El joven y la profesora desobediente

  Con 31 años, pese a que las pecas de su cara le confirieran un aspecto más aniñado, haber ganado una plaza como catedrática de instituto e...

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martes, 15 de febrero de 2022

Aurora y su pequeño resarcimiento.

 


Aurora había sido una niña del enclave. Frisando los cuarenta años era demasiado joven como para haber conocido el mundo de antes del apocalipsis y todos sus recuerdos y vivencias se limitaban a la confinada pero segura vida de las mujeres de Punta Esperanza.

Habiendo sido una estudiante modelo, había hecho carrera hasta convertirse en la supervisora de la planta de agua potable de la ciudad-estado que en sus ya más de diez mil kilómetros cuadrados, tras la última campaña de conquista, albergaba más de cinco millones de almas, aunque en un futuro había pensado en poder iniciar una carrera política, de momento se contentaba con leer los datos sobre reservas hídricas del correo electrónico que acababa de recibir.

Cualquier observador habría reparado en la habilidad con la que manejaba el ratón y el teclado, sobretodo teniendo en cuenta que sus manos esposadas permanecían unidas al cinturón de acero que ceñía su cintura con una cadena de una longitud suficiente para desarrollar su trabajo, pero lejos de ser generosa. La capacidad de desenvolverse con gracilidad pese al acero que limitaba su movilidad en aras de la seguridad, era un  talento que, al igual que todas las mujeres del Enclave, había desarrollado al tener que practicar prácticamente todas las actividades de su día a día restringidas de una u otra manera.

Dentro de Punta Esperanza, como recordará el lector, existían varios niveles de seguridad y, normalmente, los centros de trabajo estaban catalogados como de Máxima Seguridad, por lo cual, Aurora y el resto de mujeres podían solicitar que las restricciones más severas que debían llevar en zonas de menor seguridad fueran sustituidas por otras que, pese a ser, también bastante estrictas les permitiera trabajar; es de señalar que, a ella al igual que a cualquier chica del Enclave ese “bastante estrictas” les sonaba a “libre como un pájaro”.

La mujer acabó de ver los gráficos, ordenó mentalmente lo que le iba a decir a su jefe, y se levantó. Mientras se dirigía hacia el despacho de su jefe, Aurora no hubiera desentonado en alguna revista de moda del Antiguo Mundo, si obviamos,evidentemente, los bruñidos grilletes que ceñían sus pulsos y cintura. Las mujeres del Enclave tenían a gala el mantener una gran sofisticación; este era un elemento más que las diferenciaba de las mujeres tribales que se habían convertido en meros objetos en el mundo exterior y que subsistían patéticamente animalizadas.


 

Max, el director de Suministro Público leía concentrado una serie de correos cuando la hermosa Aurora llamó a la puerta del despacho que permanecía abierta.

-          “Qué tal Aurora, iba a pasar a buscarte ahora, para ver si te apetecía tomar un café”, dijo el hombre levantando la vista hacia la imponente mujer que se alzaba sobre sus tacones igual que la escultura de una diosa griega se alzaría sobre su pedestal.

-          “Pues me parece que te voy a chafar ese café, creo que vamos a tener trabajo”, contestó la mujer de forma profesional pero innegablemente femenina.

-          “Toma asiento, y cuéntame”.

La ingeniera le comentó que, según los informes que acaba de recibir, las reservas de agua potable del Enclave estaban en un nivel peligrosamente bajo. La causa de ello era que una de las estaciones de depuración, la más externa al perímetro, había dejado de funcionar, probablemente por el corte de su línea de energía. Esto no era la primera vez que pasaba y podía deberse a varias causas, las más probables una avería, o que algún grupo tribal hubiera podido robar el cable y de esta manera interrumpir el trabajo de la planta.

-          “Tenemos los equipos de reparación ya desplegados en la planta de tratamiento de Polyarni, no nos será posible atender esto antes de mañana… ¿Nos llegarán las reservas hasta que podamos repararlo?”, preguntó Max, seguro de que la brillante ingeniera había sacado ya sus propios cálculos.

-          “Sí, pero para poco más”, fue la categórica respuesta de la mujer.

-          “Pues cursaré orden de que mañana la prioridad sea la planta de potabilización”, el director hizo ademán de que daba por concluida la breve reunión.

La mujer se levantó y se dirigió a la puerta, empezando ya a pensar en los miles de detalles que aún le restaban para coordinar las acciones de reparación del día siguiente.


 

-          “Aurora”, resonó la voz de Max antes de que su subordinada abandonara el despacho en la planta superior de un severo edificio de sobria arquitectura comunista.

La mujer se giró y entornó los ojos cuando distinguió el anillo de acero que su jefe había sacado de un cajón de su escritorio.

-          “No me odies, Auri, pero hasta mañana  vas a tener que llevar mordaza”

Como todas las chicas en Punta Esperanza, Aurora estaba familiarizada con las mordazas. Todas las mujeres habían tenido que llevarlas en algún que otro momento ya que era la manera más frecuente de sancionar determinadas faltas. Lasmujeres del Enclave disfrutaban de una libertad “plena  pero protegida”,esta  era la fórmula oficial, así su ejercicio de la cotidianeidad era eminentemente oral, la palabra tanto en su actividad como en su interacción ocupaba un papel central ya que su capacidad ejecutiva estaba, digásmolo así, bastante mermada, así,  evitar la verbalización como forma de sanción era una fórmula que se había  demostrado como mucho más eficaz que limitar otras libertades las cuales ya tenían bastante restringidas. Para Aurora, contemplar aquella pendulante pieza de acero en forma de “O” era una visión que, precisamente no la convertía en la mujer más feliz del mundo.

- “No, venga, Max, o sea, no fastidies. ¿Por qué?”

Max no mostró ninguna reacción por la pequeña revolución, por el otro lado muy rara en las mujeres del Enclave,

-“Aurora, lo último que queremos es que, de pronto, en las dependencias de solteras comience a extenderse el rumor de que nos vamos a morir de sed”, explicó el hombre tratando de ser lo más persuasivo posible.

- “Max, pero venga, me conoces, no hablaré con nadie, y lo sabes. Pensé que tenías algo de confianza en mí”.

Mientras Aurora hablaba, el hombre se situaba detrás de ella, era obvio que nada de lo que pudiera decir la mujer acabaría cambiando el hecho que, durante las próximas horas una mordaza de anillo sería el garante de su confidencialidad.

- “Abre mucho, Aurora”. Pese a su evidente enfado, la psicología de una chica de Punta Esperanza era reacia a desobedecer las indicaciones sobre seguridad que recibían de sus compañeros, así que, pese a su desacuerdo la mujer abrió la boca todo lo que pudo.

Max, con pericia, introdujo el anillo de metal horizontalmente para finalmente, con un giro de ambas muñecas, colocar el círculo de acero en vertical.


 

La mujer notó como, pese a tener a la boca todo lo abierta que podía, al ponerse la mordaza en posición esta forzó a abrirse un poco más a sus ya muy distendidos músculos de la mandíbula. “Genial”, pensó, dándose cuenta que la mordaza era de un diámetro un poco superior al que a ella le hubiera correspondido, no sólo por el sobreesfuerzo que se le había exigido a su maxilar, sino porque notó que el acero se clavaba de forma incómoda, que pronto comenzaría a ser dolorosa, en la sensible carne de detrás de sus dientes.

Aurora movió la lengua tratando de crear una imagen mental del intruso que forzaba su boca mientras él cerraba la correa de la mordaza sujetando un pequeño candado en una de las manos.

- “Perdona, Aurora ¿Prefieres la correa por debajo del pelo?”

Una leve inclinación de cabeza y un gruñido ininteligible fue la respuesta afirmativa de la mujer, tras la cual, el hombre reabrió la hebilla para, pasando el pelo por encima de la correa, volver a asegurarla, un punto más apretada que antes. El levantó la cara de Aurora asegurándose de que aunque tensa, la correa no realizara ninguna carnicería en la comisura de sus labios. Cuando se hubo cerciorado de la colocación de la mordaza, aseguró la hebilla con el pequeño candado.

Al oír el click, Aurora respiró profundamente.

- Auri, no te confundas. No tengo algo de confianza en ti… la tengo plena, pero, hemos jurado protegeros sobre todas las cosas, y sería profundamente egoísta e inapropiado el hacer descansar eso sobre tus hombros. Ya sabes, las restricciones existen para que podáis ser libres, sin responsabilidades, sencillamente seguras, no es justo que, aparte de cadenas, tuvieras que cargar con más cosas.



 

La psicología puede tener pasajes misteriosos, incluso, o más bien sobre todo, para la propia persona, y el oír a ese hombre hablarle de esa manera, había, no sólo desplazado el enfado, sino que la había hecho sentirse enormemente valorada. Aurora conocía a su jefe, y sabía que lo que acababa de decir no era gratuito, ni una fórmula para embaucarla. Ella apoyó su espalda contra el robusto pecho de él, permitiéndole aspirar la fragancia cítrica de su perfume que, en el Antiguo Mundo, sería propio de una mujer algo más joven, disfrutando del varonil olor a limpio que desprendía Max mientras, juguetona, acariciaba el fornido cuello con su sedosa melena castaña. Se habían cambiado las tornas y ahora, ella, completamente indefensa, coqueteaba con él de la misma manera que una gatita traviesa enreda con un ovillo de lana. La súbita acumulación de estímulos fue   demasiado para el hombre, recuerdos de pasadas intimidades juntos recorrieron su espina dorsal, y cogiéndola del cinturón de metal que ceñía su cintura la giró para besarla.

Aurora nunca pensó en si misma como una mojigata, y, de hecho, dentro de las limitaciones que imponía el pasarse la vida encadenada de una u otra manera, siempre había tratado de disfrutar de sus compañeros de la forma más activa posible, pero, en esa situación, con su boca forzada por la mordaza poco pudo hacer para evitar la no por deseada menos salvaje intrusión de la feroz lengua masculina. La suave virilidad recorría cada rincón de su boca, acariciando su paladar, sus carrillos mientras su lengua fingía una lucha que ni quería iniciar y mucho menos ganar , sin que ella, indefensa por el cruel intruso de metal pudiera hacer el mínimo ademán de resistencia. Una mujer hermosa y vibrante se abandonó al placer, sólo se dejó, no era mucho lo que podía hacer, salvo disfrutar del momento.

No llevó cuenta del tiempo que ambas lenguas juguetearon como dos adolescentes dentro de su boca, pero, pensaba, le pareció que el beso fue tan profundo que pareciera pretender besarle el alma. Finalmente tras unas tiernas caricias en las sienes de ella, ambas bocas se separaron.

Imposibilitada de tragar con normalidad, un borbotón de límpida saliva se deslizaba por la barbilla hasta caer como una catarata de sensualidad sobre su elegante escote, usualmente, cuando una mordaza la hacía babear se sentía muy estúpida, pero, en esa ocasión el lance la hizo sonreír.


 


 

-          “Déjame que te de un pañuelo, perdona”, dijo Max mientras le acercaba un pulcro pañuelo de tela.

Aurora cogió el pañuelo y emitió un sonido gutural.

-          Ohg ueo eae

-          No te entiendo, Auri

-          “Eh oh eh eoh”  

Este último intento de vocalización no había obtenido más resultado que una nueva catarata de saliva rebosara sobre el labio inferior de ella y ambos sonrieron ante el percance. Finalmente, Aurora, se alejó un paso hacia atrás y mostró a Max que era lo que trataba de decirle: aunque la cadena que unía sus esposas al cinturón era más que suficiente para permitirle trabajar, la longitud era demasiado corta como para evitar que pudiera secarse el escote con el pañuelo.

Max se sonrojó. Eran las pequeñas contrariedades del Enclave, un hombre podía encadenar o amordazar a una chica, pero, sin embargo, a la hora de recorrer un escote femenino podía surgir una inconveniente timidez.

-          Perdona, con tu permiso…


 

Aurora disfruto de esa sutil caricia a través de la sedosa tela del pañuelo y tuvo la impresión de que pese a la absoluta caballerosidad, había momentos en que esos dedos se entretenían más tiempo del estrictamente necesario y visitaban lugares no estrictamente necesarios. Se dijo que, mañana, ya sin mordaza, podía ser un buen momento para invitar a cenar a Max, cena que, por otro lado, le haría pagar, y, tras veinte horas a base de yogurt líquido e infusiones, estaba segura que la cuenta no sería pequeña…

sábado, 24 de abril de 2021

Programa de protección de testigos. (1/3)

 

 


Este concepto, se me ocurrió después de haber visto en la página de Felix Darmouth una serie de filmes con un título similar.

Aunque el bondage de Darmouth es un poquito chapucero, la verdad es que me gusta que, en general da a sus vídeos un armazon argumental, que a mi, me parece básico en cualquier material de visionado.

 

Martina contemplaba la suntuosa habitación que ocupaba en la segunda planta de la fastuosa villa alpina en la que se encontraba alojada desde hacía quince días tras haber aceptado declarar como testigo protegido en aquel intrincado caso de espionaje internacional.

La casa, con dos plantas más una buhardilla, contaba con todas las comodidades imaginables, desde un gimnasio a dos piscinas, una de ellas cubierta y con circuito termal. La domótica, afortunadamente para ella, era sin duda de las más completas que se podía incorporar a una vivienda, y, la amplísima parcela que contaba con su propio bosque y estanque haría las delicias del más adinerado de los veraneantes. Era evidente que, la larga y bien financiada mano de la IDE, Inteligencia de la Defensa del Estado, estaba  detrás de ello.

Lamentablemente para las dos huéspedes que en ella se alojaban, durante su estancia se habían encontrado permanentemente sometidas a una u otra forma de estricto bondage y, sistemáticamente, bajo la amable pero estricta vigilancia de los agentes que tenían encomendada su custodia.

La historia se remontaba a hacía tres meses, cuando la vida transcurría como la de cualquier otra chica de su edad. Martina regresaba a casa después de una noche de fiesta cuando presenció como, tras doblar una esquina y tomar una calle que a aquella hora permanecía solitaria, contempló cómo tres hombres trataban de meter en una furgoneta Vito de cristales oscuros a una joven que trataba de resistirse como una gata panza arriba. La luz lejana de una farola le había permitido distinguir el rostro de dos de aquellos hombres de aspecto arábigo. Sin saber a lo que se enfrentaba, ni a lo que el futuro le depararía, pero fiada en su capacitación en varias artes marciales, la joven corrió en ayuda de la mujer que estaba sufriendo el intento de secuestro.

Los hombres, sorprendidos por la súbita aparición de aquella inesperada walkiria y viendo que la rapidez de la operación se veía comprometida, decidieron abandonar su acción delictiva y huyeron precipitadamente dejando a la esbelta joven en la acera con las manos atadas por una brida que mordía dolorosamente la carne de sus pulsos. Martina sacó el móvil y telefoneó a la policía…

No sería hasta más tarde cuando sabría que la joven a la que había salvado de tan funesto destino era Aisha, la hija de una concubina de un reyezuelo de un país de Oriente Medio. Su padre, llegado el momento repudió a su madre que había huido a occidente, llevándose con ella a su hija adolescente, y no sería este su único descubrimiento. También, en el curso de los días que llevaba bajo protección del IDE  sabría que los hombres que habían tratado de secuestrar a la joven eran mercenarios al servicio del gobierno de ese país indeterminado de la Península Arábiga, y que estos, gracias a las detalladas descripciones de las dos mujeres, habían sido detenidos, y que, en ese juicio, las dos jóvenes eran las dos principales bazas de la acusación.

No pasaron muchos días hasta que el servicio de inteligencia se había puesto en contacto con ellas para ofrecerles pasar a formar parte del Programa Especial de Protección de Mujeres Testigos, y tras una no muy larga reflexión y ante el peligro que tanto ellas como sus familias podían correr al enfrentarse a una poderosa organización de espionaje, aceptaron el formar parte de este programa.

Martina se giró sobre los impresionantes tacones de doce centímetros asegurados con un pequeño candado en la correa que los mantenía abrochados alrededor de sus finos tobillos para ver la hora en gran reloj de pared de su habitación. Como casi nada dentro del programa, la elección de los zapatos, tampoco era fruto del capricho:  era una medida de seguridad, ya que,  para evitar posibles fugas, las mujeres que aceptaban acogerse al programa de protección, debían de vestir siempre altos tacones. La falda lápiz que le llegaba hasta los tobillos, aunque restringía su zancada hasta limitarla a unos pasos mínimos era una mejor opción que las medida de seguridad alternativas, que consistían en grilletes en sus tobillos, sin menoscabo de los tacones, o, el no vestir más que ropa interior que si bien era referida en el argot de “la casa” como “elegante”, ella, como  poco la calificaría de “picante”. Esta medida, aunque curiosa, estaba establecida por los psicólogos del servicio de inteligencia que, tras estudiar el comportamiento de varias testigos, llegaron a la conclusión que el riesgo de fuga en mujeres jóvenes e inmaduras era mucho menor si vestían prendas “socialmente poco aceptadas”.

Una blusa de manga sisa completaba su indumentaria junto con unos discretos pendientes y una cadena con colgante a juego que le ceñía el cuello.

En el reloj marcaban las dos y veinte, lo cual era una visión fabulosa ya que, desde el desayuno a las nueve se encontraba restringida en una estricta posición de “orante inverso”. Sus codos se encontraban atados juntos a su espalda y flexionados, de manera que las palmas de sus manos se encontraban la una contra la otra a la altura de su nuca. Esta posición es siempre dolorosa tras cierto tiempo, y pocas veces se consigue mantener los codos juntos y las manos inmovilizadas a tanta altura, lo normal, aun en las chicas más flexibles, es que los codos se encuentren atados a cierta distancia uno del otro, y las manos se encuentren por debajo de los omóplatos. Desgraciadamente para Martina, sus grandes cualificaciones en artes marciales, había llegado a ser medalla de oro en unas olimpiadas universitarias, obraban, en este caso, en su contra. Por un lado poseía más flexibilidad que una mujer de su edad “normal”, y por otro lado, sus dotes las convenían en una testigo sometida a medidas especiales, de manera que, por ejemplo respecto a su compañera de programa su bondage era, siempre, mucho más estricto y sometido a mayores controles.



 

A las dos y media, a tiempo para el almuerzo del mediodía, pensaba Martina, uno de los agentes llamaría a la puerta, le quitaría la enorme mordaza de bola roja que invadía su boca y que siempre estaba mucho más apretada de lo que sería necesario, y permitiría a sus brazos un descanso al cambiar su punitiva posición por otras restricciones más confortables a fin de permitirle bajar al comedor, y, aunque siempre bajo la atenta vigilancia de uno si no los dos agentes, mantener una pequeña charla con Aisha, con la cual, a fuerza de compartir unas circunstancias tan particulares, estaba forjando una sana amistad.

Frisaba ya la hora del almuerzo, cuando la mujer escuchó la conocida llamada en la puerta que, sin que el recién llegado esperara obtener ninguna respuesta, por otro lado imposible, se abrió a los pocos segundos. Era Patricia, la agente que junto con Carlos, o esos eran los nombres que habían dado, se encargaban de la protección, custodia y atención de las dos jóvenes. Era una mujer alta de pelo rubio que frisaba los cuarenta años y una constitución atlética que haría palidecer a muchas veinteañeras. Martina no sabía por qué, pero intuía que un fondo de sequedad se mantenía en el trato hacia ella, que, no obstante siempre había sido correcto dadas las circunstancias.

-          - Hola, Martina. Es hora de cambiarse. Túmbate boca abajo sobre la cama, ya sabes cómo.

Deseosa de poder disfrutar en  sus brazos de la relativa libertad de un bondage más  liviano la joven obedeció al instante.

Una vez se hubo tumbado, notó como Patricia deslizaba bajo su vientre un anchísimo cinturón de cuero que aseguró con un candado de acero a su espalda.

La agente, antes de empezar a deshacer los nudos que aseguraban los brazos de la mujer que yacía en la cama observó el aspecto general de los miembros, pese a que cada hora las testigos eran chequeadas, La cuerda demasiado fina y demasiado apretada como para poder haber sido confortable en algún caso, se enterraba profundamente en la carne de los brazos de Martina. Patricia pensó que mientras los hombros de la joven debían de estar viviendo una auténtica ordalía de dolor, sus manos y antebrazos hacía horas que debían de estar dormidos. A pesar de la severidad de las restricciones la circulación de aquella mujer joven no presentaba problemas, aunque, en esas posturas, las restricciones debían ser revisadas cada hora. La cautiva notó como su experta guardiana forcejeaba con los nudos de las cuerdas y notó como, milímetro a milímetro, sus codos se separaban muy despacio. Si bien el poder separar los codos que habían permanecido estrujados el uno contra el otro las últimas seis horas era siempre una alegría, era verdad que esa postura aumentaba mucho la tensión en la ligadura de sus muñecas que ya de por sí se clavaba en los pulsos de forma dolorosa, provocando que el alivio en sus omóplatos al sentir liberados sus codos corriera paralelo a las llamaradas de dolor que emanaban de sus muñecas, ahora sobretorturadas.

Una vez los brazos fueron liberados, Patricia hizo pasar unas esposas por una gran argolla que el cinturón de cuero presentaba en su parte frontal, y, al momento las muñecas de Martina se encontraban otra vez perfectamente asegurados, si bien en una posición más confortable. Mientras permanecía sentada en la cama, Martina notaba como los entumecidos nervios de sus brazos volvían a la vida, enviando oleadas de dolorosas punciones a su cerebro, ella sabía que, sus manos, entumecidas, tardarían horas en recuperar la sensibilidad, justo a tiempo para volver a afrontar una larga tarde de confinamiento cuando, tras la comida, otra estricta restricción sustituyera al liviano bondage del que ahora disfrutaba. Sus dedos, tumefactos, serían inútiles durante la comida, convirtiendo sus manos en poco más que en unas “patas de perro” que apenas le permitirían sostener los cubiertos con un mínimo de pericia.

Finalmente, la enorme mordaza que forzaba sus mandíbulas fue retirada de la boca de Martina. Poco a poco, ya que la enorme bola había forzado las mandíbulas de la chica hasta quedar firmemente encastrada tras sus blancos dientes, y con la ayuda de Patricia sin la cual aquella cruel bola jamás podría haber sido expulsada, la mordaza volvió a forzar las mandíbulas de la joven, aunque esta vez para recorrer un camino inverso al realizado aquella mañana. Tras horas de dolorosísima distensión Martina tardaría varios minutos en poder cerrar sus mandíbulas de cuya articulación hacía varias horas que irradiaban pulsiones de dolor que recorrían todos los músculos de su cráneo. Un hilo de saliva enorme se desprendía del labio inferior.

Patricia tomo un cleenex y secó la baba que se deslizaba por el pequeño mentón y masajeó la torturada articulación con el fin de disipar el dolor y permitirle cerrar la boca. La marca que había dejado la correa en las comisuras de los labios era claramente visible, así como las marcas que, sobre sus mejillas había dejado la ajustadísima cincha. Aquí se debe explicar que, cuando una mordaza es grande, y esta era enorme, y se aprieta, y esta estaba apretadísima, la mordaza hace prominentes los carrillos, y al apretarse la correa, estos carrillos son aplastados a su vez  contra la dura bola de látex que los hace protruir. Esto unido a la indentación del cuero sobre las delicadas mucosas de las comisuras labiales y a la sed que devora y que sólo conocen las que durante horas han sido amordazadas, hace que, aparte de la privación de la facultad de hablar,- sin duda dentro de todas las posibilidades de bondage es lo que más indefensa hace sentir a una mujer-, la ordalía de ser amordazada sea algo muy digno de tener en cuenta.


 

-         -  ¿Quieres beber?

- Martina asintió y la agente acercó un vaso de agua con una pajita que la cautiva apuró de un trago.

-       - Patricia, estaba muy apretada. ¿De verdad es necesario?- Martina se pasaba la lengua por la superficie de sus labios que tras varias horas de yerma sequedad acababan de recibir el beso del agua.

-      - Sí. Y si se te ocurre otro comentario de marisabidilla sobre como tengo que mantener segura a una experta karateca, te aseguro que esa mordaza vuelve a tu boca justo después de que te cepilles los dientes.

Martina bajó la mirada y selló sus labios, sabía, por propia experiencia que la agente Patricia, o Morticia como la llamaba Aisha, no amenazaba en balde.

Cuando bajaron al comedor, la mesa estaba puesta, y Aisha, vestida con unos apretados vaqueros y una camiseta sin mangas de color azul marino que dejaba a la vista el bonito zafiro que adornaba su ombligo, esperaba frente a su silla. La marca de la mordaza era también caramente visibles sobre su boca.

Al verse, las dos chicas se sonrieron.

-        -  ¿Qué tal, Aisha?

-       -   Bien…. Ya sabes…. Toda la mañana de compras. – Las dos chicas rieron e incluso los dos estrictos agentes sonrieron ante la ocurrencia de la joven.

-       -   Yo… esa puñetera mordaza estaba tan apretada que me dolía hasta la cabeza.

-      -    Ya… es una lata, pero bueno, es el protocolo… Hoy… nos hemos portado bien…. – dijo Aisha elevando la voz para que los dos agentes que ultimaban los platos en la cocina pudieran oírla-, ¿Nos vais a dejar ir a la piscina por la tarde?

Carlos miró condescendiente a las chicas. Él, divorciado, tenía también una chiquilla  un poco menor que ellas y que ese año entraría en el último año de instituto. Vivía con su madre en  California.

-        -  Sólo si os lo coméis todo – sonrió el agente sin levantar la vista de su tarea en la cocina-.

Patricia miró con desaprobación a su compañero, aunque él era un agente muy cualificado y superior a ella en el escalafón, a veces sentía que, especialmente si las testigos eran jóvenes y bonitas, se olvidaba un poco del rigor profesional, “Problemas de trabajar con hombres”, pensó para sí.

Una comida cuando dos de sus comensales se encuentran con sus manos esposadas a su cintura es un acto que se puede prolongar mucho en el tiempo, y ya eran casi las cuatro cuando las chicas terminaron las fresas que constituían el postre. Aunque las comidas eran un momento de distensión y las charlas podían llegar a ser muy agradables, el protocolo de higiene, como todos los del Programa de Protección de Testigos, era muy estricto y las dos chicas debieron acudir al cuarto de baño para su higiene dental.

Para ello, y ante la mirada impertérrita de Patricia, una muñeca era liberada de su restricción y con esa mano la chica podía cepillarse los dientes y resto de actividades de higiene que estimara. No era raro que aprovecharan también para aliviar sus vejigas ya que, pasar la tarde sometida a un estricto bondage y firmemente amordazada no era la mejor de las situaciones para afrontar una situación sobrevenida.

Tras veinte minutos dentro del baño, las dos muchachas volvieron a ser esposadas de ambas manos y acompañadas al salón donde Carlos terminaba de ver el noticiario en la televisión.

-          -Qué queréis, ¿ ir a la piscina?

Las dos chicas asintieron con vehemencia.

-          Patricia, acompaña a las chicas y que se pongan el biquini, esta tarde, como han sido buenas chicas se han ganado que las custodiemos mientras disfrutan un poco de las comodidades de la villa.

Al poco las tres chicas estaban de vuelta al salón, con las muñecas todavía esposadas al ancho cinturón de cuero marrón que ceñía su cintura y caminando sobre los altos tacones que realzaban sus esbeltas figuras. Carlos permanecía en la misma posición, viendo los deportes, si bien, sobre la mesa que se encontraba frente a la señorial chimenea que presidía el salón se encontraban los odiados monoguantes y dos mordazas de aro cuyas futuras destinatarias no dejaban lugar a la duda. Una pequeña rebelión iba a tener lugar…

- No, jobá… los monoguantes no- decía Aisha tratando de poner su mejor carita de pena.

- Queremos tomar el Sol, y esas mierdas son muy apretadas, y además, cuando estás en la tumbona no sabes cómo poner los brazos. Y dan calor…

- Y nos van a dejar marca de bronceado…. – terció Martina percibiendo una guardia un poco baja en Carlos-

Patricia asintió ante el último razonamiento.

-      -    Jefe, podemos usar esposas, no van a dejar marca, y, además se podrán meter en la piscina…. Si se lo ganan.

Las dos cautivas ante la irrupción de la inesperada aliada inquirieron  con mirada expectante a Carlos, que sonriendo meneaba la cabeza.

-        -  Bueeeeeeno…. Sois unas caprichosas…. las tres….. hágase.

El agente se levantó y del armario donde se guardaban las restricciones regresó con varios pares de esposas. Patricia observó que, en su elección, la seguridad quedaba garantizada, ya que las muñecas de Martina serían aseguradas por unas esposas en “8” de estilo irlandés, y los brazos serían inmovilizados con unos grilletes “bagno” que sujetaban los codos inmovilizándolos apretando el uno contra el otro.




 

Aisha, considerada como menos de custodia menos exigente , sería asegurada con dos pares de esposas convencionales en muñecas y codos.

Las dos chicas, que ya no eran ajenas al mundo de las restricciones, no pudieron más que lamentarse de una elección tan segura como estricta y, aunque habían logrado la victoria de haber podido evitar el monoguante, esa tarde tampoco se iban a sentir libres como el viento.

Con destreza, en un par de minutos las dos chicas ya lucían su nuevo bondage, que mantenía sus brazos inmóviles, pegados el uno contra al otro y apretados contra el centro de la espalda. El abrazo del metal que llevaba los omóplatos hacia atrás lograba también que el busto se mostrara de forma más prominente, lo que, bajo la sutil tela de los bikinis, era sin duda un detalle que Carlos apreciaba.






Carlos cogió las mordazas de la mesa.

-      - ¿Vais a amordazarnos?  Es muy temprano… por favooooor….

-     -  Si sois buenas, será solo un rato, pero, también tengo derecho a un momentito de calma después de comer, y no quiero que me lo estropeéis poniéndoos las tres a criticar…

Los dos agentes, sonriendo, amordazaron a las chicas que con un mohín habían abierto las bocas para acoger aquellos gigantescos anillos que, tras forzar sus mandíbulas, fueron firmemente apretadas por sus correas quedando abrochadas en las hebillas de sus nucas. 

Una última revisión a todas las restriccionesy aquella curiosa e improbable familia salió hacia el jardín, donde la lujosa terraza con piscina iba a ser el lugar donde iban a disfrutar de aquella bonita tarde de Julio.