frente a
las sentidas súplicas-, y haz el favor de ponerte en posición, espalda
arqueada, y manos a poyadas contra la pared.
- Por favor, no me azote con eso, cualquier otra cosa, pero…
El pádel que sostenía el joven en la mano era, junto a la vara y a
la correa de afilar, parte de la triada más temida de los instrumentos de
azotar. Concretamente, esta se trataba de una pala de lexan transparente,
también las había de madera, en la que existían varios agujeros circulares. El
temor estaba plenamente justificado ya que la rigidez del pádel eran más que
suficientes para quebrar la resistencia de la mujer más obstinada en unos pocos
azotes. Aunque la cantidad de dolor que el pádel provocaba en cada azote estaba
más allá de todo baremo, también era verdad que, tras unos azotes, la propia
intensidad del dolor disminuía ya que la sobredosis de dolor acaba entumeciendo
a los receptores, pero eso no significaba que los azotes debieran acabar en ese
momento. Ser castigada con el pádel implicaba que los músculos recibían un
tratamiento para el que no tenían defensa, y el dolor de esos músculos
continuaría aumentando durante varios días después del castigo, siendo un útil recordatorio
para cualquier mujer, por díscola que esta fuera.
-Pensé que estábamos logrando algo en esa cabecita inconsciente,
pero veo que no, tal vez tendré que decirle a tu madre que mañana tendremos
otra cita.
Paula se derrumbó en un sollozó sordo, impotente, sabiendo que
todo en el castigo estaba articulado para dejarla inerme y sin más opción que
la sumisión y, obedientemente adoptó la
posición que Lucas le había ordenado. Las manos apoyadas contra la pared,
espalda arqueada, y las redondeces de sus nalgas ofrecidas, al castigo de la pala como buey al holocausto.
¡SMACK! El primer palazo sacudió las nalgas con tanta energía que
Paula debió de hacer fuerza con los brazos para no ser levantada sobre sus
punteras. Manejado con pericia, el pádel impactó la parte baja de la nalga
derecha, con tanta fuerza que parte de la magra carne asomó por los agujeros
del pádel de acrílico.
El aullido de dolor que siguió al impacto como el relámpago al
trueno, daba buena medida de lo que el lexan podía provocar cuando se blandía
de la forma adecuada.
El dolor era de una intensidad inimaginable, y frente a los
instrumentos de cuero, incluso los más recios, que tienen cierta flexibilidad,
este era completamente rígido y su impacto, devastador para el trasero de
cualquier chica que se hiciera merecedora de él. Lucas se aseguró de que el
pádel permanecía un segundo en contacto con el sit spot de Paula para asegurarse
que toda la energía era transmitida antes de retirarlo.
El segundo palmetazo alcanzó el otro sit spot, arrancando otro
chillido de la ya rasgada garganta de Paula.
El resto de los azotes
cayeron certeros, con búsqueda terca de sus sit spot, alternándose entre ambas
nalgas.
Los gemidos de Paula cada vez que los sit spots eran alcanzados,
le indicaban a Lucas que el pádel estaba logrando su cometido de fijar una
lección que recordaría durante días. Los impactos en los que la pala se hundía
en las torneadas carnes haría que más allá de las visibles marcas externas, ,las
nalgas dolieran durante días, y, alcanzando sistemáticamente los sit spot, es decir
la parte del trasero que inevitablemente entra en contacto con la silla en el
momento de sentarse, se aseguraba que, durante varios días, su cabeza volviera
una y otra vez a reflexionar sobre las consecuencias que había tenido el comportarse como una
inconsciente irresponsable.
Los paletazos continuaban haciendo blanco en la parte baja de las
nalgas haciendo que cada impacto se intensificara el llanto y que, en los más
vigorosos, no pudiera evitar levantar uno de los pies, como si se tratara de un potrilla coceando y olvidando
por la salvaje urgencia del dolor que, al hacerlo, se abría la cobertura que el
mantener los muslos juntos brindaba rosado nido que se abría en su vientre.
Cuando el duodécimo azote se abatió sobre la parte baja de las
nalgas de Paula esta no era más que un alma penitente que pugnaba entre sollozo
y sollozo por obtener el aire que precisaba. Sus ojos, sus mejillas, sus nalgas
y sus muslos eran un continuo de roja carne que emanaba dolor y
arrepentimiento.
La azotaina había concluido, aunque no el castigo propiamente
dicho. Lucas dejó el pádel mientras contemplaba las consecuencias que en una
orgullosa catedrática podía obrar un castigo. Paula hubo de permanecer así, con
los músculos en tensión y la espalda arqueada durante varios minutos antes de
que se le permitiera incorporarse, no sin antes recibir una seria advertencia
de las consecuencias que tendría para ella el masajearse las doloridas nalgas. Él
la cogió de la mano y con un vigoroso caminar que acompañó de varias palmadas
en el culo, la llevó hasta la esquina de la habitación y, antes de que se
pudiera dar cuenta, se encontró arrodillada, con la nariz pegada a la pared y
las manos con los dedos entrelazados tras la cabeza, a fin de evitar
tentaciones de tratar de aliviar, frotándose el trasero, el dolor que la
consumía.

Ella odiaba estar en el rincón, pero como se le había dicho en
múltiples ocasiones, - en realidad era un mantra que en cierto momento habían
escuchado todas las mujeres de la Isla-, los castigos estaban pensados para
enseñar, no para disfrutar, y las chicas debían odiar cada momento de ellos,
aunque entendieran la necesidad de los mismos, así que, al fin y al cabo, el
rincón cumplía con la función para la que había sido ideado. Frente a los
azotes, que para ella eran una batalla desigual a la que generaciones de
mujeres se habían visto arrastradas sabiendo de antemano que era un lance
diseñado para no darles ni una remota esperanza de victoria, pero para ella el
rincón era diferente, no era un castigo físico, aunque sus rodillas comenzarían
a doler más pronto que tarde, era algo diferente.
Paula sentía que allí, arrodillada, el enemigo ya no era un hombre
que ejercía su derecho a castigarla, estar arrodillada suponía una absoluta
demostración de obediencia en el que el adversario era la propia mente de la
penitente y sus sentimientos.
Se sentía humillada, desnuda y luciendo las marcas que enjaezaban
las carnes de las mujeres que habían sido malas, y aquella humillación, el someterse
a aquel hombre tan joven, era sin duda una buena cura de humildad que le estaba
costando procesar.
El tiempo en el rincón era un periodo que debía de servir para
hacerla meditar, pero al final, ni ella ni ninguna de las otras mujeres con las
que había hablado lo hacían. Todo el mundo de una chica recién azotada se
reducía a tratar de recuperar el resuello y el aire, el intento de reflexión
era inútil ya que la mente de cualquiera de ellas era incapaz de trascender y
dejar de focalizarse en algo que no fuera el insoportable dolor de sus traseros.
Allí, arrodilladas, o de pie si se lo permitían, simplemente pasaban el tiempo,
esperando, rezando para que, tras incorporarse, les fuera permitido masajear
sus maltratadas redondeces.
Pero no solo había humillación en el castigo del rincón, existía
también otro sentimiento, contradictorio y bivalente, que de expresarlo, la
haría merecedora sin duda de alguna dosis suplementaria de “cuero”, así que
jamás la había compartido con nadie, aunque, estaba segura, no sería la única que
lo albergara. Desde que tuvo la suficiente maldad para pensar en esas cosas,
había sentido que el que los hombres las mantuvieran así, expuestas,
humilladas, mostrando indefensas el palpitante tormento rojo de sus nalgas y
muslos a quien pudiera contemplarlas, era convertirlas en una especie de pieza
cobrada. Un trofeo que era exhibido, como la cornamenta sobre la chimenea de un
cazador. Frente a esta humillante cuasi certeza que albergaba de saberse un trofeo,
coexistía el hecho de cierto orgullo de sentir que su feminidad fuera alabada,
digna de ser exhibida, una pieza que, una vez domada fuera el orgullo del
cazador.


El tiempo transcurría de forma muy diferente para cada uno de los
dos implicados en el lance, aunque Cronos, poco a poco, iba obrando su magia y
progresivamente se iba calmando la intensidad del llanto y también, lentamente,
su mente podía volver a articular más pensamientos, más allá del temor al
inevitable siguiente chirlazo que despanzurrara sus muslos. Pese a que sin duda
la peor parte se la había llevado ella, para él tampoco resultaba fácil. Verla
así, con el culo y muslos hinchados, palpitando de agonía y surcados por
infinidad de marcas le despertaba cierta empatía, aunque supiera que había
hecho lo mejor para ella. Tampoco lo simplificaba el hecho de que pese a que como
monitor de campamentos sí que había tenido que reconducir en algún momento la
actitud de alguna adolescente desobediente o mandona, era la primera vez que
tenía que castigar a una mujer, de forma severa, y no había sido cualquier
mujer.
Él era consciente de las diferencias que existían entre ambos y,
en realidad, tenía en mucha mayor estima a aquella mujer que contemplaba
arrodillada que a si mismo. Él era consciente de que ella no solo era bonita, siempre
le había gustado desde que como quinceañera lo cuidaba, sino que, además era una
dama brillante y toda una señora catedrática. Guardó silencio mientras la
contemplaba tratando de encontrar una posición cómoda sobre sus rodillas, en un
baile que, ambos sabían, resultaría tan vano como agradable de presenciar para
él. Sin dejar de recrearse en los sensuales cimbreos de la mujer, pensó que
ciertamente ella era muy superior a él, un mero futuro estudiante
universitario, en muchos aspectos, pero que al final ella siendo mujer merecía vivir
tranquila y segura en el marco que una estricta disciplina le proporcionaba,
relajada con la serenidad que siempre, cada acto tendría consecuencias que
estaban muy lejos de su capacidad el poder evitar, y su papel, como hombre, era
brindarle ese jardín donde ella, como fémina pudiera florecer.
La dejó allí, con la espalda recta y la nariz aplastada contra la
pared durante media hora, sabía que era bueno para ella. Con la cabeza bien
pegada a la pared, él sabía que ningún estímulo la distraería de la
introspección tan necesaria para meditar sobre las consecuencias de sus actos y
de como debían hacer para no volver a cometerlos. Sabía que hacerla obedecer y
permanecer silenciosas, era un trance que las llevaba a reencontrarse con la
sumisión y dulzura femeninas que era el único camino que le posibilitaría una
vida feliz y plena. Como hombre se le había explicado muchas veces que los
castigos eran momentos de mucha intensidad, no solo física, sino emocional, y que
las mujeres muchas veces se veían sobrepasadas, calmarse y reflexionar sobre
sus errores era la mejor forma de que la charla posterior al castigo se
desarrollara con la suficiente calma para poder ser de provecho.
Finalmente pasó la media hora en la que Paula fue recuperando poco a poco la
calma, y pese a algún ocasional respingo, su respiración se fue normalizando y
las lágrimas desapareciendo, aunque los ojos seguían húmedos y levemente
enrojecidos. Lamentablemente para ella, su trasero y muslos no dejaban de
mandarle punzadas de dolor que, sabía, por la consistente acción del pádel, que
había enternecido sus sit spots, tardarían días en desaparecer. El tiempo se
había casi detenido para ella y, aunque pueda parecer extraño, casi agradecía
el dolor que comenzaba a aparecer en sus rodillas y el entumecimiento de sus
dedos ya que, aunque desagradable le permitían abstraerse del mensaje que, obstinado,
le subía al cerebro desde sus muslos cocinados a correazos hacía pocos minutos.
“Ven aquí”, la voz autoritaria de Lucas resonó en el amplio salón,
y a Paula, que sus rodillas ya empezaban a rivalizar con el dolor que sentía
tras los azotes, le sonó como música celestial.
No sin cierto esfuerzo, ya que tras el abuso sus rodillas y sus
piernas estaban un tanto entumecidas, se dirigió hacia la butaca donde Lucas se
había sentado y desde donde había supervisado la media hora larga que había
pasado en el rincón.
Avanzaba temerosa, nunca sabía, en la charla después del castigo
que era bueno decir, y que no, y pese a que sus pasos eran cortos, con los pies
hundiéndose en la mullida alfombra de tonos pastel, la distancia era pequeña, y
en un instante se encontraba de pie, frente a su vecino que la miraba de forma
severa desde la comodidad de su asiento.
“De rodillas”, dijo mientras su dedo índice señalaba hacia el
suelo justo delante de él.
Paula obedeció, sin decir nada, al momento, y descubrió, no sin
cierta satisfacción, que sus rodillas encontraban un suave acogimiento en la
espesa y sedosa alfombra, mucho más agradable que el duro suelo donde había
permanecido la última media hora..
“Paula,- comenzó el joven-, quiero estar seguro de que has
entendido porque ha pasado esto”.
Odiaba ese tipo de cuestiones abiertas que en estas circunstancias
podía suponer que otra tanda de correazos le asara el culo, pero,
inevitablemente debía responder.
“Pues porque metí la pata, y no es la primera vez en estos meses,
con esto de la oposición he estado un poco maleducada, y…”
El joven relajó un poco su expresión. “Y qué, Paula”.
“Pues que, me había olvidado de que lo que hago, tiene
consecuencias”.
-
Pues ya ves que las tiene.
“Que se lo digan ahora a mi culo”, dijo tratando de esbozar una
media sonrisa.
“Habrá que decirle a tu madre que, aun encima, eres una listilla”.
Aunque Lucas ya había relajado su expresión y seguramente lo había dicho como
una pequeña broma, la amenaza patente en esas palabras provocó cierta intranquilidad
en ella. Él continuó, tratando de disipar los temores que había percibido en
los ojos de ella. “Tienes que entender que tienes gente detrás, que te quiere
mucho, que te queremos, y no vamos a dejar que te pase nada malo porque cometas
errores idiotas”.
Paula bajó la mirada y reflexionó. Sabía que era cierto lo que
estaba diciendo, como todas las mujeres de la isla, ella era feliz viviendo con
los claros límites que la disciplina imponía en su vida. Los últimos meses
había estado huraña, huyendo de la gente, y viviendo sola con su madre, esto le
había ennegrecido el carácter, y era cierto que ella, habitualmente risueña, no
había disfrutado de la placidez que le proporcionaba el saber que siempre, todo
lo que hacía, tenía siempre importancia para el entorno, y normalmente para
bien. El vivir en un régimen donde aunque amorosa la disciplina era estricta, creaba un circulo
virtuoso, donde las bondades eran
recompensadas y los errores castigados. Esta disciplina sublimaba las
cualidades de todas, y la habitual competencia, incluso sana, entre las mujeres
hacía el resto, ya que ninguna quería
quedarse rezagada respecto a sus amigas o vecinas. Debía admitir que esa dinámica era la que le
daba felicidad. Todos esos meses sin que nadie se interesara por lo que había
hecho o dejado de hacer, si había hecho algo bien o algo mal, sin las semanales
sesiones de mantenimiento, la habían alejado de su centro de gravedad, y este
castigo, aunque severo, la había devuelto a su sitio natural, al lugar donde,
como mujer ,era feliz.
“No lo volveré a hacer. Jamás. Me había olvidado de cosas”. De
rodillas los ojos de ella se clavaban sinceros en los de él que la contemplaban
desde el sillón.
Lucas se inclinó hacia adelante para abrazarla, el castigo había
cumplido su función, y no había más salida que ella se sintiera perdonada y amada, que
tuviera a las claras que, con ese castigo, sus cuentas estaban saldadas y que,
precisamente la única que había sido beneficiada de esos azotes, paradójicamente,
había sido ella.
“No, señor, espere, el maquillaje... está todo corrido, le
mancharé la camisa”.
El la miro con ternura, “No importa”, y la rodeo con sus brazos
sintiendo como un llanto, esta vez diferente, le humedecía el pecho de la
camisa. Pasaron unos minutos en los que solo la pausada respiración de él y el
suave sollozo de ella rompían la quietud del cuadro. Paula, poco a poco, se fue
calmando, y cerró los ojos enterrando su cabeza en la oscura seguridad de aquel
torso varonil que la acogía.
Ninguno de los dos echó cuentas del tiempo que permanecieron así,
abrazados, ni tampoco les importó. “Venga, puedes levantarte y frotarte el
culo, que seguro que lo estás deseando… y no me trates más de señor, - un
rictus socarrón se dibujó en sus labios-, hasta la próxima, al menos…
Paula oyó la voz de Lucas, mirándola atenta, como merecían todos
los hombres buenos, y aunque hubiera
dado cualquier cosa porque el dolor de sus nalgas y muslos se fuera disipando,
ya que este no había disminuido en nada su intensidad, y no lo haría
probablemente en muchos días, y la oferta de frotarse la abrasada carne era
tentadora, no se movió, permaneció allí, rodeando aquel torso masculino con los
brazos. Se sentía de regreso a un lugar del que nunca debió irse, donde de
forma natural su esencia de mujer podía florecer y hacerla sentir feliz y
plena. Allí, de rodillas, ante aquel hombre que tanto había hecho por ella, se realizaba en la felicidad que le proporcionaba
sentirse protegida y vigilada.
Levantó un poco la cara, “Prefiero quedarme un poquito más así…
señor”, y el hombre, sonriendo, permaneció sentado, acariciando la desordenada
melena castaña del ser vulnerable y suave que buscaba refugio en él.
El mero roce de las braguitas en sus sit spots suponía una ordalía
para Paula en el breve paseo de vuelta a su casa. Al llegar pensaba ducharse,
echarse todas las cremitas regeneradoras posibles en sus dolientes posaderas,
y, cuando su madre regresara, invitarla a tomar algo. A mitad de trayecto, se
detuvo y con expresión piícara rebuscó en su bolso del cual extrajo su móvil. Paula desbloqueó la pantalla y buscó el contacto de su prima pequeña para
mandarle un mensaje, solo para saludarla… y hablarle de un vecino muy guapo con
el que estaría bien que fuese al cine
algún día.
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