El joven y la profesora desobediente

  Con 31 años, pese a que las pecas de su cara le confirieran un aspecto más aniñado, haber ganado una plaza como catedrática de instituto e...

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jueves, 29 de abril de 2021

Programa de protección de testigos. (2/3)

 


Un sendero de losas de granito pavimentaba el corto sendero que, a través del jardín, conectaba la casa con la zona de la piscina.

En aquella tarde de verano el agua se empeñaba en bailar con Lorenzo creando con esa danza una infinidad de destellos azules que refulgían como brillantes abanicos. Verdaderamente, todo en aquella casa era grande y magnificente: la cuba, el área de recreo con tumbonas, la vegetación, las esculturas y el gran número de parasoles que rodeaban la zona de baño verdaderamente estaban diseñadas para acoger a bastantes más que las cuatro personas que procedían a acomodarse.

Las dos testigos ataviadas con pamelas y gafas de sol, y abundantemente embadurnadas de crema solar por Patricia antes de salir de la casa, señalaron ansiosas con la cabeza hacia las tumbonas que se encontraban entremedias del sol y la sombra que proyectaba una palmera.

-          Parece que tienen ganas, - dijo Patricia.

Los agentes colocaron a las muchachas sobre las ostentosas tumbonas y, la seguridad ante todo, procedieron a inmovilizarlas de manera que no pudieran suponer un riesgo, ni hacia ellas ni hacia el programa.

Aisha, que en vano trataba de encontrar una posición medio cómoda para sus brazos, fue engrilletada por un tobillo a una recia argolla de acero firmemente cementada en el suelo y que, por si misma era suficiente para mantener a cualquier chica dentro de la longitud de la cadena que allí se anclara.

Como el lector ya está familiarizado con el distinto protocolo que se aplica a una y a otra testigo, las restricciones aplicadas a Martina fueron igualmente seguras pero, de lejos, mucho menos amables. Carlos la ayudó a tumbarse en la mullida colchoneta e, inmediatamente, procedió a atar sus tobillos al fuerte armazón metálico de los reposabrazos.

Con esa posición la muchacha quedaba tumbada sobre la silla con las rodillas dobladas y los tobillos echados hacia atrás, firmemente atados a cada lado de la silla. Junto con la tensión que la forzada posición provocaba en sus músculos y tendones, lo peor, sin duda, era, que al estar tan fija en la postura, no podía tratar de ladearse como hacía Aisha, y no tenía manera de evitar que todo su peso aplastara el metal que le aprisionaba los brazos, provocando algo más que incomodidad en sus extremidades y espalda.

Solo cuando las dos chicas estuvieron acomodadas con todas las garantías de seguridad, Patricia abrió los pequeños candados que cerraban los zapatos de las dos cautivas. Las dos muchachas gimieron de placer cuando pudieron estirar sus pies, sometidos desde primera hora de la mañana a un elegante pero brutal arqueamiento.

El firme bondage y del incipiente dolor que empezaban a sentir en sus miembros no evitaba que, las dos chicas, estuvieran contentas de poder disfrutar de un rato de esparcimiento al aire libre ya que, sin estos paréntesis, los días,- a pesar de contar en sus habitaciones con pantallas gigantes en varios lugares, lo que era útil pues podían visionarse independientemente de la postura en la que una estuviera inmovilizada, en las que podían ver películas, series o leer libros-, se hacían eternos.

Martina, desde su posición, observó a Carlos que desabrochándose la camisa se sentaba en una mesa situada bajo la sombra de unos árboles. Las gafas de sol le permitían no tener reparos en disfrutar de aquel musculado torso que presentaba varias cicatrices que, lejos de afearlo, lo embellecían resaltando su autoritaria masculinidad. Mientras lo miraba, se imaginaba que, así atada, con los muslos separados, no tendría ninguna defensa si aquel hombre hubiera deseado tenerla. La chica de pelo castaño cerró los ojos y noto cómo unas perlas de humedad se deslizaban en su vientre. No era sudor.

Mientras Carlos continuaba sumergido en la lectura de su libro ajeno al escrutinio de la calenturienta joven, su compañera Patricia se había percatado que, la cautiva, creyéndose segura tras sus gafas tintadas, no quitaba ojo de su hercúleo compañero. Más tarde, se dijo, se iba a encargar de que la descarada recibiera un mensaje, bien clarito.

El tiempo de esparcimiento pasaba de forma agradable para los dos agentes que disfrutaban de un bien merecido lapso de relax en el extenuante trabajo de proteger a las dos testigos, pero, transcurridas casi dos horas un incesante coro de quejidos acabaron por arrancarlos de su “dolce far niente”.

Martina, había tratado de aguantar lo máximo posible, pero, los tirones en sus músculos, estaban mandando claras señales  a su cerebro. Sus piernas, abiertas y dobladas al límite de sus posibilidades le dolían como si estuvieran a punto de arrancárselas, y los grilletes “bagno” no solo mordían con fiereza la carne de sus brazos si no que, dada la postura, se le clavaban en la espalda, y tras haber tratado de variar la posición a fin de repartir el castigo, ya no había un milímetro de su espalda que no aullara de dolor. Su vientre ardía tras haber recibido las caricias del Sol por más de una hora y, como guinda a su disconfort, la sed, la devoraba. La mordaza de aro que atenazaba sus mandíbulas se había convertido en una máquina de hacerla salivar, y su barbilla y escote eran una catarata de baba que discurría hasta colmar graciosamente su ombligo, el cual rebosaba un hilillo que continuaba hasta que, poco a poco humedecía el elástico de la braguita de su biquini azul de motivos étnicos.

Temiendo que sus protestas pudieran hacerles perder el privilegio del ansiado baño en la piscina, los gemidos de Martina comenzaron tímidos, casi inaudibles, pero tras ver que ni tan siquiera lograban que los dos agentes levantaran la vista de sus lecturas, el sonido fue in crescendo. Aisha, pese a que disponía de mucha mayor libertad y podía girarse, ladearse e incluso ponerse en pie, se unió a la coral de lamentos, y tras unos minutos, finalmente, los dos custodios se decidieron a dedicarles la atención que reclamaban.

Patricia, que muchas veces como mujer se solidarizaba con las testigos, – a menudo se preguntaba cómo era posible que el programa hubiera sido diseñado y estuviera supervisado por mujeres-, fue la primera en dedicar una mirada más atenta a las dos chicas que se agitaban en sus tumbonas.

-          Creo que es hora de cumplir con lo prometido, han estado tranquilas, parece que no van a necesitar las mordazas… por un rato.

La agente se levantó y avanzó hacia las chicas, se paseó lenta, segura, haciendo oscilar sus caderas delante de su compañero, en un movimiento que, las dos mujeres que permanecían en un estricto bondage juzgaron como exagerado y un tanto exhibicionista, como mujeres, se dieron cuenta que la hermosa Patricia estaba marcando territorio. Con movimientos de experta, desabrochó las mordazas, y primero Martina y luego Aisha, pudieron por fin, tras un breve forcejeo con los calambres que provenían de los músculos que habían sido forzados, cerrar sus labios.

Patricia sabía por experiencia propia la cantidad de líquidos puede perder una chica salivando con la mordaza de anillo, especialmente bajo el sol y en una tarde tan calurosa como aquella de verano, así que, sacando dos refrescos de la nevera con hielos que Carlos había llevado se los ofreció a las muchachas que, bebieron sin dilación a través de sendas pajitas.

-          Gracias, estaba seca, dijo Martina resoplando de alivio… Ay, Dios… tengo la tripa ardiendo.

-          Jobá, estaba echando de menos la bola del demonio, añadió Aisha que recuperaba la respiración después de haber bebido el contenido de la lata de un sorbo.

Carlos cerró el libro y lo apoyó en la mesita que tenía junto a su silla, y se acercó hacia donde las chicas habían hecho su particular corrillo.

-          ¿Listas para un baño?

A las dos muchachas se les iluminaron los ojos ante la posibilidad de, en unos minutos, poder estar nadando libres en esas aguas que con sus reflejos llevaban seduciéndolas toda la tarde, y asintieron al unísono: “¡Sí!”.

Por desgracia para ellas, la seguridad del programa, no iba a permitir que sus felices augurios se cumplieran… al menos por completo.

Aisha, fue liberada del grillete del tobillo, y acompañada hasta las amplias escaleras de azulejos esmaltados que, de forma señorial con varios escalones se iban introduciendo en la apetecible agua de la piscina. Carlos estaba junto a ella cuando se detuvieron en el primer escalón, con el agua cubriéndoles los tobillos. Martina vio, desde su tumbona en la que permanecía inmovilizada, como Patricia se acercó a ellos portando un gran aro salvavidas de franjas blancas y naranjas. La agente deslizó el rígido flotador, sosteniéndolo inclinado, hasta que este  se situó por la parte delantera justo por arriba de los pechos de la joven, y en su espalda en la zona lumbar, quedando entre espalda y de los brazos de la joven que, permanecían firmemente asegurados por los dos pares de esposas en muñecas y codos.

-          Pero… ¿Qué estáis haciendo?, ¿Cómo voy a poder nadar con esto?

-          ¿Que qué hacemos? Pues velar por tu seguridad, - dijo Patricia-, y, como sois… que entendéis lo que os interesa… aquí nadie dijo que fuerais a nadar, si no, daros un baño. Y si no quieres, pues de vuelta a la tumbona….

Aisha se sintió indefensa y derrotada de antemano.

-          Vaaaaale. Pero no es justo… no somos terroristas ¿Sabéis?

-          Por eso nos tenéis aquí, protegiéndoos y evitando que nada malo os pase,- terció Carlos- si no, estaríais en prisión, y créeme, allí no ibais a tener el régimen de comodidades que tenéis aquí.

Las dos chicas, temerosas de que incluso el muy cercenado privilegio del baño peligrara, no iniciaron una discusión, pero, verdaderamente se preguntaban de qué comodidades estaba hablando el agente. Desde hacía quince días habían sido sometidas a un estricto bondage, y el más nimio desliz en el cumplimiento de cualquiera de las normas y protocolos había sido castigado con severidad, con más tiempo de restricción, mayores mordazas o posturas más extenuantes…. Difícilmente podrían imaginarse el régimen de las prisiones…

Patricia sujetaba en posición el salvavidas, mientras poquito a poco Aisha iba introduciéndose en el agua descendiendo escalón a escalón. Sin duda, en otras circunstancias, le hubiera gustado disfrutar de una aclimatación más progresiva, y disfrutar de la escalera flanqueada de estatuas, fuentes y flores, parándose, e incluso sentándose en los escalones, pero, al final, la realidad mandaba, y su amiga Martina, esperaba su turno inmovilizada en un exigente predicamento, así que decidió no demorar el proceso. Cuando el agua les llegaba por el vientre, los dos agentes ayudaron a la cautiva a echarse a flotar. Aisha quedó a flote, apoyada sobre el flotador, el cual, tercamente quería deslizarse hasta quedar apoyado en el cuello de la muchacha. Afortunadamente (¿?), los dos guardianes no era la primera vez que realizaban esta acción y un último refinamiento de seguridad iba a evitar esa incomodidad. Una vez a flote, Carlos dobló una de las rodillas de la chica atando ese tobillo al aro salvavidas y, con otra cuerda, ató las esposas que aseguraban los codos de la muchacha al mismo punto del aro donde se fijaba el tobillo de Aisha.

Así, la joven, podía con total seguridad deambular por la piscina impulsada por la pierna que permanecía libre, mientras que, el aro firmemente amarrado se mantenía a la altura sin deslizarse hacia el cuello.

Martina, desde su lugar, no pudo menos que maravillarse de lo ingenioso del sistema que permitía a las chicas disfrutar de la piscina mientras permanecían genuinamente seguras y sometidas a un restringente bondage. Un detalle que le pareció gracioso fue que, los brazos de su amiga, sobresalían por encima del flotador al que estaban amarrados, y al estar inclinados hacia atrás por efecto de las restricciones, le daban a Aisha un aire de tiburón bastante cómico.


 

Aisha dio sus primeras patadas y vio cómo, a pesar de lo estricto de la posición, esta resultaba relativamente cómoda, y salvo la incomodidad de ir perdiendo sensibilidad en sus manos por encontrase elevadas e inmovilizadas, la posición era relativamente confortable, a pesar de que mantener un movimiento fluido estaba suponiendo un pequeño desafío para ella. Por primera vez desde que había entrado en el programa se sorprendió a si misma disfrutando de su indefensión, de tener a dos expertos agentes velando por ella y de tener que afrontar los pequeños desafíos que suponían para ella su nueva vida con la movilidad cercenada.

Los dos agentes se cercioraron con una última mirada de que su sirena no tenía ningún problema y salieron de la piscina dispuestos a cumplir su promesa con Martina que, impaciente como una niña a la que tocara su turno de sentarse sobre el regazo del Rey Mago para pedir sus regalos, aguardaba su turno de abandonar su tumbona, convertida en cruel potro de tortura.

Patricia desató los tobillos de la chica que pudo relajar sus piernas y rodillas que, abiertas y flexionadas, la habían obligado a mantener la indecorosa posición de una suerte de horcajadas sobre la silla de piscina. Martina se incorporó, a fin de lograr que metal de sus grilletes dejara de clavarse en la carne de su espalda, la cual, al igual que sus piernas, agraviadas por el severo tratamiento que habían recibido, rabiaba de dolor.

Mientras esto sucedía, Carlos se acercaba con una rígida colchoneta de plástico duro la cual presentaba una argolla metálica en cada esquina, cuando Martina se dio cuenta de los planes que habían reservado para ella, el alivio de verse liberada de su ordalía,  dio paso a cierta indignación.

-          No, no, no – giraba la cabeza enérgicamente para enfatizar su negativa-, no podéis encadenarme a eso.

-          O sí, señorita, y eso es lo que va a pasar. Es lo más seguro para todos, Carlos mantenía un tono de suave firmeza en su masculina voz.

-          No, me niego.

-          ¿De verdad?- dijo Patricia con una sonrisa socarrona-, ¿Prefieres seguir en la silla?

-          No, pero… no… eso no, Martina estaba a punto del pucherito- me he portado bien, no os he dado ningún problema, e insistís en tratarme como a Anibal Lecter.

Carlos se puso serio.

-         - Martina, para ti es difícil, y lo sabemos, pero, la primera obligación nuestra es mantenerte segura, a ti y a nosotros. Y la primera regla, es que, para cumplir esta obligación, no nos podemos fiar de nadie, ni siquiera de la voluntad de la testigo. Es mantenerte segura, quieras o no quieras. Y no es aceptable correr ningún riesgo. ¿Está claro?

La joven bajó la mirada y el fuego de su rebelión descendió en intensidad.

-     Pero… me dijisteis bañarme, y eso es flotar, no bañarme. Tengo mucho calor, y solo quería refrescarme. ¿No puedo tener un bondage como el de Aisha?

-          Para ti no es aceptable, Martina, y lo sabes. No es suficientemente seguro.

-          Ya, pero es que… me habíais prometido un baño, y además se me ha puesto la barriga morena, y no me ha dado nada el sol en la espalda, y si me esposáis a esa cosa, voy a parecer un San Jacobo, tostada por un lado y blanca por otro…

Patricia vio como Carlos bajaba sus defensas, y sabía, por experiencia, que podía estar pronto a ceder, así, que se le ocurrió una idea que podía satisfacer a ambas partes, y, de paso, mandar a Martina el recadito por su comportamiento descarado de antes.

-          Se me ocurre una idea….

Al cabo de unos minutos, Martina se maldecía a si misma por haber aceptado una propuesta preñada de veneno; debió de haberlo visto venir por la sonrisilla de Patricia cuando la exponía…. Pero no…. Se sentía estúpida.

Cuando la inocente muchacha dio su visto bueno, se vio reducida a un estricto hogtie, en el cual sus muslos, rodillas, gemelos y tobillos se encontraron firmemente atados. Patricia dobló una cuerda hasta hacer una corredera que apretó con fuerza alrededor de la cintura de su cautiva, pasando el cabo de por debajo de su sexo, y  ciñéndolo en su espalda a la cuerda que mordía su cintura. A pesar de la protección de la fina tela del biquini,  Martina sentía como la cincha mordía dolorosamente su sexo y perineo. Una vez satisfecha con la rigidez del conjunto de las ligaduras, unió con una cuerda las ligaduras de los tobillos a los grilletes que seguían mordiendo sus brazos justo por encima de los codos, y comenzó a tensarla.

Mientras la cuerda que unía los tobillos y los codos se iba haciendo progresivamente más pequeña, las rodillas de Martina se fueron doblando, provocando una sensación precursora del dolor en sus tendones, pero, para su desgracia, Patricia aún no había terminado…. la cuerda se encogió hasta que los gemelos descansaron sobre la parte trasera de los muslos, punto en el cual, todos los receptores de dolor de Martina estaban en solfa. A pesar de las agónicas sensaciones, su ordalía estaba lejos de terminar, ya que la agente con paciente crueldad continuó tensionando la cuerda, hasta que la espalda de la joven se vio forzada en un arco, primero leve, y posteriormente muy acusado, en un escorzo que recordaba al de un pez cuando es sacado del agua, lamentablemente, al contrario que el pez, su escorzo no tenía lapsos, sino que una recia cuerda mantenía el cuerpo de la joven en una postura que castigaba no solo sus lumbares sino que su pelvis, una vez piernas y abdomen abandonaron por efecto del arco el contacto con el suelo, sostenía por si sola el peso de Martina, función para la que, obviamente, no estaba diseñada y que provocaba que esta se clavara en el suelo provocando un intensísimo dolor que, al no existir en la zona la mínima capa adiposa, martirizaba directamente sus huesos..

Afortunadamente para Martina, no fue mucho el tiempo que, una vez reducida a ser un exagerado arco de carne agonizante, tuvo que esperar sobre tierra firme. Carlos se acercó a la joven una vez las expertas manos de su compañera hubieron acabado el trabajo, y mientras se agachaba a recogerla, observó el primoroso trabajo de Patricia. Cada nudo estaba hecho con precisión milimétrica, y colocado bien fuera del alcance de los dedos de la cautiva que no tardando mucho iba a entrar en frenesí para tratar de alcanzarlos y para así intentar aflojarlos. Colocados tal y como estaban, el alivio iba a ser imposible para Martina. Las cuerdas, muy apretadas, se enterraban en la joven carne, si bien no ponían en peligro la circulación sanguínea de una joven deportista, y el aspecto de la cuerda era pulcro y atildado.

Martina notó como era tomaba en brazos y, para su sorpresa, sentirse indefensa, en brazos de aquel hombre maduro la hizo sentirse bien. Se sintió segura, completamente confiada en él, aunque extremadamente frágil y vulnerable, sin más escudo que la buena voluntad de su guardián. Mientras caminaba con ella en brazos hacia la piscina, en algún paso su cuerpo entró en contacto fugazmente con la entrepierna del hombre y, para su sorpresa, le pareció detectar cierta turgencia bajo la tela del bañador del agente. Mientras era transportada, en brazos de aquel fornido hombre, se sintió profundamente mujer.

Patricia se afanaba en ultimar las cuerdas que colgaban del extremo del pequeño trampolín de un metro con el que contaba la piscina y solo cuando se aseguró de que las maromas estaban firmemente aseguradas, bajó de la plataforma y se encontró en el agua con los recién llegados.

Aisha, que ya había adquirido cierta pericia en el nado con solo una pierna observó cómo su amiga era amarrada por la ligadura que unía sus codos a sus tobillos a las cuerdas que colgaban del trampolín, haciendo que, el propio peso de la chica aumentara aún más la curvatura de la espalda, decididamente en ese momento se alegraba de haber reusado el apuntarse a clases de Krav Magha cuando una amiga se lo había propuesto a principios del curso académico.

Una vez colgada del trampolín, Martina notó como la curvatura de su espalda se acentuaba hasta el punto que en el que pensó que su espina se quebraría en dos, no solo fueron los receptores del dolor de su cerebro que encendieron las alarmas rojas, sino que, incluso, sus pulmones luchaban por recibir aire. La agonizante chica no tuvo tiempo de expresar una queja, ya que, a los pocos segundos notó como una mano  impulsaba su pelvis hacia arriba, disminuyendo el arqueamiento y permitiéndole respirar con normalidad a pesar de las agudas punzadas en la zona lumbar. Martina ya estaba acostumbrada a que, últimamente en sus vidas, todo alivio venía acompañado de una contraprestación, y para desgracia de su sexo esta vino cuando la cuerda que se hundía en su feminidad fue, a su vez, amarrada al trampolín, haciendo que, si bien la postura general resultaba ahora un tormento asumible al disminuir el arco de su espalda, su tierno y sensible coñito se veía sajado en dos por la tensión de la soga que la viviseccionaba.

Patricia se alejó unos pasos y contempló su obra… estaba satisfecho sin duda la joven zorrita había recibido el recado, ya se lo pensaría dos veces antes de mirar a un hombre que no le pertenecía.

-         -  ¿Ves? Así, te dará también el sol en la espalda.

Martina percibió cierto retintín en el comentario de la agente, si bien, no entendía bien el porqué.


 

Cuando las dos chicas hubieron sido restringidas con seguridad, Aisha se impulsó hasta la zona del trampolín donde, a pesar de las circunstancias, las dos chicas pasaron una tarde agradable en compañía la una de la otra. Los dos agentes, observaban vigilantes a las dos muchachas que bromeaban, reían y conversaban, e, incluso, de vez en cuando, jugaban a dispararse chorros de agua con la boca.

Los guardias permanecieron a distancia, sin inmiscuirse, dejando a sus dos protegidas una burbuja de tiempo para ellas, sabían que, cuando se somete a dos jovencitas a un régimen estricto, los pequeños paréntesis de distensión hacen que incluso los pequeños placeres como una conversación privada se paladeen mucho más.

 

sábado, 16 de enero de 2021

La mujer más maravillosa del mundo


 

Era una noche desapacible. Desde la ventana Ana contemplaba como la furia del viento movía los árboles al compás de las ráfagas ululantes.  Su mirada se perdió en la inmensidad del espectáculo , en su cabeza se vio asaltada por la idea de que en ese viento poderoso había algo secreto, algo oculto pero latente, algo salvaje… algo varonil; como contraparte,  en esos sauces que desafiaban toda esa potencia oscilando juguetones, doblándose hasta lo insospechado, extremadamente seguros en su aparente debilidad creyó ver algo primario, hermosamente demencial aguantando, sin más, todo aquel caudal de energía que los vapuleaba, creyó ver, en fin, la esencia de las hijas de Eva, de las hermanas de Selene.

Adolfo, su marido, la había llamado hacía ya un rato, para avisarla de que, una noche más, debido a ese contrato de exportación de camiones a Argentina llegaría a casa pasadas las once de la noche. Ana, se mordió los labios con expresión pícara. Con sus 37 años magníficamente llevados, cuando sonreía así  parecía una colegiala. A lo largo de su vida se lo habrían dicho millones de veces, y las pecas que adornaban sus mejillas, no hacían gran cosa por poner remedio a eso…

Eran las once y cinco cuando Ana vislumbró el coche de su marido y al poco tiempo un reconocible sonido de puertas de automóvil abriéndose y cerrándose llegaron del garaje. La Penélope de nuestra historia abandonó su puesto frente a la ventana. Cuando el hombre entró, su mujer corrió a recibirlo volando sobre los zapatos de tacón que debía de llevar en todo momento. Un pequeño candado en la  correa que abrochaba el zapato al tobillo hacía que tampoco tuviera mucha posibilidad de incumplir el particular código de vestimenta. Así asegurados, sus pies estarían arqueados forzándola a caminar “en pointe” hasta que alguien se apiadara y decidiera dar un descanso a sus torturados pies.

El hombre se veía agotado, con una cara en la que pesaba la sombra de la preocupación. Cuando Ana llegó hasta él, recompuso la mejor de sus sonrisas, y agarrando la diminuta cintura de su mujer con ambas manos la besó amorosamente.

-          ¿Qué tal princesa?

-          Bien, ya sabes, rutina de casa. ¿Y tú en el trabajo?

-          Regular… la legislación argentina ha cambiado recientemente, y veo negro que ahora, podamos lograr que se ejecute la licitación del concurso…Y ya tenemos comprados esos 120 camiones…- Ana, por toda respuesta a las palabras de su marido, lucía una cada vez más amplia sonrisa-. ¿Pero se puede saber qué te pasa? Es un problemón, ya sabes que llevo casi 4 días sin dormir…. No sé por dónde va a acabar saliendo el Sol….. y a ti ¿Te divierte?

La sonrisa y el brillo de felicidad en los azules ojos  de Ana ya iluminaban toda la estancia.

-          Cariño… hoy, mientras aspiraba se me pasaron por la cabeza, unas excepciones en el derecho mercantil de allá…

Con sus palabras, Ana se había hecho con toda la atención de su hombre.

-          Sí, te explico, se me ocurrió que ante el cambio de normativa, este se podría sortear, con una vieja ley, de interés nacional, de 1938, que aún sigue, como un poquito fósil en nuestro ordenamiento jurídico.

-          ¿Y por qué eso no se le ha ocurrido a nuestro bufete de Buenos Aires?

-          Por qué no todos los abogados se han licenciado con matrícula de honor… como tu niña… He llamado a algunos contactos allá, os mandarán un dossier completo mañana o pasado, pero, en principio… vete pensando en buscar un barco, porque la venta es imposible que no se realice.

-          Tengo la suerte de estar casado con la mujer más inteligente del mundo - fue toda la respuesta de un hombre que respondía con la energía de  quien corre tras haber retirado de los tobillos las pesas de entrenamiento. Gracias princesa. No sé qué puedo decirte…. Eres increíble.

En ese momento, la faz de Adolfo había mutado en la de una pura representación de la victoria. Cogió a su mujer y le dio un beso, largo,  caliente y profundo. Ana sentía como la lengua de su hombre la invadía, la profanaba lujuriosamente, la notaba recorriendo cada rincón de su boca convirtiendo su lengua en palpitante órgano de placer.

-          ¿Has cenado ya? – preguntó Ana arrodillada sobre el sofá mientras veía como su hombre aliviaba sus pies cambiándose los zapatos de calle por unas zapatillas más confortables.

-          Si, gatita.

-          Quieres…. ¿Qué vayamos a la camita? – Adolfo sonrió.

-          Estoy destrozado cielo.

-          No seas muermo… jolín. Habrá que celebrarlo…

-          ¿Qué es lo quieres, brujita?

-          Pues…. quiero…. Que me ates…. En una posición segura y cómoda… y que te folles a tu IN-CRE-I-BLE mujer hasta que pierda la cabeza – la risa nerviosa de Ana, denotaba a las claras que, verdaderamente estaba muy excitada.

Adolfo salió de la habitación y regreso a los pocos minutos con el “cajón de los juguetes”.

-          Date la vuelta, mujer increíble- acompañando sus palabras con un azote en el duro trasero de su mujer.

Ana obedeció  con la sonrisa dibujada en su rostro.

Él, cogió una cuerda blanca, y con maestría ató cruzadas las muñecas de su mujer. Lo hizo fuerte, apretadas, realizando varias vueltas alrededor de ellas y forzando a pasar el cabo varias veces entre el espacio, casi inexistente que quedaba entre los suaves pulsos. Una vez hubo asegurado el nudo en un lugar donde ningún dedo ansioso pudiera alcanzar, tomo otro trozo de cuerda. Tras doblar la cuerda a la mitad, hizo un bucle envolviendo ambos brazos unos centímetros por encima de los codos.

-          Ana frunció el ceño. - Cielo, se bueno.. .por favor, no me ates los codos, déjame un poquito cómoda, los codos, no ¿Sí?

El hombre siguió a su tarea, sin detenerse a atender las súplicas de su mujer, acercando los codos hasta casi tocarse y apretando la cuerda todo lo que pudo. A pesar de que Ana podía ser atada con los codos juntos, y de hecho había permanecido así durante días, cuando se cruzaban las muñecas esto resultaba imposible y , en esa posición, atar los codos, especialmente tan juntos como estaban, implicaba crear una fortísima tensión en las cuerdas situadas en ellos. Los cabos que la restringían mordían como lobos, enterrándose profundamente en la delicada carne de los brazos de Ana.

-          Malo- fue todo la defensa que pudo ejercer la mujer, sometida a tan estricto bondage.

 

El siguiente objetivo fue la entrepierna de la indefensa dama. Despojando a su esposa de las delicadas bragas de encaje blanco,  su marido tomó un nuevo tramo de ligadura, esta vez más fina, la cual doblo a la mitad. De manera análoga a como había sobre los codos de su indefensa modelo, realizó un looping alrededor de la cintura apretándolo con firmeza, asegurándose que este se enterrara con furia en la tierna piel, justo encima de las caderas. Un violento tirón más hizo que su mujer emitiera un gemido de dolor. Posteriormente, pasó el doble cabo entre los muslos de la mujer, hasta, de nuevo la cintura. Se cercioró que la doble ligadura quedara extremadamente apretada entre los labios del sexo de ella, con un cabo a cada lado de su perla de feminidad que quedaba, así, pellizcada con crueldad. La salvaje tensión de las cuerdas hacía que el tierno apéndice quedaba levemente erecto, sobresaliendo parcialmente de su guarida de piel. Solo entonces, con la sonrisa vertical de su mujer remarcada de una manera deliciosamente grotesca, realizó el nudo que aseguraba el conjunto a la soga que torturaba la cintura de su cada vez más desesperada cautiva.

-          Mi amor, me duele… ¡Mucho! ¡Me vas filetear! Noto como esa cuerda quiere abrir mi coñito en rodajas. ¡Quítamela!... o aflójamela, mi amor, te lo suplico…

El hombre continuaba silencioso. Cogiendo a su venus particular por la ligadura de los codos la  sentaó en una silla de madera, poniendo los inmovilizados brazos por detrás del respaldo. Tomó varias sogas más del cajón. Con metódica precisión ató los brazos de su mujer al respaldo de la silla fijándolos de manera vertical lo que la forzaba a pegar la espalda a la parte trasera de la silla. Pasó parsimonioso, con el cuidado de un artesano la cuerda alrededor de su tronco por encima y por debajo de los pechos, de manera que su indefensa prisionera tuviera que permanecer absolutamente erguida durante su cautiverio.

El hombre se agachó con una pequeña llave con la que abrió lo candados que aseguraban los zapatos de tacón de su esposa.

-          Ves, va a estar cómoda- dijo con una sonrisa mitad juguetona y mitad cruel mientras acariciaba con sus ojos la mirada de desesperación de la bella porteña que, nerviosa,se agitaba en vano contra las firmes ligaduras.

Ella lo miro poniendo una mueca que no dejaba lugar a la dudas.

El hombre sacó los zapatos, y ella distendió su cara con expresión de alivio cuando pudo, por fin, estirar los pies.

-Gracias cielo, llevaba dieciséis horas con ellos.

- ¿Es una queja?- levantó la cabeza Adolfo mientras procedía a atar con varias vueltas una cuerda a cada tobillo y dejando un largo sobrante en cada una de ellos.

Ana grapó sus labios al momento. – No, no es una queja…

El marido aseguró los nudos.

-        -  Cariño, me veo los tobillos y…

-         - ¿Y?

-         - Por favor, no iras a atarme con los pies separados, ¿Verdad? Por favor, es una forma tan  terrible de estar atada... Por favor, dijo la mujer dejando arrastrar  su expresión por el pensamiento de quien se teme lo peor.

Adolfo, sin inmutarse, procedió a flexionar hacia atrás las piernas de Ana, hasta que sus gemelos tocaron la parte de debajo de los laterales del asiento, y solo entonces, con el borde del asiento clavándose incómodamente en las trasera de las rodillas,  procedió a atar cada tobillo al respaldo de la silla.

Un pucherito nació en la garganta de su mujer.

Adolfo se incorporó y contempló su obra. La belleza de su hermosa mujer cruelmente restringida, hizo que un escalofrío de pasión y amor, le recorriera la espina dorsal.

-          Bueno, mi Sol, buenas noches, me voy a duchar y a la cama, que estoy cansado.

-          ¡No!, por favor- Ana estaba al borde del llanto-, no puedes dejarme así toda la noche. Te lo imploro. Las cuerdas me están sajando a la mitad, por favor…

El la besó en la frente. – Es para que no olvides tu posición, princesa.

El marido volvió al cajón del que sacó tres pequeños objetos.

El primero era una pequeñita botella roja ante cuya visión, Ana comenzó negar con la cabeza con espasmódicos movimientos y a retorcerse en sus inclementes restricciones, obviamente sin más resultado que el que las cuerdas se hincaran más en sus ya doloridos brazos.

-          ¡No! ¡No!, ¡No he hecho nada! … ¡Ni se te ocurra!, ¡No lo merezco! ¡No he hecho nada! – Ana ya no podía evitar que sus ojos se le humedecieran con el llanto.

Su marido abrió la botella y vertió su viscoso contenido sobre sus dedos para, acto seguido masajear el sexo de su mujer y empapar las cuerdas que lo martirizaban de forma tan despiadada. El efecto en Ana no sería muy distinto del conseguido si la hubieran conectado un cable de mil voltios. La mujer se crispó y su cara adoptó un rictus indescriptible.

 

-          Pórtate bien, o si no, tendremos que masajear también esos pezones tan descarados que se te marcan en el camisón, o también ese culete… ¿Qué te parece? ¿Tendré que hacerlo? 

-          No…. Por favor... Seré buena.

El viscoso líquido comenzaba a surtir efecto; una sensación de ardiente comezón, un picor cada vez más intenso y que no iba a poder ser aliviado, se adueñó de su entrepierna. Ana lloraba y se sacudía en sus ataduras.

Adolfo, colocó un pequeño vibrador en el sexo de su mujer, apretado de tal forma por la tensión de las cuerdas que casi quedaba tatuado sobre su feminidad. Seleccionó la potencia mínima, lo cual unido a su posición lejos del sensible clítoris iba a hacer imposible que su mujer obtuviera el mínimo alivio en su predicamento.

Ana miró con terror en su mirada como su captor portaba una mordaza con un enorme dildo de catorce centímetros. Ella conocía esa mordaza, el llevarla, era afrontar un infierno, luchando constantemente por no ahogarse y contra el reflejo de vómito con el que su cuerpo trataba, inútilmente de librarse del cruel invasor.

Él dejó el descomunal silenciador en una mesita, junto a ella.

-          Y ahora, duerme calladita, si no, habrá que usar esto, ¿Vale? Te lo pongo aquí, para si te despiertas, te ayude a concentrarte en estar tranquila.

-          No puedes dejarme así, te lo imploro, cualquier cosa menos esto, por favor

Adolfo se llevó un dedo a los labios. – Shhhhhh, duerme bien gatita. Que descanses.

El hombre apagó la luz y subió a pegarse una ducha. Cuando llegó al baño,  el picor y ardor en sus dedos era de una intensidad insoportable, a pesar de que se los había limpiado con un cleenex nada más aplicarlo sobre la tierna carne de Ana. No era difícil imaginar la increíble ordalía que debía de estar experimentando su mujer en las sensibles mucosas de su sexo. Estaba muy orgulloso de su mujer que era una excepcional compañera, sabia y vivaz, y una sumisa de la que cualquiera  estaría orgulloso.

Adolfo se duchó y se puso el pijama.

Habían pasado 2 o 3 horas y no había logrado conciliar el sueño. Ana se retorcía torturada por los tormentos que su hombre había decidido infringirle. Mentalmente trataba de rascarse ese feroz picor que incendiaba su conchita, pero claro, ese ejercicio no surtía demasiado efecto. Lloraba en silencio pugnando, impotente, contra las cuerdas que mordían su anatomía. Cada vez que un gemido más allá de los silentes se le escapaba de los labios volvía su mirada al piso superior, anticipando una luz que se encendía como paso previó a ser castigada con la mordaza. Su sexo ardía. Su estrategia de haber tratado de aliviarse al principio frotándose contra la cuerda que amenazaba con cortarla al medio, aunque le había generado un momentáneo alivio, había causado irritaciones en su fragante rosa. La ropa, empapada con el terrible líquido , había hecho el resto, haciendo que la ponzoña la penetrara por las rodaduras hasta el mismo alma. 

En la oscuridad, perdida en la agonía de su suplicio, no se percató de la figura que se le acercaba, furtiva en la noche, hasta que notó como unos labios enamorados enjugaban sus lágrimas, y como una esponja con agua fresca acariciaba su vientre aliviando el picor infinito que mordía su sexo y amenazaba con hacerle perder la cordura. 

Las mismas manos que desataron uno, y luego otro tobillo, y que deshicieron uno tras otro los nudos de sus ataduras sustituyendo tan atroces cuerdas por un firme pero comparativamente benévolo box tie en la espalda…

La luz del día acarició las pestañas de Ana, que se despertó en la misma posición en la que se había dormido, acurrucada contra su compañero, el cual, aun dormía. El hormigueo que sentía en sus brazos entumecidos después de una larga noche atados en el severo box tie, no la impidieron sonreír.

Al final, la noche de ayer se había celebrado… Y a plena satisfacción. Y, verdaderamente, se había sentido una mujer increíble.