El joven y la profesora desobediente

  Con 31 años, pese a que las pecas de su cara le confirieran un aspecto más aniñado, haber ganado una plaza como catedrática de instituto e...

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sábado, 21 de agosto de 2021

Nueva saga...El enclave de Punta Esperanza


 

Antes de ponerme a escribir quiero no ya confesar, porque se confiesan los crímenes y yo no quiero cometer ninguno, si no dejar constancia de que esta nueva idea que tamborilea mi meninge, si bien original, bebe de dos fuentes, tan dispares como importantes para mi inspiración; sea por ello que lo menos que puedo hacer, no ya para saldar mi deuda pero sí al menos para reconocer ese debe que tengo con ellos, sea citarlas.

Por un lado de Mad Max. eeehrr…. sí… la película de coches…. o más bien de sus páramos ardientes habitados por crudelísimos bárbaros, y por  otro lado mi deuda eterna con una escritora, Kirsten Graham, autora de la saguita de novelas “The Settlement”.

Desde que leí, vorazmente, sus novelas la idea de un mundo devastado en el que sobrevive un último reducto de civilización en el que las mujeres viven felices y seguras pero permanentemente encadenadas  fue un concepto que me atrajo.

La ensoñación de Graham,- sí, es súper morboso, pero imaginaos la lata de vivir con diversos tipos de restricciones permanentemente, amén de miles de problemas de índole práctico que se me presentan como irresolubles-, de un enclave que protege y cuida a sus mujeres junto con los últimos restos de tecnología y civilización del antiguo mundo, abonó mí ya de por si traviesa imaginación, así que lo que escriba, será por ella.

Ahora os preguntaréis porque uso “inspiración” en vez de “copia” , “fan art” o “spin off” o tal vez “desarrollo”… pues bien, y sin saber si verdaderamente lo que voy a hacer puede incurrir en alguna de esas categorías (y si es así, no me avergüenza en absoluto), pus porque habrá diferencias con mi mundo post-apocalíptico. Primeramente por que…. pues bueno… mi imaginación, más que sádica, es un poquito perversa, y lo que marca el escalón es la sofisticación. Esto lo descubrí cuando hace ya muchos años leía el Fantasma de la Ópera y concretamente cuando la trama describía los refinados trabajos en diseño de cámaras de tortura que el joven Erik había desarrollado para el Sha de Persia y luego en su propio beneficio cuando volvió a Francia. La descripción de, por ejemplo, el interminable bosque de árboles de hierro, o los espejos…, -(bueno, tampoco os quiero destripar la novela, aunque, si os animo a leerla, pues genial)-, que supongo que aterrarían a cualquier chica que lo leyera, a una jovencita Escriba, aparte de espeluzne, también le provocaban ciertos hormigueos que, se suponía, las niñas buenas no debían experimentar… ( y se me ríe el ombligo…. ya me entendéis….).

Pues continúo, que me voy por las ramas… como iba diciendo, la buena de Kirsten describe un mundo austero, desprovisto de artificialidades, las mujeres viven desnudas (supongo que alguno verá aquí ventajas del calentamiento global), y su sexo es siempre accesible, húmedo y fragante. Las únicas sofisticaciones vienen dada por las descripciones de las elaboradas restricciones diseñadas para resultar cómodas, pero inclemente seguras, especialmente los raíles para las mujeres.  Este concepto es tan bueno que os lo describiré: las chicas, aparte de diversos sistemas de restricción para sus manos y pies, pueden deambular más o menos libres por el asentamiento. El “más o menos” lo marca un sistema de raíles que llegan a la mayor parte de calles y lugares del enclave y al que las mujeres están enganchadas por una cadena que baja desde los collares de acero que todas portan. El gobierno del Asentamiento, por supuesto, se ha asegurado que esos raíles no se extiendan, sin embargo, a edificios y lugares en los que las féminas no deban de estar… Mira tú que riquiños, son.  Cómo se preocupan de nosotras….

Por supuesto, tomo nota de eso, y, de hecho, me encanta,(¡Bravo, Kirsten!), pero, en mi mundo, las mujeres tendrán cierta sofisticación y un papel mayor en la toma de decisiones, y la feminidad exuberante y palpitante de las mujeres de Graham se tornará en una feminidad sutil,  domesticada y latente.

Así que si os gusta lo que voy a escribir, porfa, dejadme un comentario, y dadle las gracias a Kirsten Graham (The Settlement).

 




 

 

PRÓLOGO

 

Era el año 2060, o como decían los clérigos el año 20 después del advenimiento del Anti Cristo.

Aunque evidentemente las evocaciones míticas siempre dan empaque al mensaje, la realidad había sido mucho más sencilla.

Un grupo fundamentalista del Caucaso había logrado encontrar un antiquísimo silo de misiles de la extinta Unión Soviética. Tras varios meses de incansable trabajo y gracias a infinidad de radicales formados en las mejores universidades occidentales, lograron disparar tres misiles contra Europa Occidental y los Estados Unidos.

Como en el 2040 las relaciones entre Occidente y Rusia no atravesaban su mejor momento y no existía  comunicación entre sus líderes, no le costará imaginar al lector lo que ordenaron los jefes de gobierno de los países occidentales cuando sus respectivas defensas aéreas les informaron acerca de los misiles que se aproximaban… exacto… un minuto antes de que el primer misil lanzado por los integristas alcanzara sus objetivos cientos de megatones del arsenal de la OTAN abandonaban sus silos hacia sus objetivos preprogramados en Rusia y China.

Mientras Nueva York, Los Ángeles y Londres ardían en fuego atómico, el Mando de Defensa Aérea en Moscú recibía la alerta de centenares de misiles volando hacia su territorio…. Adivinen… en Pekín y Moscú también se giraron las fatídicas llaves y los jinetes del apocalipsis rieron satisfechos cuando los ingenios rusos y chinos volaban mientras clamaban por venganza.

En los primeros cuatro minutos de guerra mil doscientos millones de personas habían sido convertidos en ceniza.

Y la guerra duró aun otros nueve años…

Cuando esta acabó, la Tierra no era más que un páramo desnudo, abrasado por el Sol y en el que las catástrofes naturales estaban al orden del día. Los países habían desaparecido, y una miríada de tribus de saqueadores luchaban entre ellas por poder y por arrebatarse entre ellas los restos, cada vez más enjutos, de los recursos del Antiguo Mundo.

Tristemente, en medio de aquella barbarie, las mujeres habían sido las grandes perdedoras. Por causas que, evidentemente, no se habían estudiado, la radiación y contaminación habían afectado a la reproducción humana, y el nacimiento de niñas se había desplomado, por lo que la lucha por un botín de mujeres era una causa más de conflicto entre aquellos bárbaros que recorrían el abrasado paisaje a bordo de vehículos que parecían sacados de las pesadillas de un ingeniero loco.

Las mujeres, además, no podían decir de que al margen del permanente riesgo de ser arrancadas de sus tribus, disfrutaran en estas de una vida de comodidades. La mayor parte de estas tribus parásitas mantenían a sus mujeres en un régimen de terror, sin acceso a los limitados conocimientos que conservaban esos pueblos, las mujeres eran en su totalidad analfabetas, mantenidas desnudas, rapadas y obligadas a esperar para alimentarse, siempre mendigando por las escasas sobras que los hombres podían dejar de unas comidas nunca especialmente abundantes. En algunas tribus, el proceso de animalización había tocado techo y en ellas ni tan siquiera se enseñaba a las niñas a hablar.

 Esa era la lamentable estampa que el mundo ofrecía en aquel año de 2060. ¿De todo el mundo? Pues casi…

En aquel fatídico día de 2040 nada hacía presagiar que la Capitán de la Defensa Aérea Georgina Kaameneva se convertiría en la salvadora de la civilización en su último día de vida. Aquella jornada había solicitado permiso para llegar más tarde a su puesto como jefa de una de las baterías antiaéreas que protegían el puerto y  base de Murmanks ya que tenía que llevar a sus dos hijos mellizos adolescentes a casa de sus padres, una granja situada más cien kilómetros al suroeste de la ciudad.

Hacía apenas cinco minutos que había iniciado la conducción de vuelta a su destino, disfrutando del silencio,- la mamá de unos quinceañeros tenía mucho que aguantar en lo tocante a la radio del coche-, cuando la horrípida  visión de cuatro inconfundibles hongos nucleares se perfiló clarísimamente contra la aun mortecina claridad del horizonte al oeste de su posición , pero, lamentablemente, la pesadilla no había hecho más que comenzar. Mirando a través del retrovisor vio como dos estelas se dibujaban en el cielo, rápidas y  peligrosas. Esas estelas no le dieron lugar a la duda: eran misiles. Los artefactos que volaban dirección norte no dejaban lugar a la interpretación  en la cuadriculada mente militar de Georgina, su único destino posible era la ciudad de Murmanks.

Las cortinas de polvo radioactivo procedentes de las explosiones del oeste avanzaban velozmente hacia la carretera por la que que el utilitario transitaba. Tal vez, pensó la pelirroja oficial, , si acelerara, podría tener una oportunidad; tal vez. O, tal vez, incluso, podía tratar de llamar mientras conducía para alertar a su segundo al mando para que tuviera una mínima oportunidad de armar y disparar los misiles de  antiaéreos de la batería pata tratar de interceptar esos demonios en forma de ICBM;  tal vez. O tal vez tendría un accidente y esa llamada nunca llegaría;  tal vez…; o tal vez la distorsión electromagnética de las explosiones nucleares ya habría alcanzado la carretera más adelante, comprobó la cobertura de su móvil, y esa milagrosa llamada jamás llegaría a esa diminuta esperanza en la forma de una pequeña unidad de defensa antiaérea que se podía interponer entre la ciudad de Murmanks y los misiles balísticos que se aproximaban para devorarla . “Cuantos tal vez”, pensó. Frenó el coche, y no pensó más.

Andrei Radchenko comprobaba las conclusiones de la última revisión de los propelentes de los misiles de la batería antiaérea de la que era segundo jefe. Una llamada lo sacó de su inmersión en cifras de reactividades, vidas útiles y vencimientos, era su jefa. No hubo tiempo para aquello de “lo harás bien”, “dile a Vitali que lo amo”,  “lo hago todo por la madre patria.” Ni mucho menos. Ni siquiera un “gracias, mi capitán”.

Dos segundos separaron a los habitantes de Murmanks del infierno cuando los dos misiles SA-400 disparados por  la batería de Georgina destruyeron los misiles Trident británicos en vuelo aun estratosférico. Una mujer valiente, ya calcinada dentro de un coche barato en medio de una carretera calamitosa en medio de ninguna parte, no pudo contemplar los dos colosales soles de fuego que florecieron en el espacio en vez de sobre la ciudad, para asombro y espanto de los ciudadanos que, absortos, contemplaban el espectáculo.

Nunca sabría que en 2041, el clima ártico de su ciudad había quedado convertido en un templado clima mediterráneo, nunca sabría que, en 2043, el gobierno de su ciudad había logrado alcanzar el reservorio de semillas mundial de la isla Svalvard. Jamás vería como, merced a esos miles de millones de semillas, los alrededores de la ciudad antes helados y yermos, se convertían en tupidos bosques y fértiles campos. Tampoco vería a su hijo licenciarse, ni a su hija morir en el frente cuando fue derribado el helicóptero en el que viajaba. Nunca sabría que  en el 2045 sería subida a los altares como primera santa no virgen. Tampoco supo que ella, siempre discreta, velaría siempre por sus ciudadanos convertida en una gran estatua en el centro de la ciudad, ni que en 2060, con los países desaparecidos, su ciudad pasó a ser el principal enclave de una región de casi seis, mil kilómetros cuadrados que eran el último refugio de la humanidad civilizada.

En efecto, Murmanks, rebautizado como “Esperanza”, era el único lugar conocido donde el “Antiguo Mundo” continuaba funcionando, reconfortando las almas de sus habitantes. Donde los fuertes cuidaban de los débiles, y unos se ayudaban a otros. Los antiguos astilleros y parques militares se reconvirtieron en todo tipo de industria, que satisfacía bastante aceptablemente la demanda interna, como puerto que era, contaba con una flota mercante que podía abastecerse de las ingentes cantidades de materia prima proveniente del antiguo mundo que las tribus de salvajes eran incapaces ya no de manufacturar, sino hasta de valorar. Las antiguas instalaciones de investigación de la Armada Rusa se habían convertido en la última universidad, donde se impartían un gran número de materias.

Bahía Esperanza, que así se llamaba ahora la región albergaba una población multiétnica galvanizada por una única idea de sentido de pertenencia: el reducto se había convertido en el último bastión de la humanidad como se concebía… o casi…

Aisha bajó los pocos escalones que separaban de la calle su despacho de directora general del Departamento de Suministro de Energía. Como una mujer en un puesto de responsabilidad vestía elegantemente, una falda de lápiz negra perfilaba las sinuosas curvas de sus caderas, mientras que la hermosa blusa violeta, insinuaba más que desvelaba las descaradas líneas de sus respingones senos. Aunque siempre había sido una mujer bella, a sus cuarenta años lucía esplendorosa en la plenitud de su vida. Unas medias negras semitransparentes y unos tacones de altura infinita, posiblemente producto de alguna incursión de aprovisionamiento en los antiguos territorios de Francia o Italia, acababan de componer la indumentaria de una mujer tan estilosa como poderosa.

Pero, ser poderosa, en Esperanza, no era óbice para que una mujer no permaneciera, permanentemente, bajo  la inquebrantable custodia y protección de unas elaboradas restricciones de acero.

De todas las restricciones que protegían a las Esperanceñas, el auténtico orgullo de la región era el sistema de railes magnéticos. Para que el lector se ponga en antecedentes, señalar que todas las mujeres lucían un collar de una aleación tan ligera como resistente, del que caía una cadena del mismo material, la cual terminaba, al nivel del suelo, en una pequeña pieza también metálica y campaniforme. El collar estaba confeccionado a medida de cada una de las usuarias y cada borde estaba primorosamente redondeado para que su uso no ocasionara ninguna incomodidad a su portadora. 





 

La pequeña pieza que se deslizaba por el suelo contenía un potentísimo electroimán. En el subsuelo, con el paso de los años, se había ido construyendo una tupidísima red de tubos magnéticos que, con su campo, hacían que las mujeres pudieran desplazarse con libertad pero haciendo que fuera virtualmente imposible separar las pequeñas piezas campaniformes del suelo. Tan solo las zonas  naturales y  los campos de cultivo no contaban con la red de vías magnéticas, SFR (Sistema de Rail Femenino) pero, en todo caso, eran lugares en los que se consideraba insegura la presencia de mujeres. Dentro de la ciudad, tan solo el entorno de las puertas de la línea interior de murallas y el edificio de Protección a la Mujer no contaban con esos dispositivos, ya que, tampoco era segura la presencia de mujeres allí.

Como el collar era algo que todas las mujeres debían portar obligatoriamente y que no debía de ser abierto más que en algún caso excepcional, las pocas llaves existentes se guardaban en la Secretaría de Protección de la Mujer, que era también donde se estudiaba, perfeccionaba y reglamentaban el catálogo de restricciones.

Como mujer soltera que aún era, Aisha podía elegir ella misma las restricciones que debía llevar, de entre el abundante catálogo que se ofertaba. Una vez elegidas las restricciones, eran realizadas cuidadosamente de manera individualizada por hábiles artesanos, asegurando que la comodidad era igual a la seguridad que aportaban.

Las mujeres que no estaban casadas contaban en sus restricciones con cerraduras genéricas, que podían abrir la llave maestra que todo varón mayor de edad tenía en custodia. Dicha llaves, identificadas con un número de serie, era sometida a revisión trimestral por las autoridades, y perderla podía motivar una pena de expulsión del enclave, la seguridad de las mujeres era un asunto de la máxima importancia que no permitía ningún tipo de veleidad. No obstante, que los hombres pudieran abrir las restricciones, era algo que facilitaba la interacción entre los sexos,y es que al margen de lo tocante a la seguridad, las relaciones interpersonales eran muy similares a las de un país occidental de antes del apocalipsis.

Aisha portaba sobre los tacones unos grilletes de un cromado brllante del mismo metal que su collar, la cadena de veinte centímetros, tintineaba alegremente cada vez que la mujer caminaba, y, además la ayudaba a mantener una longitud de paso encantadoramente femenina.

Finalmente, sus manos se encontraban confortable pero  inexorablemente engrilletadas a un pequeño, delgado y rígido yugo de metal. Este sistema de seguridad era considerado como uno de los más elegantes, y constaba de una anilla de metal que ceñía el cuello por debajo del collar que servía para mantener a la chica dentro de las zonas SFR. De este anillo partían, a cada lado, dos prolongaciones de metal de quince centímetros. Al final de estas piezas se encontraban unos grilletes destinados a las manos. Con este sistemas Aisha tenía sus manos, adornadas con algún discreto anillo, firmemente inmovilizadas a ambos lados de su cuello con sus muñecas rodeadas por unas firmes anillas de metal , primorosamente pulidas y redondeadas, que le aportaban toda la seguridad que podía necesitar.

La vida de las chicas solteras en Esperanza era bastante comunal entre ellas, ocupando edificios de viviendas especialmente diseñadas para ellas. El tamaño y suntuosidad de las viviendas dependía de la capacidad adquisitiva ya que, estas viviendas, podían ser alquiladas o en régimen de propiedad. Las únicas diferencias con cualquier edificio de viviendas del antiguo mundo, era que  en la puerta de todas estos bloques había un pequeño puesto que protegía el acceso y que se encargaba también de revisar la integridad de las restricciones de las chicas cuando entraban a los apartamentos. Como ya se ha mencionado, nada se dejaba al azar a la hora de mantener seguras a las mujeres de la ciudad. La otra diferencia, era el comedor. En estos edificios, aunque cada vivienda contaba con todas las comodidades, existía, normalmente en la planta baja, un comedor y unas cocinas comunales. Allí se distribuían las comidas en platos que facilitaban que las mujeres pudieran realizar la alimentación sin el uso de cubiertos.

Normalmente los platos eran una reinterpretación de recetas tradicionales pero presentadas en trocitos muy pequeños y con el género primorosamente deshuesado, pelado o desespinado… Las chicas, así podían comer sin grandes dificultades, y si surgía alguna, se ayudaban entre todas para ponerle solución. Con el tiempo, incluso, todas eran maestras en el arte de comer evitando que el pelo, las molestara en esa tarea.

Aisha recorrió los últimos pasos que la separaba del furgón especial que habría de transportarla a ella y a las otras dos mujeres que la esperaban dentro, hasta la central nuclear de Punta Norte, donde iba a realizar una visita de comprobación rutinaria.

En Esperanza, los vehículos de motor eran de poca utilización en el ámbito civil e inexistentes en el privado ya que, a pesar de que contaban con capacidad de refinamiento de petróleo, la obtención del mismo era complicado pues los “salvajes” era de los pocos recursos que precisaban poseer , y al final cada expedición de aprovisionamiento petrolífero solía acabar en combates encarnizados.

Finalmente Aisha se paró junto al portón del vehículo del que bajó un comandante de la Milicia que se puso firme ante ella y saludó militarmente. “Señora Directora General”. “Buenos días” respondió ella con una voz suave pero preñada de la seguridad de la que se sabe ungida de autoridad.

El comandante con una llave roja que llevaba sujeta al cuello abrió el collar de Aisha para permitirla abordar el enorme furgón.

“No se preocupe, señora, enseguida se sentirá más segura”. Tras la apertura del collar, el comandante utilizó la misma llave en el electroimán, desactivándolo, y permitiendo guardar la restricción en la parte trasera del vehículo.



 

Aisha se sentó en el asiento central de la línea de tres sillones que ocupaban el compartimento de pasajeros del gigantesco vehículo. Los asientos de la derecha y la izquierda los ocupaban la doctora Azami Yimushiro, una joven médico con orígenes en el antiguo Japón, y la ingeniera nuclear Inés Martel, hija de la comandante de navío Martel que tras el colapso de los gobiernos en 2050 había arribado con los restos de la Armada Española a aquel faro civilización al que muchos simplemente llamaban “La ciudad”.

La directora general saludo a sus dos compañeras mientras el comandante de la escolta se afanaba en que ninguna de las mujeres pudiera sentir la más mínima inseguridad. Lo primero fue colocar en  la cintura de Aisha un cinturón metálico que cerró con un sonoro “click”. Dicho cinturón de dos centímetros de ancho presentaba una cerradura en su parte frontal y se encontraba unido por una corta cadena al respaldo del asiento. Tras asegurarse que nada ni nadie podría abrir el citado elemento, el comandante fijó con un candado la cadena de los grilletes de los pies de la subdirectora general a una argolla metálica firmemente remachada al suelo del vehículo.

Finalmente, con una cadena, unió el yugo de Aisha a las restricciones que sus compañeras lucían alrededor de sus cuellos. Mientras que la joven Azami portaba unas grilletes con una cadena de treinta centímetros que pasaba por la argolla central de un collar de seis centímetros de alto que ceñía su garganta,  Inés portaba una restricción similar a la de Aisha, con la diferencia de que en vez de estar el yugo formado por piezas rígidas, en su caso, las prolongaciones de metal que terminaban en las anillas que ceñían las muñecas estaban articuladas en su unión al metal que rodeaba su cuello.

El comandante se aseguró que la cadena quedara firmemente sujeta al equipamiento que rodeaba la gargantas de las mujeres. Solo entonces dio por terminada su importante labor.

-        Señoras, están ustedes plenamente seguras, antes de que pudieran ustedes  abandonar el vehículo se tendrían que abrir los tres cinturones y los tres broches que mantienen sus grilletes a la anilla del suelo. Nada tienen que temer.

Aisha parecía complacida, “comandante, si ya ha terminado, me interesaría arrancar cuanto antes”.

“Por supuesto, señora” El comandante se apeó cerrando con tres pasadores de seguridad el portón deslizante del vehículo, cada uno de ellos asegurado por su propia llave. Tras unos segundos, el gigantesco mamotreto inició la marcha.

Aisha observó a sus compañeras que parecían inquietas.

Inés era una niña cuando llegó a “la Ciudad” en el buque insignia español, y se integró con su madre en las peculiaridades de la vida allí y aunque su cargo como ingeniera nuclear la había hecho viajar alguna vez en esos vehículos, la verdad es que aún le generaba cierta ansiedad el saberse fuera del sistema de raíles que eran el orgullo del enclave. Trataba de calmarse cerciorándose con constante tironcitos de la absoluta infalibilidad del acero de sus grilletes.

Azami era la más joven de las tres, una chiquilla de 22 años recién licenciada y era una auténtica “Niña Esperanza” como se llamaba a las generaciones que no habían conocido la vida fuera del enclave. Al contrario que sus compañeras, no sabía lo que era vivir sin estar permanentemente encadenada a las constricciones que la hacían permanecer segura. Era la primera vez que abandonaba la tranquilidad de los raíles, y aunque deseosa de vivir la experiencia para contársela a sus amigos, sobre todo a sus amigas, y familia, la verdad es que no se sentía cómoda. Sus grilletes cascabeleaban cada vez que la doctora trataba de calmarse, cerciorándose de que, aunque fuera de los raíles, no corría verdadero peligro. Tan solo la idea de contar la aventura a sus amigas, que se morirían de envidia, le servía de bálsamo.





 

Si el lector, avispado y sagaz, se pregunta acerca de si la presencia de tres mujeres, universitarias y con responsabilidades era casual, la respuesta es simple y categórica: No.

El enclave se encontraba, por así decirlo en permanente conflicto con las hordas de saqueadores que asolaban el “vacío” que era como los Esperanceños denominaban al mundo allende sus defensa exteriores. Con esta permanente guerra en la que se luchaba por la existencia, los hombres solían desempeñar trabajos relacionados con la destreza física y con la defensa mientras las mujeres copaban en gran mayoría las universidades ajenas a las materias militares, los trabajos relacionados con el comercio, la administración, artes, enseñanza…incluso la política era un campo en que las mujeres participaban mucho más activamente que sus compañeros varones, como muestra de ello las tres últimas presidentes-alcaldes, todos desde que se había instituido la democracia,  habían sido tres mujeres.

 

CONTINUARÁ…… SI OS GUSTA…..