El joven y la profesora desobediente

  Con 31 años, pese a que las pecas de su cara le confirieran un aspecto más aniñado, haber ganado una plaza como catedrática de instituto e...

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martes, 20 de septiembre de 2022

Introspecciones de una noche de verano.

 


Liliana era una niña del Enclave. Nacida y criada en Punta Esperanza nunca había conocido más vida que la permanente y amorosa restricción de sus grilletes. Jamás había sido humillada ni sometida a privaciones como las mujeres de las tribus externas ni tampoco había experimentado las turbadoras historias de mujeres sin restricciones y autonomía que contaban las más ancianas, siempre desde que había abandonada la infancia y se había convertido en una mujer, se había sentido respetada, querida, valorada y confinada.

 

La luz era tenue, proveniente de una lámpara de pie y atenuada, sin duda para conseguir ese punto de complicidad que se logra cuando las tinieblas tienen una pugna de tú a tú con la claridad, por una camiseta masculina dispuesta sobre la tulipa. Ella, inmovilizada en su “cubo” veía a un hombre, su hombre, dormir en la cama con la sábana cubriéndole apenas una ingle y dejando entrever un para ella incomparablemente seductor e incitante vello púbico.

 

Los cubos eran unos dispositivos que se habían vuelto muy populares en las viviendas del enclave. No era más que un armazón de tubos de acero de forma cúbica en el que a modo de juego de construcciones se podían poner en las más diversas posiciones más tubos con sus correspondientes punto de anclaje para restricciones, o almohadillas de apoyo, separadores y en definitiva cualquier elemento que posibilitaba inmovilizar a una mujer en las más imaginativas posiciones y que todas ellas resultaran innegablemente seguras.

 

A excepción del liguero del cual, merced a la frenética actividad previa, se habían liberado las medias que lucían con la blonda semienrollada a la altura de la articulación de la rodilla, se encontraba completamente desnuda. Ella no era ajena a su posición, extremadamente vulnerable. A ella le recordaba a la postura que había visto en las viejas películas del Antiguo Mundo y con la que hacía más de cien años los mahometanos se postraban para orar, con la salvedad de que sus piernas, apoyadas sobre unos soportes acolchados, eran mantenidas muy separadas por los grilletes que inmovilizaban sus tobillos.

 

Una barra de acero, almohadillada, había sido fijada en horizontal bajo su cintura, era la causante de que debiera mantenerse en esa posición, obligándola a mantener su trasero innaturalmente elevado, y dejando la aun fragante, húmeda y palpitante entrada de su sexo como una mera ofrenda que al ardiente hambre de su macho pudiera reclamar cuando estimase.

 

Su cabeza reposaba sobre a otro soporte almohadillado, mientras  una cadena fijada su collar evitaba que pudiera separar su cara de aquel, permitiéndole unicamente, y no sin cierto esfuerzo, alternar las mejillas sobre las que descansaba su rostro y apartar los bucles rubios de su media melena que insistían en hacerle mil travesuras, como sabedores que su indefensa propietaria poco podía hacer por evitarlo;  cuando no hacían insoportables cosquillas en la aleta de la nariz, caían sobre sus ojos o parecían esperar a los pequeños suspiros para adherirse a los labios de los que sus inmovilizadas manos no podían separarlos.

A ambos lados del soporte de la cabeza había dos dispositivos similares, pero más largos y mucho más finos, destinados a apoyar sus antebrazos, desde el codo hasta las muñecas. Las esposas que mantenían sus muñecas fijas al final de estos dispositivos y dos correas que apretaban los brazos contra la mullida superficie hacían que le fuera imposible variar lo más mínimo la posición en la que había sido inmovilizada unas horas antes.

 


Liliana resopló con el cuidado necesario para evitar las chiquilladas de su cabello, ella sabía que los cubos no estaban primordialmente diseñados para que una chica estuviera cómoda, sino para mantenerla segura, pero, pensaba, sin duda un poco de retroalimentación de las clientas serviría para mejorar ciertos detalles de ergonomía.

 

Sin más apoyo que su moflete aplastado contra su almohadilla y los brazos demasiado apretados contra sus soportes como para estar cómoda, debía elegir entre hacer un esfuerzo y sostener su peso sobre sus antebrazos o, cada vez que se relajaba, sentir como la barra de acero bajo su vientre, que le obligaba espalda arqueada en ese tan sexual como antinatural escorzo, se clavaba en la bien torneada pero sensible musculatura de su abdomen. El ayudarse de su cuello y carrillos para apoyarse sería un error de novata que, desde luego, no estaba dispuesta a cometer.

 

Aunque las restricciones tampoco se lo permitirían, Liliana permanecía inmóvil, sin afanarse en obtener los escasos milímetros de libertad que le podrían dar sus cortas cadenas, las razones eran varias.  Con treinta y cinco años, ya no era una niña, y ni ella ni Aristóteles, que seguía durmiendo plácidamente, habían sido capaces de concebir. Inmovilizada en esa posición notaba como la gravedad ayudaba a la cálida simiente que su compañero había depositado en la suave profundidad de su vientre femenino, y podía sentir como esta ardiente colada se deslizaba cada vez más hondo en su ser, en la búsqueda del milagro de la vida.

Junto al punzante anhelo de la maternidad, la otra razón por la que no se atrevía a rebelarse de forma virulenta contra sus restricciones era ver la manera placida en la que Aristóteles yacía, descanso que turbaría el metálico tintineo de sus restricciones si decidía batirse en duelo con ellas. Liliana debía reconocerse que  no solo era por él, por más que lo amara, lo que la mantenía sumisamente inmóvil. Su ego de amante se veía reconfortado con el hecho de que su amor descansara, satisfecho, en ese momento. Quieta, callada, contemplando los bien esculpidos músculos de su amante, recordaba como hacía solo unos minutos, ambos habían llegado al orgasmo, y revivirlo en su mente era algo que, a juzgar por el calor que surgió de forma súbita en la parte baja de su vientre, no solo debía estar ruborizando sus mofletes. Sonrió mientras recreaba mentalmente la forma en que su vientre había retenido dentro de sí la virilidad de su hombre que poco a poco se venía a menos después de desbordarse en el rosado valle de sus entrañas. Liliana disfrutaba y se abstraía de su pequeña ordalía, mientras su mente le hacía volver a sentir como las paredes de su vagina se afanaban en retener la menguante carne de su hombre, forzándolo a continuar formando con ella un solo ser, enamorado y completo. El tomar así a su hombre era, para ella,  una forma de dulce resarcimiento por el gentil pero firme control que los hombres siempre ejercían sobre ella. Liliana, como casi todas, aceptaba el permanecer sometida a aquellas cadenas que, al fin y al cabo, aunque restrictivas, sabía que eran por su seguridad, pero, si su hombres podía usar sus brazos y manos para rodearla, entonces, ella usaría su vientre, -el verdadero hogar de una pareja-, para abrazarlo y que él se sintiera tan amado como ella cuando los vigorosos brazos de él la sujetaban y notaba como sus masculinos dedos jugueteaban con su ombligo bajo la blusa. Era duro estar condenada a recibir amor, pensaba, mientras ella, debía tragar el suyo.

 

Aiko se despertó. Junto a esa pequeña mujer de rasgos orientales dormitaba Alex, su marido y que al igual que ella daba clases en el Instituto de Ciencias Experimentales. Se encontraba agitada, apenas recordaba nada del sueño perturbador que acababa de tener, pero la tibia humedad que sentía en la braguita bajo el pantalón de su ajustado pijama de verano era indicador de lo que su cuerpo anhelaba en ese momento; sus entrañas suplicaban porque Alex se despertara y tomara como presa su cuerpo suplicante de masculinidad, lo que, lamentablemente para ella, no pareciera que fuera a ocurrir observando la pausada respiración del hombre.




Las manos esposadas cada una a un lateral de un cómodo aunque inexpugnable cinturón de acero que rodeaba la cintura tampoco le conferían más oportunidad que rozar de forma inofensiva el elástico de su braguita sin que eso disminuyera, más bien corría el riesgo de incrementar, el empuje del volcán de deseo que la consumía por dentro.

 

Aiko, casi convertida en estatua, mirando al techo, trató de deslizar su mano derecha, tanto como el rígido metal le permitiera, para acariciar la de su compañero que, en el silencio de aquella noche de verano en el Enclave, dormía a pierna suelta. Se esforzó, pero su brazo no consiguió ganarle un milímetro a la cadena que unía el grillete de su muñeca a la cintura, aun al precio de que el acero se clavase lacerandole la piel de sus pulsos.

 

Era injusto, pensó, solo anhelaba tocarlo. Tocarlo.

Aiko, si algo echaba de menos en su vida era la perdida capacidad de poder tocar y sin duda era lo que más echaba de menos su infancia cuando era libre de aferrar, de coger, simplemente de palpar una textura, de buscar un algo y no ser siempre quien deseaba ser encontrada. Le entristecía pensar que en aras de la seguridad había tenido que renunciar a placeres como acariciar la cabeza de una niña de suave cabello perfumado, o incluso, que un perro le dedicara un meneo de cola en agradecimiento por una buena rascada de orejas. El ser privada de ser sujeto activo en cualquier contacto, el tener que ser siempre la acariciada, la abrazada, la sujetada, era algo a lo que jamás se había acostumbrado, aunque, incluso a sus oídos, podía sonar como una inmadurez propia de una adolescente boba.

Tener aquellos anhelos la hacían sentir un poco culpable ya que, como se les explicaba en la escuela, aquellos grilletes eran por su propio bien, y sabía que debía estar agradecida por ellos, y, sin embargo, a veces los maldecía. Aquellos sentimientos, aunque se podían leer en algunas obras literarias editadas en el Enclave desde que se había retomado la manufactura de papel, no eran algo de lo que las chicas decentes  del Enclave les gustara hablar, ni siquiera entre ellas, ya que era considerado una forma de pensar extremadamente egoísta por parte de cualquiera que lo expresara. Aquellas cadenas y la permanente restricción eran lo que las mantenía seguras y lo que les daba aquella enorme libertad que disfrutaban las habitantes de Punta Esperanza, una libertad casi plena, libertad para todo menos de hacer nada por ellas mismas.

Dentro de las limitaciones obvias, Aiko siempre se había considerado una mujer activa en su vida de pareja, y últimamente le excitaba  fantasear sobre el último cotilleo que circulaba por los edificios de mujeres solteras de la ciudad y que sus compañeras en el instituto, se habían hecho eco. Al parecer, según contaban las chicas, entre las clases más pudientes, se había puesto de moda mantener relaciones sexuales con la mujer libre de toda restricción. Aiko se imaginaba como podía ser estar libre para acariciar a su macho mientras ella cabalgaba, empalada sobre él. Como conversar era uno de los entretenimientos más sencillos para ellas, las mujeres del Enclave tenían fama de ser unas conversadoras infatigables, y por supuesto no faltaban nombres en la picota sobre chicas, generalmente de buenas familias que, se rumoreaba, practicaban esta variante de sexo tan salvaje. Ella sentía una sana envidia cuando las veía, por la calle o la universidad con unos grilletes tanto o más restrictivos que los suyos, sabedora de que, cuando las luces se apagaran podrían convertirse en indómitas amazonas en un desafiante pie de igualdad con sus amantes. Se imaginaba como sería aquello en ese momento, hincada de rodillas entre las piernas de su compañero y este agarrándola del pelo obligándola a cumplir su voluntad, demostrando que él no necesitaba acero para domesticar a su voluntad a su indómita potrilla.

Aiko, despertó de su ensoñación, y  se dio cuenta que, con estos pensamientos, sus muslos habían comenzado a frotarse rítmicamente, tratando, en vano, de hacerle sentir alguna sensación en su sexo, tan hambriento como huérfano de atenciones en esos ardientes momentos.

Trató, inútilmente,  de relajarse de nuevo. Ella, pensó,  en ese momento no habría pedido tanto, y, es más, pensándolo fríamente, probablemente se hubiera sentido incómoda sin sentir el abrazo del acero sometiéndola, de alguna manera, pero, si tan solo estas cadenas fueran un poco más largas, sin duda enterraría la cabeza entre los fuertes muslos de su amante, hasta hacerlo morir de amor en lo más profundo de su garganta.

Aiko, no volvería a dormirse en toda la noche, solo deseaba que su hombre se despertara con el suficiente margen y así poder ella desayunar bajo las sábanas y el lucir una sonrisa en la primera clase de la mañana.




 

Roxana se despertó, el radiorreloj de su mesilla marcaba las cinco y dos minutos de la mañana y aun todo era silencio en las calles. En la emisora que estaba sintonizada y con la que se había quedado dormida, emitían un informativo horario. Según indicaba la locutora, la policía había descubierto un asentamiento de exploradores de los salvajes junto a la frontera Sur del Enclave. En él, -continuaba la información-, habían encontrado los cuerpos de dos niñas de entre diez y once años. Sin una utilidad reproductiva, explicaba, los salvajes las habían dejado allí, atadas, hasta que finalmente fallecieron por hambre y deshidratación.

Roxana quedó consternada por la brutal crueldad de aquellos salvajes que despreciaban todo de las mujeres salvo sus úteros. Roxana estaba conmocionada por el brutal suceso y no podía dejar de pensar en las pobres niñas tan sádica como gratuitamente sacrificadas. Sabía que no podría dormir en un rato mientras su psique digería la truculencia descarnada de la noticia.

Mientras su mente se aplicaba en asimilar tanta maldad, se acomodó sobre su costado y deslizó sus pies desnudos por la suavidad de la sábana bajera de su cama algo que, desde niña la relajaba. Al tiempo que con sus brazos comprobó la firmeza de los grilletes de sus muñecas  unidos por una corta cadena al collar de acero cerrado por un pequeño candado que de forma bastante ajustada rodeaba la parte baja de su cuello. La seguridad inquebrantable de sus cadenas la reconfortó. Eran afortunadas, sabía que frente a todas aquellas mujeres que sufrían la barbarie del páramo, ella era muy afortunada por pertenecer a aquella sociedad que había hecho del bienestar y seguridad de sus mujeres, el eje mismo de su supervivencia..

sábado, 19 de febrero de 2022

El Enclave. Las cadenas hacían mujeres libres. Dicotomía.

 


 

Sobre la cama de matrimonio y apenas iluminada por la luz que proyectaba una lamparita de noche apantallada con una camiseta, Alicia descansaba sobre su costado, recuperándose tras haber cabalgado a lomos de la pequeña muerte. Torpemente trataba, sin perder su cómoda postura, de taparse los pies con el edredón que apenas cubría una estrecha franja del colchón.

Arrodillado tras ella, un hombre atlético al que las canas aportaban cierto aspecto de intelectual , la besába en los hombros descubierto salvo por los delicados tirantes del corto camisón.

-“Anda, tápame los pies”, por el tono se percibía que ella finalmente se había cansado del torpe e infructuoso ballet de estos con la colcha que no había reportado ningún beneficio sustancial.

-“Qué pasa perezosa, ¿Que no puedes tú?”, contestó el hombre con sonrisa burlona.

Ella abrió un ojo.”Sabes que no, idiota”, al tiempo que bajaba sus manos tensando la corta cadena que enganchaba sus esposas a una de las múltiples anillas que tenía el cabecero de la cama.

En un súbito arranque de energía el hombre, subió el cobertor hasta las rodillas de su indolente compañera, y, con agilidad felina, la giró y se encaramó sobre ella, arrodillándose y manteniendo el pequeño abdomen de ella entre sus piernas.

-“Pues lo puedo hacer peor”, dijo el hombre entre risas tirando con su mano de la cadena que la sujetaba a la cama hasta hacer que sus manos quedaran sobre la almohada y mostrando sugerentemente las sedosas axilas.

-Forzada a abandonar la comodidad de la posición en la que descansaba, lo miró poniendo ojos de fingida indignación, “Abusón”.

Jaques no pudo evitar la carcajada cuando rodó hacia un lado quejándose teatralmente del bocado que su amante acababa de darle en el brazo.

- “¡Me has mordido!”

-”Pues claro, no puedo hacer otra cosa”, la naturalidad y cara de niña buena mientras respondía, buscaban, de manera indudable el mover a su contraparte a una réplica ingeniosa.

-”Me moriré.... ¡Convertido en zombie!”,la bobada de la noche fue el prolegómeno, antes de que una andanada de sus famosos “mordisquitos de la risa” se desatara sobre la delicada piel de las caderas de ella.

-“Que no, que no te mueres.... que te olvidas que soy médico”, Alicia apenas podía vocalizar entre las risa histérica que le estaban produciendo las cosquillas.

El hombre disfrutó unos instantes atormentando cariñosamente al cuerpo femenino que tenía, suave y calentito, bajo él. Finalmente, tras un instante, las chanzas de adolescente dieron paso a caricias y besos más serenos, era evidente que él trataba de enlazar con un momento de cierta solemnidad.

-“Alicia, mi sol, -un gruñidito de la mujer que estaba perdida en el sereno placer al que la trasladaban los besos en la nuca, fue toda señal de que él tenía su atención-, estoy preocupado por lo de mañana”.

Ella encendió la luz de la lámpara del techo y se incorporó.

-Tranquilo, no es la primera vez que salgo y, si has hecho bien las cosas esta noche, puede que sea la última, sabes que no se permite salir ni a gestantes ni a mamás.

Un casto beso en los labios y una caricia de sus manos esposadas en la mejilla fue lo último que vio antes de que ella apagara la luz y se girara para dormir.




 


Hacía frío y el olor a humedad y orines inundaba la oscura estancia en el que seis mujeres sucias y desnudas tiritaban tratando, pegando sus cuerpos, de conseguir algo de calor. Si hubieran tenido capacidad de habla, hubieran tratado de darse ánimos, pero, el lenguaje, era ajeno a ellas y su única forma de relación era el contacto físico y el balbuceo de algunas palabras aleatorias por parte de las más inteligentes de ellas. Si hubieran tenido conocimiento de la medida del tiempo, habrían reflexionado sobre las numerosas horas que llevaban encerradas a oscuras en aquella lóbrega mazmorra, pero era algo que tampoco tenían.

Eran mujeres tribales y lo único que tenían era hambre, frío y miedo, la única buena noticia, y solo relativa si fueran conscientes del color amoratado que habían adquirido sus extremidades, era que el dolor que producían en sus extremidades las crueles cuerdas que se clavaban en su carne había desaparecido dando paso a un hormigueo, incómodo pero más soportable.

Aunque incapaces de compartirlo entre ellas, todas se habían dado cuenta que ya no se oían los gritos, sacudidas y explosiones que las habían acompañado desde que los amos las encerraran en esa dependencia subterránea.

El tiempo permaneció detenido en las tinieblas en un marasmo sólo rasgado por los lamentos de las mujeres. No fue hasta que percibieron el rechinar de los gruesos goznes de las sucesivas puertas de acero que jalonaban el corredor de acceso a la sala cuando se acallaron los lastimeros quejidos de las desdichadas cautivas y el tiempo volvió a transcurrir. Las seis mujeres se agitaron entre el el deseo de que los amos las liberaran de su penosa situación y el temor que les profesaban sabedoras que su liberación supondría el inicio de una nueva ordalía.

Las esclavas se retorcieron en sus ataduras cuando, al abrirse la última puerta, unos haces de fulgurante luz blanca rasgaron las tinieblas cegando a las prisioneras cuyos ojos ya se habían aclimatado a la práctica oscuridad de la dependencia. Mientras sus pupilas se adaptaban a la claridad, algo, percibían,- estaba claro-, que no era como siempre, el sonido de las pisadas, el olor, las voces... No sonaban como los amos.


 

Cuando recuperaron la visión sus temores se confirmaron y, fueran quienes fueran, , aquellos extranjeros, no eran los amos.

El alférez Márquez, un gigantón de orígenes argentinos, fue el primero en entrar en la sala y alumbrar con su linterna táctica el desgarrador bodegón de carne y miseria que se mostraba ante él. Tras él , otros tres hombres entraron en la sala quedando mudos ante la visión dantesca de las seis desdichadas. Todos eran veteranos, pero había cosas a las que un habitante del Enclave, jamás se acababa de acostumbrar.

Las seis mujeres, acostumbradas a hacer del temor y el castigo su vida cotidiana, estaban más atemorizadas de lo que nunca habían estado en todas sus vidas y eso, desgraciadamente, era mucho decir. Incapaces de huir y ni siquiera de rogar por perdón, o clemencia, la fisiólogia acabó abriéndose paso y la más joven del grupo, que no contaría más de quince primaveras notó como, procedente de su compañera, un maloliente reguero de viscosidad marrón se escurría por su muslo. El cabo Kowalsky amagó con vomitar.

“Siempre era lo mismo, -pensó Márquez-, Pingüino, por favor, ve y avisa que hemos encontrado lo que buscábamos”. El rubicundo cabo se cuadró, y, sin quitarse la mano de la boca, se esfumó a cumplir la orden de su oficial.

A los pocos minutos otras cuatro figuras uniformadas y con cascos de combate, hicieron su entrada en la tétrica catacumba de hormigón, dos de los recién llegados eran enormes, y flanqueaban a dos soldados que, al contrario, destacaban por su escasa estatura relativa.

Nada más entrar en la sala, se hizo evidente para las estupefactas prisioneras, por la expresión corporal de los militares más altos, que los recien llegados tomaban las riendas de la situación, entendieron que, seguramente, serían los jefes. Finalmente, cuando los desconocidos de menor estatura se aproximaron al grupo de aterrorizadas mujeres tribales el temor de estas dio paso a la estupefacción, cuando, al agacharse, se quitaron los cascos y una larga trenza y una coleta se hicieron visibles. Era mujeres, y, para su asombro, estaban vestidas, como los amos. Las pobres, en toda su vida, jamás habían visto nada igual.

Mientras la desconocida que parecía tener más soltura se enganchaba el casco a un mosquetón que llevaba en el chaleco antibalas, las prisioneras repararon en que, las dos mujeres que se mostraban ante ellas también se encontraban sometidas a restricciones, si bien los bruñidos grilletes que unían las muñecas con el cuello de las extranjeras se veían que, aunque de una factura de calidad, estaban tan diseñados para resultar seguros como para la comodidad de las portadoras. Desde luego, pensaron, les gustaría tener de esos en vez de las ásperas y finas cuerdas de cáñamo que se clavaban en la piel hasta quedar esta, a veces, en carne viva.

La mujer de la trenza, aun en cuclillas, giró la cabeza hacia Márquez: “Miguel, por favor, manda a alguien que mire bien esta pocilga, por si hubiera alguna entrada, u otras chicas, o algo. No quiero sustos”.

El alférez miró a su sargento y este sólo tuvo que designar al binomio. Todos los presentes habían oído a la mujer y no hizo falta que el suboficial repitiera las órdenes. La comandante era médico en el hospital militar de Punta Esperanza, y, tras haber devuelto a la vida a muchos compañeros “rotos”, el alférez Márquez y el resto de componentes de la Unidad de Reconocimiento tenían auténtica devoción por la, -“su”-, doctora.

Solo tras el advenimiento de la Democracia al Enclave, se había autorizado a las chicas a acceder al Cuerpo de Sanidad de las Fuerzas Armadas. Aunque apenas tenían cinco años en el cuerpo, la mujeres se habían hecho acreedoras de un merecidísmo prestigio. Al contrario que sus compañeros varones, los cuales eran, además, muchos menos en esta rama militar, las féminas no servían como oficiales médicos o enfermeros en las unidades, sino que sólo servían en los hospitales militares dentro del Enclave. Al estar destinadas en servicios donde se podían permitir no sólo el estudio, sino también la investigación, a parte de servir de colector de los casos y heridos más graves, normalmente su cualificación técnica era muy superior a la de sus compañeros hombres de primera línea, y no era raro que, en sus guardias tuvieran que atender llamadas de radio pidiendo asesoramiento desde los hospitales de campaña.


 

No fue necesario que tuvieran conocimiento de la enorme cualificación médica de la comandante para causar auténtico pasmo a las mujeres tribales, ni tampoco fue el hecho de que, desde hacía unos meses estas eran en turno rotatorio las únicas mujeres que podían abandonar el Enclave para servir en operaciones como la que estaba teniendo lugar. Para las cautivas, lo que les ocasionaba auténtico asombro es que ella, esa mujer, hablaba como los amos, y aun más que, tras hablar, los amos desconocidos no sólo no se habían reído y le habían pegado, como les pasaba a ellas si alguna era sorprendida repitiendo alguna palabra de la que probablemente desconociera el significado, sino que habían hecho cosas que , seguramente, les había indicado, en definitiva, como si ella, en realidad, también fuera un amo.

La mujer de la trenza se giró hacia su compañera, “Raquel, vamos a ver como están, ya veremos si pueden salir caminando”.

-“Sé que no me entendéis, soy la comandante Alicia Hsu, y ella la Teniente Raquel Rusu. Os vamos a echar un vistazo”, aunque sabía que no la entendían, -los tribales hablaban una versión muy degenerada del ruso del Antiguo Mundo que normalmente se hablaba en Punta Esperanza-, Alicia trató de poner su cara de mayor serenidad.

Su compañera, era una joven doctora, licenciada hacía apenas dieciocho meses y jamás se había subido en un helicóptero. En realidad nunca había salido del Enclave. Raquel era arquetipo de la “niña del Enclave” y como tal nunca había vivido muchas peripecias. En Punta Esperanza, la vida de las chicas era cómoda, segura y plácida, - podría decirse que toda la esencia del pequeño estado giraba en torno a asegurar la seguridad de las mujeres, desde las cadenas que las mantenían tan seguras hasta el sistema social-, aunque, en ocasiones, no demasiado excitante. Ella, en puridad nunca se había alejado más de casa de sus padres que los 700 metros que separaban esta del pequeño apartamento que tenía en uno de los mejores edificios para jóvenes solteras de Punta Esperanza. Podría decirse que, en cierto modo, era la que mejor entendía lo que podía estar pasando por la cabeza de las pobres mujeres que ella y su compañera se afanaban en atender. Podría decirse que lo que estaba sucediendo era tan nuevo para ella como para las desdichadas que tenían delante.

-”Madre mía, mira, chica, fíjate en como tienen los brazos”.

Raquel miró hacia los brazos extremadamente delgados de una chica de ojos asustados y el pelo corto y enmarañado típico de las esclavas tribales.

-”¡Dios bendito! Un rato más y hablamos de isquemia”

-”Estos hijos de puta son incapaces de fabricar restricciones como las nuestras, y las atan con las muñecas cruzadas, luego les atan los codos, -Alicia, señalaba el diseño de las ligaduras de las chicas-, aunque con las muñecas cruzadas nunca pueden llegar a juntar los codos como nosotras con nuestras restricciones, esto pone muchísima presión sobre los brazos, sobretodo por que siempre usan cuerdas muy finas, buscan que les duela, para que no luchen”.

Raquel que como todas las chicas del Enclave era muy pudorosa con los exabruptos, había entendido el porqué del de su Cicerone tras oír la explicación, y, reconoció, su comandante tenía razón.

- “Hijos de puta”...

Una tras otra las seis mujeres fueron examinadas por las médicos, las cuales, a su vez cortaban las cuerdas que inmovilizaban a las seis mujeres. Una vez cortadas las cuerdas las chicas experimentaban un alivio inmediato en la tensión sobre sus hombros y espaldas que se veía con la distensión de las muecas de dolor en la cara.

-”No te fies Raquel, dijo Alicia sin que la conversación la distrajera del trabajo, no sabemos como van a reaccionar, tenemos que ser rápidas, en nada les va a empezar un hormigueo y poco después, cuando la sangre empiece de nuevo a fluir por los brazos, van a sentir punzadas muy dolorosas, ayúdame”.

Las dos doctoras, tras reconocer a cada mujer sustituían las crueles sujeciones tribales por los grilletes básicos del Enclave ya que, no nunca se podía saber la reacción que podían tener estas mujeres al verse libres. Aunque el brillante acero del“8” irlandés mantenía las muñecas completamente pegadas e inmovilizadas a la espalda y las esposas en los codos mantenían los brazos prácticamente soldados e inermes, las recién liberadas mujeres tribales notaron que, por primera vez, sus cadenas no dolían. Al contrario que las cuerdas y las toscas cadenas que ellas conocían, los grilletes de las extranjeras no se clavaban en la carne. Eran restrictivos e insoslayables, pero indoloros. Se veía que su diseño y acabado buscaban la inmovilidad de su portadora, no su castigo, ni siquiera cuando, como comprobaron, se trataba de luchar contra ellos. A lo largo de la historia del Enclave los grilletes habían evolucionado hasta la casi perfección, no importaba lo que se luchara contra ellos, el acero siempre prevalecía, firme, seguro e incólume, pero nunca, -o rara vez-, dejaría rozaduras graves en la piel. Su comodidad parecía a alguna de las mujeres más insumisas casi un gesto de prepotencia de sus diseñadores, sabiendo que, incluso permitiendo estas luchas, la seguridad de sus aceros era muy superiore a cualquiera de los intentos que una chica, incluso la más peleona, pudiera realizar.





 

Tras revisar medicamente a sus extrañas pacientes, Alicia dio el visto bueno para que las mujeres recientemente liberadas pudieran ser ya evacuadas en dirección al Enclave. Como les habían explicado en e la reunión previo a la misión, no interesaba retrasar más el abandono de la zona del combate por una poderosa razón: a pesar de que en el arte de la guerra las fuerzas del Enclave eran posiblemente las mejores del mundo, no convenía pasar por alto que los tribales eran muchos más y que, aunque la mayor parte del tiempo se lo pasaban depredándose unas tribus a otras, últimamente era cada vez más habitual que se agruparan en confederaciones temporales constituyendo las llamadas hordas, que, en más de una ocasión, habían puesto en jaque a las fuerzas de Punta Esperanza. No era descabellado que una posible fuerza de auxilio, tal vez de gran entidad, se estuviera ya dirigiendo hacia donde se erigían los restos del campamento atacado, por lo que la velocidad era primordial en estas operaciones.

Antes de ser extraídas de su mazmorra los hombres del alférez Marquez vendaron los ojos de las cautivas a las que dirigieron hacia la improvisada zona de aterrizaje de helicópteros en el centro del devastado pueblo bárbaro. Los cadáveres de los guerreros tribales permanecían en las calles, -las bajas propias ya habían sido evacuadas en el constante ir y venir de helicópteros-, y Raquel entendió por que era buena idea el haber tapado los ojos a las mujeres que la seguían a ella y a Alicia en dirección al mastodóntico MIL-8 que las llevaría hasta Punta Esperanza.

Con una deferencia que se les antojaba extraña, la silenciosa procesión de mujeres fueron acomodadas en uno de los bancos de lona que recorría el lateral del gran helicóptero. Las dos médicos se sentaron frente a ellas. Una escuadra al mando de un cabo en labores de custodia completaba el pasaje del pájaro de metal.

Con destreza el piloto varió el colectivo y, con un aumento del ruido y las vibraciones, que no sólo aterrorizó a las ex-cautivas aunque fueran quienes más lo escenificasen, el helicóptero se elevó poniendo rumbo al Enclave finalizando la Operación Delta Echo 23.

Raquel contemplaba las ruinas jalonadas de vehículos de combate humeantes de lo que hasta esa mañana había sido uno de los centros de trata de mujeres más importantes entre los bárbaros de la región, recapacitaba que de la 23 misiones Delta Echo esta había sido la primera para ella.

El nombre Delta Echo había sido el elegido para estas operaciones no sin cierta guasa. La denominación venía por el discurso de la Primera Ministra del Enclave, Natalia Gagarina, defendiendo la necesidad de iniciar este tipo de incursiones ya que “El Enclave tenía el Deber Ético de rescatar de la barbarie a esas mujeres y el Deber Estratégico de privar de vientres a los reinos tribales con los que perpetuar su tiranía del dolor”. Esa misma tarde algún oficial de Estado Mayor particularmente zumbón o bajo los efectos de alguna copa propuso que Delta Echo sería un buen nombre, que seguro que a la primera ministra le gustaba, que, al fin y al cabo, dijo, el discurso había sido suyo.

Siendo la primera jefa de gobierno tras la llegada de la democracia, Gagarina, del partido tradicionalista, se había esforzado por reforzar la faceta femenina en ciertos campos, y dada la naturaleza de las misiones, insistió desde el primer momento en que estas misiones debían de contar con mujeres del Cuerpo de Sanidad. Aunque su decisión le valió numerosas críticas, las mujeres no podían, por ley, bajo ninguna circunstancia abandonar el Enclave, ( hasta ella misma delegaba en emisarios las ocasionales visitas a otros núcleos de civilización), se había visto que su orden de contar con presencia femenina había sido muy útil.



 

Las luces del Enclave sacaron a Alicia de la introspección en la que llevaba casi desde el momento del despegue. Como veterana, sabía que su trabajo aún no había terminado. La primera parada sería en el hospital, donde tendría que pasar aun unas horas de frenética actividad antes de poder regresar a casa a descansar.

Hacía un par de horas que el helicóptero había aterrizado, y ya era la hora de la cena cuando la veterana comandante vio que la tensión del día le estaba pasando factura a su joven compañera.

-“Raquelona... ¿Estás ahí?, le dijo Alicia tras el tercer intento de explicarle como se rellenaba determinado formulario, a su inusualmente espesa compañera.

-”Sí, perdona, creo que necesito un café”.

-”No, necesitas irte a casa. Pírate, termino yo, no hay nada que no te pueda explicar mañana”

Raquel miró a su compañera como si no acabara de creerse la oferta. Alicia captó la expresión.

-Que sí, que te largues, además, para mi, seguramente sea la última vez.

Raquel sabía que su jefa y compañera estaba buscando quedarse embarazada, por lo que entendió el significado del para otros oñidos críptico comentario. En ese momento la hasta entonces velada sonrisa de la joven médico floreció iluminándole la cara.

-Eres la mejor. Gracias.

Llovía ligeramente y ya había oscurecido cuando, tras bajarse del bus, Raquel entraba en el portal de su edificio.

Como todos los edificios destinados a mujeres solteras, en la planta baja nada más entrar se encontraba el cuarto de “Asistencia”. Estas dependencias eran unas oficinas bastante amplias donde las “asistentes” trabajaban en turnos, dando servicio a lo largo de las 24 horas. Estas mujeres se encargaban de toda la gestión de las necesidades del edificio y eran las responsables de que las residentes no salieran a la calle sin que sus grilletes fueran debidamente comprobados. Esa noche estaba de guardia Rosita, una simpática morena de hermosos rasgos amerindios.


 

Al verla entrar, le dedicó la mejor de sus sonrisas y la saludó con la mano. Como era habitual en las mujeres que se encontraban en su jornada laboral, Rosita se encontraba unicamente restringida con el típico cinturón de acero al que se estaban unidas las esposas de las muñecas con una cadena que le confería una libertad que, sin ponerla en peligro, le permitiera chequear las cadenas de las otras chicas e, incluso, ayudarlas con alguna prenda de ropa que, por vivir solas o por portar unos restricciones muy severas, no se pudieran colocar o abrochar solas.

-”Hola, cielo, le iba a preguntar por su aventura, -era evidente que un mujer abandonando el Enclave era todo un trending topic para el cotilleo-, pero se le ve cansada.... Le voy a dar una alegría, tiene a su “galán” en la casa, llegó sobre las siete”.

Los ojos de la joven brillaron cuando Rosita le dio la noticia. Diego y ella se conocían desde que eran unos críos. Su relación pasó de amistad a noviazgo de forma natural, sin necesidad de que ninguno dijera nada. Se amaban y aunque lo habían pensado, estaban tan cómodos el uno con el otro, que todavía no se habían decidido a pasar por el altar, pese a que ambas familias les encantaría recibir esa nueva.

Cuando el sensor de la puerta del apartamento detectó el colgante magnético de Raquel, esta se abrió automáticamente, - una sutileza muy útil cuando los brazos de la propietaria se encontraban, como era el caso, inmovilizados a la espalda por sendos pares de esposas en muñecas y codos-, permitiendo a la joven doctora entrar a su vivienda.

La suave luz ambiental y la tenue música le indicaron que alguien había estado preparando su llegada. Al oírla entrar, un hombre joven y sonrisa de enamorado salió de la cocina al encuentro de la recién llegada sujetando sendas copas de champagne. Raquel quiso decir algo, pero él fue más rápido, sin darle dio opción , apoyó las copas en el sobrio mueble del recibidor y la besó.

Mientras Diego la apretaba contra su pecho, Raquel disfrutó de la tranquilizadora seguridad que le brindaba sentirse cautiva del familiar acero que la inmovilizaba, de encontarse en la paz de su hogar y con el hombre al que amaba desde que era cría y, por primera vez ese día, se sintió a gusto. 



 

-”Vaya carita tienes... ¿Cansada?”

-“Mucho”, fue la lacónica respuesta de ella, que no escatimó afectación poniendo morritos de disgusto.

-”¿Vas a querer ducharte? ¿Cenar? ¿Ir a dormir?”

-”No, ya me duché en el hospi. Quiero cenar... y luego...

-”¿Y luego?” A Diego se le dibujó esa medio sonrisa pícara que a ella tanto le gustaba.

Raquel pegó la cara a la de su hombre y le susurró un casi inaudible deseo al oído: “Quiero que me encadenes. Como nunca. Quiero no poder ni arquear una ceja.” Raquel había cambiado el ritmo de respiración y se mordía el labio inferior con cierta excitación, como todas las mujeres del enclave sabía el vendaval que podían desatar en sus hombres con ese tipo de bravatas.

-”Suena bien,- dijo Diego rodeando a su chica y cogiéndole las manos que permanecían inmovilizadas por debajo de su cintura-. ¿Y luego?”

-”Pues luego pienso abrazarte hasta que nos quedemos dormidos”.

El joven lo miró extrañado, “Mmmmm, no me cuadra...”

-”El qué”, era evidente, por la entonación, que Raquel se estaba haciendo la boba.

-“Que si te encadeno como me pides, y ten por seguro que pienso hacerlo, - un golpecito con el dedo en la nariz de ella sirvió para darle rango de ley a sus intenciones-, no creo que vayas a poder abrazarme mucho”.

Raquel se ruborizó y bajó la mirada, “Soy una mujer, no necesito los brazos para abrazar como al hombre que amo. ”.


 

Sin duda había sido una de las declaraciones más bonitas que nunca había escuchado, y, Diego, se quebró; entonces fue él quien la abrazó con su brazos, -él solo era un hombre-, la estrechó contra su pecho, tan fuerte que pareciera que los corazones de ambos quisieran besarse.

martes, 15 de febrero de 2022

Aurora y su pequeño resarcimiento.

 


Aurora había sido una niña del enclave. Frisando los cuarenta años era demasiado joven como para haber conocido el mundo de antes del apocalipsis y todos sus recuerdos y vivencias se limitaban a la confinada pero segura vida de las mujeres de Punta Esperanza.

Habiendo sido una estudiante modelo, había hecho carrera hasta convertirse en la supervisora de la planta de agua potable de la ciudad-estado que en sus ya más de diez mil kilómetros cuadrados, tras la última campaña de conquista, albergaba más de cinco millones de almas, aunque en un futuro había pensado en poder iniciar una carrera política, de momento se contentaba con leer los datos sobre reservas hídricas del correo electrónico que acababa de recibir.

Cualquier observador habría reparado en la habilidad con la que manejaba el ratón y el teclado, sobretodo teniendo en cuenta que sus manos esposadas permanecían unidas al cinturón de acero que ceñía su cintura con una cadena de una longitud suficiente para desarrollar su trabajo, pero lejos de ser generosa. La capacidad de desenvolverse con gracilidad pese al acero que limitaba su movilidad en aras de la seguridad, era un  talento que, al igual que todas las mujeres del Enclave, había desarrollado al tener que practicar prácticamente todas las actividades de su día a día restringidas de una u otra manera.

Dentro de Punta Esperanza, como recordará el lector, existían varios niveles de seguridad y, normalmente, los centros de trabajo estaban catalogados como de Máxima Seguridad, por lo cual, Aurora y el resto de mujeres podían solicitar que las restricciones más severas que debían llevar en zonas de menor seguridad fueran sustituidas por otras que, pese a ser, también bastante estrictas les permitiera trabajar; es de señalar que, a ella al igual que a cualquier chica del Enclave ese “bastante estrictas” les sonaba a “libre como un pájaro”.

La mujer acabó de ver los gráficos, ordenó mentalmente lo que le iba a decir a su jefe, y se levantó. Mientras se dirigía hacia el despacho de su jefe, Aurora no hubiera desentonado en alguna revista de moda del Antiguo Mundo, si obviamos,evidentemente, los bruñidos grilletes que ceñían sus pulsos y cintura. Las mujeres del Enclave tenían a gala el mantener una gran sofisticación; este era un elemento más que las diferenciaba de las mujeres tribales que se habían convertido en meros objetos en el mundo exterior y que subsistían patéticamente animalizadas.


 

Max, el director de Suministro Público leía concentrado una serie de correos cuando la hermosa Aurora llamó a la puerta del despacho que permanecía abierta.

-          “Qué tal Aurora, iba a pasar a buscarte ahora, para ver si te apetecía tomar un café”, dijo el hombre levantando la vista hacia la imponente mujer que se alzaba sobre sus tacones igual que la escultura de una diosa griega se alzaría sobre su pedestal.

-          “Pues me parece que te voy a chafar ese café, creo que vamos a tener trabajo”, contestó la mujer de forma profesional pero innegablemente femenina.

-          “Toma asiento, y cuéntame”.

La ingeniera le comentó que, según los informes que acaba de recibir, las reservas de agua potable del Enclave estaban en un nivel peligrosamente bajo. La causa de ello era que una de las estaciones de depuración, la más externa al perímetro, había dejado de funcionar, probablemente por el corte de su línea de energía. Esto no era la primera vez que pasaba y podía deberse a varias causas, las más probables una avería, o que algún grupo tribal hubiera podido robar el cable y de esta manera interrumpir el trabajo de la planta.

-          “Tenemos los equipos de reparación ya desplegados en la planta de tratamiento de Polyarni, no nos será posible atender esto antes de mañana… ¿Nos llegarán las reservas hasta que podamos repararlo?”, preguntó Max, seguro de que la brillante ingeniera había sacado ya sus propios cálculos.

-          “Sí, pero para poco más”, fue la categórica respuesta de la mujer.

-          “Pues cursaré orden de que mañana la prioridad sea la planta de potabilización”, el director hizo ademán de que daba por concluida la breve reunión.

La mujer se levantó y se dirigió a la puerta, empezando ya a pensar en los miles de detalles que aún le restaban para coordinar las acciones de reparación del día siguiente.


 

-          “Aurora”, resonó la voz de Max antes de que su subordinada abandonara el despacho en la planta superior de un severo edificio de sobria arquitectura comunista.

La mujer se giró y entornó los ojos cuando distinguió el anillo de acero que su jefe había sacado de un cajón de su escritorio.

-          “No me odies, Auri, pero hasta mañana  vas a tener que llevar mordaza”

Como todas las chicas en Punta Esperanza, Aurora estaba familiarizada con las mordazas. Todas las mujeres habían tenido que llevarlas en algún que otro momento ya que era la manera más frecuente de sancionar determinadas faltas. Lasmujeres del Enclave disfrutaban de una libertad “plena  pero protegida”,esta  era la fórmula oficial, así su ejercicio de la cotidianeidad era eminentemente oral, la palabra tanto en su actividad como en su interacción ocupaba un papel central ya que su capacidad ejecutiva estaba, digásmolo así, bastante mermada, así,  evitar la verbalización como forma de sanción era una fórmula que se había  demostrado como mucho más eficaz que limitar otras libertades las cuales ya tenían bastante restringidas. Para Aurora, contemplar aquella pendulante pieza de acero en forma de “O” era una visión que, precisamente no la convertía en la mujer más feliz del mundo.

- “No, venga, Max, o sea, no fastidies. ¿Por qué?”

Max no mostró ninguna reacción por la pequeña revolución, por el otro lado muy rara en las mujeres del Enclave,

-“Aurora, lo último que queremos es que, de pronto, en las dependencias de solteras comience a extenderse el rumor de que nos vamos a morir de sed”, explicó el hombre tratando de ser lo más persuasivo posible.

- “Max, pero venga, me conoces, no hablaré con nadie, y lo sabes. Pensé que tenías algo de confianza en mí”.

Mientras Aurora hablaba, el hombre se situaba detrás de ella, era obvio que nada de lo que pudiera decir la mujer acabaría cambiando el hecho que, durante las próximas horas una mordaza de anillo sería el garante de su confidencialidad.

- “Abre mucho, Aurora”. Pese a su evidente enfado, la psicología de una chica de Punta Esperanza era reacia a desobedecer las indicaciones sobre seguridad que recibían de sus compañeros, así que, pese a su desacuerdo la mujer abrió la boca todo lo que pudo.

Max, con pericia, introdujo el anillo de metal horizontalmente para finalmente, con un giro de ambas muñecas, colocar el círculo de acero en vertical.


 

La mujer notó como, pese a tener a la boca todo lo abierta que podía, al ponerse la mordaza en posición esta forzó a abrirse un poco más a sus ya muy distendidos músculos de la mandíbula. “Genial”, pensó, dándose cuenta que la mordaza era de un diámetro un poco superior al que a ella le hubiera correspondido, no sólo por el sobreesfuerzo que se le había exigido a su maxilar, sino porque notó que el acero se clavaba de forma incómoda, que pronto comenzaría a ser dolorosa, en la sensible carne de detrás de sus dientes.

Aurora movió la lengua tratando de crear una imagen mental del intruso que forzaba su boca mientras él cerraba la correa de la mordaza sujetando un pequeño candado en una de las manos.

- “Perdona, Aurora ¿Prefieres la correa por debajo del pelo?”

Una leve inclinación de cabeza y un gruñido ininteligible fue la respuesta afirmativa de la mujer, tras la cual, el hombre reabrió la hebilla para, pasando el pelo por encima de la correa, volver a asegurarla, un punto más apretada que antes. El levantó la cara de Aurora asegurándose de que aunque tensa, la correa no realizara ninguna carnicería en la comisura de sus labios. Cuando se hubo cerciorado de la colocación de la mordaza, aseguró la hebilla con el pequeño candado.

Al oír el click, Aurora respiró profundamente.

- Auri, no te confundas. No tengo algo de confianza en ti… la tengo plena, pero, hemos jurado protegeros sobre todas las cosas, y sería profundamente egoísta e inapropiado el hacer descansar eso sobre tus hombros. Ya sabes, las restricciones existen para que podáis ser libres, sin responsabilidades, sencillamente seguras, no es justo que, aparte de cadenas, tuvieras que cargar con más cosas.



 

La psicología puede tener pasajes misteriosos, incluso, o más bien sobre todo, para la propia persona, y el oír a ese hombre hablarle de esa manera, había, no sólo desplazado el enfado, sino que la había hecho sentirse enormemente valorada. Aurora conocía a su jefe, y sabía que lo que acababa de decir no era gratuito, ni una fórmula para embaucarla. Ella apoyó su espalda contra el robusto pecho de él, permitiéndole aspirar la fragancia cítrica de su perfume que, en el Antiguo Mundo, sería propio de una mujer algo más joven, disfrutando del varonil olor a limpio que desprendía Max mientras, juguetona, acariciaba el fornido cuello con su sedosa melena castaña. Se habían cambiado las tornas y ahora, ella, completamente indefensa, coqueteaba con él de la misma manera que una gatita traviesa enreda con un ovillo de lana. La súbita acumulación de estímulos fue   demasiado para el hombre, recuerdos de pasadas intimidades juntos recorrieron su espina dorsal, y cogiéndola del cinturón de metal que ceñía su cintura la giró para besarla.

Aurora nunca pensó en si misma como una mojigata, y, de hecho, dentro de las limitaciones que imponía el pasarse la vida encadenada de una u otra manera, siempre había tratado de disfrutar de sus compañeros de la forma más activa posible, pero, en esa situación, con su boca forzada por la mordaza poco pudo hacer para evitar la no por deseada menos salvaje intrusión de la feroz lengua masculina. La suave virilidad recorría cada rincón de su boca, acariciando su paladar, sus carrillos mientras su lengua fingía una lucha que ni quería iniciar y mucho menos ganar , sin que ella, indefensa por el cruel intruso de metal pudiera hacer el mínimo ademán de resistencia. Una mujer hermosa y vibrante se abandonó al placer, sólo se dejó, no era mucho lo que podía hacer, salvo disfrutar del momento.

No llevó cuenta del tiempo que ambas lenguas juguetearon como dos adolescentes dentro de su boca, pero, pensaba, le pareció que el beso fue tan profundo que pareciera pretender besarle el alma. Finalmente tras unas tiernas caricias en las sienes de ella, ambas bocas se separaron.

Imposibilitada de tragar con normalidad, un borbotón de límpida saliva se deslizaba por la barbilla hasta caer como una catarata de sensualidad sobre su elegante escote, usualmente, cuando una mordaza la hacía babear se sentía muy estúpida, pero, en esa ocasión el lance la hizo sonreír.


 


 

-          “Déjame que te de un pañuelo, perdona”, dijo Max mientras le acercaba un pulcro pañuelo de tela.

Aurora cogió el pañuelo y emitió un sonido gutural.

-          Ohg ueo eae

-          No te entiendo, Auri

-          “Eh oh eh eoh”  

Este último intento de vocalización no había obtenido más resultado que una nueva catarata de saliva rebosara sobre el labio inferior de ella y ambos sonrieron ante el percance. Finalmente, Aurora, se alejó un paso hacia atrás y mostró a Max que era lo que trataba de decirle: aunque la cadena que unía sus esposas al cinturón era más que suficiente para permitirle trabajar, la longitud era demasiado corta como para evitar que pudiera secarse el escote con el pañuelo.

Max se sonrojó. Eran las pequeñas contrariedades del Enclave, un hombre podía encadenar o amordazar a una chica, pero, sin embargo, a la hora de recorrer un escote femenino podía surgir una inconveniente timidez.

-          Perdona, con tu permiso…


 

Aurora disfruto de esa sutil caricia a través de la sedosa tela del pañuelo y tuvo la impresión de que pese a la absoluta caballerosidad, había momentos en que esos dedos se entretenían más tiempo del estrictamente necesario y visitaban lugares no estrictamente necesarios. Se dijo que, mañana, ya sin mordaza, podía ser un buen momento para invitar a cenar a Max, cena que, por otro lado, le haría pagar, y, tras veinte horas a base de yogurt líquido e infusiones, estaba segura que la cuenta no sería pequeña…