El joven y la profesora desobediente

  Con 31 años, pese a que las pecas de su cara le confirieran un aspecto más aniñado, haber ganado una plaza como catedrática de instituto e...

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martes, 2 de febrero de 2021

Las consentidas nenas de la Familia Moretti. Capítulo 9. Nuevas rutinas.

 


 

 

Las dos hermanas, en el comedor escuchaban con creciente angustia las palabras de su institutriz, y no solo eran palabras, ya que  habían venido acompañadas de hechos.

Esa mañana las dos hermanas habían conocido el ritual matutino que se convertiría en rutina durante los próximos años, apenas una ducha rápida y los ligeros camisones de verano se habían visto sustituidos por la rigidez de un corsé que inclemente presionaba las costillas y caderas de las dos chiquillas.

El proceso, que había sido suave y breve para una acostumbrada Beatriz, se había convertido en un calvario ante las constantes luchas y protestas de las dos adolescentes, ninguna de las cuales entendía por qué había de ser restringida a la barra para poder ser ceñida en su corsé. Las  quejas no se habían detenido hasta que, con grandes dificultades, el contorno de la cintura de las dos mellizas alcanzó los cincuenta y siete centímetros. Las chicas creían que una pérdida de tres centímetros de golpe era demasiado, y que  la prenda les lastimaba las caderas y les oprimía el tórax en exceso. Mentalmente, Bea, regresó a sus años previos a su ingreso en la Universidad cuando compañeras suyas habían tenido comportamientos similares. El sentimiento de abrazarlas era fuerte, pero, ella era la institutriz, y, por ello, debía mantenerse inflexible, aunque su natural sensibilidad la quisiera empujar a otros comportamientos.  El trabajo que le quedaba con las dos fierecillas era ímprobo e iba a resultar complejo, pensó para si.

Las delicadas sandalias con diez centímetro de fino tacón tampoco fueron un trance fácil para las jóvenes, ya que, si bien la altura del tacón no les resultaba excesiva, estas solían utilizar plataformas ocultas para aliviar el arqueamiento del pie y estas costosísimas sandalias elaboradas por una artesana española, obviamente no contaban con tal aditamento, que era considerado vulgar entre las más refinadas sensibilidades de la moda imperante.

Únicamente el ligero vestido de verano, había logrado el visto bueno de las  dos jovencitas que ahora, de pie en el comedor soportaban la mirada severa de su institutriz.

- Señoritas, ya os lo dije ayer, pero lo recuerdo por si lo habéis olvidado por la noche. A mí me han contratado vuestros padres para un cometido, que es ayudaros a cumplir vuestro sueño. A que seáis mujeres orgullosas de vosotras mismas en unos años. Y, sinceramente, el camino que llevabais no era el adecuado.

Las dos chicas bajaban la mirada y escondían sus manos detrás de su espalda conforme avanzaba el discurso de Beatriz.

- Hoy, me habéis montado un numerito por el corsé, los tacones, porque estoy restringida a la barra de ajuste… Es muy sencillo: sois damas que aspiráis a la élite, y estar permanentemente restringida e indefensa, en definitiva, ser y parecer mujeres es vuestro sino. Las marimachadas barriobajeras se han terminado en esta casa. Y me voy a encargar de eso. Y ese corsé no parará de cerrarse ni esos pies hombrunos de arquearse hasta que esté contenta del resultado… y no va a ser pronto. Beatriz hablaba recordando las filípicas de varias de sus profesoras en la época universitaria. Con esfuerzo respiraba para sus adentros y trataba de contener la calma mientras soltaba el “speech” que tantas veces había repasado mentalmente.

- Así qué, si pensabais pasar un veranazo de primera, alejando a vuestros padres, ahora sabéis que estabais equivocadas, tendremos clases desde el desayuno hasta la hora de comer, y mientras no me satisfaga, por la tarde hasta una hora antes de cenar, donde parareis una hora para efectuar deporte. Después de cenar, una hora de repaso del día, y os preparareis para ir a la cama.

Tania hizo ademán de iniciar una respuesta, que fue cortado enérgicamente.

- También tendremos que hacer algo con esa costumbre de querer responder permanentemente. Pero, primero, desayunemos.

Beatriz señaló a la mesa de mujeres que ya se encontraba completamente armada con los servicios. Señaló a las chicas los servicios que se encontraban frente a ellas, justo en los dos sitios en los que se encontraba la extraña estructura de dos postes unidos por un larguero. Las niñas se arrodillaron dejando esta estructura justo a su espalda, ya que, el espacio entre esta y la mesa era el justo para que las dos chicas cupieran arrodilladas. Según se arrodillaron, Bea se aproximó a ellas corrigiendo la postura.

- Niñas, ya sé que esto es nuevo para vosotras, pero, la manera en la que os arrodilláis no es propia de mujeres sofisticadas. Mirad esas rodillas. Chicas, pegad las rodillas. Una dama nunca permite que sus rodillas estén separadas. Y estirad la espalda, sed elegantes. La postura correcta es que estéis erguidas de manera que todo el peso descanse sobre las rodillas, si bajáis el culete, parte del peso va a vuestros gemelos y la sensación es muy poco grácil.

De manera rápida, Beatriz fijo el cuello de las dos chicas mediante dos collares en forma de media circunferencia a los largueros que tenían a sus espaldas. Los collares eran metálicos y muy anchos y acolchados de cuero en su parte interna. Fijadas de tal manera, la posición de la espalda de las chicas era excelente, quedando arrodilladas con la espalda muy recta, y dada la anchura y rigidez de la restricción de su cuello, su cabeza no podía inclinarse hacia abajo, quedando elegantemente inmóvil en una posición de regio porte.


 

- Esto os ayudará a encontrar la postura hasta que lo hagáis de forma natural, y os podáis mantener sin temblores con una postura bonita y femenina.

Lo incómodo y antinatural de la postura que hacía descansar todo el peso de las dos ahora cautivas sobre los pequeños puntos de presión de sus rodillas hizo estremecerse a las pequeñas de la Familia Moretti.

Una vez ancladas por sus gargantas, dos doncellas colocaron unas restricciones de comedor en las dos hermanas. Las restricciones de comedor eran dispositivos livianos que solían constar de un cinturón metálico, normalmente con alguna cerradura, que lleva unidas dos muñequeras con unas cadenas más o menos largas , de manera que la portadora tenía la suficiente libertad para usar sus cubiertos, pero se evitaban movimientos amplios que eran considerados poco femeninos.

El desayuno transcurrió de forma silenciosa, con el tintineo de las cadenas de las dos hermanas fueron la única banda sonora, y, la tensión en las miradas que las dos chicas dedicaban a su institutriz podría llegar a cortarse.

Al acabar el desayuno las dos jóvenes fueron liberadas y se pusieron en pie entre gemidos de dolor al estirar las piernas que habían permanecido tanto tiempo inmóviles en tan forzada posición.

- Chicas, tenéis veinte minutos para asearos y demás, os veré a las nueve y media en el aula.

- Sí, señorita Doherty, fue la respuesta de las hermanas, con un tono que pese a la obediencia no dejaba de filtrar cierto hartazgo hacia la pelirroja institutriz.

Las dos chicas ya se encontraban en el luminoso estudio cuando la institutriz apareció con una caja en las manos. Durante la espera, las dos hermanas no habían podido dejar de hablar del amenazante y ya conocido armazón que destacaba detrás de las mesas de estudio de cada una de ellas.

- O, Dios, Tania, ¿Crees que esa loca volverá a atornillarnos a esa cosa? Aun me duelen las rodillas.

- Me temo que sí. Maldita Zorra. ¿Dónde la contrataron papá y mamá? ¿En el infierno? Puta psicópata.

Beatriz entró al estudio con el rítmico sonido de sus tacones anunciando su presencia, al momento  las dos chicas cesaron su conversación. Con gesto severo, Bea se plantó ante sus desconcertadas pupilas.

- A ver, niñas, por lo que me han dicho no estáis todavía familiarizadas con el monoguante ni con la posición de orante inverso.

Tania sintió un poco de prurito personal en defender la educación que sus padres les habían dado, y replicó a la joven pelirroja que se encontraba al mando.

- No, señorita, como todas las chicas, usamos nuestros monoguante cuando salimos de fiesta, o hay ceremonias.

- Tania… lo que he visto en vuestros armarios, no eran monoguante, eran esas horteradas que han puesto de moda las cantantes inglesas, los “armbinder”, incluso teníais alguno de tela y con cremallera. El verdadero monoguante es esto, - dijo mientras sacaba de una de las cajas una pieza de cuero con abundantes cordones.  Esto es un monoguante, perfectamente medido y concebido para mantener los brazos de las damas juntos y restringidos en la espalda, cualquier prenda que no mantenga juntos los codos es un quiero y no puedo… lo dicho: una horterada.

- Señorita Beatriz, pero es que ni mi hermana ni yo podemos juntar los brazos, no tenemos la espalda suficientemente estrecha. Ya lo hemos intentado antes. Añadió Carolina tratando de quemar sus naves y zanjar un tema que se les antojaba estaba tomando un cariz peligroso para ellas.

- No te preocupes, Carolina, que eso se entrena, mírame a  mí, que soy incluso un poquito más ancha de hombros que vosotras. A partir de hoy, empezareis el entrenamiento con el monoguante, y sabed que, para el orante inverso, que también lograreis, seré un poco más flexible, pero una que una chica pueda juntar sus codos cuando se nos aplican restricciones es un básico de urbanidad, así que, desde hoy, nada de salir de casa hasta que podáis vestir el monoguante como mujeres civilizadas.

La cara de las dos chicas delataba su frustración y sorpresa.

- Pero... ¿y el jardín? Es verano, y tenemos  la piscina

- Nada de peros, Carolina. Ni piscina, ni Sol, ni nada. Hasta que os podáis vestir adecuadamente, nada de salir de casa. Si os portáis bien, podrá venir a veros alguna amiga, pero, no voy a consentir que os humilléis saliendo como unas cualquieras. Venga, que se nos hace hora. Esas manos atrás.

Tania, estalló elevando la voz.

- ¿Cómo vamos a dar clase con las manos atadas a la espalda? ¡Es absurdo!

Beatriz, respiró profundo e hizo un esfuerzo por mantener la calma a pesar de que en ese momento su ritmo cardiaco parecía el de un colibrí. No estaba enfadada, entendía el choque que suponía para las dos jovencitas, pero, tampoco quería romper el halo de autoridad que se había estado construyendo durante las últimas horas.

- Pequeña, sois vosotras las que habéis querido prepararos para entrar en la UFI. Allí, el primer año vais a poder contar con los dedos de una mano las horas que vais a pasar con las manos libres. Eso, si pudierais llegar a ver vuestros dedos. Allí, la palabra severamente restringida, con vuestros codos clavándose el uno contra el otro y vuestros brazos tan pegados que parece que os los hubieran soldado, os va  a sonar a “libre como el viento”. Preparaos para pasar el primer año, agonizando silenciosas en posturas que van ser auténticos infiernos de belleza. Mi tarea es que, esa preparación no se os haga insoportable y podáis convertiros en dos mujeres de provecho y lideresas para vuestra generación. Así que, sí, poned las manos a la espalda, y tened fuerza de voluntad.

Las dos chicas obedecieron y Bea deslizó los monoguantes sobre sus brazos, abrochando los tirantes que salían en forma de “Y” alrededor de sus hombros y ciñendo los cordones hasta que sus codos quedaron próximos entre ellos.

- Apenas diez centímetros entre los codos, - pensó Beatriz para ella-, en cosa de unas semanas podremos lograr el objetivo, aunque sea de forma parcial.

Una vez ceñida, la presión en los hombros forzó los senos de las muchachas a una prominente posición a la vez que incendiaba la agonía en los omóplatos de las cautivas los cuales, si pudieran hablar, suplicarían por un masaje que aliviase su predicamento.

Una vez atados los cordones, las chicas se arrodillaron y fueron restringidas por el collar a las estructuras ya conocidas. Esta vez, dado las largas horas que tenían por delante, Bea Doherty, ciñó con correas de piel negra los tobillos y piernas por encima y por debajo de las rodillas, así como sus muslos, para asegurarse que las chicas mantuvieran una bonita postura con las rodillas juntas.

La primera sesión, la institutriz, realizó examen oral de los conocimientos de las dos hermanas, mientras aprovechaba para repasar el índice de contenidos que debían de preparar para aprobar el examen de ingreso a la prestigiosa institución femenina.

Velasco había pasado la mañana familiarizándose con el dispositivo de seguridad de la hacienda, investigando los expedientes de sus guardias y posibles puntos vulnerables. No había duda, la seguridad era buena, y para su satisfacción, muchos de los guardias eran exmilitares, alguno, incluso había servido a sus órdenes durante la guerra.

El segundo jefe de seguridad, un gigantesco coloso que había servido en Operaciones Especiales, le hizo un completo recorrido por los dispositivos de seguridad, y le ofreció un arma. Velasco la rechazó mostrándole la vieja Star del 45 que había pertenecido al ejército de Sudáfrica que portaba en una funda sobaquera.

Tras una tediosa mañana respondiendo preguntas para que su profesora pudiera evaluar el punto de partida al llegar las  dos de la tarde las chicas se levantaron tambaleantes de la posición en la que habían permanecido forzadas desde muchas horas antes. Atenazadas por los dolores en sus rodillas, espalda y pies, caminaban tambaleantes sobre sus altos tacones hacia el comedor. Un hombre, flamante jefe de seguridad de las Empresas Moretti, se dirigía feliz al mismo lugar.

 

Febrero de 2027. Ciudad Santa de Jolokitimiya. Visirato de Muchibilám.

El calor era pesado y el ambiente estaba cargado en el despacho del oficial de la Policía Militar Ignacio Velasco. El zumbido del cargador de los walkie talkies generaba un enervante ruido blanco que se hizo patente cuando el hombre que permanecía en pie paró de hablar.

El hombretón que se reclinaba en el sofá con una sonrisa en la cara se recostó aún más hacia atrás cuando su interlocutor, el propietario del despacho, terminó su confesión.

-          Bueno, bueno, bueno… así que has decidido dar el paso. Me alegro mucho, Nachete y…

Su frase se cortó cuando la analista local Aisha Rai entró en el despacho. Elegantemente vestida con un ajustado vestido largo con motivos arabescos y una abultada carpeta bajo el brazo su apariencia era de  formal profesionalidad. La seriedad, sin embargo, destacaba con su sonrisa y un rizo pelirrojo que escapándose del velo que le cubría parte del cabello se empeñaba en caerle justo delante de los ojos.

-          ¡Lo tenemos!

Ambos hombres prestaron toda la atención a la recién llegada que pese a su peculiar acento hablaba un fluidísimo castellano fruto de haber estudiado  su licenciatura en Derecho en la Universidad de Santiago.

-          ¿Qué veis aquí, compis? Dijo Aisha extendiendo una foto aérea de un sector de la ciudad.

Los dos hombres no pudieron evitar una furtiva mirada a sus caderas cuando se agachó sobre la mesa.

-          Pues… Aisha, es una foto del sector Sureste de la ciudad, el feudo de ese hijo de perra, -abrió Velasco el fuego-, una foto de uno de nuestros drones, supongo.

-          Concretamente el vertedero de neumáticos de  Khiam, concluyó “Hacendado” Moretti incorporado en su sofá.

Aisha los miró, con la mirada de quien está orgullosa de lo que va a decir.

-          Correcto, chicos… Y, salvo ratas como capibaras, no vive nadie allí… Entonces… a no ser que las ratas hayan abierto una nueva línea de negocio, no sé por qué debiera de haber allí este corral con ganado, ni… mucho menos este mástil de comunicaciones. Creo que debierais hacer una visita por allí.

-          No se te escapa nada, Aisha, reconoció Moretti. Tenían razón cuando nos dijeron que nos mandaban a la mejor cabeza de los servicios de inteligencia de todo el Oriente Medio.

Velasco cerraba los ojos y asentía, esbozando una miríada de líneas de acción. Por primera vez tenían algún indicio sólido para atrapar al Visir Bose, un cruel fanático que se había autoproclamado heredero del visirato y que había puesto la diana, principalmente en su propia población civil, especialmente las mujeres, a los que acusaba de colaborar con las fuerzas multinacionales.

-          ¿Qué os parece? ¿Me he ganado el sueldo?

-          Cada día desde que entraste aquí, Aisha. Siempre has sido la que más ha arriesgado.

-          Atrapad a ese hijo de puta – Aisha, jamás decía palabrotas- y lo daré todo por bueno, dijo mientras recogía los documentos que había mostrado a sus compañeros.

Con meticulosidad de bibliotecaria estibó todos los documentos dentro de la pesada carpeta.

-          Chicos, os dejo… como muchibilamí tengo que seguir trabajando para los perros extranjeros, el tono zumbón era evidente en sus palabras para las que había elegido la retórica habitual de las soflamas de Bose.

La pelirroja salió de la sala levitando sobre sus altos tacones, orgullosa como nunca de si misma. Mientras sobrepasaba el sillón ocupado por Fabián, este, miró a su amigo y le susurró “además es guapísima”.

Alejándose, Aisha, apretaba la carpeta contra su pecho como una colegiala. Sonrió sin dejar de caminar. Un susurro a sus espaldas le acariciaba los oídos “además es guapísima”…

jueves, 21 de enero de 2021

Las consentidas nenas de la Familia Moretti. Capítulo 8. El despertar de Beatriz.

 

 


El sonido de unos pesados pasos en la escalera rescató de sus oníricas andanzas a la joven pelirroja que, plácidamente, dormía recostada en la misma posición en la que había sido acostada. La fría luz de la mañana se filtró cuando frau Muller abrió la puerta de la habitación que, merced a unas pesadas persianas, había permanecido en la penumbra más absoluta.

- Señorita, ¿Está despierta?

Un gemido fue toda la respuesta que obtuvo de la aun adormilada Beatriz Doherty.

- ¿Ha podido dormir bien? - otro gemido fue la respuesta-.

- Pues me alegro señora.

La robusta alemana subió la persiana haciendo que la alcoba se viera inundada por una súbita y desbordante luminosidad.

Tras entreabrir la ventana oscilo-batiente, el ama de llaves comenzó a liberar las pesadas sábanas de vinilo de la presa del colchón. Las sábanas se encontraban completamente cubiertas de condensación en su parte interna, formando perlas de humedad que aumentaban la refulgencia del ya de por si brillante material, y que, tras decantarse durante la noche, habían dejado abundantes depósitos de sudor en las partes donde el peso de la muchacha había creado depresiones en el colchón.

- ¡Fíjese como ha puesto todo, señorita! Es que esta sido una noche de calor sofocante.

Un gemido de la yaciente pelirroja subrayó las palabras de la mujer.

Odet Muller  comenzó a liberar las  restricciones que mantenían a la institutriz inmovilizada en su lecho, cuando las cadenas de los tobillos fueron finalmente retiradas Beatriz se flexionó y estiró, tratando de recuperar cuanto antes la sensibilidad y la vida en sus entumecidas piernas.

- Vamos señorita, la ayudaré a levantarse, tenemos que andar ágiles, las niñas se despertarán en un rato.

Poniéndose en pie, Beatriz gimió otra respuesta supuestamente afirmativa.

La alemana se puso tras Bea y, como meticulosidad, comenzó a deshacer los cordones del monoguante que había aprisionado los brazos de la institutriz durante la noche. Finalmente, y tras desabrochar los tirantes, la abertura del guante fue lo suficientemente grande como para deslizarlo hacia abajo y permitir a los hombros de la cautiva una tregua en la agonía que habían sufrido a los largo de toda la noche, inmóviles en forzada posición. La joven se frotó los brazos mientras dolorosos pinchazos le anunciaban que los nervios estaban recuperando la sensibilidad. Las venas  de la mano, por lo normal sutiles caminos azules bajo su delicada piel, se encontraban hinchadas y los habitualmente pálidos suaves y pálidos dorsos de sus manos eran, ahora un cordillera azulada de venas dilatadas.


 

Como una bailarina que conoce su coreografía y tras despojarse de su camisón,- tan empapado por el sudor y la saliva que fue directamente arrojado a la cesta de la colada-, la institutriz se giró para permitir a la recia alemana aflojar los nudos de su corsé. Un suspiro de alivio se produjo cuando la presión de la prenda cesó de constreñir el abdomen y las costillas de la mujer.

Una pequeña llave dorada abrió el candado que aseguraba la correa de la mordaza que distendía grotescamente la mandíbula de la joven forzándola a salivar de forma ridícula. Un hilo de baba cayó sobre el plastificado escote de la pelirroja cuando el metal abandonó la boca que había atormentado. Bea masajeó los crispados músculos de su mandíbula que, incluso tras restirar la restricción permanecían fijados en abierta posición, incapaces de relajarse. Solo tras el masaje y con gran dolor, la institutriz pudo recuperar el uso de su carnosa boca.

El siguiente paso en su ritual matutino era la ducha, a la que fue acompañada por su fiel escolta.

- Oh… esa mordaza estaba demasiado apretada. Me ha machacado los labios… y me estoy muriendo de sed.

- No se preocupe señorita, el gloss hará su trabajo, y estará radiante para este nuevo día. Enseguida desayunamos señorita, no es conveniente que beba antes de  ponerse el corsé. Tenga un poquito de paciencia.

Una vez en la ducha Beatriz se miró. El sudor envolvía su cuerpo creando una capa liquida entre el látex del catsuit y su propia piel. Aunque sabía que el objetivo era mantener a las damas reconfortadas con una sensación de cálida indefensión, un efecto secundario de las pesadas capas de plástico que las arropaban durante la noche era que, cada mañana, sobre todo tras noches tan calurosas como aquella, las damas se despertaban nadando en su propio sudor, como alguna chica de humor rápido había definido en su colegio mayor “cocidas en su propio jugo”.

Una vez dentro de la bañera, Frau Muller bajó la cremallera del catsuit dejando al aire la humedecida piel de la espalda de la pelirroja institutriz. Bea sintió un escalofrío de frío, a pesar de los veintitrés grados de temperatura, que no pasó desapercibida a su severa guardiana.

-Lo ve… es mejor que las jóvenes amas duerman abrigadas. No queremos que se resfríen.

El látex del catsuit se fue deslizando hasta los pies donde la transpiración se había apozado creando una cascada de agua que manó del ardiente capullo de plástico.

La teutona comprobó la temperatura del agua que salía por la ducha que sostenía en su mano.

- ¿Va a querer el ama que la bañe?.

- No, gracias, Odet, me apaño bien sola. Ve a preparar la ropa. Hoy necesitaré algo serio pero que me permita trabajar con las niñas. Ballgag de siete centímetros, creo que causará buena impresión.

- Sin duda, señorita Beatriz. Con su permiso. Y Bea quedó sola, enjabonándose bajo la caliente lluvia que recorría su cuerpo deslizándose por cada surco, y por cada curva de su anatomía.


 

El winche  del techo emitió un sonido mecánico cuando la señora Muller pulsó uno de los dos botones del mando a distancia que sostenía en su mano. La barra, similar a un trapecio quedó suspendida meciéndose a media altura. Beatriz, vestida tan solo con un delicado conjunto de lencería, permanecía inmóvil, observando las maniobras del ama de llaves. Con expresión de haber realizado este ritual muchos días, la pequeña pelirroja levantó sus brazos hasta alcanzar la barra, donde, gentilmente, Odet los aseguró con los grilletes con protección de piel que se encontraban a cada lado de la barra. Revisó las restricciones de su joven ama hasta que quedó completamente satisfecha de su apriete y de que el cuero, envolvía las muñecas previniendo las rozaduras del metal en la aterciopelada piel. Solo con todo inspeccionado, volvió a pulsar el botón del mando a distancia que, poco a poco fue levantando la barra y dejando a la señorita Doherty en un precario equilibrio sobre las puntas de pies aun cuando estos se encontraban completamente extendidos buscando el confort de un contacto con el suelo que no se produciría.

Un precioso corsé crema con detalles dorados y bordados de rosas rojas fue ceñido por frau Muller al cuerpo de la institutriz. Uno tras otro fue abotonando los corchetes de la parte delantera hasta que, aun sin ceñir, el corsé hacía sentir su presencia constreñidora desde la parte de abajo de sus pechos hasta la inferior de sus caderas. La alemana se situó a espaldas de su ama y comenzó a ajustar los cordones, no era la primera vez, y se notaba. Tiraba de los cordones, hasta que el entrelazado de estos pasaba a mostrar algún bucle, jugaba con esos bucles, y volvía a apretar. La respiración de la prisionera se hacía cada vez más corta y rápida conforme la abundantemente guarnecida por ballenas de metal estructura del corsé moldeaba el ya de por si hermoso cuerpo de la  pelirroja hasta hacerle alcanzar el olimpo de la feminidad. Durante veinte minutos, con dos pausas, Odet, prolongó el martirio de la indefensa Beatriz. Las oportunas pausas evitaban los sofocos, y, de hecho, en ningún momento notó pérdida de consciencia. Fue consciente de cada tirón, de cada apriete, de cada milímetro que las inclementes ballenas de acero ganaban a sus palpitante vísceras. Ceñido  por las expertas manos de su particular doncella, la cintura quedó reducida a cuarenta y cinco centímetros, y solo entonces la alemana se dio por satisfecha. En ese momento, una vez realizado el nudo, una sensación de confortable enclaustramiento sustituyo a la agonía del apriete.

La alemana se giró para coger el mando a distancia.

-          No, Odet. Quiero el cinturón. Por dar ejemplo a las niñas ya sabes.

La alemana instaló sobre la cintura de la joven un fino cinturón hecho de acero flexible, el cual aseguró alrededor del corsé por su parte más estrecha y asegurándolo con un pequeño candado.

El ruido mecánico volvió a sonar y poco a poco devolvió a Bea al contacto con el suelo.

-          Estos zapatos le parecen bien, señorita- dijo mientras sostenía en la mano un par de botines con quince centímetros de fino tacón.

Negó girando la cabeza de hermosos ojos azules y provocando un juguetón tsunami en sus rizos.

-          No, es muy temprano, Odet. Son muy seriotes. Con el vestido quedarán bien aquellas sandalias blancas de lacitos fucsia.

La teutona se agachó para calzar en su aun cautiva ama las sandalias de vertiginoso tacón de doce centímetros que aseguró con un candadito en las hebillas que las ceñían al tobillo, antes de, finalmente, liberar sus muñecas.

Un vestido de verano blanco con grandes flores rosas y azules estampadas cubrió el cuerpo de Bea que satisfecha contemplaba el resultado final en un espejo de cuerpo entero.

Tras un rato de maquillaje en el tocador, ella eligió sus complementos en forma de juveniles pendientes y collar a juego en tonos rosados.

Cuando Beatriz terminó, unas brillantes esposas con amplia cadena fueron colocadas por su asistente en las muñecas, permitiendo una amplia libertad de movimiento sin dejar de recordarle permanentemente sus restricciones. Las cadenas de las muñecas se unían a unas similares en sus tobillos y a un ancho cinturón con decoraciones esmaltadas a juego con lo pendientes. Como toque final, una gigantesca bola rosa de siete centímetros quedo colgando de su cuello por su correa blanca.

-          Perfecto. Odet, es hora de levantas a las pupilas. ¿Me acompañas?

Un atisbo de humedad se vislumbró en los grises ojos de la teutona.

-          Desde que eran pequeñitas las he cuidado y las he querido, como a hijas. Siempre he soñado con verlas convertidas en hermosas mariposas, mientras que  ellas se negaban a ocupar el lugar que merecen y al que están destinadas. Gracias por cumplir mi anhelo, joven señora; gracias por el honor.

Las dos mujeres, abandonaron la casa al tiempo que Nacho Velasco, empapado de sudor regresaba a la suya tras una carrera de ocho kilómetros. Miró el cronómetro, detenido en treinta y seis minutos.

“No está mal para un fósil”, pensó para sí, y con la misma energía, se puso a estirar. Mientras descargaba sus lumbares se fijó en la pequeña pelirroja que grácilmente caminaba con pasos pequeños pero seguros sobre unos tacones que la elevaban del mundano suelo. Parecía que flotaba. Nacho disfrutó con aquella sublime visión de rígida perfección que emanaba un halo divina feminidad.

La institutriz giró su cabeza y lo vio. Sudoroso, despeinado... salvaje; con un pantalón corto que remarcaba la musculatura de sus piernas y una camiseta húmeda que se pegaba a cada faceta de su perfilado torso. Beatriz disfrutó con la arrebatadora visión de desatada libertad que exhalaba virilidad por los cuatro costados. Ella notó como su respiración se agitaba y su corazón y sus pulmones pugnaban por evadirse de su diminuta prisión.

El hombre, se recompuso.

-          Buenos días. Han sido ustedes madrugadoras –dijo sonriendo.

-          Buenos días, Sr Velasco, - las dos mujeres respondieron al unísono esbozando a su vez una amplia sonrisa.

 

Ajenos a aquella situación, dos hombres en una destartalada furgoneta blanca recorrían el perímetro de la hacienda Moretti. El copiloto, tomaba notas y llevaba unos binoculares sobre sus rodillas. Era tuerto.