El joven y la profesora desobediente

  Con 31 años, pese a que las pecas de su cara le confirieran un aspecto más aniñado, haber ganado una plaza como catedrática de instituto e...

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sábado, 17 de septiembre de 2022

Un buen recordatorio.

 


Natalia sabía que, si se lo contara a cualquier amiga suya de la universidad, simplemente le dirían que estaba loca. Estar allí, con veinticuatro años, de pie, en el rincón de la biblioteca esperando unos azotes era, evidentemente algo poco habitual para el común de sus amigas.

Moviendo un poco la cabeza sin atreverse a romper la postura y forzando un poco el ojo, podía ver a través de una de los cuatro ojivados y azotados por la lluvia ventanales de la estancia como en el exterior el viento zoaba y los árboles se doblaban mientras perdían su ya raleado y rojizo follaje.

“Estaré loca, - pensó - pero sobretodo, agradecida”.

 

Hacía doce años que la gran crisis de la energía había golpeado a occidente. Centenares de fábricas habían cerrado y millones de personas habían perdido sus empleos. Sin ingresos, pronto los estados no pudieron hacer frente a los subsidios y tan solo un tan cruel como eficiente uso de la fuerza represiva había contenido los estallidos sociales.

 

Ella era insignificante, una miserable ratita de la calle. Los viandantes jamás repararían en esa pequeña desgraciada apenas escolarizada, y como mucho, agarrarían con más ahínco sus pertenencias si se percataban que aquellos ojos azules los miraban con el brillo depredador del que nada tiene.

Aquella pequeña de aspecto desaseado, larguirucha pero poco desarrollada para sus 14 años hacía años que no acudía con regularidad a la escuela, sin que sus padres, alcohólicos y toxicómanos, mostraran el mínimo interés en revertir la situación. Tan solo el dinero para sus adicciones que su hija debía proveer, sin que a ellos les afectara la forma  de hacerlo, era de su incumbencia; el dinero y también las brutales palizas que propinaban a la pequeña adolescente cuando el dinero no era suficiente o simplemente querían descargar su cólera frustrada con alguien. La pequeña y enclenque chiquilla era el saco de boxeo ideal para aquellos padres desnaturalizados por las sustancias y su propia miseria moral.

En un intento de escapar de aquellos abusos, hacía meses que aquella insignificante ratilla de enmarallado cabello rubio cada vez pasaba menos tiempo en su casa, y más con aquella banda de delincuentes, igualmente brutal, pero ciertamente más integradora y que, por vez primera le habían dado una sensación de pertenencia.

 

Mientras corría como podía sobre el hielo con sus raídas zapatillas, la adolescente de pelo grasiento y rostro mugroso no pensaba en nada de aquello. Acababan de robar una abultada cartera de un coche que había quedado descuidadamente abierto en un jardín, y las dos chiquillas corrían delante del propietario tratando de escapar. El hombre, un moreno cuarentón les recortaba terreno, sin duda, pensaban en su fuga,  habían debido de elegir una víctima más fácil. Las niñas eran  auténticas perras de la calle y conociendo como la palma de su mano todo aquel laberíntico trazado de calles y callejones trataban de dar esquinazo a su perseguidor, doblando de calle en calle y de callejón en callejón y,  a pesar de lo cual, el hombre les recortaba cada vez más terreno.

 

Hacía meses que, a raíz de un brutal puñetazo de su padre, su mandíbula no funcionaba bien, y con el tiempo ese pequeño desajuste le había empezado a causar algún problema de audición así que, cuando dobló aquella esquina tratando de evadirse de su perseguidor, simplemente no oyó aquella bicicleta que se abalanzó sobre ella. A resultas del impacto ciclista y ladronzuela rodaron por el suelo, llevando la peor parte la adolescente que se golpeó la cabeza contras la esquina de un adoquín del pavimento. La pequeña sintió el frío húmedo de la nieve  que se acumulaba sobre la acera y como su compañera se alejaba de ella sin ni siquiera mirar atrás.

Lo siguiente fue recobrar el conocimiento y ser transportada en unos brazos que la reconfortaban y calentaban como nada antes en su corta vida.

 

- ¿Cómo te llamas, pequeña?

 

La conmoción le impedía pensar con claridad.

 

- Natalia.

 

Y sus ojos volvieron a cerrarse.

 

No sería hasta mucho tiempo después cuando la señora Aquino le contó que, mientras ella permanecía inconsciente a causa del edema cerebral, había un par de ojos, nobles y marrones, que apenas se cerraban ni se separaban en ningún momento de al lado de la cama en el que la joven se debatía entre la vida y la muerte.

 

 

PARTE 2

 

La columna de vehículos Jaguar avanzaba trabajosamente, a contracorriente, por una carretera atestada por una marea de refugiados que caminaban en dirección contraria a la marcha de los mastodontes de acero. El alférez Ferenc Toth decidió que, por aquella noche, tanto sus blindados como sus hombres habían tenido suficiente. El mando había destacado a su sección de vehículos de reconocimiento a fin de reforzar las posiciones Aliadas que mantenían a las fuerzas del Bloque apenas a unos kilómetros al Este de la ciudad de Knin. “La situación en el frente era mala, -pensó-, pero si llegaban con los vehículos destrozados de poca ayuda resultarían”.

 

Tras unos kilómetros, encontraron un lugar donde poder establecer un vivac en condiciones y, finalmente, la pequeña columna se detuvo, y los motores, tras más de dieciseis horas, quedaron en silencio. Este silencio solo era sinónimo de descanso para las máquinas, ya que, en esos momentos, los modernos jinetes han de seguir trabajando para revisar y poner a punto sus corceles mecánicos, por lo que la actividad del pequeño  contingente era febril.

 

No lejos de allí, un pequeño campamento de refugiados los contemplaban sentados alrededor de una modesta hoguera, en su mayoría ancianos, mujeres y niños que huían con lo puesto de la zona de combates.

Tras enlazar con la unidad logística para tratar el suministro de carburante y repuestos Toth se percató que dos intrusos habían logrado burlar la vigilancia de su improvisada fortaleza. Se trataba de una chica muy joven, de unos quince o dieciséis años, que traía a su hermanito de la mano que, con curiosidad infantil, no sacaba ojo a aquellos húsares de Caballería que, como demonios, subían y bajaban de sus monturas.

Eran, pensó, sin duda un par de chiquillos provenientes del campamento en el que los refugiados se disponían a pasar la noche.

 

-        Hola, ¿Habláis inglés?, - aunque correcto, el fuerte acento extranjero denotaba que el oficial tampoco era oriundo de las tierras de la Gran Bretaña.

 

La joven lo miró con unos ojos azules que aunque bellos, tenían un manto de gravedad que nunca debieran haber tenido en una adolescente de esa edad. “Un poco”, contestó mientras miraba vergonzosamente al suelo.

Tras unos segundos de silencio solo roto por los gritos distantes de los hombres realizando el mantenimiento a sus máquinas, la joven intrusa levantó la vista y sostuvo la mirada al militar.

 

-        Gracias por venir a ayudarnos. Hace un rato todos tenían miedo, bueno, ellos aún lo tienen, -dijo señalando al grupo de gente que se amontonaba junto a aquella pequeña hoguera-, pero yo ya no. Estáis aquí y ellos no podrán vencer a vuestros “tanques.

 

Ferenc no tuvo oportunidad de responder, el pequeño hermano se había soltado de la mano y corría hacia donde estaban estacionados los vehículos que tanto habían llamado su atención.

 

A él le hubiera gustado preguntar su nombre, y decirle el suyo, pero la joven le sonrió se sujetó la falda y salió corriendo detrás de su hermano, “!Shasha, ven aquí! ¡Que te digo que vengas!”…

 

Apenas unas horas después del fugaz encuentro con los dos jóvenes incursores, la unidad se ponía en marcha y justo antes de las primeras luces, con un rugido metálico, las bestias de acero comenzaron a devorar los kilómetros de asfalto que los separaban de la línea del frente.

 

El sol brillaba ya en todo lo alto cuando las primeras señales de la debacle comenzaron a aparecer ante ellos. Centenares de soldados, la mayor parte en pequeños grupos comenzaron a cruzarse, con dirección inversa, con la sección de vehículos. Aquello, se dijo el alférez, no pintaba bien. Desorganizados grupos de hombres con pinta de haber cruzado el Averno se retiraban hacia el oeste, ocasionalmente también se cruzaban con alguna pieza de artillería arrastrada por su camión que les hacía luces, desde luego, las señales no eran halagüeñas.

 

Mientras analizaba la realidad que se presentaba antes sus ojos, un mensaje de radio del mando le sacó de dudas, y lo que oyó le sumió en el más absoluto estupor: el frente había caído, la única fuerza organizada de combate del sector la componían en esos momentos aquella modesta unidad blindada. Las órdenes eran claras, moverse al oeste ochenta kilómetros y constituirse como reserva del mando.

Lo bueno de la milicia era que, cuando Ferenc, haciendo de tripas corazón, salió por radio ordenando el cambio de consignas, nadie preguntó nada, aunque, sin duda, -pensó-,  luego tendría que darles explicaciones.

 

Los blindados se movían rápidamente por la carretera en pos de su nuevo destino, la conducción era monótona y simplemente se centraba en no aplastar a algunos de aquellos pobres refugiados a los que estaban adelantando en su huida hacia el Oeste. Ferenc estaba cansando y desmoralizado tratando de abstraerse del negro destino que se cernía sobre aquella marea humana que ocupaba arcenes y cunetas. Y entonces, sucedió.

Entre aquella miríada de seres desgraciados vio como dos se detenían. Y una jovencita de cabello rubio de ángel que llevaba a su hermanito de la mano, contemplaban atónitos a aquellos colosos de acero que los adelantaban en su fuga. Ella aun llevaba la misma falda de la noche anterior y, mientras se perdía en la distancia, ambas miradas, la del oficial y la joven, permanecieron fundidas, fijas, abrazadas hasta lo cósmico. En aquellos ojos que ya apenas diferenciaba, él intuyó más preguntas que reproches, más temor que odio.

Aquella noche, el alférez Toth en su litera, a muchos kilómetros de aquello, en la ahora segura retaguardia, lloró. La primera de las mil noches que lloraría recordando a aquella niña a la que había fallado.

Con los años, como terapia, trataba de hablar con ella en ensoñaciones. El por qué  no había tratado de protegerla, por qué sus vehículos, en buenas condiciones y con todos los proyectiles de 40 mm en la santabárbara, habían huido y no habían presentado batalla abandonándola a aquellos salvajes que, como demonios avanzaban desde el Este. Construía mil explicaciones y, cada noche, cuando en sus ensoñaciones se presentaba ante él aquella niña con su hermanito de la mano, era incapaz de articular ninguna. Tan solo pedía perdón y lloraba hasta caer dormido.

 

PARTE 3

 

Un pitido intermitente en la negrura fue lo primero que Natalia recordaba de cuando, finalmente, recobró la consciencia. Amodorrada por la medicación no pudo reaccionar cuando aquel hombre que había permanecido cuatro días sin moverse de su lado sonreía como un niño cuando la vio abrir los ojos.

Ella nunca sabría que los médicos le habían hecho todo tipo de pruebas y que los espeluznantes informes, - que incluían presencia de tóxicos en sangre, numerosos microtraumatismos en huesos, quemaduras de cigarrillos y otros indicadores de lo que aquella e insignificante ratita de la calle había sufrido en su corta existencia-, habían motivado a aquel hombre a hacer algo que sentía él  le debía a la misma vida.

Cuando aquellas manos de dedos largos pero viriles le acariciaron la barbilla, aun adormilada, le pareció escuchar que el hombre le decía “te pareces tanto a ella”. Natalia jamás sabría que aquella joven de falda azul, en un lugar que no sabría poner en un mapa, hacía diez años que le había cambiado su vida para siempre.

 

No le costó mucho al famoso escritor y consultor de defensa Ferec Toth, miembro de una influyente familia de diplomáticos, el mover las suficientes voluntades como para llevarse a aquella niña de padres desconocidos a convalecer a su casa.

La guerra y la crisis habían arrasado la economía y la moral, y aunque suene terrible, el que un alma caritativa se ofreciera a librar al sistema de Seguridad Social de una carga era visto como una ventaja, y nadie hizo demasiadas preguntas. Al final aquellas niñas de la calle eran irrecuperables, y que se la llevara para cuidarla era de lo más noble, comparado con lo  que esos hijos de buena familia solían hacer con estas chicas en sus fiestas, a menudo comprándolas por un tubo de pegamento o unos chutes de fentanilo.

 

Natalia miraba desde la ventanilla como la ambulancia que la transportaba atravesaba el centro de la ciudad, tan familiar para ella y se adentraba en los acomodados barrios del sur de la capital. Los toxicómanos dieron paso a elegantes mujeres con caros carritos de bebé y los bidones en los que se calentaban las legiones de desempleados a bonitos árboles plantados ordenadamente en las aceras de los bulevares.

Finalmente la ambulancia llegó a su destino. Aquella gran vivienda, del entonces desconocido para ella neogótico europeo, sería, desde entonces su nuevo hogar.

 

Todo resultaba nuevo, pero los otros dos habitantes de la casa, el señor Toth y su ama de llaves la Señora Aquino,- (una atractiva treintañera filipina de la que, pese su aparente disciplina y profesionalidad, sospechaba que mantenía alguna relación más allá de la de empleada y patrón con su atractivo jefe)-, se esforzaban por ser amables y que su adaptación fuera lo más fácil posible.

 

Con el paso de los días, poco a poco se fue levantando y dando paseos por los pasillo, revoloteando entre el servicio que se afanaba en mantener la casa en inmejorables condiciones. Entre todos, Natalia se había fijado en las doncellas, apenas un poquito mayores que ella, que siempre se preocupaban en mantener todo limpio y tenían además unos bonitos uniformes que hasta ese momento sólo había visto en películas. En su mayoría eran chicas de extracción humilde, como ella, y Natalia pensó que si se convertía en una de ellas podría, por fin tener un poco de felicidad en aquella casa donde había pasado más días sin temor que todo el resto de su vida junto.

 

Una noche, como todas y cada una de ellas desde que estaba allí, Ferenc y su ama de llaves, estaban en la habitación de la niña, hablando como cada noche de los más variados temas antes de que ella se durmiera. El sueño la iba venciendo, pero no quería que aquel anhelo pasara otra noche sin ser expresado.

 

-        Señor, sé que estoy recuperada, y que uno de estos días tendré que irme.

-        No…., no digas eso, no hay por qué,- una sombra de tristeza conmovió al hombre al oir las palabras de su joven huésped-.

 

-        Sé que es normal, que yo le robé, y ustedes, a cambio me han cuidado y ya han hecho más por mí en estos días que nadie antes.

 

Teresita Aquino sostenía la mano de la jovencita mientras la dejaba continuar.

 

-        Sólo que hay una cosa que me ronda por la cabeza y prefiero preguntarla ahora para no hacerme ilusiones como una idiota, que sé que luego acabaré rota… como siempre…

 

Finalmente, tras inspirar profundamente,  la joven se decidió a terminar la frase, con  muecas y evitando la mirada, pero esa vez, al menos, no sería por no haberlo intentado.

 

-        ¿No estarán ustedes interesados en una nueva criada?

 

El mundo de Natalia se desmoronó cuando vio en el rostro de los dos adultos una expresión de extrañeza. Trató de jugar una última baza desesperada

 

-        Soy torpe, pero puedo aprender, -aseveró vehemente-, bueno, con esas azotainas que la Sra.Aquino les da cuando lo merecen, creo que cualquier chica podría aprender, la verdad…

 

El ama de llaves esbozó una sonrisa que rompió el habitual talante serio que mantenía cuando, junto a su jefe, había alguna tercera persona.

 

Ferenc Toth puso la mano bajo la barbilla de la joven hasta que sus ojos castaños se hundieron en la profundidad de aquel azul tan triste como profundo. “Tú quieres quedarte aquí, Natalia, y nosotros…, - la mirada cortante de la filipina le hizo rectificar al instante-, digo… yo, yo quiero que te quedes… pero no como criada, Natalia. Quiero que estudies, que te hagas una mujer, no quiero que te pierdas, quiero que vivas, que vivas… quiero que vivas. Aquí ya nos vas conociendo, te vamos a cuidar y, dijo sonriendo, si te portas mal, también están esas azotainas tan didácticas de la Señora Aquino que mencionabas antes.

 

La joven sonrió con amargor, recordando las auténticas ordalías de dolor que había sufrido desde antes de tener uso de razón. “Creo que podré soportarlas….”

 

-        En cuanto te pongas bien, apostilló el dueño de la casa, te compraremos algo de ropa, y, cuando se pueda, empezarás a recibir clases en casa, hasta que te puedas incorporar a clases en un colegio.

-         

La joven no guardaba un grato recuerdo del colegio, nunca se había considerado inteligente, pese a que lo era, y siempre recordaba las constantes burlas de sus compañeros, por sus notas, por su aspecto flacucho, por los cardenales que traía de casa… siempre había algo, pero algo en su interior le decía que,pese a que tenía mucho miedo, que esa vez algo podría ser diferente.

 

Ferenc acarició la frente de la joven apartándole el flequillo de la cara, esa tarde, una de las chicas del servicio que se daba maña con las tijeras, le había cortado el pelo y por primera vez se había sentido como esas niñas bien que podían ir a las peluquerías.

 

-        ¡Eh, además, estás muy guapa!

 

El señor y el ama de llaves abandonaron la habitación y cerraron la puerta. Teresita Aquino tampoco había tenido una infancia fácil en los barrios humildes de Manila, y sabía que, en ocasiones, los niños de la calle, por miedo, por complejos o por ignorancia actuaban estúpidamente, y cada noche, tras la charla cerraba la puerta de Natalia con llave. Al echar mano de la llave, notó como Ferenc, le sujetaba dulce pero firmemente la muñeca, “No, a partir de esta noche no quiero que lo hagas más, Tere”

La mujer asintió y en un susurro, temerosa de que su voz atravesara la gruesa puerta de nogal, contestó a su jefe, “Es muy frágil, no quiero que haga tonterías, imagínate si se escapa”.

 

El hombre depositó un sutil beso en los labios de aquella mujer de rasgos suaves y pelo azabache. “No lo hará”.

 

El reloj de pared marcaba las once de la noche mientras se acostaba solo, sobre su costado, en su enorme cama de repujado cabecero de caoba. Apagó la luz y, en la oscuridad, oyó dos puertas que se abrían. “Vaya, -pensó-, al final, Tere tenía razón..”. Tras abrirse la segunda puerta, sintió como los sutiles pasitos en el pasillo, lejos de huir se abrían paso en la oscuridad hacia su alcoba. La puerta se abrió y al final un cuerpecito tembloroso se tumbaba en la cama, acurrucado contra  su espalda, y notó como un brazo lo rodeaba. Natalia, con una carantoña, anidó su cabeza entre el hombro y la cara de aquel hombre que por primera vez en la vida le hacía sentir calor en el alma. El hombre, sin atrever a moverse por no arruinar el momento, sentía como aquella cascada de pelo rubio le hacía cosquillas, y así, el sueño le fue ganando la partida.

 

Esa noche, como en todas y cada una desde aquel día en aquella carretera de Krajina, antes de caer completamente inconsciente, en las ensoñaciones que hacen de frontera entre la vigilia y el sueño, acudió puntual  a su cita aquella joven con su pequeño hermanito, Shasha, de la mano. Aquella vez, sin embargo, fue distinto. Esa noche, su mirada, silenciosa y azul, ya no tenía angustia, era serena. Los dos niños, se giraron y se alejaron, caminando despacio, ella con aquella misma falda azul con la que le recordaba.

Por primera vez en todos aquellos años su yo preonírico levantó la mano, y se atrevió a hablar  a aquellas dos pequeñas figuras que se iban desvaneciendo en la distancia.

“Yo…, me llamaba Ferenc, y ojalá podáis perdonarme”.

 

PARTE 4







 

Sus amigas seguirían pensando que estaba loca, pero para ella, aquella disciplina le había hecho ser la mujer que era y en aquella casa en la que el amor la había desbordado, los azotes tampoco faltaban cuando se hacía acreedora de ellos… o no tanto.

 

Era sábado y siempre, en la casa, el servicio disfrutaba de libranza desde el viernes por la noche a la noche del domingo, y eran ella y su madre, que era como con los años había pasado a considerar a la Señora Aquino,- en aquel momento ya Señora Toth-, debían de encargarse de mantener la casa en condiciones.

 

Aunque tuvieran servicio y pudiera parecer un poco anticuado, sus padres de acogida y a quienes consideraba sus verdaderos padres,  pensaban que las mujeres de la casa no podían olvidarse de las tareas domésticas, y esas limpiezas del sábado por la mañana les hacían reparar en los detalles de la casa al tiempo que, si algo no había sido debidamente hecho por las muchachas del servicio y debían limpiarlo ellas, sin duda, en el futuro serían más diligentes en el control del trabajo de las doncellas.

 

Aunque tanto ella como su madre, que de pie en otro rincón de la biblioteca aun lucía estupenda a sus casi cincuenta primaveras, eran unas habilidosas amas de casa, esa noche recibirían a unos importantes invitados, así que ese día antes de las tareas debían afrontar una liturgia que, pese a muy esporádica no era desconocida para ninguna de ellas.




 

Frente  a la falsa creencia de que el uso de los azotes solo sirve para castigar, en la disciplina doméstica existían varias razones por los que una señorita podía acabar con el trasero caliente.

Aunque era evidente que ninguna azotaina era agradable en el momento de recibirla, es verdad que a lo largo de su vida había entendido los beneficios que una firme aunque comedida disciplina tenían sobre ella y su estado mental, y las sesiones de “conciencia”, -o “focus spanking” en los tratados sobre disciplina doméstica-, como la que iban a recibir era, sin duda de sus favoritas.

 

Los azotes de conciencia se solían recibir antes de iniciarse cualquier tipo de actividad importante. Solían ir precedidos de un tiempo de reflexión en el rincón y luego una breve sesión de azotes. Al contrario que las azotainas con motivo de un castigo, o las preventivas, o incluso las de mantenimiento, estas azotainas eran breves y suaves y jamás se usaban los instrumentos que más respeto, -o temor-, infundían a las chicas ni, por supuesto, se azotaban zonas más delicadas como los “sit spots” o la parte trasera del muslo que, en cambio, si eran “tratados” en otro tipo de azotainas.

 

A Natalia le gustaba, no solo porqué eran bastante llevaderas dentro de lo que cabía, sino que  sentía como, a través de esta azotaina, era más consciente de la importancia de lo que se le había encomendado,  o de que sus padres valoraban el esfuerzo que iba a hacer, y que, aún más importante: sentía que había alguien que se interesaba por lo que iba a hacer. Tal vez no los azotes, que aunque no eran de los más mortificantes no dejaban de doler, pero todas esas sensaciones hacían que entre todas las azotainas, estas fueran sus favoritas.

 

Aunque no debían de permanecer con las manos detrás de la cabeza como cuando estaban en el rincón por causa de un castigo, las dos mujeres empezaban a impacientarse balanceándose nerviosamente sobre sus punteras cuando finalmente el hombre entró en la biblioteca y cerró la puerta tras él.

 

-        Lamento que me haya retrasado un poco, chicas, recibí una importante llamada de un buen cliente. ¿Os habéis portado bien en mi ausencia?

-         

Las dos mujeres, cada una desde su rincón, contestaron al unísono. “Sí, señor”. Como en muchas casas donde regía la disciplina doméstica, durante las sesiones se aplicaba la vieja máxima del “sí señor y no señor y cuando te pregunten” y de seguro ni una ni otra tenían ganas de ganarse unas caricias de correa extra por haber sido descaradas.

 

El hombre llamó a las dos mujeres, junto a una pesada mesa de madera que ocupaba el centro de la estancia y sobre la que reposaban abundantes volúmenes de tapas de variados colores.

 

Aunque para Natalia la inmensa mayoría de las azotainas que había recibido habían resultado un asunto exclusivo entre su madre y ella, había momentos en los que las dos se habían hecho merecedoras de una azotaina, o sin ser merecedoras como en esa ocasión, y en los que, entonces, era su padre el que se encargaba de llevar la voz cantante.

 

Él les explicó que ese día era particularmente importante. Les dijo que, para esa tarde, tanto ellas como la casa debían de lucir de manera impecable. “Tengo absoluta certeza de las buenas amas de casa que sois, y por eso no he creído necesario el suspender la libranza del servicio, pero también creo que es mi responsabilidad el que lo tengáis presente”.

En efecto el matrimonio García de Bonemburger que acudía a cenar esa noche, eran propietarios de un selecto internado femenino en una pequeña república alpina, y no era ningún secreto que tal institución podía ser una brillante catapulta para Natalia, con su flamante título de magisterio bajo el brazo.

 

Ferenc señaló la maciza mesa de madera. “Ya sabéis como poneros, codos en la mesa, falda recogida, piernas rectas y esos culetes para arriba”. Las dos mujeres obedecieron. Tere oía el inconfundible sonido de la hebilla del cinturón al desabrocharse y como el cuero, siseante, se deslizaba por las trabillas del pantalón como una mamba reptando en busca de una presa a la que morder. Nadie que no tenga conocimiento muy directo podrá a llegar a entender el totum revolutum en el que se convierte el estómago de una mujer en esos momentos, la palpitacón, la súbita sequedad en los labios, esa terrible certeza de que ese deseo que Tere abrazaba y temía al mismo tiempo, iba a convertirse en restallante y dolorosa realidad para su expuesta y vulnerable carne.

 

Natalia sabía por experiencia que, sin duda iba a ser el trasero de su madre el primer agraciado por las caricias del cuero, siempre, en estas situaciones, a Ferenc le gustaba empezar por su mujer y ambas sabían también que él siempre era mucho más estricto cuando era el turno de su esposa que cuando era el de su joven discípula.

 

Aunque estar en una posición tan indefensa esperando que de un momento a otro una tormenta de correazos caiga sobre tu trasero no era en ningún caso un paseo por el parque, era verdad que el estar allí junto a Tere contribuía la creación de un vínculo especial entre ellas, un vínculo que cuando todo se reducía a un monólogo del cepillo del pelo de la Señora Toth cayendo sobre las nalgas de Natalia, no existía. Esta especie de sororidad de spankees se había forjado en los últimos años, cuando la disciplina se había convertido en algo más abierto en la casa. Aunque desde siempre en sus castigos siempre estaba Tere presente, durante muchos años las únicas azotainas que ella había presenciado eran las ocasionales zurras que las doncellas más descuidadas recibían de manos la antigua ama de llaves. Por supuesto ella sabía que en privado el turgente trasero de su madre adoptiva también recibía las atenciones debidas cuando lo merecía, pero no había sido hasta hace tiempo cuando ella misma se convirtió en adulta, que su madre había comenzado a recibir sus castigos de forma menos privada, como ella misma.

Aunque pudiera parecer extraño, el sentir que las mismas normas comenzaban a aplicar para las dos mujeres de la casa le hizo no solo ser consciente que ya no era una niña, sino que una complicidad a toda prueba había surgido entre ambas.

 

Ferenc se situó detrás de su esposa y calculó la distancia elevando la mano que sostenía doblado su cinturón hasta que este rozó las redondeces del trasero de su esposa. La segunda vez que bajó el cuero, la visita no fue tan amable. El cuero restalló sobre el centro de las lunas de la más madura de las mujeres y Natalia vio como su madre apretaba los dientes para evitar un alarido. Los ojos abiertos de su madre le indicaban que, pese a no haber sido dado con toda la fuerza, sin duda había sido un correazo mucho más fuerte de lo que Tere esperaba. Una marca roja marcaba el lugar donde los bordes del cinturón habían mordido la turgente carne de la mujer. Respiró fuerte y se recompuso. “Uno, gracias, señor”. El segundo azote cayó apenas unos milímetros por encima del anterior, dejando una huella similar a la anterior que comenzaba a ponerse de color  rojo carmesí. Aunque el impacto fue de una fuerza similar, la preparación mental tras la experiencia del primero hizo que Tere encajara mejor esa segunda caricia del cinto. “Dos, gracias señor”, la cara de Tere era un verdadero poema que precisamente no tranquilizaba a la joven que también con los codos sobre la mesa esperaba a escasos centímetros de la filipina su propio turno. Los cuatro siguientes azotes se repartieron a partes iguales entre las dos nalgas, y aunque tal vez fueron algo menos intensos, fueron propinados con muy breve intervalo entre ellos. Cuando con el sexto azote el cinturón se abatió por última vez sobre las nalgas de Tere, la mujer estaba roja y respiraba agitada. Para ambas resultó evidente que si tras seis azotes no estaban cayendo las lágrimas la intensidad había sido bastante moderada, pero, sin duda, mucho más severo que otras azotainas que ambas habían recibido por la misma razón. Sin duda, durante las próximas horas, un trasero dolorido iba a ser un buen recordatorio de la importancia de la tarea que tenían entre manos.

 

Tere sabía que debía de permanecer en posición hasta que se le diera permiso, así que pese a las ganas de masajearse su maltrecho trasero sabía que debía aguantar, al menos hasta que el trasero de Natalia hubiera saldado su deuda como lo había hecho el suyo.

 

El hombre pasó por detrás de su esposa para situarse junto a la joven que esperaba su turno en ese tan particular cadalso. Ferenc se fijó en que la falda del vestido turquesa de Natalia estuviera recogida de una forma recatada al tiempo que, con cuidado de orfebre, tiró de  la cintura de las braguitas para asegurarse de que pese a algún posible aspaviento todo quedara pudorosamente a cubierto de la tela.

 

Cuando un tiempo después, afanadas en la limpieza del comedor, repasaran lo sucedido ni una ni otra se pondrían de acuerdo. Para Natalia era, simplemente que habiendo visto lo sucedido se había preparado mentalmente para lo que iba a suceder, amén de que se consideraba mejor encajadora y menos quejica que su madre de acogida. Para Tere, era, simplemente que Ferenc tenía una debilidad por la joven, y siempre era más “blandito” con ella, hiciera lo que hiciera.

 


Cuando sonó el primer cintarazo, la joven mordió sus labios y cerró los ojos, aunque su cuerpo permaneció inmóvil, ofreciendo un fácil blanco para los siguientes azotes tal y como se suponía que debía hacer. “Uno, gracias, señor”. Al instante el contorno cuadrangular de donde los cantos del cuero se habían enterrado con más furia en la suave piel comenzaba a marcarse en un tono de rosa que iría evolucionando en pocos minutos hacia un rojo furioso. Los siguientes azotes fueron cayendo en un patrón similar a los que había recibido su madre, con los cuatro últimos en tan rápida sucesión que verdaderamente tuvo que hacer un ejercicio de autocontención para no emitir un quejido.

 

Él contempló los traseros de las dos mujeres. Aunque rojos y marcados con unas curiosas marcas rectangulares que ya estaban entre color púrpura y violeta, las dos chicas respiraban con normalidad y guardaban silencio mientras, con los codos en la mesa, mantenían la espalda arqueada a fin de ofrendar su delicado trasero a las furiosas caricias de aquel cuero cruel. En las dos mujeres, todas las marcas se concentraban en la parte central de las nalgas, eludiendo de forma premeditada las zonas más bajas, - y sensibles- , de los sit spots y los muslos, las dos sabían que debían estar eternamente agradecidas por ello, aunque también sabían que aquella clemencia no era ningún cheque en blanco y que si tras una azotaina de conciencia, -focus spanking-, se hacían merecedoras de un castigo por la tarea que tenían encomendada, esos castigos siempre eran particularmente estrictos.

 

El hombre, con parsimonia, se abrochó el cinturón, “podéis levantaros”. Las dos mujeres se levantaron despacio, un poco anquilosadas por haber tenido que guardar una posición tan forzada aunque hubiera sido por un corto periodo de tiempo.

Una vez incorporadas y antes de arreglarse y colocarse las faldas una y otra examinaron el trasero de la compañera, dándose cuenta que aunque el dolor desaparecería en unas horas, esas marcas permanecerían tercas durante unos pocos días. Afortunadamente, al estar en la parte central, no se verían  obligadas a ser particularmente cuidadosas con según que shorts o trajes de baño. En aquellos momentos tan solo echaban de menos un espejo con el que tratar de hacer una evaluación de daños del propio trasero.

 

Las dos mujeres quedaron solas en la biblioteca y aun trascurrieron unos minutos antes de que ambas la abandonaran para iniciar sus quehaceres , sabiendo que el ardor en sus traseros, efectivamente, sería el mejor recordatorio para realizar el trabajo de la manera más prolija posible.

viernes, 25 de febrero de 2022

Resort de azotes para novatos. (V)

 


Había pasado ya algo más de una hora desde el desayuno y las cuatro parejas esperaban en el gran salón la llegada del anfitrión y los profesores. Esa mañana, para sorpresa de las interesadas, las inevitables revisiones que todas habían realizado delante del espejo no habían revelado ningún daño de gravedad, más allá de alguna marca de la palmeta, en sus traseros.  Para la sesión matutina las chicas, incluida la profesora, vestían, como se les había indicado, bikinis y, en general, reinaba una mezcla de alegría y excitación como se percibía en las animadas conversaciones que estaban teniendo los participantes.

Solo una cosa mantenía a nuestras protagonistas un tanto extrañadas: en contra de las sesiones anteriores, esta vez parecía que los hombres habían olvidado traer ningún implemento. La perspectiva de una azotaina con la mano contribuía, y no poco, a elevar el ánimo de las alumnas.

Cuando los profesores entraron en la estancia, las conversaciones se fueron silenciando, y estos ocuparon el centro de la estancia mientras sus pupilos se sentaron a su alrededor.

-          ” Bueno, sé lo que las damas están pensando, - inició el anfitrión-, pero, lamentando desilusionarlas, no se trata de un clase libre para ir a tomar el Sol… “.

La concurrencia sonrió la chanza aunque fuera más celebrada entre los chicos que entre las damas, pese a que, después del episodio de la paleta, no veían con demasiado terror otra azotaina con la mano de sus respectivos partenaires.

-          “Hoy vamos a practicar los azotes con el cinturón”.

No merece la pena el comentar como las chicas cambiaron su cara ya que unos correazos con un cinto de cuero no eran, en ningún caso, ninguna Bicocca. Instintivamente, todas ellas, de pronto, miraron los cinturones que sus maridos y padre habían seleccionad. Eran, desde luego, un panorama muy diferente del de unos azotes con la mano.

-  “El cinturón es una magnífica herramienta, ya que es un implemento que tenéis siempre a mano y, dependiendo del empleo, puede servir para castigos severos o para otros menos intensos. Esta mañana vais a practicar un poquito de cada”.

Jimena tomó la palabra.

-  “A ver, obviamente, y os juro chicas que yo me entero del contenido de las clases cinco minutos antes que vosotras, vamos a comenzar por  el uso más suave, y luego, ya veréis por que nos han dicho de traer bikini...”

Svletana tragó saliva y se sintió levemente excitada cuando se dio cuenta que Nikolai acariciaba la hebilla de su grueso cinturón de cuero negro, permaneciendo atento mientras, como era habitual, la pareja de profesores iniciaría la sesión con un ejemplo práctico.

Tomando a su mujer de la mano, Rodrigo la posicionó inclinada, apoyada contra la pared y con las piernas bien separadas, una postura que ya era conocida para nuestros protagonistas.





 

- “Como veis, explicó Rodrigo, esta es la postura más habitual, es rápida y nos permite un buen acceso al pompis icas, es una buena elección para el caso de que se tenga que enviar algún mensaje “rápido”.

Lidia arqueó una ceja viendo la cara que ponía Marco siguiendo la explicación.

Rodrigo, con su mujer en posición, se sacó parsimoniosamente el cinturón y, el sonido del cuero deslizándose por las trabillas del pantalón, puso un nudo en el estómago de su esposa.

- “Lo más sencillo es doblar el cinturón, y, aunque ninguno de vosotros es un idiota, recalco que jamás se debe golpear con la parte metálica” Rodrigo tensó el cinturón comprobando el buen agarre del mismo.

- “¿Siempre tiene que estar doblado?”, preguntó Mitch que no hacía sino poner voz a una pregunta que su hija, pese a los ánimos a hacerlo, no se había atrevido a realizar en voz alta.

-“Muy buena pregunta.”

- “Se le ha ocurrido a la señorita”, señaló el padre orgulloso de reconocer el mérito de Alice.

- “En verdad es más sencillo, aunque, si se quiere, y los azotes serán mucho más fuertes, puede hacerse con él extendido. Dicho esto, también tenéis que saber que eso precisa de mucho control. Con él extendido se pueden alcanzar zonas muy sensibles si lo consideramos necesario, como la parte interna de los muslos, pero también se puede llegar hacer mucho daño, así que, mi respuesta es sí, pero, de momento, no es conveniente”.

- Si no hay más preguntas, vamos a empezar con veinte azotes, y nos vamos a centrar en las nalgas de las señoritas. Daremos veinte azotes para empezar, que casi puede ser un “standard” para cuando tengáis que usar el cinturón.

Veinte azotes eran un número que, sin ser un exceso, tampoco alegro a Jimena el oírlo. Ella había calculado que, para ser la parte suave, y además, “explicativa”, los chirlazos no subirían de la docena.

- “Os recuerdo que estaríamos disciplinando una falta común o dando una azotaina preventiva, no hace falta subir mucho el brazo para esto. No lo subáis nunca por encima del hombro, dijo Rodrigo remarcando sus palabras con la posición del brazo con el que sostenía el amenazante cinturón. Jimena, ahora espero que te comportes y permanezcas en posición, no quiero que tengamos a recurrir a penalizaciones.

Rodrigo subió el brazo y dejo caer el cinturón que restalló sobre la fina tela del bikini azul y motivos marineros que hacía de muy poco escudo para la delicada carne que había debajo.

Aunque el cinto cayó en el medio de las nalgas, una zona “relativamente poco delicada”, la mujer no pudo dejar de emitir un gemido. El siguiente azote aterrizó en la otra nalga, justo a la misma altura. Rodrigo, era evidente, no buscaba martirizar a su esposa y se tomaba su tiempo entre azote y azote.

-Como veis, los azotes no son ni demasiado fuertes ni demasiado rápidos, se supone que no ha cometido un pecado muy grande y no quiero que, instintivamente, rompa la postura y tenga que aplicarle azotes de castigo. Además, luego, pensad, hay segunda parte y ellas nos agradecerán que las “calentemos” un poquito antes.

Claire que permanecía callada pensó en que, si eso era un calentamiento, en el futuro iba a preferir no vérselas muy a menudo con el cinturón de su marido.

Aunque recios, los azotes recibidos no habían supuesto una ordalía para Jimena y, pese a que sus tersas nalgas tenían ya un vivo color rojo a tenor de un par de trazos que se escapaban de la cobertura de la tela del bikini, pudo llegar al final de los azotes sin romperse en llanto, aunque, los últimos lametazos del cinturón le exigieron un esfuerzo por no gritar.

Tras el fin de la demostración, Marco, quiso que le aclararan, cuál era la “escalada proporcional” si una chica que estaba recibiendo unos azotes se movía de la postura que se le había indicado.

- “Pues… depende de las veces que lo haya hecho, o si es una costumbre en ella”, explicó Philippe.

Jimena que ya había recibido el permiso para erguirse quiso subrayar las palabras de su director.

 “- También depende de la severidad, yo creo que si, por ejemplo, en una azotaina como esta no se mantiene la posición, es porque no nos da la gana, yo me lo tomaría en serio”.

Las mujeres se sintieron un poco traicionadas por las palabras de su mentora, pero, la venganza es un plato que se sirve frio, y que, no tardaría en llegar.

-  Y ¿Cómo cambiamos a los azotes de penalización, y cuantos tendrían que ser?, insistió Mitch.- “Pues, Mitch eso depende de lo que haya hecho durante la azotaina”.

- “Pues, pongamos por ejemplo,- dijo Alice-, que nos frotamos el pompis sin permiso como está haciendo ella”.

Todas las cabezas de la habitación giraron al unísono hacia una Jimena que, con la cara más roja que sus nalgas, apartaba las manos de su trasero.

Rodrigo, mantuvo la calma, y respondió la pregunta.

 “Bueno, cómo decíamos todo depende, si ella se rebela, o patalea para tratar de zafarse, se puede, tras terminar el castigo, proceder a otra zurra con más intensidad e, incluso con otro instrumento”.

Las chicas reían por lo bajini imaginando el inexorable curso de los acontecimientos.

-       “Pero, prosiguió el profesor, el pecadillo es venial así que, con un par de azotes en los muslos va a quedar expiado.  Jimena, reclínate sobre el brazo del sillón”.

Jimena hizo lo que su marido le ordenaba. Sabía que, seguramente, en casa esa falta no hubiera trascendido, sobre todo si la azotaina no era por nada grave, pero, era evidente que delante de toda esa gente, se merecía esos azotes.

Las tersas piernas permanecían estiradas mientras su tronco se reclinaba sobre el brazo del sofá mientras ella esperaba las caricias del cuero.

-  “Aprovechando las circunstancias, intervino Philippe, sería buena idea que nos hicieras una demostración con el cinturón extendido, eso será una buena muestra para nuestros amigos de cómo hacerlo, y para ellas una buen recordatorio para querer evitarlo”.

La última esperanza de la “rea” se desvaneció cuando su marido, zumbón, aceptó la sugerencia.

-       ¡Jobá!, -murmuró Jimena entre dientes-.

-       No protestes, cariño, y separa un poco las piernas ¿No oyes a esos muslitos pidiendo unos azotes?

Todos los presentes sonreían, disfrutando un poco de la mala situación de la joven fiscal, que, sobre todo para la parte femenina constituía lo dado en llamar “karma instantáneo”.

-            “Te aseguro que no lo están pidiendo….”, -objetó la mujer sin esperanza de que la chanza pudiera cambiar un destino ya escrito-.

-          “Es curioso, desde aquí, todas lo oímos claramente”, - en esta ocasión ,Claire, usualmente prudente se unió a las bromas, ante la aprobación de todas las chicas que, con una sonrisa picarona,  no la habían perdonado aun su reciente “traición”.

-          “Pues, lo pidan o no, lo van a tener”. Rodrigó blandió el cinturón descargando un severo trallazo con el último tercio de este, haciendo que tras el impacto el cuero se enrollara sobre el muslo y la lengüeta del final acabara estrellándose a gran velocidad en la finísima piel del interior de las piernas.

El muslo de Jimena, simplemente, estalló de dolor con el doble impacto. El aullido de terror, la larga marca roja en la trasera del muslo y el rosetón morado que comenzaba a crecer en la piel del interior de sus piernas, estremeció a sus compañeras, haciéndoles tener meridianamente claro que este era un castigo que, a todas luces, querrían evitar en el futuro.

La letrada tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para mantener la compostura tras vaciar sus pulmones con aquel pavoroso aullido.

-          “Como veis, señaló Philipe cuando tanto la profesora como la concurrencia se hubieron recuperado de la impresión, es increíble la efectividad de estos azotes, pero un principiante no debe hacerlo sin supervisión”.

Las mujeres no supieron como tomarse aquel “sin supervisión”, aunque se juraron a si mismas nunca hacerse acreedoras de ese tipo de azotes.

-          “Y, para terminar…”

Un potente zurriagazo cruzó las nalgas de su mujer en diagonal haciendo restallar la carne y ulular de dolor a la mujer. En esta ocasión la lengüeta del cinturón aterrizó con maestría en la cadera de Jimena, zona muy sensible y que suele recibir pocas atenciones, que casi convulsionó con el impacto.

-          “¿Qué se dice?”, - la sonrisa del hombre denotaba que estaba jugando con su esposa-.

-          “Gracias, señor….”, - la mujer sin atrever a cruzar el umbral de la insolencia empleó un tono que dejaba bien a las claras que había tenido momentos más divertidos.

-          Venga puedes levantarte.






 

 

 

Al hacerlo, Jimena dedicó una mirada a sus compañeras que, curiosamente, miraban hacia el suelo un tanto avergonzadas.

-          “Damas y caballeros, a vuestros puestos… “pocos segundos después de que Philipe diera comienzo a la fase práctica, los hombres ya deslizaban sus cinturones por las trabillas, y las chicas se inclinaban contra la pared ofreciendo el trasero para el martirio.

Fue Mitch, que al fin y al cabo era el más atareado ya que él debía atender a dos traseros , el que abrió el fuego con un azote en el centro del trasero de Claire.

-          “Mitch, por el mero hecho de que sea cuero no la va a corregir solo”, -intervino Jimena que supervisaba la escena-.

-          Qué quieres decir, profe.

-          “Pues que está bien que no quieras hacer una carnicería, pero que, con la telita del bikini, y en el centro del culete, hay que dar con un poco más de ganas. Ya irás perdiendo el miedo. Y, que no engañen sus grititos, que su deber es tratar de engañarte”. Claire, desde su posición giró la cabeza para lanzar una mirada asesina a Jimena.

-          “Y a ti, quien te ha dejado girarte”, dijo Mitch mientras un segundo azote hacía sonar la sensible carne de su esposa. En esta ocasión parte del cuero había aterrizado por fuera de la tela de la braguita del traje de baño y, por el color rojo se apreciaba que, en esta ocasión, la intensidad había sido la necesaria.

Durante unos minutos la sala se llenó con el concierto del cuero haciendo resonar los glúteos de las chicas y con los gemidos de dolor de estas cada vez que el inflexible cinturón tomaba tierra en sus martirizadas posaderas.

Marco con precisión de metrónomo se complacía en castigar la parte más externas de las nalguitas de Lidia, disfrutando con las marcas que aparecían y que, en su parte más central, desaparecían bajo el bikini. Por el tono de estas era evidente que, aunque no estaba usando una fuerza desproporcionada, sí que estaba aplicando más vigor del estrictamente necesario, y por los gemidos de su esposa, al borde del pucherito, se deducía que ella no estaba disfrutando del trabajo de precisión de su marido.

Svletana, a la que Nikolai había susurrado una supuesta afrenta que justificaba la azotaina, tenía los ojos brillantes de los cuales deslizaba alguna lágrima.  Aunque sus nalgas ardían en carmesí, en su caso, no era sólo el dolor el motivo de estas lágrimas. Se estaba sintiendo orgullosa de su hombre.

Tras la veintena de azotes casi todas las chicas se encontraban ya al borde de romper a llorar por el castigo acumulado, y se notaba que el sonido de los azotes se había ido haciendo cada vez más espaciados ya que, las piernas empezaban a flaquear tras cada azote, con lo que, ineludiblemente, el siguiente se retrasaba.

Tan solo Alice que esperaba en posición su turno tenía las nalgas pálidas, en contraste con el colorado tono de las de sus compañeras.

Philipe se fue al centro de la habitación y dio por terminada la primera fase de la sesión, los ecos del castigo, sin embargo, no desaparecieron ya que, Mitch, comenzó a trabajar el culete de Alice.

Las chicas, mientras la más joven recibía “la clase” debieron de permanecer en posición y con las manos bien lejos de sus enrojecidas colitas. Las instrucciones no tuvieron que ser repetidas, y todas permanecieron inclinadas contra la pared y con la espalda bien arqueada, como esperando que, de un momento a otro sus maridos pudieran retomar el trabajo. El recuerdo de los zurriagazos en los muslos de Jimena fue suficiente acicate.

Mitch levantaba el cinturón y lo estrellaba contra la carne de Alice con buena cadencia, frente a su madre que se había dejado llevar en el castigo hasta el punto del puchero, su hija cada vez que el cuero mordía sus delicadas posaderas, se recomponía y volvía a ofrecer el culo en una posición perfecta para el siguiente chirlazo. Junto al orgullo con el que estaba aceptando la embestida, lo que más sorprendía a su padre fue que, en todo el lance, no había emitido un solo gemido, limitándose a exhalar más fuerte cuando el cuero bajaba un poco más de la cuenta acercándose a la piel más fina de las bases de sus nalgas. Mitch tuvo claro que, sin duda, tenía una potrilla de la que sentirse orgulloso.

Tras contar los veinte azotes, fue de nuevo, Philipe, el que puso fin a la práctica de padre e hija. Tras finalizar estos, se les permitió incorporarse a las alumnas si bien con la clara admonición de que tenían rigurosamente prohibido acercar las manos a sus ardientes colitas.

-          “Bueno, hemos visto el uso del cinturón en estos casos que se os van a dar muy frecuentemente, típicos de un día a día normal, pero, ahora, vamos a ver cómo se puede emplear el cinturón para corregir faltas más serias”, señaló Philipe invitando con un gesto de su mano a los dos profesores a que ambos continuaran su explicación.

-          “Cielo, ponte en posición”.

Tras la indicación, Jimena, se tumbó en el sofá colocando un cojín ancho bajo sus lumbares. Hecho esto levanto sus piernas manteniéndolas estiradas y juntas.







 

-          Como veis, chicas, esta postura, es un tanto delicada, y es por ello por lo que, a esta sesión, nos dijeron que acudiésemos con bikini… nos evita problemas, señaló la profesora sin abandonar la posición en la que lucía sus perfectamente torneadas piernas.

Las chicas asintieron viendo como la entrepierna de la fiscal apenas quedaba cubierta por la tela del bikini. Alice, pensó, estaba aliviada de haber obedecido a su madre con el tema de la depilación.

-          “Esta postura nos permite un acceso muy fácil a la parte baja de las nalgas, y, al golpear hacia abajo, la gravedad acude en nuestra ayuda a la hora de corregir con severidad y menos esfuerzo. Si queremos una azotaina larga, esto es a partir de quince minutos, es una gran posición”, señaló Rodrigo subrayando eso con la gestualidad de sus manos.

A las mujeres ya no les sorprendió que el certificado de “gran posición” no precisara del visto buena de la chica que debiera permanecer en esa posición durante tanto rato, sabiendo, además, que de moverse, tendría “premio adicional”.

- “¿No es buena esta postura si queremos centrarnos en las piernas? - preguntó Nikolai-.

- Sí, así es. Es muy buena tu observación, pero, por ahora, vamos a darle una buena noticia a nuestras chicas y por el momento vamos a evitar azotarlas en las piernas, por lo que deberán estarnos eternamente agradecidas, y, de momento, vamos a centrarnos en la parte de abajo del culete, que, creedme, será suficiente.

La parte femenina de la concurrencia empezaba a entender el funcionamiento de las cosas y ese “de momento” les resultó una clarísima espada de Damocles.

- “Claire, Alice, vosotras, que sois dos os podéis ayudar a sujetar las piernas la una a la otra, porque vais a ver que tendréis ganas de patalear, así que, tenéis algo de ventaja”, señaló Philipe.

-“Efectivamente, aquí ya depende de vosotros, pero, algunas veces se considera una falta si se doblan las piernas, otros son menos estrictos y deciden que solo castigan el patalear o bajar las piernas, así que eso dependerá de las normas que cada uno le ponga en casa a sus chicas.

El profesor levantó el cinto y el primer lametazo cayó sobre la parte baja de las nalgas de su esposa, haciendo coincidir el rojo cardenal con el surco que hace de frontera entre nalga y muslo. Pese a ser una spankee con mucha experiencia, Jimena no pudo reprimir un aullido, mientras el trazo púrpura se abultaba de inmediato. El cinturón siguió levantándose y cayendo sobre el culete de la voluntaria con buena cadencia. La secuencia era de seis azotes en las nalgas seguidos por dos de ellos en la parte más baja, los llamados “sit spot”,-la parte más baja de los glúteos y superior de los muslos que son los que entran en contacto con las superficies cuando se sienta.

La cadencia y vigor de los azotes era superior a los de la tanda anterior, con lo que, amén de estar castigando zonas de piel más delicada, así que, tras la segunda visita del cuero a los sit spots, Jimena empezó a llorar. La concurrencia permanecía hipnotizada por los chasquidos del cuero que martirizaba las posaderas de la bonita odalisca y por los aullidos agónicos que anunciaban las veces que el cinto le besaba los muslos.



 

Tras diez minutos de azotaina, el culo de estaba rojo como una cereza madura y los muslos presentaban ya cierta inflamación, lo que le provocaba la impresión de estar sentada sobre un lecho de ascuas.

- “Bueno, creo, que ya has tenido bastante”, dijo finalmente Rodrigo, cuando finalmente el brazo cayó para no volver a levantarse.

Jimena, en ese punto, sollozaba enjugándose la nariz con el dorso de la mano y, pese al dolor que sentía no cometió la torpeza de bajar las piernas hasta no recibir permiso para ello.

- “Como veis, Jimena es una grandísima profesora, y os habréis dado cuenta que no ha pataleado, y eso que, la pobre, ha pasado un mal rato. Debió de pensárselo mejor antes de ganarse la azotaina.

Esta vez tan solo los varones sonrieron la ocurrencia de Philippe, ya que las mujeres, con el dolor de la zurra anterior aun mordiéndoles las nalgas, habían visto con espanto la carnicería que había hecho en las posaderas de su amiga el cinturón de su marido.

- “Puedes levantarte, cielo,  Rodrigo proporcionó un pañuelo a Jimena y la abrazó, cuando estés, supervisa a la gente, pero no quiero verte tocarte el culo”.

- “Pero…”, los ojos de Jimena hubieran derretido un glaciar.

-“No hay peros”.

- “Entendido…” La seca aceptación dejaba patente que Rodrigo había captado la triquiñuela de su adorable esposa.

Las alumnas, bajo supervisión de sus profesores, fueron adoptando la posición en la que habían visto a su mentora, imitándola con más o menos fortuna.

Cuando el cuero comenzó a rasgar el aire, fue Svletana la primera en recibir un chirlazo, el cual aterrizó demasiado bajo y demasiado fuerte. Una marca morada fue rápidamente tomando forma sobre la lechosa y fina piel de su muslo derecho, y la joven rusa sintió como si se abrieran las puertas del Averno y no pudo reprimir un gemido de dolor. Instintivamente, no pudo evitar doblar las rodillas y apoyar los talones en su trasero tratando de protegerlos.

La eslava miró a su marido con cara de arrepentimiento sabiendo que su mal meditado y espasmódico movimiento se la podía hacer ganar gorda.

-          “Svly, como lo vuelvas a hacer, empezamos desde el principio”, fue la advertencia de Nikolai a su esposa que asintió no sin cierto temor en los ojos.

Jimena, que rondaba la escena, escuchaba satisfecha la serena pero clara advertencia y decidió no ahondar más, limitándose a ayudar a la mujer a levantar las piernas y volver a adoptar la posición. Un leve rubor acudió a sus mejillas de la rusa al darse cuenta que sus ojos no eran lo único que se había humedecido ligeramente ante la amenaza de su esposo. No obstante, y pese a las gotitas de humedad en su sexo, estaba claro que el panorama de reiniciar desde el principio la azotaina era un escenario que no le gustaría ver llevado a la realidad.

-Venga, esas piernas arriba, haz como te dice, dijo la profesora ayudando a Svletana sin que, afortunadamente para ella, se percatara de la sutil humedad de su entrepierna.

Mientras el trasero de Svletana continuaba recibiendo su castigo las otras alumnas habían comenzado, a su vez, a recibir las atenciones del cuero sobre sus nalgas.

Claire a la cual su hija sujetaba las piernas, era sin duda la que estaba pasando un peor rato. Aunque los chicos se estaban aplicando con severidad y cada trallazo era acompañado de un gemido de dolor, la mamá americana estaba teniendo verdaderas dificultades. Presa de un llanto agónico casi desde el comienzo, Claire no había podido evitar bajar las piernas en varias ocasiones en un vano intento de frenar el asalto a sus indefensas nalgas.

Tras la tercera interrupción del castigo por este motivo, Mitch, detuvo la zurra y con expresión de firmeza miró a sus dos chicas que le devolvieron la mirada con los ojos muy abiertos.

-“Claire, como vuelvas a bajar las piernas, te aseguro que vuelvo a empezar desde el principio, pero esta vez van a ir todos a la muslada, y tú, jovencita, como vuelvas a soltarle las piernas, lo mismo cuando sea tu turno”.

Su mujer, imposibilitada de responder por el llanto que la ahogaba tan solo asintió como muestra de que había comprendido la advertencia de su esposo, Alice miró al suelo y con voz constreñida emitió un apenas audible “sí, papá”.





 

El americano sabía que no debía de castigar enfadado, y también que la pobre Claire no lo hacía por desobedecerlo, que simplemente era una respuesta al sufrimiento, pero, como había leído en la parte teórica, las desobediencias debían de ser cortadas de raíz y, aunque no estuviera enfadado, el cinto siguió disciplinando a su esposa que entendió que, los castigos se imponían para ser recibidos.

En el otro sofá, Lidia y Marco, disfrutaban, de manera desigual, de un reto un poco diferente al resto de parejas del baile. El italiano sabía que estaba en posición de exigir a su esposa que, que aparte de música, había practicado ballet, la mayor pulcritud en la posición, así que le indicó que debía mantener las piernas completamente estiradas y que cada vez que doblara las rodillas se ganaría un recordatorio en los muslos.

Aunque seis verdugones progresivamente morados decoraban la parte alta de los muslos como testigos de las veces que no había podido evitar flexionar las piernas, parte de la psique de Lidia agradecía que este condicionante mantuviera su mente focalizada en esto y la sustrajera del dolor en sus posaderas. Con la imposibilidad de reaccionar a los azotes incluso con la más mínima contracción muscular, la bella Lidia emitía un lamento que en realidad era una monótona letanía quebrada, tan solo, por los ocasionales aullidos, propios o de sus compañeras de práctica, cuando el cinto mordía con demasiada pasión la carne que acariciaba.

Con alivio de todas las chicas menos de una, los profesores, tras diez minutos, pusieron fin al asalto.

Era el turno de Alice, que había visto con creciente preocupación el tono amoratado del culo de su madre, adoptó la posición relevando a su madre en el sofá.

La respiración de las chicas a iba recuperando su cadencia y los sollozos se iban mitigando cuando finalmente, tras un par de minutos de descanso, Mitch estuvo de nuevo en condiciones de reiniciar la práctica con su joven compañera de baile.

Antes de que los americanos comenzaran su concierto de percusión, una mirada se cruzó entre las recién castigadas Svletana y Lidia, y, finalmente, esta preguntó a Jimena que se encontraba en un pequeño corro junto a su marido y a Philippe:

-          “¿Podemos tocarnos el culo?”

Los profesores miraron a los maridos que, un poco sorprendidos, no sabían que responder.

-          “Pues, eso se lo tendríais que preguntar a ellos,-dijo Jimena, pero, si nos dejaran, no sería justo para Claire que tiene que ayudar a Alice”.

-          “Tiene razón, dijo Philipe, chicas, poneos aquí, en primera fila, cerquita del sofá. De rodillas, las manos detrás de la cabeza, los dedos cruzados, para evitar tentaciones”.

Un jarro de agua fría cayó sobre las dos sindicalistas que veían que, lejos de ver cumplidas sus expectativas, ahora debían de contemplar el castigo de Alice en una postura que pronto sumaría al dolor del trasero el de sus rodillas. No obstante tuvieron su pequeño resarcimiento cuando Philippe, que se había dado cuenta del pequeño pique entre las chicas y Jimena, decidió obtener algo de diversión erigiéndose en árbitro imparcial.

-          “Jimena, tú también, con ellas”.

La joven fiscal mostro una expresión de sorpresa que contrastaba con la sonrisilla de sus compañeras que, ya en posición tanteaban la posición menos dolorosa para sus rodillas.

-          “Venga, estaos quietas, ya, y atentas a ver qué tal lo hacen”



 

En Isla Cane, el spanking está, normalmente, fuera del ámbito sexual en el cual se haya circunscrito en otros lugares, pero, nuestras chicas sabían que sus maridos, -los cuales permanecían súbitamente callados detrás de ellas-, sentían algo más que interés académico en ese momento. Mientras ellas con sus culetes rojos y bien marcados por el cuero danzaban sobre sus rodillas tratando de permanecer en una posición lo menos incómoda posible, una jovencita con un culo perfecto estaba a punto de recibir unos azotes, no era reprochable que los chicos, pudieran pasar cierto apuro disimulando los abultamientos en la entrepierna de sus pantalones.

- “Nada de soltarle las piernas”, dijo Mitch dando una suave palmada en el trasero de Claire que, pese a no ser fuerte, al impactar en una zona muy enternecida, la hizo estremecerse de dolor.

Alice, que sabía lo que le esperaba torcía el gesto, como si tratara de adelantar una mueca de dolor. No se equivocaba.

Cuando finalmente su padre abatió el cinturón, el mordisco del cuero la hizo retorcerse, e hizo que su madre tuviera que aplicarse en la presa de sus piernas. Mitch que ya había obtenido cierta experiencia se mantuvo azotando la parte más baja de las nalgas. Alice orgullosa, mordía su labio inferior y gemía del dolor de cada azote, pero, orgullosa, se negaba a regalar a su spanker y a los espectadores el espectáculo de verla llorar.

Decidido a vencer la resistencia de su hija, Mitch descargó una rápida zurra de cuatro cintarazos en los muslos, quebrando el orgullo de la joven la cual, tras un aullido que hubiera hecho palidecer de envidia a una mona del Amazonas, comenzó a llorar como antes los habían hecho sus compañeras de aventuras.

Las espectadoras no pudieron menos que reconocer el talento del padre de Alice que, sin abusar de la fuerza, había logrado domar a su obstinada potrilla.

Tras siete minutos de zurra el llanto de Alice ya había pasado por varias fases y cada vez que disminuía en intensidad un par de azotes en los sit spots devolvía este al nivel que su padre consideraba necesario. Tras ocho minutos, Alice imploraba a su padre que finalizara la zurra.

- “¡Ay! Perdona papá, -era curioso como la chica se disculpaba con balbuceos de una afrenta que, en realidad no había cometido-, No me des más”.






 

- “Lo siento mucho, princesa, pero esto lo teníamos que haber hecho mucho antes”, fue la única respuesta sin que el vigoroso masaje de sus nalgas se detuviera un instante.

Aunque el corazón de Mitch estaba un poco encogido por las súplicas de su hija, cuatro pares de ojos femeninos lo contemplaban, y estas no hubieran aceptado que unas lágrimas de cocodrilo hubieran obtenido una rebaja en el castigo que ellas habían cobrado íntegro.

Finalmente, tras diez minutos, las nalgas enrojecidas brillaban como una manzana bajo un foco. El bikini verde con detalles blancos ofrecía un buen contraste con los globos carmesíes y los morados lengüetazos que decoraban sus muslos señalando el lugar en el que el cuero había acariciado las piernas.

- “Bueno, dijo, Philipe, creo que ya tenemos suficiente práctica por el momento”, y para alivio de Alice, el cuero dejó de batir sobre su piel.

Mitch indicó a su esposa que podía dejar las piernas de Alice, y a esta que podía abandonar la posición.

Sin atreverse a deslizar las manos hacia sus nalguitas, Alice se levantó, atusándose la nariz con la muñeca. Mitch avanzó hacia su hija y sin mediar palabra, la abrazó y dejó a su cachorra llorar sobre su hombro. Inaudible para el resto del mundo que asistía a la escena, un susurro se deslizó hasta el oído de Alice “Te quiero mucho, pequeña”. La norteamericana enterró aún más su cabeza en el hombro y respondió.

-          “Lo sé”.

Phiippe era la persona, después de sus padres, que asistía más satisfecho a la transformación de Alice que, sin duda, la acabaría convirtiendo en la mujer feliz que debía ser. Esperó unos minutos sin querer romper el vínculo que el castigo había creado y, cuando, el llanto de Alice decrecía hasta desaparecer, el anfitrión tocó suavemente el hombro de la joven.

- “Claire, Alice, id con las chicas”.

Las cinco chicas permanecían arrodilladas con las manos detrás de la cabeza mientras los hombres acercaban unas sillas para completar un círculo alrededor de Philippe.







 

- “¿Qué os ha parecido la sesión?”, preguntó el director cruzando las piernas sentado en una silla de tapizado marrón.

Lidia, como era habitual, recogió el guante y fue la primera en responder.

-”Depende”

- “¿De qué?”, pregunto Philipe que sabía que en estos momentos era crucial que todos sacaran el torrente de emociones que llevaban dentro.

-”Pues, la primera parte, bien…, es decir dolía, pero tiene que ser así, supongo. Pero luego, creo que hablo por todas, fue una pasada”.

Las chicas asintiero visiblemente de acuerdo.

- “Lidia, tienes que pensar que la primera parte no era realmente un castigo, y la segunda ni siquiera fue un castigo demasiado severo”, dijo Rodrigo.

Svletana quiso acudir a reforzar la posición de Lidia y desde su posición, arrodillada junto a Marco añadió que le parecía un poco abusivo que siempre esas gradaciones se hicieran sin contar con las chicas, y que con una azotaina como la primera ya se dejaba un mensaje “bastante claro”.

- “No. Tienes que pensar que el castigo no es solo una pena por algo que has hecho mal, que también, dijo Philippe. Has de darte cuenta que dejarte la tele encendida, por ejemplo, no es lo mismo que olvidarte de dar de comer al perro. Un castigo no es una venganza, es la consecuencia de un acto que no obtiene la aprobación de quien juzga que te mereces esos azotes y, aun mucho más importante, es una manera de evitar ese comportamiento en el futuro”.

Jimena miró a la rubia rusa echándose todo lo que pudo hacia delante para poderla mirar ya que una y otra se encontraban en los extremos opuestos del semicírculo que componían nuestras protagonistas.

- “Svletana, piensa que has hecho algo mal, y que te pese a que no sea correcto, a ti te ha rendido un rédito y tú crees que, en el fondo no daña a nadie. ¿Qué se puede hacer para disuadirte de que lo vuelvas a hacer?

La joven rusa vaciló un momento.

-”Ya, pero...”

Alice no quiso quedarse callada.

- Ya, ya sé que un castigo está pensado para que nos los pensemos antes de recibirlo pero… la posturita…

- “Tienes que pensar que esa postura no está pensada para que te guste, ni para que estés cómoda, es un elemento más del castigo, y está muy bien diseñada para sacarle el máximo partido de esto, dijo Rodrigo mostrando el cinturón doblado que tenía en la mano.

Marco esperó a que las chicas hubieran acabado sus intervenciones, y aportó que a él le había costado contemporizar ya que, con el auxilio de la gravedad, los azotes podían ser demasiado fuertes, y tampoco era eso el objetivo.

Mientras su marido hablaba, Lidia, pensó en intervenir, y señalar que a ella le quedaba cierto temor de que, en esa postura, un azote un poco extraviado pudiera acabar aterrizando sobre los labios de su vagina, pero, vergonzosa, guardó la pregunta para sí.

No fue hasta que todos los participantes expresaron su opinión cuando, en calidad de director, Philipe le dio permiso a las chicas para levantarse, licencia de la que hicieron uso de inmediato porque las moderadas molestias en sus rodillas hacía ya un buen rato que habían derivado en un dolor que rivalizaba con el de sus rojas colitas.

-          ¿Podemos ya frotarnos el culete?, preguntó Alice con una mirada digna de una cachorrita mirando una albóndiga.

Los hombres sonrieron por la inocente ansiedad de la pregunta de la adolescente, y Mitch se sintió orgulloso de lo cortés que había sonado.

-          Claro, tesoro. Ya podéis.

-          “Philipe, dijo Jimena, me llevaré a las chicas. Os vemos a la comida”.

Philipe y Rodrigo asintieron.

-          “Sed buenas”.

-          “Nos va a dar igual….” Fue la burlona respuesta de la profesora sabiendo que, sus chicos, aun les reservaban algunas entretenidas, aunque seguro dolorosas, sorpresas.