El joven y la profesora desobediente

  Con 31 años, pese a que las pecas de su cara le confirieran un aspecto más aniñado, haber ganado una plaza como catedrática de instituto e...

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jueves, 29 de abril de 2021

Programa de protección de testigos. (2/3)

 


Un sendero de losas de granito pavimentaba el corto sendero que, a través del jardín, conectaba la casa con la zona de la piscina.

En aquella tarde de verano el agua se empeñaba en bailar con Lorenzo creando con esa danza una infinidad de destellos azules que refulgían como brillantes abanicos. Verdaderamente, todo en aquella casa era grande y magnificente: la cuba, el área de recreo con tumbonas, la vegetación, las esculturas y el gran número de parasoles que rodeaban la zona de baño verdaderamente estaban diseñadas para acoger a bastantes más que las cuatro personas que procedían a acomodarse.

Las dos testigos ataviadas con pamelas y gafas de sol, y abundantemente embadurnadas de crema solar por Patricia antes de salir de la casa, señalaron ansiosas con la cabeza hacia las tumbonas que se encontraban entremedias del sol y la sombra que proyectaba una palmera.

-          Parece que tienen ganas, - dijo Patricia.

Los agentes colocaron a las muchachas sobre las ostentosas tumbonas y, la seguridad ante todo, procedieron a inmovilizarlas de manera que no pudieran suponer un riesgo, ni hacia ellas ni hacia el programa.

Aisha, que en vano trataba de encontrar una posición medio cómoda para sus brazos, fue engrilletada por un tobillo a una recia argolla de acero firmemente cementada en el suelo y que, por si misma era suficiente para mantener a cualquier chica dentro de la longitud de la cadena que allí se anclara.

Como el lector ya está familiarizado con el distinto protocolo que se aplica a una y a otra testigo, las restricciones aplicadas a Martina fueron igualmente seguras pero, de lejos, mucho menos amables. Carlos la ayudó a tumbarse en la mullida colchoneta e, inmediatamente, procedió a atar sus tobillos al fuerte armazón metálico de los reposabrazos.

Con esa posición la muchacha quedaba tumbada sobre la silla con las rodillas dobladas y los tobillos echados hacia atrás, firmemente atados a cada lado de la silla. Junto con la tensión que la forzada posición provocaba en sus músculos y tendones, lo peor, sin duda, era, que al estar tan fija en la postura, no podía tratar de ladearse como hacía Aisha, y no tenía manera de evitar que todo su peso aplastara el metal que le aprisionaba los brazos, provocando algo más que incomodidad en sus extremidades y espalda.

Solo cuando las dos chicas estuvieron acomodadas con todas las garantías de seguridad, Patricia abrió los pequeños candados que cerraban los zapatos de las dos cautivas. Las dos muchachas gimieron de placer cuando pudieron estirar sus pies, sometidos desde primera hora de la mañana a un elegante pero brutal arqueamiento.

El firme bondage y del incipiente dolor que empezaban a sentir en sus miembros no evitaba que, las dos chicas, estuvieran contentas de poder disfrutar de un rato de esparcimiento al aire libre ya que, sin estos paréntesis, los días,- a pesar de contar en sus habitaciones con pantallas gigantes en varios lugares, lo que era útil pues podían visionarse independientemente de la postura en la que una estuviera inmovilizada, en las que podían ver películas, series o leer libros-, se hacían eternos.

Martina, desde su posición, observó a Carlos que desabrochándose la camisa se sentaba en una mesa situada bajo la sombra de unos árboles. Las gafas de sol le permitían no tener reparos en disfrutar de aquel musculado torso que presentaba varias cicatrices que, lejos de afearlo, lo embellecían resaltando su autoritaria masculinidad. Mientras lo miraba, se imaginaba que, así atada, con los muslos separados, no tendría ninguna defensa si aquel hombre hubiera deseado tenerla. La chica de pelo castaño cerró los ojos y noto cómo unas perlas de humedad se deslizaban en su vientre. No era sudor.

Mientras Carlos continuaba sumergido en la lectura de su libro ajeno al escrutinio de la calenturienta joven, su compañera Patricia se había percatado que, la cautiva, creyéndose segura tras sus gafas tintadas, no quitaba ojo de su hercúleo compañero. Más tarde, se dijo, se iba a encargar de que la descarada recibiera un mensaje, bien clarito.

El tiempo de esparcimiento pasaba de forma agradable para los dos agentes que disfrutaban de un bien merecido lapso de relax en el extenuante trabajo de proteger a las dos testigos, pero, transcurridas casi dos horas un incesante coro de quejidos acabaron por arrancarlos de su “dolce far niente”.

Martina, había tratado de aguantar lo máximo posible, pero, los tirones en sus músculos, estaban mandando claras señales  a su cerebro. Sus piernas, abiertas y dobladas al límite de sus posibilidades le dolían como si estuvieran a punto de arrancárselas, y los grilletes “bagno” no solo mordían con fiereza la carne de sus brazos si no que, dada la postura, se le clavaban en la espalda, y tras haber tratado de variar la posición a fin de repartir el castigo, ya no había un milímetro de su espalda que no aullara de dolor. Su vientre ardía tras haber recibido las caricias del Sol por más de una hora y, como guinda a su disconfort, la sed, la devoraba. La mordaza de aro que atenazaba sus mandíbulas se había convertido en una máquina de hacerla salivar, y su barbilla y escote eran una catarata de baba que discurría hasta colmar graciosamente su ombligo, el cual rebosaba un hilillo que continuaba hasta que, poco a poco humedecía el elástico de la braguita de su biquini azul de motivos étnicos.

Temiendo que sus protestas pudieran hacerles perder el privilegio del ansiado baño en la piscina, los gemidos de Martina comenzaron tímidos, casi inaudibles, pero tras ver que ni tan siquiera lograban que los dos agentes levantaran la vista de sus lecturas, el sonido fue in crescendo. Aisha, pese a que disponía de mucha mayor libertad y podía girarse, ladearse e incluso ponerse en pie, se unió a la coral de lamentos, y tras unos minutos, finalmente, los dos custodios se decidieron a dedicarles la atención que reclamaban.

Patricia, que muchas veces como mujer se solidarizaba con las testigos, – a menudo se preguntaba cómo era posible que el programa hubiera sido diseñado y estuviera supervisado por mujeres-, fue la primera en dedicar una mirada más atenta a las dos chicas que se agitaban en sus tumbonas.

-          Creo que es hora de cumplir con lo prometido, han estado tranquilas, parece que no van a necesitar las mordazas… por un rato.

La agente se levantó y avanzó hacia las chicas, se paseó lenta, segura, haciendo oscilar sus caderas delante de su compañero, en un movimiento que, las dos mujeres que permanecían en un estricto bondage juzgaron como exagerado y un tanto exhibicionista, como mujeres, se dieron cuenta que la hermosa Patricia estaba marcando territorio. Con movimientos de experta, desabrochó las mordazas, y primero Martina y luego Aisha, pudieron por fin, tras un breve forcejeo con los calambres que provenían de los músculos que habían sido forzados, cerrar sus labios.

Patricia sabía por experiencia propia la cantidad de líquidos puede perder una chica salivando con la mordaza de anillo, especialmente bajo el sol y en una tarde tan calurosa como aquella de verano, así que, sacando dos refrescos de la nevera con hielos que Carlos había llevado se los ofreció a las muchachas que, bebieron sin dilación a través de sendas pajitas.

-          Gracias, estaba seca, dijo Martina resoplando de alivio… Ay, Dios… tengo la tripa ardiendo.

-          Jobá, estaba echando de menos la bola del demonio, añadió Aisha que recuperaba la respiración después de haber bebido el contenido de la lata de un sorbo.

Carlos cerró el libro y lo apoyó en la mesita que tenía junto a su silla, y se acercó hacia donde las chicas habían hecho su particular corrillo.

-          ¿Listas para un baño?

A las dos muchachas se les iluminaron los ojos ante la posibilidad de, en unos minutos, poder estar nadando libres en esas aguas que con sus reflejos llevaban seduciéndolas toda la tarde, y asintieron al unísono: “¡Sí!”.

Por desgracia para ellas, la seguridad del programa, no iba a permitir que sus felices augurios se cumplieran… al menos por completo.

Aisha, fue liberada del grillete del tobillo, y acompañada hasta las amplias escaleras de azulejos esmaltados que, de forma señorial con varios escalones se iban introduciendo en la apetecible agua de la piscina. Carlos estaba junto a ella cuando se detuvieron en el primer escalón, con el agua cubriéndoles los tobillos. Martina vio, desde su tumbona en la que permanecía inmovilizada, como Patricia se acercó a ellos portando un gran aro salvavidas de franjas blancas y naranjas. La agente deslizó el rígido flotador, sosteniéndolo inclinado, hasta que este  se situó por la parte delantera justo por arriba de los pechos de la joven, y en su espalda en la zona lumbar, quedando entre espalda y de los brazos de la joven que, permanecían firmemente asegurados por los dos pares de esposas en muñecas y codos.

-          Pero… ¿Qué estáis haciendo?, ¿Cómo voy a poder nadar con esto?

-          ¿Que qué hacemos? Pues velar por tu seguridad, - dijo Patricia-, y, como sois… que entendéis lo que os interesa… aquí nadie dijo que fuerais a nadar, si no, daros un baño. Y si no quieres, pues de vuelta a la tumbona….

Aisha se sintió indefensa y derrotada de antemano.

-          Vaaaaale. Pero no es justo… no somos terroristas ¿Sabéis?

-          Por eso nos tenéis aquí, protegiéndoos y evitando que nada malo os pase,- terció Carlos- si no, estaríais en prisión, y créeme, allí no ibais a tener el régimen de comodidades que tenéis aquí.

Las dos chicas, temerosas de que incluso el muy cercenado privilegio del baño peligrara, no iniciaron una discusión, pero, verdaderamente se preguntaban de qué comodidades estaba hablando el agente. Desde hacía quince días habían sido sometidas a un estricto bondage, y el más nimio desliz en el cumplimiento de cualquiera de las normas y protocolos había sido castigado con severidad, con más tiempo de restricción, mayores mordazas o posturas más extenuantes…. Difícilmente podrían imaginarse el régimen de las prisiones…

Patricia sujetaba en posición el salvavidas, mientras poquito a poco Aisha iba introduciéndose en el agua descendiendo escalón a escalón. Sin duda, en otras circunstancias, le hubiera gustado disfrutar de una aclimatación más progresiva, y disfrutar de la escalera flanqueada de estatuas, fuentes y flores, parándose, e incluso sentándose en los escalones, pero, al final, la realidad mandaba, y su amiga Martina, esperaba su turno inmovilizada en un exigente predicamento, así que decidió no demorar el proceso. Cuando el agua les llegaba por el vientre, los dos agentes ayudaron a la cautiva a echarse a flotar. Aisha quedó a flote, apoyada sobre el flotador, el cual, tercamente quería deslizarse hasta quedar apoyado en el cuello de la muchacha. Afortunadamente (¿?), los dos guardianes no era la primera vez que realizaban esta acción y un último refinamiento de seguridad iba a evitar esa incomodidad. Una vez a flote, Carlos dobló una de las rodillas de la chica atando ese tobillo al aro salvavidas y, con otra cuerda, ató las esposas que aseguraban los codos de la muchacha al mismo punto del aro donde se fijaba el tobillo de Aisha.

Así, la joven, podía con total seguridad deambular por la piscina impulsada por la pierna que permanecía libre, mientras que, el aro firmemente amarrado se mantenía a la altura sin deslizarse hacia el cuello.

Martina, desde su lugar, no pudo menos que maravillarse de lo ingenioso del sistema que permitía a las chicas disfrutar de la piscina mientras permanecían genuinamente seguras y sometidas a un restringente bondage. Un detalle que le pareció gracioso fue que, los brazos de su amiga, sobresalían por encima del flotador al que estaban amarrados, y al estar inclinados hacia atrás por efecto de las restricciones, le daban a Aisha un aire de tiburón bastante cómico.


 

Aisha dio sus primeras patadas y vio cómo, a pesar de lo estricto de la posición, esta resultaba relativamente cómoda, y salvo la incomodidad de ir perdiendo sensibilidad en sus manos por encontrase elevadas e inmovilizadas, la posición era relativamente confortable, a pesar de que mantener un movimiento fluido estaba suponiendo un pequeño desafío para ella. Por primera vez desde que había entrado en el programa se sorprendió a si misma disfrutando de su indefensión, de tener a dos expertos agentes velando por ella y de tener que afrontar los pequeños desafíos que suponían para ella su nueva vida con la movilidad cercenada.

Los dos agentes se cercioraron con una última mirada de que su sirena no tenía ningún problema y salieron de la piscina dispuestos a cumplir su promesa con Martina que, impaciente como una niña a la que tocara su turno de sentarse sobre el regazo del Rey Mago para pedir sus regalos, aguardaba su turno de abandonar su tumbona, convertida en cruel potro de tortura.

Patricia desató los tobillos de la chica que pudo relajar sus piernas y rodillas que, abiertas y flexionadas, la habían obligado a mantener la indecorosa posición de una suerte de horcajadas sobre la silla de piscina. Martina se incorporó, a fin de lograr que metal de sus grilletes dejara de clavarse en la carne de su espalda, la cual, al igual que sus piernas, agraviadas por el severo tratamiento que habían recibido, rabiaba de dolor.

Mientras esto sucedía, Carlos se acercaba con una rígida colchoneta de plástico duro la cual presentaba una argolla metálica en cada esquina, cuando Martina se dio cuenta de los planes que habían reservado para ella, el alivio de verse liberada de su ordalía,  dio paso a cierta indignación.

-          No, no, no – giraba la cabeza enérgicamente para enfatizar su negativa-, no podéis encadenarme a eso.

-          O sí, señorita, y eso es lo que va a pasar. Es lo más seguro para todos, Carlos mantenía un tono de suave firmeza en su masculina voz.

-          No, me niego.

-          ¿De verdad?- dijo Patricia con una sonrisa socarrona-, ¿Prefieres seguir en la silla?

-          No, pero… no… eso no, Martina estaba a punto del pucherito- me he portado bien, no os he dado ningún problema, e insistís en tratarme como a Anibal Lecter.

Carlos se puso serio.

-         - Martina, para ti es difícil, y lo sabemos, pero, la primera obligación nuestra es mantenerte segura, a ti y a nosotros. Y la primera regla, es que, para cumplir esta obligación, no nos podemos fiar de nadie, ni siquiera de la voluntad de la testigo. Es mantenerte segura, quieras o no quieras. Y no es aceptable correr ningún riesgo. ¿Está claro?

La joven bajó la mirada y el fuego de su rebelión descendió en intensidad.

-     Pero… me dijisteis bañarme, y eso es flotar, no bañarme. Tengo mucho calor, y solo quería refrescarme. ¿No puedo tener un bondage como el de Aisha?

-          Para ti no es aceptable, Martina, y lo sabes. No es suficientemente seguro.

-          Ya, pero es que… me habíais prometido un baño, y además se me ha puesto la barriga morena, y no me ha dado nada el sol en la espalda, y si me esposáis a esa cosa, voy a parecer un San Jacobo, tostada por un lado y blanca por otro…

Patricia vio como Carlos bajaba sus defensas, y sabía, por experiencia, que podía estar pronto a ceder, así, que se le ocurrió una idea que podía satisfacer a ambas partes, y, de paso, mandar a Martina el recadito por su comportamiento descarado de antes.

-          Se me ocurre una idea….

Al cabo de unos minutos, Martina se maldecía a si misma por haber aceptado una propuesta preñada de veneno; debió de haberlo visto venir por la sonrisilla de Patricia cuando la exponía…. Pero no…. Se sentía estúpida.

Cuando la inocente muchacha dio su visto bueno, se vio reducida a un estricto hogtie, en el cual sus muslos, rodillas, gemelos y tobillos se encontraron firmemente atados. Patricia dobló una cuerda hasta hacer una corredera que apretó con fuerza alrededor de la cintura de su cautiva, pasando el cabo de por debajo de su sexo, y  ciñéndolo en su espalda a la cuerda que mordía su cintura. A pesar de la protección de la fina tela del biquini,  Martina sentía como la cincha mordía dolorosamente su sexo y perineo. Una vez satisfecha con la rigidez del conjunto de las ligaduras, unió con una cuerda las ligaduras de los tobillos a los grilletes que seguían mordiendo sus brazos justo por encima de los codos, y comenzó a tensarla.

Mientras la cuerda que unía los tobillos y los codos se iba haciendo progresivamente más pequeña, las rodillas de Martina se fueron doblando, provocando una sensación precursora del dolor en sus tendones, pero, para su desgracia, Patricia aún no había terminado…. la cuerda se encogió hasta que los gemelos descansaron sobre la parte trasera de los muslos, punto en el cual, todos los receptores de dolor de Martina estaban en solfa. A pesar de las agónicas sensaciones, su ordalía estaba lejos de terminar, ya que la agente con paciente crueldad continuó tensionando la cuerda, hasta que la espalda de la joven se vio forzada en un arco, primero leve, y posteriormente muy acusado, en un escorzo que recordaba al de un pez cuando es sacado del agua, lamentablemente, al contrario que el pez, su escorzo no tenía lapsos, sino que una recia cuerda mantenía el cuerpo de la joven en una postura que castigaba no solo sus lumbares sino que su pelvis, una vez piernas y abdomen abandonaron por efecto del arco el contacto con el suelo, sostenía por si sola el peso de Martina, función para la que, obviamente, no estaba diseñada y que provocaba que esta se clavara en el suelo provocando un intensísimo dolor que, al no existir en la zona la mínima capa adiposa, martirizaba directamente sus huesos..

Afortunadamente para Martina, no fue mucho el tiempo que, una vez reducida a ser un exagerado arco de carne agonizante, tuvo que esperar sobre tierra firme. Carlos se acercó a la joven una vez las expertas manos de su compañera hubieron acabado el trabajo, y mientras se agachaba a recogerla, observó el primoroso trabajo de Patricia. Cada nudo estaba hecho con precisión milimétrica, y colocado bien fuera del alcance de los dedos de la cautiva que no tardando mucho iba a entrar en frenesí para tratar de alcanzarlos y para así intentar aflojarlos. Colocados tal y como estaban, el alivio iba a ser imposible para Martina. Las cuerdas, muy apretadas, se enterraban en la joven carne, si bien no ponían en peligro la circulación sanguínea de una joven deportista, y el aspecto de la cuerda era pulcro y atildado.

Martina notó como era tomaba en brazos y, para su sorpresa, sentirse indefensa, en brazos de aquel hombre maduro la hizo sentirse bien. Se sintió segura, completamente confiada en él, aunque extremadamente frágil y vulnerable, sin más escudo que la buena voluntad de su guardián. Mientras caminaba con ella en brazos hacia la piscina, en algún paso su cuerpo entró en contacto fugazmente con la entrepierna del hombre y, para su sorpresa, le pareció detectar cierta turgencia bajo la tela del bañador del agente. Mientras era transportada, en brazos de aquel fornido hombre, se sintió profundamente mujer.

Patricia se afanaba en ultimar las cuerdas que colgaban del extremo del pequeño trampolín de un metro con el que contaba la piscina y solo cuando se aseguró de que las maromas estaban firmemente aseguradas, bajó de la plataforma y se encontró en el agua con los recién llegados.

Aisha, que ya había adquirido cierta pericia en el nado con solo una pierna observó cómo su amiga era amarrada por la ligadura que unía sus codos a sus tobillos a las cuerdas que colgaban del trampolín, haciendo que, el propio peso de la chica aumentara aún más la curvatura de la espalda, decididamente en ese momento se alegraba de haber reusado el apuntarse a clases de Krav Magha cuando una amiga se lo había propuesto a principios del curso académico.

Una vez colgada del trampolín, Martina notó como la curvatura de su espalda se acentuaba hasta el punto que en el que pensó que su espina se quebraría en dos, no solo fueron los receptores del dolor de su cerebro que encendieron las alarmas rojas, sino que, incluso, sus pulmones luchaban por recibir aire. La agonizante chica no tuvo tiempo de expresar una queja, ya que, a los pocos segundos notó como una mano  impulsaba su pelvis hacia arriba, disminuyendo el arqueamiento y permitiéndole respirar con normalidad a pesar de las agudas punzadas en la zona lumbar. Martina ya estaba acostumbrada a que, últimamente en sus vidas, todo alivio venía acompañado de una contraprestación, y para desgracia de su sexo esta vino cuando la cuerda que se hundía en su feminidad fue, a su vez, amarrada al trampolín, haciendo que, si bien la postura general resultaba ahora un tormento asumible al disminuir el arco de su espalda, su tierno y sensible coñito se veía sajado en dos por la tensión de la soga que la viviseccionaba.

Patricia se alejó unos pasos y contempló su obra… estaba satisfecho sin duda la joven zorrita había recibido el recado, ya se lo pensaría dos veces antes de mirar a un hombre que no le pertenecía.

-         -  ¿Ves? Así, te dará también el sol en la espalda.

Martina percibió cierto retintín en el comentario de la agente, si bien, no entendía bien el porqué.


 

Cuando las dos chicas hubieron sido restringidas con seguridad, Aisha se impulsó hasta la zona del trampolín donde, a pesar de las circunstancias, las dos chicas pasaron una tarde agradable en compañía la una de la otra. Los dos agentes, observaban vigilantes a las dos muchachas que bromeaban, reían y conversaban, e, incluso, de vez en cuando, jugaban a dispararse chorros de agua con la boca.

Los guardias permanecieron a distancia, sin inmiscuirse, dejando a sus dos protegidas una burbuja de tiempo para ellas, sabían que, cuando se somete a dos jovencitas a un régimen estricto, los pequeños paréntesis de distensión hacen que incluso los pequeños placeres como una conversación privada se paladeen mucho más.

 

sábado, 24 de abril de 2021

Programa de protección de testigos. (1/3)

 

 


Este concepto, se me ocurrió después de haber visto en la página de Felix Darmouth una serie de filmes con un título similar.

Aunque el bondage de Darmouth es un poquito chapucero, la verdad es que me gusta que, en general da a sus vídeos un armazon argumental, que a mi, me parece básico en cualquier material de visionado.

 

Martina contemplaba la suntuosa habitación que ocupaba en la segunda planta de la fastuosa villa alpina en la que se encontraba alojada desde hacía quince días tras haber aceptado declarar como testigo protegido en aquel intrincado caso de espionaje internacional.

La casa, con dos plantas más una buhardilla, contaba con todas las comodidades imaginables, desde un gimnasio a dos piscinas, una de ellas cubierta y con circuito termal. La domótica, afortunadamente para ella, era sin duda de las más completas que se podía incorporar a una vivienda, y, la amplísima parcela que contaba con su propio bosque y estanque haría las delicias del más adinerado de los veraneantes. Era evidente que, la larga y bien financiada mano de la IDE, Inteligencia de la Defensa del Estado, estaba  detrás de ello.

Lamentablemente para las dos huéspedes que en ella se alojaban, durante su estancia se habían encontrado permanentemente sometidas a una u otra forma de estricto bondage y, sistemáticamente, bajo la amable pero estricta vigilancia de los agentes que tenían encomendada su custodia.

La historia se remontaba a hacía tres meses, cuando la vida transcurría como la de cualquier otra chica de su edad. Martina regresaba a casa después de una noche de fiesta cuando presenció como, tras doblar una esquina y tomar una calle que a aquella hora permanecía solitaria, contempló cómo tres hombres trataban de meter en una furgoneta Vito de cristales oscuros a una joven que trataba de resistirse como una gata panza arriba. La luz lejana de una farola le había permitido distinguir el rostro de dos de aquellos hombres de aspecto arábigo. Sin saber a lo que se enfrentaba, ni a lo que el futuro le depararía, pero fiada en su capacitación en varias artes marciales, la joven corrió en ayuda de la mujer que estaba sufriendo el intento de secuestro.

Los hombres, sorprendidos por la súbita aparición de aquella inesperada walkiria y viendo que la rapidez de la operación se veía comprometida, decidieron abandonar su acción delictiva y huyeron precipitadamente dejando a la esbelta joven en la acera con las manos atadas por una brida que mordía dolorosamente la carne de sus pulsos. Martina sacó el móvil y telefoneó a la policía…

No sería hasta más tarde cuando sabría que la joven a la que había salvado de tan funesto destino era Aisha, la hija de una concubina de un reyezuelo de un país de Oriente Medio. Su padre, llegado el momento repudió a su madre que había huido a occidente, llevándose con ella a su hija adolescente, y no sería este su único descubrimiento. También, en el curso de los días que llevaba bajo protección del IDE  sabría que los hombres que habían tratado de secuestrar a la joven eran mercenarios al servicio del gobierno de ese país indeterminado de la Península Arábiga, y que estos, gracias a las detalladas descripciones de las dos mujeres, habían sido detenidos, y que, en ese juicio, las dos jóvenes eran las dos principales bazas de la acusación.

No pasaron muchos días hasta que el servicio de inteligencia se había puesto en contacto con ellas para ofrecerles pasar a formar parte del Programa Especial de Protección de Mujeres Testigos, y tras una no muy larga reflexión y ante el peligro que tanto ellas como sus familias podían correr al enfrentarse a una poderosa organización de espionaje, aceptaron el formar parte de este programa.

Martina se giró sobre los impresionantes tacones de doce centímetros asegurados con un pequeño candado en la correa que los mantenía abrochados alrededor de sus finos tobillos para ver la hora en gran reloj de pared de su habitación. Como casi nada dentro del programa, la elección de los zapatos, tampoco era fruto del capricho:  era una medida de seguridad, ya que,  para evitar posibles fugas, las mujeres que aceptaban acogerse al programa de protección, debían de vestir siempre altos tacones. La falda lápiz que le llegaba hasta los tobillos, aunque restringía su zancada hasta limitarla a unos pasos mínimos era una mejor opción que las medida de seguridad alternativas, que consistían en grilletes en sus tobillos, sin menoscabo de los tacones, o, el no vestir más que ropa interior que si bien era referida en el argot de “la casa” como “elegante”, ella, como  poco la calificaría de “picante”. Esta medida, aunque curiosa, estaba establecida por los psicólogos del servicio de inteligencia que, tras estudiar el comportamiento de varias testigos, llegaron a la conclusión que el riesgo de fuga en mujeres jóvenes e inmaduras era mucho menor si vestían prendas “socialmente poco aceptadas”.

Una blusa de manga sisa completaba su indumentaria junto con unos discretos pendientes y una cadena con colgante a juego que le ceñía el cuello.

En el reloj marcaban las dos y veinte, lo cual era una visión fabulosa ya que, desde el desayuno a las nueve se encontraba restringida en una estricta posición de “orante inverso”. Sus codos se encontraban atados juntos a su espalda y flexionados, de manera que las palmas de sus manos se encontraban la una contra la otra a la altura de su nuca. Esta posición es siempre dolorosa tras cierto tiempo, y pocas veces se consigue mantener los codos juntos y las manos inmovilizadas a tanta altura, lo normal, aun en las chicas más flexibles, es que los codos se encuentren atados a cierta distancia uno del otro, y las manos se encuentren por debajo de los omóplatos. Desgraciadamente para Martina, sus grandes cualificaciones en artes marciales, había llegado a ser medalla de oro en unas olimpiadas universitarias, obraban, en este caso, en su contra. Por un lado poseía más flexibilidad que una mujer de su edad “normal”, y por otro lado, sus dotes las convenían en una testigo sometida a medidas especiales, de manera que, por ejemplo respecto a su compañera de programa su bondage era, siempre, mucho más estricto y sometido a mayores controles.



 

A las dos y media, a tiempo para el almuerzo del mediodía, pensaba Martina, uno de los agentes llamaría a la puerta, le quitaría la enorme mordaza de bola roja que invadía su boca y que siempre estaba mucho más apretada de lo que sería necesario, y permitiría a sus brazos un descanso al cambiar su punitiva posición por otras restricciones más confortables a fin de permitirle bajar al comedor, y, aunque siempre bajo la atenta vigilancia de uno si no los dos agentes, mantener una pequeña charla con Aisha, con la cual, a fuerza de compartir unas circunstancias tan particulares, estaba forjando una sana amistad.

Frisaba ya la hora del almuerzo, cuando la mujer escuchó la conocida llamada en la puerta que, sin que el recién llegado esperara obtener ninguna respuesta, por otro lado imposible, se abrió a los pocos segundos. Era Patricia, la agente que junto con Carlos, o esos eran los nombres que habían dado, se encargaban de la protección, custodia y atención de las dos jóvenes. Era una mujer alta de pelo rubio que frisaba los cuarenta años y una constitución atlética que haría palidecer a muchas veinteañeras. Martina no sabía por qué, pero intuía que un fondo de sequedad se mantenía en el trato hacia ella, que, no obstante siempre había sido correcto dadas las circunstancias.

-          - Hola, Martina. Es hora de cambiarse. Túmbate boca abajo sobre la cama, ya sabes cómo.

Deseosa de poder disfrutar en  sus brazos de la relativa libertad de un bondage más  liviano la joven obedeció al instante.

Una vez se hubo tumbado, notó como Patricia deslizaba bajo su vientre un anchísimo cinturón de cuero que aseguró con un candado de acero a su espalda.

La agente, antes de empezar a deshacer los nudos que aseguraban los brazos de la mujer que yacía en la cama observó el aspecto general de los miembros, pese a que cada hora las testigos eran chequeadas, La cuerda demasiado fina y demasiado apretada como para poder haber sido confortable en algún caso, se enterraba profundamente en la carne de los brazos de Martina. Patricia pensó que mientras los hombros de la joven debían de estar viviendo una auténtica ordalía de dolor, sus manos y antebrazos hacía horas que debían de estar dormidos. A pesar de la severidad de las restricciones la circulación de aquella mujer joven no presentaba problemas, aunque, en esas posturas, las restricciones debían ser revisadas cada hora. La cautiva notó como su experta guardiana forcejeaba con los nudos de las cuerdas y notó como, milímetro a milímetro, sus codos se separaban muy despacio. Si bien el poder separar los codos que habían permanecido estrujados el uno contra el otro las últimas seis horas era siempre una alegría, era verdad que esa postura aumentaba mucho la tensión en la ligadura de sus muñecas que ya de por sí se clavaba en los pulsos de forma dolorosa, provocando que el alivio en sus omóplatos al sentir liberados sus codos corriera paralelo a las llamaradas de dolor que emanaban de sus muñecas, ahora sobretorturadas.

Una vez los brazos fueron liberados, Patricia hizo pasar unas esposas por una gran argolla que el cinturón de cuero presentaba en su parte frontal, y, al momento las muñecas de Martina se encontraban otra vez perfectamente asegurados, si bien en una posición más confortable. Mientras permanecía sentada en la cama, Martina notaba como los entumecidos nervios de sus brazos volvían a la vida, enviando oleadas de dolorosas punciones a su cerebro, ella sabía que, sus manos, entumecidas, tardarían horas en recuperar la sensibilidad, justo a tiempo para volver a afrontar una larga tarde de confinamiento cuando, tras la comida, otra estricta restricción sustituyera al liviano bondage del que ahora disfrutaba. Sus dedos, tumefactos, serían inútiles durante la comida, convirtiendo sus manos en poco más que en unas “patas de perro” que apenas le permitirían sostener los cubiertos con un mínimo de pericia.

Finalmente, la enorme mordaza que forzaba sus mandíbulas fue retirada de la boca de Martina. Poco a poco, ya que la enorme bola había forzado las mandíbulas de la chica hasta quedar firmemente encastrada tras sus blancos dientes, y con la ayuda de Patricia sin la cual aquella cruel bola jamás podría haber sido expulsada, la mordaza volvió a forzar las mandíbulas de la joven, aunque esta vez para recorrer un camino inverso al realizado aquella mañana. Tras horas de dolorosísima distensión Martina tardaría varios minutos en poder cerrar sus mandíbulas de cuya articulación hacía varias horas que irradiaban pulsiones de dolor que recorrían todos los músculos de su cráneo. Un hilo de saliva enorme se desprendía del labio inferior.

Patricia tomo un cleenex y secó la baba que se deslizaba por el pequeño mentón y masajeó la torturada articulación con el fin de disipar el dolor y permitirle cerrar la boca. La marca que había dejado la correa en las comisuras de los labios era claramente visible, así como las marcas que, sobre sus mejillas había dejado la ajustadísima cincha. Aquí se debe explicar que, cuando una mordaza es grande, y esta era enorme, y se aprieta, y esta estaba apretadísima, la mordaza hace prominentes los carrillos, y al apretarse la correa, estos carrillos son aplastados a su vez  contra la dura bola de látex que los hace protruir. Esto unido a la indentación del cuero sobre las delicadas mucosas de las comisuras labiales y a la sed que devora y que sólo conocen las que durante horas han sido amordazadas, hace que, aparte de la privación de la facultad de hablar,- sin duda dentro de todas las posibilidades de bondage es lo que más indefensa hace sentir a una mujer-, la ordalía de ser amordazada sea algo muy digno de tener en cuenta.


 

-         -  ¿Quieres beber?

- Martina asintió y la agente acercó un vaso de agua con una pajita que la cautiva apuró de un trago.

-       - Patricia, estaba muy apretada. ¿De verdad es necesario?- Martina se pasaba la lengua por la superficie de sus labios que tras varias horas de yerma sequedad acababan de recibir el beso del agua.

-      - Sí. Y si se te ocurre otro comentario de marisabidilla sobre como tengo que mantener segura a una experta karateca, te aseguro que esa mordaza vuelve a tu boca justo después de que te cepilles los dientes.

Martina bajó la mirada y selló sus labios, sabía, por propia experiencia que la agente Patricia, o Morticia como la llamaba Aisha, no amenazaba en balde.

Cuando bajaron al comedor, la mesa estaba puesta, y Aisha, vestida con unos apretados vaqueros y una camiseta sin mangas de color azul marino que dejaba a la vista el bonito zafiro que adornaba su ombligo, esperaba frente a su silla. La marca de la mordaza era también caramente visibles sobre su boca.

Al verse, las dos chicas se sonrieron.

-        -  ¿Qué tal, Aisha?

-       -   Bien…. Ya sabes…. Toda la mañana de compras. – Las dos chicas rieron e incluso los dos estrictos agentes sonrieron ante la ocurrencia de la joven.

-       -   Yo… esa puñetera mordaza estaba tan apretada que me dolía hasta la cabeza.

-      -    Ya… es una lata, pero bueno, es el protocolo… Hoy… nos hemos portado bien…. – dijo Aisha elevando la voz para que los dos agentes que ultimaban los platos en la cocina pudieran oírla-, ¿Nos vais a dejar ir a la piscina por la tarde?

Carlos miró condescendiente a las chicas. Él, divorciado, tenía también una chiquilla  un poco menor que ellas y que ese año entraría en el último año de instituto. Vivía con su madre en  California.

-        -  Sólo si os lo coméis todo – sonrió el agente sin levantar la vista de su tarea en la cocina-.

Patricia miró con desaprobación a su compañero, aunque él era un agente muy cualificado y superior a ella en el escalafón, a veces sentía que, especialmente si las testigos eran jóvenes y bonitas, se olvidaba un poco del rigor profesional, “Problemas de trabajar con hombres”, pensó para sí.

Una comida cuando dos de sus comensales se encuentran con sus manos esposadas a su cintura es un acto que se puede prolongar mucho en el tiempo, y ya eran casi las cuatro cuando las chicas terminaron las fresas que constituían el postre. Aunque las comidas eran un momento de distensión y las charlas podían llegar a ser muy agradables, el protocolo de higiene, como todos los del Programa de Protección de Testigos, era muy estricto y las dos chicas debieron acudir al cuarto de baño para su higiene dental.

Para ello, y ante la mirada impertérrita de Patricia, una muñeca era liberada de su restricción y con esa mano la chica podía cepillarse los dientes y resto de actividades de higiene que estimara. No era raro que aprovecharan también para aliviar sus vejigas ya que, pasar la tarde sometida a un estricto bondage y firmemente amordazada no era la mejor de las situaciones para afrontar una situación sobrevenida.

Tras veinte minutos dentro del baño, las dos muchachas volvieron a ser esposadas de ambas manos y acompañadas al salón donde Carlos terminaba de ver el noticiario en la televisión.

-          -Qué queréis, ¿ ir a la piscina?

Las dos chicas asintieron con vehemencia.

-          Patricia, acompaña a las chicas y que se pongan el biquini, esta tarde, como han sido buenas chicas se han ganado que las custodiemos mientras disfrutan un poco de las comodidades de la villa.

Al poco las tres chicas estaban de vuelta al salón, con las muñecas todavía esposadas al ancho cinturón de cuero marrón que ceñía su cintura y caminando sobre los altos tacones que realzaban sus esbeltas figuras. Carlos permanecía en la misma posición, viendo los deportes, si bien, sobre la mesa que se encontraba frente a la señorial chimenea que presidía el salón se encontraban los odiados monoguantes y dos mordazas de aro cuyas futuras destinatarias no dejaban lugar a la duda. Una pequeña rebelión iba a tener lugar…

- No, jobá… los monoguantes no- decía Aisha tratando de poner su mejor carita de pena.

- Queremos tomar el Sol, y esas mierdas son muy apretadas, y además, cuando estás en la tumbona no sabes cómo poner los brazos. Y dan calor…

- Y nos van a dejar marca de bronceado…. – terció Martina percibiendo una guardia un poco baja en Carlos-

Patricia asintió ante el último razonamiento.

-      -    Jefe, podemos usar esposas, no van a dejar marca, y, además se podrán meter en la piscina…. Si se lo ganan.

Las dos cautivas ante la irrupción de la inesperada aliada inquirieron  con mirada expectante a Carlos, que sonriendo meneaba la cabeza.

-        -  Bueeeeeeno…. Sois unas caprichosas…. las tres….. hágase.

El agente se levantó y del armario donde se guardaban las restricciones regresó con varios pares de esposas. Patricia observó que, en su elección, la seguridad quedaba garantizada, ya que las muñecas de Martina serían aseguradas por unas esposas en “8” de estilo irlandés, y los brazos serían inmovilizados con unos grilletes “bagno” que sujetaban los codos inmovilizándolos apretando el uno contra el otro.




 

Aisha, considerada como menos de custodia menos exigente , sería asegurada con dos pares de esposas convencionales en muñecas y codos.

Las dos chicas, que ya no eran ajenas al mundo de las restricciones, no pudieron más que lamentarse de una elección tan segura como estricta y, aunque habían logrado la victoria de haber podido evitar el monoguante, esa tarde tampoco se iban a sentir libres como el viento.

Con destreza, en un par de minutos las dos chicas ya lucían su nuevo bondage, que mantenía sus brazos inmóviles, pegados el uno contra al otro y apretados contra el centro de la espalda. El abrazo del metal que llevaba los omóplatos hacia atrás lograba también que el busto se mostrara de forma más prominente, lo que, bajo la sutil tela de los bikinis, era sin duda un detalle que Carlos apreciaba.






Carlos cogió las mordazas de la mesa.

-      - ¿Vais a amordazarnos?  Es muy temprano… por favooooor….

-     -  Si sois buenas, será solo un rato, pero, también tengo derecho a un momentito de calma después de comer, y no quiero que me lo estropeéis poniéndoos las tres a criticar…

Los dos agentes, sonriendo, amordazaron a las chicas que con un mohín habían abierto las bocas para acoger aquellos gigantescos anillos que, tras forzar sus mandíbulas, fueron firmemente apretadas por sus correas quedando abrochadas en las hebillas de sus nucas. 

Una última revisión a todas las restriccionesy aquella curiosa e improbable familia salió hacia el jardín, donde la lujosa terraza con piscina iba a ser el lugar donde iban a disfrutar de aquella bonita tarde de Julio.