El joven y la profesora desobediente

  Con 31 años, pese a que las pecas de su cara le confirieran un aspecto más aniñado, haber ganado una plaza como catedrática de instituto e...

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martes, 20 de septiembre de 2022

Introspecciones de una noche de verano.

 


Liliana era una niña del Enclave. Nacida y criada en Punta Esperanza nunca había conocido más vida que la permanente y amorosa restricción de sus grilletes. Jamás había sido humillada ni sometida a privaciones como las mujeres de las tribus externas ni tampoco había experimentado las turbadoras historias de mujeres sin restricciones y autonomía que contaban las más ancianas, siempre desde que había abandonada la infancia y se había convertido en una mujer, se había sentido respetada, querida, valorada y confinada.

 

La luz era tenue, proveniente de una lámpara de pie y atenuada, sin duda para conseguir ese punto de complicidad que se logra cuando las tinieblas tienen una pugna de tú a tú con la claridad, por una camiseta masculina dispuesta sobre la tulipa. Ella, inmovilizada en su “cubo” veía a un hombre, su hombre, dormir en la cama con la sábana cubriéndole apenas una ingle y dejando entrever un para ella incomparablemente seductor e incitante vello púbico.

 

Los cubos eran unos dispositivos que se habían vuelto muy populares en las viviendas del enclave. No era más que un armazón de tubos de acero de forma cúbica en el que a modo de juego de construcciones se podían poner en las más diversas posiciones más tubos con sus correspondientes punto de anclaje para restricciones, o almohadillas de apoyo, separadores y en definitiva cualquier elemento que posibilitaba inmovilizar a una mujer en las más imaginativas posiciones y que todas ellas resultaran innegablemente seguras.

 

A excepción del liguero del cual, merced a la frenética actividad previa, se habían liberado las medias que lucían con la blonda semienrollada a la altura de la articulación de la rodilla, se encontraba completamente desnuda. Ella no era ajena a su posición, extremadamente vulnerable. A ella le recordaba a la postura que había visto en las viejas películas del Antiguo Mundo y con la que hacía más de cien años los mahometanos se postraban para orar, con la salvedad de que sus piernas, apoyadas sobre unos soportes acolchados, eran mantenidas muy separadas por los grilletes que inmovilizaban sus tobillos.

 

Una barra de acero, almohadillada, había sido fijada en horizontal bajo su cintura, era la causante de que debiera mantenerse en esa posición, obligándola a mantener su trasero innaturalmente elevado, y dejando la aun fragante, húmeda y palpitante entrada de su sexo como una mera ofrenda que al ardiente hambre de su macho pudiera reclamar cuando estimase.

 

Su cabeza reposaba sobre a otro soporte almohadillado, mientras  una cadena fijada su collar evitaba que pudiera separar su cara de aquel, permitiéndole unicamente, y no sin cierto esfuerzo, alternar las mejillas sobre las que descansaba su rostro y apartar los bucles rubios de su media melena que insistían en hacerle mil travesuras, como sabedores que su indefensa propietaria poco podía hacer por evitarlo;  cuando no hacían insoportables cosquillas en la aleta de la nariz, caían sobre sus ojos o parecían esperar a los pequeños suspiros para adherirse a los labios de los que sus inmovilizadas manos no podían separarlos.

A ambos lados del soporte de la cabeza había dos dispositivos similares, pero más largos y mucho más finos, destinados a apoyar sus antebrazos, desde el codo hasta las muñecas. Las esposas que mantenían sus muñecas fijas al final de estos dispositivos y dos correas que apretaban los brazos contra la mullida superficie hacían que le fuera imposible variar lo más mínimo la posición en la que había sido inmovilizada unas horas antes.

 


Liliana resopló con el cuidado necesario para evitar las chiquilladas de su cabello, ella sabía que los cubos no estaban primordialmente diseñados para que una chica estuviera cómoda, sino para mantenerla segura, pero, pensaba, sin duda un poco de retroalimentación de las clientas serviría para mejorar ciertos detalles de ergonomía.

 

Sin más apoyo que su moflete aplastado contra su almohadilla y los brazos demasiado apretados contra sus soportes como para estar cómoda, debía elegir entre hacer un esfuerzo y sostener su peso sobre sus antebrazos o, cada vez que se relajaba, sentir como la barra de acero bajo su vientre, que le obligaba espalda arqueada en ese tan sexual como antinatural escorzo, se clavaba en la bien torneada pero sensible musculatura de su abdomen. El ayudarse de su cuello y carrillos para apoyarse sería un error de novata que, desde luego, no estaba dispuesta a cometer.

 

Aunque las restricciones tampoco se lo permitirían, Liliana permanecía inmóvil, sin afanarse en obtener los escasos milímetros de libertad que le podrían dar sus cortas cadenas, las razones eran varias.  Con treinta y cinco años, ya no era una niña, y ni ella ni Aristóteles, que seguía durmiendo plácidamente, habían sido capaces de concebir. Inmovilizada en esa posición notaba como la gravedad ayudaba a la cálida simiente que su compañero había depositado en la suave profundidad de su vientre femenino, y podía sentir como esta ardiente colada se deslizaba cada vez más hondo en su ser, en la búsqueda del milagro de la vida.

Junto al punzante anhelo de la maternidad, la otra razón por la que no se atrevía a rebelarse de forma virulenta contra sus restricciones era ver la manera placida en la que Aristóteles yacía, descanso que turbaría el metálico tintineo de sus restricciones si decidía batirse en duelo con ellas. Liliana debía reconocerse que  no solo era por él, por más que lo amara, lo que la mantenía sumisamente inmóvil. Su ego de amante se veía reconfortado con el hecho de que su amor descansara, satisfecho, en ese momento. Quieta, callada, contemplando los bien esculpidos músculos de su amante, recordaba como hacía solo unos minutos, ambos habían llegado al orgasmo, y revivirlo en su mente era algo que, a juzgar por el calor que surgió de forma súbita en la parte baja de su vientre, no solo debía estar ruborizando sus mofletes. Sonrió mientras recreaba mentalmente la forma en que su vientre había retenido dentro de sí la virilidad de su hombre que poco a poco se venía a menos después de desbordarse en el rosado valle de sus entrañas. Liliana disfrutaba y se abstraía de su pequeña ordalía, mientras su mente le hacía volver a sentir como las paredes de su vagina se afanaban en retener la menguante carne de su hombre, forzándolo a continuar formando con ella un solo ser, enamorado y completo. El tomar así a su hombre era, para ella,  una forma de dulce resarcimiento por el gentil pero firme control que los hombres siempre ejercían sobre ella. Liliana, como casi todas, aceptaba el permanecer sometida a aquellas cadenas que, al fin y al cabo, aunque restrictivas, sabía que eran por su seguridad, pero, si su hombres podía usar sus brazos y manos para rodearla, entonces, ella usaría su vientre, -el verdadero hogar de una pareja-, para abrazarlo y que él se sintiera tan amado como ella cuando los vigorosos brazos de él la sujetaban y notaba como sus masculinos dedos jugueteaban con su ombligo bajo la blusa. Era duro estar condenada a recibir amor, pensaba, mientras ella, debía tragar el suyo.

 

Aiko se despertó. Junto a esa pequeña mujer de rasgos orientales dormitaba Alex, su marido y que al igual que ella daba clases en el Instituto de Ciencias Experimentales. Se encontraba agitada, apenas recordaba nada del sueño perturbador que acababa de tener, pero la tibia humedad que sentía en la braguita bajo el pantalón de su ajustado pijama de verano era indicador de lo que su cuerpo anhelaba en ese momento; sus entrañas suplicaban porque Alex se despertara y tomara como presa su cuerpo suplicante de masculinidad, lo que, lamentablemente para ella, no pareciera que fuera a ocurrir observando la pausada respiración del hombre.




Las manos esposadas cada una a un lateral de un cómodo aunque inexpugnable cinturón de acero que rodeaba la cintura tampoco le conferían más oportunidad que rozar de forma inofensiva el elástico de su braguita sin que eso disminuyera, más bien corría el riesgo de incrementar, el empuje del volcán de deseo que la consumía por dentro.

 

Aiko, casi convertida en estatua, mirando al techo, trató de deslizar su mano derecha, tanto como el rígido metal le permitiera, para acariciar la de su compañero que, en el silencio de aquella noche de verano en el Enclave, dormía a pierna suelta. Se esforzó, pero su brazo no consiguió ganarle un milímetro a la cadena que unía el grillete de su muñeca a la cintura, aun al precio de que el acero se clavase lacerandole la piel de sus pulsos.

 

Era injusto, pensó, solo anhelaba tocarlo. Tocarlo.

Aiko, si algo echaba de menos en su vida era la perdida capacidad de poder tocar y sin duda era lo que más echaba de menos su infancia cuando era libre de aferrar, de coger, simplemente de palpar una textura, de buscar un algo y no ser siempre quien deseaba ser encontrada. Le entristecía pensar que en aras de la seguridad había tenido que renunciar a placeres como acariciar la cabeza de una niña de suave cabello perfumado, o incluso, que un perro le dedicara un meneo de cola en agradecimiento por una buena rascada de orejas. El ser privada de ser sujeto activo en cualquier contacto, el tener que ser siempre la acariciada, la abrazada, la sujetada, era algo a lo que jamás se había acostumbrado, aunque, incluso a sus oídos, podía sonar como una inmadurez propia de una adolescente boba.

Tener aquellos anhelos la hacían sentir un poco culpable ya que, como se les explicaba en la escuela, aquellos grilletes eran por su propio bien, y sabía que debía estar agradecida por ellos, y, sin embargo, a veces los maldecía. Aquellos sentimientos, aunque se podían leer en algunas obras literarias editadas en el Enclave desde que se había retomado la manufactura de papel, no eran algo de lo que las chicas decentes  del Enclave les gustara hablar, ni siquiera entre ellas, ya que era considerado una forma de pensar extremadamente egoísta por parte de cualquiera que lo expresara. Aquellas cadenas y la permanente restricción eran lo que las mantenía seguras y lo que les daba aquella enorme libertad que disfrutaban las habitantes de Punta Esperanza, una libertad casi plena, libertad para todo menos de hacer nada por ellas mismas.

Dentro de las limitaciones obvias, Aiko siempre se había considerado una mujer activa en su vida de pareja, y últimamente le excitaba  fantasear sobre el último cotilleo que circulaba por los edificios de mujeres solteras de la ciudad y que sus compañeras en el instituto, se habían hecho eco. Al parecer, según contaban las chicas, entre las clases más pudientes, se había puesto de moda mantener relaciones sexuales con la mujer libre de toda restricción. Aiko se imaginaba como podía ser estar libre para acariciar a su macho mientras ella cabalgaba, empalada sobre él. Como conversar era uno de los entretenimientos más sencillos para ellas, las mujeres del Enclave tenían fama de ser unas conversadoras infatigables, y por supuesto no faltaban nombres en la picota sobre chicas, generalmente de buenas familias que, se rumoreaba, practicaban esta variante de sexo tan salvaje. Ella sentía una sana envidia cuando las veía, por la calle o la universidad con unos grilletes tanto o más restrictivos que los suyos, sabedora de que, cuando las luces se apagaran podrían convertirse en indómitas amazonas en un desafiante pie de igualdad con sus amantes. Se imaginaba como sería aquello en ese momento, hincada de rodillas entre las piernas de su compañero y este agarrándola del pelo obligándola a cumplir su voluntad, demostrando que él no necesitaba acero para domesticar a su voluntad a su indómita potrilla.

Aiko, despertó de su ensoñación, y  se dio cuenta que, con estos pensamientos, sus muslos habían comenzado a frotarse rítmicamente, tratando, en vano, de hacerle sentir alguna sensación en su sexo, tan hambriento como huérfano de atenciones en esos ardientes momentos.

Trató, inútilmente,  de relajarse de nuevo. Ella, pensó,  en ese momento no habría pedido tanto, y, es más, pensándolo fríamente, probablemente se hubiera sentido incómoda sin sentir el abrazo del acero sometiéndola, de alguna manera, pero, si tan solo estas cadenas fueran un poco más largas, sin duda enterraría la cabeza entre los fuertes muslos de su amante, hasta hacerlo morir de amor en lo más profundo de su garganta.

Aiko, no volvería a dormirse en toda la noche, solo deseaba que su hombre se despertara con el suficiente margen y así poder ella desayunar bajo las sábanas y el lucir una sonrisa en la primera clase de la mañana.




 

Roxana se despertó, el radiorreloj de su mesilla marcaba las cinco y dos minutos de la mañana y aun todo era silencio en las calles. En la emisora que estaba sintonizada y con la que se había quedado dormida, emitían un informativo horario. Según indicaba la locutora, la policía había descubierto un asentamiento de exploradores de los salvajes junto a la frontera Sur del Enclave. En él, -continuaba la información-, habían encontrado los cuerpos de dos niñas de entre diez y once años. Sin una utilidad reproductiva, explicaba, los salvajes las habían dejado allí, atadas, hasta que finalmente fallecieron por hambre y deshidratación.

Roxana quedó consternada por la brutal crueldad de aquellos salvajes que despreciaban todo de las mujeres salvo sus úteros. Roxana estaba conmocionada por el brutal suceso y no podía dejar de pensar en las pobres niñas tan sádica como gratuitamente sacrificadas. Sabía que no podría dormir en un rato mientras su psique digería la truculencia descarnada de la noticia.

Mientras su mente se aplicaba en asimilar tanta maldad, se acomodó sobre su costado y deslizó sus pies desnudos por la suavidad de la sábana bajera de su cama algo que, desde niña la relajaba. Al tiempo que con sus brazos comprobó la firmeza de los grilletes de sus muñecas  unidos por una corta cadena al collar de acero cerrado por un pequeño candado que de forma bastante ajustada rodeaba la parte baja de su cuello. La seguridad inquebrantable de sus cadenas la reconfortó. Eran afortunadas, sabía que frente a todas aquellas mujeres que sufrían la barbarie del páramo, ella era muy afortunada por pertenecer a aquella sociedad que había hecho del bienestar y seguridad de sus mujeres, el eje mismo de su supervivencia..

sábado, 19 de febrero de 2022

El Enclave. Las cadenas hacían mujeres libres. Dicotomía.

 


 

Sobre la cama de matrimonio y apenas iluminada por la luz que proyectaba una lamparita de noche apantallada con una camiseta, Alicia descansaba sobre su costado, recuperándose tras haber cabalgado a lomos de la pequeña muerte. Torpemente trataba, sin perder su cómoda postura, de taparse los pies con el edredón que apenas cubría una estrecha franja del colchón.

Arrodillado tras ella, un hombre atlético al que las canas aportaban cierto aspecto de intelectual , la besába en los hombros descubierto salvo por los delicados tirantes del corto camisón.

-“Anda, tápame los pies”, por el tono se percibía que ella finalmente se había cansado del torpe e infructuoso ballet de estos con la colcha que no había reportado ningún beneficio sustancial.

-“Qué pasa perezosa, ¿Que no puedes tú?”, contestó el hombre con sonrisa burlona.

Ella abrió un ojo.”Sabes que no, idiota”, al tiempo que bajaba sus manos tensando la corta cadena que enganchaba sus esposas a una de las múltiples anillas que tenía el cabecero de la cama.

En un súbito arranque de energía el hombre, subió el cobertor hasta las rodillas de su indolente compañera, y, con agilidad felina, la giró y se encaramó sobre ella, arrodillándose y manteniendo el pequeño abdomen de ella entre sus piernas.

-“Pues lo puedo hacer peor”, dijo el hombre entre risas tirando con su mano de la cadena que la sujetaba a la cama hasta hacer que sus manos quedaran sobre la almohada y mostrando sugerentemente las sedosas axilas.

-Forzada a abandonar la comodidad de la posición en la que descansaba, lo miró poniendo ojos de fingida indignación, “Abusón”.

Jaques no pudo evitar la carcajada cuando rodó hacia un lado quejándose teatralmente del bocado que su amante acababa de darle en el brazo.

- “¡Me has mordido!”

-”Pues claro, no puedo hacer otra cosa”, la naturalidad y cara de niña buena mientras respondía, buscaban, de manera indudable el mover a su contraparte a una réplica ingeniosa.

-”Me moriré.... ¡Convertido en zombie!”,la bobada de la noche fue el prolegómeno, antes de que una andanada de sus famosos “mordisquitos de la risa” se desatara sobre la delicada piel de las caderas de ella.

-“Que no, que no te mueres.... que te olvidas que soy médico”, Alicia apenas podía vocalizar entre las risa histérica que le estaban produciendo las cosquillas.

El hombre disfrutó unos instantes atormentando cariñosamente al cuerpo femenino que tenía, suave y calentito, bajo él. Finalmente, tras un instante, las chanzas de adolescente dieron paso a caricias y besos más serenos, era evidente que él trataba de enlazar con un momento de cierta solemnidad.

-“Alicia, mi sol, -un gruñidito de la mujer que estaba perdida en el sereno placer al que la trasladaban los besos en la nuca, fue toda señal de que él tenía su atención-, estoy preocupado por lo de mañana”.

Ella encendió la luz de la lámpara del techo y se incorporó.

-Tranquilo, no es la primera vez que salgo y, si has hecho bien las cosas esta noche, puede que sea la última, sabes que no se permite salir ni a gestantes ni a mamás.

Un casto beso en los labios y una caricia de sus manos esposadas en la mejilla fue lo último que vio antes de que ella apagara la luz y se girara para dormir.




 


Hacía frío y el olor a humedad y orines inundaba la oscura estancia en el que seis mujeres sucias y desnudas tiritaban tratando, pegando sus cuerpos, de conseguir algo de calor. Si hubieran tenido capacidad de habla, hubieran tratado de darse ánimos, pero, el lenguaje, era ajeno a ellas y su única forma de relación era el contacto físico y el balbuceo de algunas palabras aleatorias por parte de las más inteligentes de ellas. Si hubieran tenido conocimiento de la medida del tiempo, habrían reflexionado sobre las numerosas horas que llevaban encerradas a oscuras en aquella lóbrega mazmorra, pero era algo que tampoco tenían.

Eran mujeres tribales y lo único que tenían era hambre, frío y miedo, la única buena noticia, y solo relativa si fueran conscientes del color amoratado que habían adquirido sus extremidades, era que el dolor que producían en sus extremidades las crueles cuerdas que se clavaban en su carne había desaparecido dando paso a un hormigueo, incómodo pero más soportable.

Aunque incapaces de compartirlo entre ellas, todas se habían dado cuenta que ya no se oían los gritos, sacudidas y explosiones que las habían acompañado desde que los amos las encerraran en esa dependencia subterránea.

El tiempo permaneció detenido en las tinieblas en un marasmo sólo rasgado por los lamentos de las mujeres. No fue hasta que percibieron el rechinar de los gruesos goznes de las sucesivas puertas de acero que jalonaban el corredor de acceso a la sala cuando se acallaron los lastimeros quejidos de las desdichadas cautivas y el tiempo volvió a transcurrir. Las seis mujeres se agitaron entre el el deseo de que los amos las liberaran de su penosa situación y el temor que les profesaban sabedoras que su liberación supondría el inicio de una nueva ordalía.

Las esclavas se retorcieron en sus ataduras cuando, al abrirse la última puerta, unos haces de fulgurante luz blanca rasgaron las tinieblas cegando a las prisioneras cuyos ojos ya se habían aclimatado a la práctica oscuridad de la dependencia. Mientras sus pupilas se adaptaban a la claridad, algo, percibían,- estaba claro-, que no era como siempre, el sonido de las pisadas, el olor, las voces... No sonaban como los amos.


 

Cuando recuperaron la visión sus temores se confirmaron y, fueran quienes fueran, , aquellos extranjeros, no eran los amos.

El alférez Márquez, un gigantón de orígenes argentinos, fue el primero en entrar en la sala y alumbrar con su linterna táctica el desgarrador bodegón de carne y miseria que se mostraba ante él. Tras él , otros tres hombres entraron en la sala quedando mudos ante la visión dantesca de las seis desdichadas. Todos eran veteranos, pero había cosas a las que un habitante del Enclave, jamás se acababa de acostumbrar.

Las seis mujeres, acostumbradas a hacer del temor y el castigo su vida cotidiana, estaban más atemorizadas de lo que nunca habían estado en todas sus vidas y eso, desgraciadamente, era mucho decir. Incapaces de huir y ni siquiera de rogar por perdón, o clemencia, la fisiólogia acabó abriéndose paso y la más joven del grupo, que no contaría más de quince primaveras notó como, procedente de su compañera, un maloliente reguero de viscosidad marrón se escurría por su muslo. El cabo Kowalsky amagó con vomitar.

“Siempre era lo mismo, -pensó Márquez-, Pingüino, por favor, ve y avisa que hemos encontrado lo que buscábamos”. El rubicundo cabo se cuadró, y, sin quitarse la mano de la boca, se esfumó a cumplir la orden de su oficial.

A los pocos minutos otras cuatro figuras uniformadas y con cascos de combate, hicieron su entrada en la tétrica catacumba de hormigón, dos de los recién llegados eran enormes, y flanqueaban a dos soldados que, al contrario, destacaban por su escasa estatura relativa.

Nada más entrar en la sala, se hizo evidente para las estupefactas prisioneras, por la expresión corporal de los militares más altos, que los recien llegados tomaban las riendas de la situación, entendieron que, seguramente, serían los jefes. Finalmente, cuando los desconocidos de menor estatura se aproximaron al grupo de aterrorizadas mujeres tribales el temor de estas dio paso a la estupefacción, cuando, al agacharse, se quitaron los cascos y una larga trenza y una coleta se hicieron visibles. Era mujeres, y, para su asombro, estaban vestidas, como los amos. Las pobres, en toda su vida, jamás habían visto nada igual.

Mientras la desconocida que parecía tener más soltura se enganchaba el casco a un mosquetón que llevaba en el chaleco antibalas, las prisioneras repararon en que, las dos mujeres que se mostraban ante ellas también se encontraban sometidas a restricciones, si bien los bruñidos grilletes que unían las muñecas con el cuello de las extranjeras se veían que, aunque de una factura de calidad, estaban tan diseñados para resultar seguros como para la comodidad de las portadoras. Desde luego, pensaron, les gustaría tener de esos en vez de las ásperas y finas cuerdas de cáñamo que se clavaban en la piel hasta quedar esta, a veces, en carne viva.

La mujer de la trenza, aun en cuclillas, giró la cabeza hacia Márquez: “Miguel, por favor, manda a alguien que mire bien esta pocilga, por si hubiera alguna entrada, u otras chicas, o algo. No quiero sustos”.

El alférez miró a su sargento y este sólo tuvo que designar al binomio. Todos los presentes habían oído a la mujer y no hizo falta que el suboficial repitiera las órdenes. La comandante era médico en el hospital militar de Punta Esperanza, y, tras haber devuelto a la vida a muchos compañeros “rotos”, el alférez Márquez y el resto de componentes de la Unidad de Reconocimiento tenían auténtica devoción por la, -“su”-, doctora.

Solo tras el advenimiento de la Democracia al Enclave, se había autorizado a las chicas a acceder al Cuerpo de Sanidad de las Fuerzas Armadas. Aunque apenas tenían cinco años en el cuerpo, la mujeres se habían hecho acreedoras de un merecidísmo prestigio. Al contrario que sus compañeros varones, los cuales eran, además, muchos menos en esta rama militar, las féminas no servían como oficiales médicos o enfermeros en las unidades, sino que sólo servían en los hospitales militares dentro del Enclave. Al estar destinadas en servicios donde se podían permitir no sólo el estudio, sino también la investigación, a parte de servir de colector de los casos y heridos más graves, normalmente su cualificación técnica era muy superior a la de sus compañeros hombres de primera línea, y no era raro que, en sus guardias tuvieran que atender llamadas de radio pidiendo asesoramiento desde los hospitales de campaña.


 

No fue necesario que tuvieran conocimiento de la enorme cualificación médica de la comandante para causar auténtico pasmo a las mujeres tribales, ni tampoco fue el hecho de que, desde hacía unos meses estas eran en turno rotatorio las únicas mujeres que podían abandonar el Enclave para servir en operaciones como la que estaba teniendo lugar. Para las cautivas, lo que les ocasionaba auténtico asombro es que ella, esa mujer, hablaba como los amos, y aun más que, tras hablar, los amos desconocidos no sólo no se habían reído y le habían pegado, como les pasaba a ellas si alguna era sorprendida repitiendo alguna palabra de la que probablemente desconociera el significado, sino que habían hecho cosas que , seguramente, les había indicado, en definitiva, como si ella, en realidad, también fuera un amo.

La mujer de la trenza se giró hacia su compañera, “Raquel, vamos a ver como están, ya veremos si pueden salir caminando”.

-“Sé que no me entendéis, soy la comandante Alicia Hsu, y ella la Teniente Raquel Rusu. Os vamos a echar un vistazo”, aunque sabía que no la entendían, -los tribales hablaban una versión muy degenerada del ruso del Antiguo Mundo que normalmente se hablaba en Punta Esperanza-, Alicia trató de poner su cara de mayor serenidad.

Su compañera, era una joven doctora, licenciada hacía apenas dieciocho meses y jamás se había subido en un helicóptero. En realidad nunca había salido del Enclave. Raquel era arquetipo de la “niña del Enclave” y como tal nunca había vivido muchas peripecias. En Punta Esperanza, la vida de las chicas era cómoda, segura y plácida, - podría decirse que toda la esencia del pequeño estado giraba en torno a asegurar la seguridad de las mujeres, desde las cadenas que las mantenían tan seguras hasta el sistema social-, aunque, en ocasiones, no demasiado excitante. Ella, en puridad nunca se había alejado más de casa de sus padres que los 700 metros que separaban esta del pequeño apartamento que tenía en uno de los mejores edificios para jóvenes solteras de Punta Esperanza. Podría decirse que, en cierto modo, era la que mejor entendía lo que podía estar pasando por la cabeza de las pobres mujeres que ella y su compañera se afanaban en atender. Podría decirse que lo que estaba sucediendo era tan nuevo para ella como para las desdichadas que tenían delante.

-”Madre mía, mira, chica, fíjate en como tienen los brazos”.

Raquel miró hacia los brazos extremadamente delgados de una chica de ojos asustados y el pelo corto y enmarañado típico de las esclavas tribales.

-”¡Dios bendito! Un rato más y hablamos de isquemia”

-”Estos hijos de puta son incapaces de fabricar restricciones como las nuestras, y las atan con las muñecas cruzadas, luego les atan los codos, -Alicia, señalaba el diseño de las ligaduras de las chicas-, aunque con las muñecas cruzadas nunca pueden llegar a juntar los codos como nosotras con nuestras restricciones, esto pone muchísima presión sobre los brazos, sobretodo por que siempre usan cuerdas muy finas, buscan que les duela, para que no luchen”.

Raquel que como todas las chicas del Enclave era muy pudorosa con los exabruptos, había entendido el porqué del de su Cicerone tras oír la explicación, y, reconoció, su comandante tenía razón.

- “Hijos de puta”...

Una tras otra las seis mujeres fueron examinadas por las médicos, las cuales, a su vez cortaban las cuerdas que inmovilizaban a las seis mujeres. Una vez cortadas las cuerdas las chicas experimentaban un alivio inmediato en la tensión sobre sus hombros y espaldas que se veía con la distensión de las muecas de dolor en la cara.

-”No te fies Raquel, dijo Alicia sin que la conversación la distrajera del trabajo, no sabemos como van a reaccionar, tenemos que ser rápidas, en nada les va a empezar un hormigueo y poco después, cuando la sangre empiece de nuevo a fluir por los brazos, van a sentir punzadas muy dolorosas, ayúdame”.

Las dos doctoras, tras reconocer a cada mujer sustituían las crueles sujeciones tribales por los grilletes básicos del Enclave ya que, no nunca se podía saber la reacción que podían tener estas mujeres al verse libres. Aunque el brillante acero del“8” irlandés mantenía las muñecas completamente pegadas e inmovilizadas a la espalda y las esposas en los codos mantenían los brazos prácticamente soldados e inermes, las recién liberadas mujeres tribales notaron que, por primera vez, sus cadenas no dolían. Al contrario que las cuerdas y las toscas cadenas que ellas conocían, los grilletes de las extranjeras no se clavaban en la carne. Eran restrictivos e insoslayables, pero indoloros. Se veía que su diseño y acabado buscaban la inmovilidad de su portadora, no su castigo, ni siquiera cuando, como comprobaron, se trataba de luchar contra ellos. A lo largo de la historia del Enclave los grilletes habían evolucionado hasta la casi perfección, no importaba lo que se luchara contra ellos, el acero siempre prevalecía, firme, seguro e incólume, pero nunca, -o rara vez-, dejaría rozaduras graves en la piel. Su comodidad parecía a alguna de las mujeres más insumisas casi un gesto de prepotencia de sus diseñadores, sabiendo que, incluso permitiendo estas luchas, la seguridad de sus aceros era muy superiore a cualquiera de los intentos que una chica, incluso la más peleona, pudiera realizar.





 

Tras revisar medicamente a sus extrañas pacientes, Alicia dio el visto bueno para que las mujeres recientemente liberadas pudieran ser ya evacuadas en dirección al Enclave. Como les habían explicado en e la reunión previo a la misión, no interesaba retrasar más el abandono de la zona del combate por una poderosa razón: a pesar de que en el arte de la guerra las fuerzas del Enclave eran posiblemente las mejores del mundo, no convenía pasar por alto que los tribales eran muchos más y que, aunque la mayor parte del tiempo se lo pasaban depredándose unas tribus a otras, últimamente era cada vez más habitual que se agruparan en confederaciones temporales constituyendo las llamadas hordas, que, en más de una ocasión, habían puesto en jaque a las fuerzas de Punta Esperanza. No era descabellado que una posible fuerza de auxilio, tal vez de gran entidad, se estuviera ya dirigiendo hacia donde se erigían los restos del campamento atacado, por lo que la velocidad era primordial en estas operaciones.

Antes de ser extraídas de su mazmorra los hombres del alférez Marquez vendaron los ojos de las cautivas a las que dirigieron hacia la improvisada zona de aterrizaje de helicópteros en el centro del devastado pueblo bárbaro. Los cadáveres de los guerreros tribales permanecían en las calles, -las bajas propias ya habían sido evacuadas en el constante ir y venir de helicópteros-, y Raquel entendió por que era buena idea el haber tapado los ojos a las mujeres que la seguían a ella y a Alicia en dirección al mastodóntico MIL-8 que las llevaría hasta Punta Esperanza.

Con una deferencia que se les antojaba extraña, la silenciosa procesión de mujeres fueron acomodadas en uno de los bancos de lona que recorría el lateral del gran helicóptero. Las dos médicos se sentaron frente a ellas. Una escuadra al mando de un cabo en labores de custodia completaba el pasaje del pájaro de metal.

Con destreza el piloto varió el colectivo y, con un aumento del ruido y las vibraciones, que no sólo aterrorizó a las ex-cautivas aunque fueran quienes más lo escenificasen, el helicóptero se elevó poniendo rumbo al Enclave finalizando la Operación Delta Echo 23.

Raquel contemplaba las ruinas jalonadas de vehículos de combate humeantes de lo que hasta esa mañana había sido uno de los centros de trata de mujeres más importantes entre los bárbaros de la región, recapacitaba que de la 23 misiones Delta Echo esta había sido la primera para ella.

El nombre Delta Echo había sido el elegido para estas operaciones no sin cierta guasa. La denominación venía por el discurso de la Primera Ministra del Enclave, Natalia Gagarina, defendiendo la necesidad de iniciar este tipo de incursiones ya que “El Enclave tenía el Deber Ético de rescatar de la barbarie a esas mujeres y el Deber Estratégico de privar de vientres a los reinos tribales con los que perpetuar su tiranía del dolor”. Esa misma tarde algún oficial de Estado Mayor particularmente zumbón o bajo los efectos de alguna copa propuso que Delta Echo sería un buen nombre, que seguro que a la primera ministra le gustaba, que, al fin y al cabo, dijo, el discurso había sido suyo.

Siendo la primera jefa de gobierno tras la llegada de la democracia, Gagarina, del partido tradicionalista, se había esforzado por reforzar la faceta femenina en ciertos campos, y dada la naturaleza de las misiones, insistió desde el primer momento en que estas misiones debían de contar con mujeres del Cuerpo de Sanidad. Aunque su decisión le valió numerosas críticas, las mujeres no podían, por ley, bajo ninguna circunstancia abandonar el Enclave, ( hasta ella misma delegaba en emisarios las ocasionales visitas a otros núcleos de civilización), se había visto que su orden de contar con presencia femenina había sido muy útil.



 

Las luces del Enclave sacaron a Alicia de la introspección en la que llevaba casi desde el momento del despegue. Como veterana, sabía que su trabajo aún no había terminado. La primera parada sería en el hospital, donde tendría que pasar aun unas horas de frenética actividad antes de poder regresar a casa a descansar.

Hacía un par de horas que el helicóptero había aterrizado, y ya era la hora de la cena cuando la veterana comandante vio que la tensión del día le estaba pasando factura a su joven compañera.

-“Raquelona... ¿Estás ahí?, le dijo Alicia tras el tercer intento de explicarle como se rellenaba determinado formulario, a su inusualmente espesa compañera.

-”Sí, perdona, creo que necesito un café”.

-”No, necesitas irte a casa. Pírate, termino yo, no hay nada que no te pueda explicar mañana”

Raquel miró a su compañera como si no acabara de creerse la oferta. Alicia captó la expresión.

-Que sí, que te largues, además, para mi, seguramente sea la última vez.

Raquel sabía que su jefa y compañera estaba buscando quedarse embarazada, por lo que entendió el significado del para otros oñidos críptico comentario. En ese momento la hasta entonces velada sonrisa de la joven médico floreció iluminándole la cara.

-Eres la mejor. Gracias.

Llovía ligeramente y ya había oscurecido cuando, tras bajarse del bus, Raquel entraba en el portal de su edificio.

Como todos los edificios destinados a mujeres solteras, en la planta baja nada más entrar se encontraba el cuarto de “Asistencia”. Estas dependencias eran unas oficinas bastante amplias donde las “asistentes” trabajaban en turnos, dando servicio a lo largo de las 24 horas. Estas mujeres se encargaban de toda la gestión de las necesidades del edificio y eran las responsables de que las residentes no salieran a la calle sin que sus grilletes fueran debidamente comprobados. Esa noche estaba de guardia Rosita, una simpática morena de hermosos rasgos amerindios.


 

Al verla entrar, le dedicó la mejor de sus sonrisas y la saludó con la mano. Como era habitual en las mujeres que se encontraban en su jornada laboral, Rosita se encontraba unicamente restringida con el típico cinturón de acero al que se estaban unidas las esposas de las muñecas con una cadena que le confería una libertad que, sin ponerla en peligro, le permitiera chequear las cadenas de las otras chicas e, incluso, ayudarlas con alguna prenda de ropa que, por vivir solas o por portar unos restricciones muy severas, no se pudieran colocar o abrochar solas.

-”Hola, cielo, le iba a preguntar por su aventura, -era evidente que un mujer abandonando el Enclave era todo un trending topic para el cotilleo-, pero se le ve cansada.... Le voy a dar una alegría, tiene a su “galán” en la casa, llegó sobre las siete”.

Los ojos de la joven brillaron cuando Rosita le dio la noticia. Diego y ella se conocían desde que eran unos críos. Su relación pasó de amistad a noviazgo de forma natural, sin necesidad de que ninguno dijera nada. Se amaban y aunque lo habían pensado, estaban tan cómodos el uno con el otro, que todavía no se habían decidido a pasar por el altar, pese a que ambas familias les encantaría recibir esa nueva.

Cuando el sensor de la puerta del apartamento detectó el colgante magnético de Raquel, esta se abrió automáticamente, - una sutileza muy útil cuando los brazos de la propietaria se encontraban, como era el caso, inmovilizados a la espalda por sendos pares de esposas en muñecas y codos-, permitiendo a la joven doctora entrar a su vivienda.

La suave luz ambiental y la tenue música le indicaron que alguien había estado preparando su llegada. Al oírla entrar, un hombre joven y sonrisa de enamorado salió de la cocina al encuentro de la recién llegada sujetando sendas copas de champagne. Raquel quiso decir algo, pero él fue más rápido, sin darle dio opción , apoyó las copas en el sobrio mueble del recibidor y la besó.

Mientras Diego la apretaba contra su pecho, Raquel disfrutó de la tranquilizadora seguridad que le brindaba sentirse cautiva del familiar acero que la inmovilizaba, de encontarse en la paz de su hogar y con el hombre al que amaba desde que era cría y, por primera vez ese día, se sintió a gusto. 



 

-”Vaya carita tienes... ¿Cansada?”

-“Mucho”, fue la lacónica respuesta de ella, que no escatimó afectación poniendo morritos de disgusto.

-”¿Vas a querer ducharte? ¿Cenar? ¿Ir a dormir?”

-”No, ya me duché en el hospi. Quiero cenar... y luego...

-”¿Y luego?” A Diego se le dibujó esa medio sonrisa pícara que a ella tanto le gustaba.

Raquel pegó la cara a la de su hombre y le susurró un casi inaudible deseo al oído: “Quiero que me encadenes. Como nunca. Quiero no poder ni arquear una ceja.” Raquel había cambiado el ritmo de respiración y se mordía el labio inferior con cierta excitación, como todas las mujeres del enclave sabía el vendaval que podían desatar en sus hombres con ese tipo de bravatas.

-”Suena bien,- dijo Diego rodeando a su chica y cogiéndole las manos que permanecían inmovilizadas por debajo de su cintura-. ¿Y luego?”

-”Pues luego pienso abrazarte hasta que nos quedemos dormidos”.

El joven lo miró extrañado, “Mmmmm, no me cuadra...”

-”El qué”, era evidente, por la entonación, que Raquel se estaba haciendo la boba.

-“Que si te encadeno como me pides, y ten por seguro que pienso hacerlo, - un golpecito con el dedo en la nariz de ella sirvió para darle rango de ley a sus intenciones-, no creo que vayas a poder abrazarme mucho”.

Raquel se ruborizó y bajó la mirada, “Soy una mujer, no necesito los brazos para abrazar como al hombre que amo. ”.


 

Sin duda había sido una de las declaraciones más bonitas que nunca había escuchado, y, Diego, se quebró; entonces fue él quien la abrazó con su brazos, -él solo era un hombre-, la estrechó contra su pecho, tan fuerte que pareciera que los corazones de ambos quisieran besarse.

sábado, 21 de agosto de 2021

Nueva saga...El enclave de Punta Esperanza


 

Antes de ponerme a escribir quiero no ya confesar, porque se confiesan los crímenes y yo no quiero cometer ninguno, si no dejar constancia de que esta nueva idea que tamborilea mi meninge, si bien original, bebe de dos fuentes, tan dispares como importantes para mi inspiración; sea por ello que lo menos que puedo hacer, no ya para saldar mi deuda pero sí al menos para reconocer ese debe que tengo con ellos, sea citarlas.

Por un lado de Mad Max. eeehrr…. sí… la película de coches…. o más bien de sus páramos ardientes habitados por crudelísimos bárbaros, y por  otro lado mi deuda eterna con una escritora, Kirsten Graham, autora de la saguita de novelas “The Settlement”.

Desde que leí, vorazmente, sus novelas la idea de un mundo devastado en el que sobrevive un último reducto de civilización en el que las mujeres viven felices y seguras pero permanentemente encadenadas  fue un concepto que me atrajo.

La ensoñación de Graham,- sí, es súper morboso, pero imaginaos la lata de vivir con diversos tipos de restricciones permanentemente, amén de miles de problemas de índole práctico que se me presentan como irresolubles-, de un enclave que protege y cuida a sus mujeres junto con los últimos restos de tecnología y civilización del antiguo mundo, abonó mí ya de por si traviesa imaginación, así que lo que escriba, será por ella.

Ahora os preguntaréis porque uso “inspiración” en vez de “copia” , “fan art” o “spin off” o tal vez “desarrollo”… pues bien, y sin saber si verdaderamente lo que voy a hacer puede incurrir en alguna de esas categorías (y si es así, no me avergüenza en absoluto), pus porque habrá diferencias con mi mundo post-apocalíptico. Primeramente por que…. pues bueno… mi imaginación, más que sádica, es un poquito perversa, y lo que marca el escalón es la sofisticación. Esto lo descubrí cuando hace ya muchos años leía el Fantasma de la Ópera y concretamente cuando la trama describía los refinados trabajos en diseño de cámaras de tortura que el joven Erik había desarrollado para el Sha de Persia y luego en su propio beneficio cuando volvió a Francia. La descripción de, por ejemplo, el interminable bosque de árboles de hierro, o los espejos…, -(bueno, tampoco os quiero destripar la novela, aunque, si os animo a leerla, pues genial)-, que supongo que aterrarían a cualquier chica que lo leyera, a una jovencita Escriba, aparte de espeluzne, también le provocaban ciertos hormigueos que, se suponía, las niñas buenas no debían experimentar… ( y se me ríe el ombligo…. ya me entendéis….).

Pues continúo, que me voy por las ramas… como iba diciendo, la buena de Kirsten describe un mundo austero, desprovisto de artificialidades, las mujeres viven desnudas (supongo que alguno verá aquí ventajas del calentamiento global), y su sexo es siempre accesible, húmedo y fragante. Las únicas sofisticaciones vienen dada por las descripciones de las elaboradas restricciones diseñadas para resultar cómodas, pero inclemente seguras, especialmente los raíles para las mujeres.  Este concepto es tan bueno que os lo describiré: las chicas, aparte de diversos sistemas de restricción para sus manos y pies, pueden deambular más o menos libres por el asentamiento. El “más o menos” lo marca un sistema de raíles que llegan a la mayor parte de calles y lugares del enclave y al que las mujeres están enganchadas por una cadena que baja desde los collares de acero que todas portan. El gobierno del Asentamiento, por supuesto, se ha asegurado que esos raíles no se extiendan, sin embargo, a edificios y lugares en los que las féminas no deban de estar… Mira tú que riquiños, son.  Cómo se preocupan de nosotras….

Por supuesto, tomo nota de eso, y, de hecho, me encanta,(¡Bravo, Kirsten!), pero, en mi mundo, las mujeres tendrán cierta sofisticación y un papel mayor en la toma de decisiones, y la feminidad exuberante y palpitante de las mujeres de Graham se tornará en una feminidad sutil,  domesticada y latente.

Así que si os gusta lo que voy a escribir, porfa, dejadme un comentario, y dadle las gracias a Kirsten Graham (The Settlement).

 




 

 

PRÓLOGO

 

Era el año 2060, o como decían los clérigos el año 20 después del advenimiento del Anti Cristo.

Aunque evidentemente las evocaciones míticas siempre dan empaque al mensaje, la realidad había sido mucho más sencilla.

Un grupo fundamentalista del Caucaso había logrado encontrar un antiquísimo silo de misiles de la extinta Unión Soviética. Tras varios meses de incansable trabajo y gracias a infinidad de radicales formados en las mejores universidades occidentales, lograron disparar tres misiles contra Europa Occidental y los Estados Unidos.

Como en el 2040 las relaciones entre Occidente y Rusia no atravesaban su mejor momento y no existía  comunicación entre sus líderes, no le costará imaginar al lector lo que ordenaron los jefes de gobierno de los países occidentales cuando sus respectivas defensas aéreas les informaron acerca de los misiles que se aproximaban… exacto… un minuto antes de que el primer misil lanzado por los integristas alcanzara sus objetivos cientos de megatones del arsenal de la OTAN abandonaban sus silos hacia sus objetivos preprogramados en Rusia y China.

Mientras Nueva York, Los Ángeles y Londres ardían en fuego atómico, el Mando de Defensa Aérea en Moscú recibía la alerta de centenares de misiles volando hacia su territorio…. Adivinen… en Pekín y Moscú también se giraron las fatídicas llaves y los jinetes del apocalipsis rieron satisfechos cuando los ingenios rusos y chinos volaban mientras clamaban por venganza.

En los primeros cuatro minutos de guerra mil doscientos millones de personas habían sido convertidos en ceniza.

Y la guerra duró aun otros nueve años…

Cuando esta acabó, la Tierra no era más que un páramo desnudo, abrasado por el Sol y en el que las catástrofes naturales estaban al orden del día. Los países habían desaparecido, y una miríada de tribus de saqueadores luchaban entre ellas por poder y por arrebatarse entre ellas los restos, cada vez más enjutos, de los recursos del Antiguo Mundo.

Tristemente, en medio de aquella barbarie, las mujeres habían sido las grandes perdedoras. Por causas que, evidentemente, no se habían estudiado, la radiación y contaminación habían afectado a la reproducción humana, y el nacimiento de niñas se había desplomado, por lo que la lucha por un botín de mujeres era una causa más de conflicto entre aquellos bárbaros que recorrían el abrasado paisaje a bordo de vehículos que parecían sacados de las pesadillas de un ingeniero loco.

Las mujeres, además, no podían decir de que al margen del permanente riesgo de ser arrancadas de sus tribus, disfrutaran en estas de una vida de comodidades. La mayor parte de estas tribus parásitas mantenían a sus mujeres en un régimen de terror, sin acceso a los limitados conocimientos que conservaban esos pueblos, las mujeres eran en su totalidad analfabetas, mantenidas desnudas, rapadas y obligadas a esperar para alimentarse, siempre mendigando por las escasas sobras que los hombres podían dejar de unas comidas nunca especialmente abundantes. En algunas tribus, el proceso de animalización había tocado techo y en ellas ni tan siquiera se enseñaba a las niñas a hablar.

 Esa era la lamentable estampa que el mundo ofrecía en aquel año de 2060. ¿De todo el mundo? Pues casi…

En aquel fatídico día de 2040 nada hacía presagiar que la Capitán de la Defensa Aérea Georgina Kaameneva se convertiría en la salvadora de la civilización en su último día de vida. Aquella jornada había solicitado permiso para llegar más tarde a su puesto como jefa de una de las baterías antiaéreas que protegían el puerto y  base de Murmanks ya que tenía que llevar a sus dos hijos mellizos adolescentes a casa de sus padres, una granja situada más cien kilómetros al suroeste de la ciudad.

Hacía apenas cinco minutos que había iniciado la conducción de vuelta a su destino, disfrutando del silencio,- la mamá de unos quinceañeros tenía mucho que aguantar en lo tocante a la radio del coche-, cuando la horrípida  visión de cuatro inconfundibles hongos nucleares se perfiló clarísimamente contra la aun mortecina claridad del horizonte al oeste de su posición , pero, lamentablemente, la pesadilla no había hecho más que comenzar. Mirando a través del retrovisor vio como dos estelas se dibujaban en el cielo, rápidas y  peligrosas. Esas estelas no le dieron lugar a la duda: eran misiles. Los artefactos que volaban dirección norte no dejaban lugar a la interpretación  en la cuadriculada mente militar de Georgina, su único destino posible era la ciudad de Murmanks.

Las cortinas de polvo radioactivo procedentes de las explosiones del oeste avanzaban velozmente hacia la carretera por la que que el utilitario transitaba. Tal vez, pensó la pelirroja oficial, , si acelerara, podría tener una oportunidad; tal vez. O, tal vez, incluso, podía tratar de llamar mientras conducía para alertar a su segundo al mando para que tuviera una mínima oportunidad de armar y disparar los misiles de  antiaéreos de la batería pata tratar de interceptar esos demonios en forma de ICBM;  tal vez. O tal vez tendría un accidente y esa llamada nunca llegaría;  tal vez…; o tal vez la distorsión electromagnética de las explosiones nucleares ya habría alcanzado la carretera más adelante, comprobó la cobertura de su móvil, y esa milagrosa llamada jamás llegaría a esa diminuta esperanza en la forma de una pequeña unidad de defensa antiaérea que se podía interponer entre la ciudad de Murmanks y los misiles balísticos que se aproximaban para devorarla . “Cuantos tal vez”, pensó. Frenó el coche, y no pensó más.

Andrei Radchenko comprobaba las conclusiones de la última revisión de los propelentes de los misiles de la batería antiaérea de la que era segundo jefe. Una llamada lo sacó de su inmersión en cifras de reactividades, vidas útiles y vencimientos, era su jefa. No hubo tiempo para aquello de “lo harás bien”, “dile a Vitali que lo amo”,  “lo hago todo por la madre patria.” Ni mucho menos. Ni siquiera un “gracias, mi capitán”.

Dos segundos separaron a los habitantes de Murmanks del infierno cuando los dos misiles SA-400 disparados por  la batería de Georgina destruyeron los misiles Trident británicos en vuelo aun estratosférico. Una mujer valiente, ya calcinada dentro de un coche barato en medio de una carretera calamitosa en medio de ninguna parte, no pudo contemplar los dos colosales soles de fuego que florecieron en el espacio en vez de sobre la ciudad, para asombro y espanto de los ciudadanos que, absortos, contemplaban el espectáculo.

Nunca sabría que en 2041, el clima ártico de su ciudad había quedado convertido en un templado clima mediterráneo, nunca sabría que, en 2043, el gobierno de su ciudad había logrado alcanzar el reservorio de semillas mundial de la isla Svalvard. Jamás vería como, merced a esos miles de millones de semillas, los alrededores de la ciudad antes helados y yermos, se convertían en tupidos bosques y fértiles campos. Tampoco vería a su hijo licenciarse, ni a su hija morir en el frente cuando fue derribado el helicóptero en el que viajaba. Nunca sabría que  en el 2045 sería subida a los altares como primera santa no virgen. Tampoco supo que ella, siempre discreta, velaría siempre por sus ciudadanos convertida en una gran estatua en el centro de la ciudad, ni que en 2060, con los países desaparecidos, su ciudad pasó a ser el principal enclave de una región de casi seis, mil kilómetros cuadrados que eran el último refugio de la humanidad civilizada.

En efecto, Murmanks, rebautizado como “Esperanza”, era el único lugar conocido donde el “Antiguo Mundo” continuaba funcionando, reconfortando las almas de sus habitantes. Donde los fuertes cuidaban de los débiles, y unos se ayudaban a otros. Los antiguos astilleros y parques militares se reconvirtieron en todo tipo de industria, que satisfacía bastante aceptablemente la demanda interna, como puerto que era, contaba con una flota mercante que podía abastecerse de las ingentes cantidades de materia prima proveniente del antiguo mundo que las tribus de salvajes eran incapaces ya no de manufacturar, sino hasta de valorar. Las antiguas instalaciones de investigación de la Armada Rusa se habían convertido en la última universidad, donde se impartían un gran número de materias.

Bahía Esperanza, que así se llamaba ahora la región albergaba una población multiétnica galvanizada por una única idea de sentido de pertenencia: el reducto se había convertido en el último bastión de la humanidad como se concebía… o casi…

Aisha bajó los pocos escalones que separaban de la calle su despacho de directora general del Departamento de Suministro de Energía. Como una mujer en un puesto de responsabilidad vestía elegantemente, una falda de lápiz negra perfilaba las sinuosas curvas de sus caderas, mientras que la hermosa blusa violeta, insinuaba más que desvelaba las descaradas líneas de sus respingones senos. Aunque siempre había sido una mujer bella, a sus cuarenta años lucía esplendorosa en la plenitud de su vida. Unas medias negras semitransparentes y unos tacones de altura infinita, posiblemente producto de alguna incursión de aprovisionamiento en los antiguos territorios de Francia o Italia, acababan de componer la indumentaria de una mujer tan estilosa como poderosa.

Pero, ser poderosa, en Esperanza, no era óbice para que una mujer no permaneciera, permanentemente, bajo  la inquebrantable custodia y protección de unas elaboradas restricciones de acero.

De todas las restricciones que protegían a las Esperanceñas, el auténtico orgullo de la región era el sistema de railes magnéticos. Para que el lector se ponga en antecedentes, señalar que todas las mujeres lucían un collar de una aleación tan ligera como resistente, del que caía una cadena del mismo material, la cual terminaba, al nivel del suelo, en una pequeña pieza también metálica y campaniforme. El collar estaba confeccionado a medida de cada una de las usuarias y cada borde estaba primorosamente redondeado para que su uso no ocasionara ninguna incomodidad a su portadora. 





 

La pequeña pieza que se deslizaba por el suelo contenía un potentísimo electroimán. En el subsuelo, con el paso de los años, se había ido construyendo una tupidísima red de tubos magnéticos que, con su campo, hacían que las mujeres pudieran desplazarse con libertad pero haciendo que fuera virtualmente imposible separar las pequeñas piezas campaniformes del suelo. Tan solo las zonas  naturales y  los campos de cultivo no contaban con la red de vías magnéticas, SFR (Sistema de Rail Femenino) pero, en todo caso, eran lugares en los que se consideraba insegura la presencia de mujeres. Dentro de la ciudad, tan solo el entorno de las puertas de la línea interior de murallas y el edificio de Protección a la Mujer no contaban con esos dispositivos, ya que, tampoco era segura la presencia de mujeres allí.

Como el collar era algo que todas las mujeres debían portar obligatoriamente y que no debía de ser abierto más que en algún caso excepcional, las pocas llaves existentes se guardaban en la Secretaría de Protección de la Mujer, que era también donde se estudiaba, perfeccionaba y reglamentaban el catálogo de restricciones.

Como mujer soltera que aún era, Aisha podía elegir ella misma las restricciones que debía llevar, de entre el abundante catálogo que se ofertaba. Una vez elegidas las restricciones, eran realizadas cuidadosamente de manera individualizada por hábiles artesanos, asegurando que la comodidad era igual a la seguridad que aportaban.

Las mujeres que no estaban casadas contaban en sus restricciones con cerraduras genéricas, que podían abrir la llave maestra que todo varón mayor de edad tenía en custodia. Dicha llaves, identificadas con un número de serie, era sometida a revisión trimestral por las autoridades, y perderla podía motivar una pena de expulsión del enclave, la seguridad de las mujeres era un asunto de la máxima importancia que no permitía ningún tipo de veleidad. No obstante, que los hombres pudieran abrir las restricciones, era algo que facilitaba la interacción entre los sexos,y es que al margen de lo tocante a la seguridad, las relaciones interpersonales eran muy similares a las de un país occidental de antes del apocalipsis.

Aisha portaba sobre los tacones unos grilletes de un cromado brllante del mismo metal que su collar, la cadena de veinte centímetros, tintineaba alegremente cada vez que la mujer caminaba, y, además la ayudaba a mantener una longitud de paso encantadoramente femenina.

Finalmente, sus manos se encontraban confortable pero  inexorablemente engrilletadas a un pequeño, delgado y rígido yugo de metal. Este sistema de seguridad era considerado como uno de los más elegantes, y constaba de una anilla de metal que ceñía el cuello por debajo del collar que servía para mantener a la chica dentro de las zonas SFR. De este anillo partían, a cada lado, dos prolongaciones de metal de quince centímetros. Al final de estas piezas se encontraban unos grilletes destinados a las manos. Con este sistemas Aisha tenía sus manos, adornadas con algún discreto anillo, firmemente inmovilizadas a ambos lados de su cuello con sus muñecas rodeadas por unas firmes anillas de metal , primorosamente pulidas y redondeadas, que le aportaban toda la seguridad que podía necesitar.

La vida de las chicas solteras en Esperanza era bastante comunal entre ellas, ocupando edificios de viviendas especialmente diseñadas para ellas. El tamaño y suntuosidad de las viviendas dependía de la capacidad adquisitiva ya que, estas viviendas, podían ser alquiladas o en régimen de propiedad. Las únicas diferencias con cualquier edificio de viviendas del antiguo mundo, era que  en la puerta de todas estos bloques había un pequeño puesto que protegía el acceso y que se encargaba también de revisar la integridad de las restricciones de las chicas cuando entraban a los apartamentos. Como ya se ha mencionado, nada se dejaba al azar a la hora de mantener seguras a las mujeres de la ciudad. La otra diferencia, era el comedor. En estos edificios, aunque cada vivienda contaba con todas las comodidades, existía, normalmente en la planta baja, un comedor y unas cocinas comunales. Allí se distribuían las comidas en platos que facilitaban que las mujeres pudieran realizar la alimentación sin el uso de cubiertos.

Normalmente los platos eran una reinterpretación de recetas tradicionales pero presentadas en trocitos muy pequeños y con el género primorosamente deshuesado, pelado o desespinado… Las chicas, así podían comer sin grandes dificultades, y si surgía alguna, se ayudaban entre todas para ponerle solución. Con el tiempo, incluso, todas eran maestras en el arte de comer evitando que el pelo, las molestara en esa tarea.

Aisha recorrió los últimos pasos que la separaba del furgón especial que habría de transportarla a ella y a las otras dos mujeres que la esperaban dentro, hasta la central nuclear de Punta Norte, donde iba a realizar una visita de comprobación rutinaria.

En Esperanza, los vehículos de motor eran de poca utilización en el ámbito civil e inexistentes en el privado ya que, a pesar de que contaban con capacidad de refinamiento de petróleo, la obtención del mismo era complicado pues los “salvajes” era de los pocos recursos que precisaban poseer , y al final cada expedición de aprovisionamiento petrolífero solía acabar en combates encarnizados.

Finalmente Aisha se paró junto al portón del vehículo del que bajó un comandante de la Milicia que se puso firme ante ella y saludó militarmente. “Señora Directora General”. “Buenos días” respondió ella con una voz suave pero preñada de la seguridad de la que se sabe ungida de autoridad.

El comandante con una llave roja que llevaba sujeta al cuello abrió el collar de Aisha para permitirla abordar el enorme furgón.

“No se preocupe, señora, enseguida se sentirá más segura”. Tras la apertura del collar, el comandante utilizó la misma llave en el electroimán, desactivándolo, y permitiendo guardar la restricción en la parte trasera del vehículo.



 

Aisha se sentó en el asiento central de la línea de tres sillones que ocupaban el compartimento de pasajeros del gigantesco vehículo. Los asientos de la derecha y la izquierda los ocupaban la doctora Azami Yimushiro, una joven médico con orígenes en el antiguo Japón, y la ingeniera nuclear Inés Martel, hija de la comandante de navío Martel que tras el colapso de los gobiernos en 2050 había arribado con los restos de la Armada Española a aquel faro civilización al que muchos simplemente llamaban “La ciudad”.

La directora general saludo a sus dos compañeras mientras el comandante de la escolta se afanaba en que ninguna de las mujeres pudiera sentir la más mínima inseguridad. Lo primero fue colocar en  la cintura de Aisha un cinturón metálico que cerró con un sonoro “click”. Dicho cinturón de dos centímetros de ancho presentaba una cerradura en su parte frontal y se encontraba unido por una corta cadena al respaldo del asiento. Tras asegurarse que nada ni nadie podría abrir el citado elemento, el comandante fijó con un candado la cadena de los grilletes de los pies de la subdirectora general a una argolla metálica firmemente remachada al suelo del vehículo.

Finalmente, con una cadena, unió el yugo de Aisha a las restricciones que sus compañeras lucían alrededor de sus cuellos. Mientras que la joven Azami portaba unas grilletes con una cadena de treinta centímetros que pasaba por la argolla central de un collar de seis centímetros de alto que ceñía su garganta,  Inés portaba una restricción similar a la de Aisha, con la diferencia de que en vez de estar el yugo formado por piezas rígidas, en su caso, las prolongaciones de metal que terminaban en las anillas que ceñían las muñecas estaban articuladas en su unión al metal que rodeaba su cuello.

El comandante se aseguró que la cadena quedara firmemente sujeta al equipamiento que rodeaba la gargantas de las mujeres. Solo entonces dio por terminada su importante labor.

-        Señoras, están ustedes plenamente seguras, antes de que pudieran ustedes  abandonar el vehículo se tendrían que abrir los tres cinturones y los tres broches que mantienen sus grilletes a la anilla del suelo. Nada tienen que temer.

Aisha parecía complacida, “comandante, si ya ha terminado, me interesaría arrancar cuanto antes”.

“Por supuesto, señora” El comandante se apeó cerrando con tres pasadores de seguridad el portón deslizante del vehículo, cada uno de ellos asegurado por su propia llave. Tras unos segundos, el gigantesco mamotreto inició la marcha.

Aisha observó a sus compañeras que parecían inquietas.

Inés era una niña cuando llegó a “la Ciudad” en el buque insignia español, y se integró con su madre en las peculiaridades de la vida allí y aunque su cargo como ingeniera nuclear la había hecho viajar alguna vez en esos vehículos, la verdad es que aún le generaba cierta ansiedad el saberse fuera del sistema de raíles que eran el orgullo del enclave. Trataba de calmarse cerciorándose con constante tironcitos de la absoluta infalibilidad del acero de sus grilletes.

Azami era la más joven de las tres, una chiquilla de 22 años recién licenciada y era una auténtica “Niña Esperanza” como se llamaba a las generaciones que no habían conocido la vida fuera del enclave. Al contrario que sus compañeras, no sabía lo que era vivir sin estar permanentemente encadenada a las constricciones que la hacían permanecer segura. Era la primera vez que abandonaba la tranquilidad de los raíles, y aunque deseosa de vivir la experiencia para contársela a sus amigos, sobre todo a sus amigas, y familia, la verdad es que no se sentía cómoda. Sus grilletes cascabeleaban cada vez que la doctora trataba de calmarse, cerciorándose de que, aunque fuera de los raíles, no corría verdadero peligro. Tan solo la idea de contar la aventura a sus amigas, que se morirían de envidia, le servía de bálsamo.





 

Si el lector, avispado y sagaz, se pregunta acerca de si la presencia de tres mujeres, universitarias y con responsabilidades era casual, la respuesta es simple y categórica: No.

El enclave se encontraba, por así decirlo en permanente conflicto con las hordas de saqueadores que asolaban el “vacío” que era como los Esperanceños denominaban al mundo allende sus defensa exteriores. Con esta permanente guerra en la que se luchaba por la existencia, los hombres solían desempeñar trabajos relacionados con la destreza física y con la defensa mientras las mujeres copaban en gran mayoría las universidades ajenas a las materias militares, los trabajos relacionados con el comercio, la administración, artes, enseñanza…incluso la política era un campo en que las mujeres participaban mucho más activamente que sus compañeros varones, como muestra de ello las tres últimas presidentes-alcaldes, todos desde que se había instituido la democracia,  habían sido tres mujeres.

 

CONTINUARÁ…… SI OS GUSTA…..