El joven y la profesora desobediente

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lunes, 18 de enero de 2021

Las consentidas nenas de la Familia Moretti. Capítulo 7. La noche de cálidos recuerdos.

 

 


En la tele, los paparrazzi acosaban al matrimonio Moretti a su llegada al aeropuerto. El hombre, con esa corpulencia típica de los hombres maduros cuando practicaron mucho deporte en su juventud, atendía cordialmente a los medios, mientras, su esposa permanecía a su lado iluminando la pantalla con su elegancia innata.

Los cuatro hombres de rasgos morenos y aguileños miraban la noticia mientras contaban la munición que a continuación introducían en los cargadores que se encontraban sobre la mesa. Los individuos comenzaron a  hablar entre ellos en un idioma de claras raíces semíticas.

El único hombre que permanecía ajeno al frenesí de munición, detuvo el pasar de cuentas de su rosario. Levantó  la cabeza y susurró con un tono que  hubiera helado el mismo Averno, 

  - Seguid contando.

Era tuerto.

 

La tarde se había hecho  tediosa para Nacho con las sucesivas sesiones de medidas y pruebas a manos del sastre de Fabián, un hombrecillo de lentes redondas y hablar rápido, que parecía afanado en medir, cada parte de su anatomía un millón de veces. Había sido aburrido y sufrido haber tenido que estar quieto tanto rato, pero, viendo las varias prendas que se encontraban sobre la cama, su tedio, había tenido recompensa. El resto de la tarde se la había pasado en el centro comercial, dando amplio uso a la tarjeta que le había sido asignada por su patrón y amigo adquiriendo toda suerte de bienes que precisaba al haber viajado sin equipaje. Cuando regresó, ya había oscurecido. Dirigiéndose hacia su nueva vivienda, telefoneó a su secretaria, y así se enteró de que viajaría al día siguiente, en tren. Tras despedirse, quedo mirando distraídamente los diversos mensajes que tenía pendientes de revisar, y así, absorto, en esta actividad se sentó en los escalones frente a la puerta de su chalet.

Levantó la vista del iluminado dispositivo y, en la casa de enfrente, tan sólo había luz en el piso superior.

Beatriz se perdía en la espuma que se elevaba muy por encima de los bordes de la fastuosa bañera con hidromasaje. Un pie con una uñas deliciosamente esculpidas salió de entre la espuma. Los pies, aunque hermosos, estaban enrojecidos y los dedos, extremadamente juntos entre ellos. La chica los masajeó, gimoteando cada vez que apretaba con sus dedos el nacimiento del dedo gordo.  Valió la pena – pensó- Eran preciosos.

Frau Muller, apareció en la puerta del baño con un enorme  montón de toallas de aspecto gordo y mullido.

-          Señorita Beatriz, debe salir de la bañera, ya lleva usted más de 30 minutos.

-          Señora Muller…. es que no debía usted de haberme preparado un baño tan…. Bfffff

-          ¡Ahora va a resultar que la culpa es mía! Tampoco todo debe ser todo sufrir para estar bonitas – sonrió la teutona- Y por favor, joven ama, llámeme Odet, y  tutéeme, señora…

Beatriz se levantó en la bañera y su tonificado y proporcionado cuerpo se alzó como una diosa. Sus turgentes pechos, decididamente no grandes, eran  del tamaño exacto para lograr una proporción perfecta con su diminuta cintura, que aun mostraba a las claras las huellas de haber estado severamente constreñida por el corsé durante todo el día, con unas bellas marcas de presión que le circundaban su cuerpo desde inmediatamente debajo de los pechos hasta la parte de debajo de sus redondeadas caderas.

La alemana se aproximó rodeando el cuerpo de la institutriz con una enorme toalla y la ayudó a salir de la bañera. Con mimo, con otra toalla, secó cada parte del cuerpo de la joven mujer. Los pies, sus rodillas, su depilado pubis fueron objeto de las metódicas pero amorosas atenciones de la suave toalla y la severa mujer que la manejaba.

Tras el  meticuloso secado, las dos mujeres accedieron a la alcoba donde la alemana ya había preparado la ropa de cama de Beatriz.

La primera prenda fue un catsuit de látex transparente que, trabajosamente, se  iba adaptando a su cuerpo como una segunda piel, marcando cada protuberancia y surco de su anatomía. El látex que rodeaba su cuerpo se cerraba con una cremallera que llegaba desde la parte superior de su cuello hasta la parte inferior de la espalda.

El ama de llaves ayudó a Beatriz a ponerse en pie. Un corsé de noche azul con hermosos brocados fue el siguiente aditamento. Aunque contundentemente armado con ballenas metálicas, estaba pensado para la comodidad de la usuaria ya que era de dimensiones más reducidas que los corsés que se usaban en horas diurnas. Al limitar su cintura solamente a unos confortables cuarenta y nueve centímetros, no costó mucho esfuerzo a la robusta teutona apretar lo suficiente los cordones mientras la señorita Doherty se agarraba a uno de los postes de la cama.

El corsé apretaba el abdomen de la institutriz, que para sus adentros felicitaba la gran labor que había realizado su voluntaria camarera.

-          Levante los brazos, señorita- dijo la Sra. Muller-, mientras ayudaba a vestir un corto camisón sin mangas  de latex azul eléctrico.

La prenda quedó  grácilmente acomodada sobre los hombros de nuestra protagonista por  unos delgados tirantes. Una vez acomodado, cubría a Beatriz hasta la mitad del muslo dejando a la vista un sugerente pero elegante escote.

-          Gírese señorita, y junte las manos a  su espalda, dijo la alemana sujetando en la mano un diminuto monoguante de refinado cuero negro.

-          ¿Un monoguante? Odet… ¿En serio?

-          Señorita, sabe que es muy adecuado para una joven como usted… A no ser que prefiera que la restrinja en un orante inverso, si usted prefiere, joven ama. Aunque aparentemente inocente, el ofrecimiento de la robusta teutona iba preñado de una ácida ironía.

-          Mmmmmm….. No, déjalo, Odet… el monoguante estará bien…. Supongo.

La camarera deslizo los brazos de su cautiva dentro del monoguante que aseguró con un tirante en forma de “Y” y que,  rodeando sus hombros como las cinchas de una mochila evitaba que el monoguante se deslizara hacia abajo en caso de toparse con una damita particularmente revoltosa. Una vez asgurados los lazos del “monoglove”, los brazos permanecían inmovilizados, soldados, con los codos firmemente incrustados el uno con el otro. Una correa de cuero rodeó su cintura y sus brazos, aplastando el monoguante contra la espalda de manera que, así abrochado, Beatriz no pudiera separar los brazos del tronco para tratar de dirigir hacia otros puntos de la espalda la presión que sus hombros soportaban al estar llevados hacia atrás de manera tan inclemente. Un candado aseguró, redundantemente, la hebilla de la nueva restricción.

La alemana seleccionó una mordaza de bola de 5 centímetros que, aunque grande para algunas mujeres, era la más reducida entre las que aparecían en el baúl de silenciadores que aparecía abierto mostrando su numeroso y variado contenido.

-          Uggggg... Me vas a amordazar –la cautiva se esforzaba por poner su mejor cara de lástima, si bien sus esperanzas de que surtiera algún efecto eran limitadas. La mueca de la teutona, inclinado la cara, no dejaba lugar a las dudas-. Si voy a estar sola….

-          Señorita…. Sabe mejor que yo que le conviene ser buena; además, seguramente, a partir de mañana se pasará mucho tiempo  con mordazas para dar ejemplo a las niñas. No conviene que los músculos se relajen completamente por la noche y que mañana  tenga usted que sobrellevar  ya los calambres y dolor de cabeza desde la mañana.

Beatriz se resignó y abrió la boca para aceptar al intruso.

-          No la aprietes mucho…

Odet Muller tiró de la correa hasta que la bola quedó firmemente insertada tras los dientes de su prisionera ama. La presión era tal que el cortante borde del recio cuero negro se clavaba en las comisuras de su boca y hacía que los mofletes sobresalieran empujados por la bola que invadía su húmeda cavidad. Un pequeño candado – innecesario teniendo en cuenta la completa inmovilidad de la dama- aseguró la hebilla de la mordaza.


 

La alemana abrió las pesadas sábanas de vinilo blancas con un alegre estampado de tonos verdes y anaranjados.

-          Túmbese de costado, señorita, debe ser cuidadosa para no atragantarse con la saliva. Póngase sobre el lado que esté cómoda, joven  ama, después no podrá cambiar.

   Bea Odoherty, se tumbó sobre la confortable y mullida cama y, tras rodar trabajosamente, quedó tendida sobre su costado derecho, con las rodillas levemente flexionadas. En esa postura su asistente engrilletó sus tobillos quedando estas restricciones fijadas firmemente al armazón de la pesada cama. De los laterales de la cama colgaban dos cadenas, destinadas a anclar el cinturón que constreñía los brazos de la cautiva contra su tronco. Este nuevo refinamiento en la inmovilización de la institutriz tenía como fin evitar que nuestra Bella Durmiente pudiera girar, manteniéndola indefensamente yacente sobre su costado durante toda la noche.

Odet Muller se incorporó y contempló la belleza de su obra. Con dedicación maternal cubrió el inmóvil cuerpo de su joven ama con las dos capas de gruesas sábanas de vinilo, sometiéndolas abundantemente bajo el colchón, y asegurándose que su caluroso abrazo llegara hasta la barbilla de la joven.

La alemana se arrodilló, en la conocida por ambas pose.

Con permiso de mi joven señora, me retiro. Que pase una buena noche. Duerma tranquila, mi adorable señorita.

Frau Muller apagó la luz tras ella y cerró la puerta.

Beatriz quedo sola, silenciada, indefensa y a oscuras. Las gruesas y sucesivas capas de material sintético que la cubrían habían comenzado a envolver su cuerpo en un calor húmedo que al instante le provocó una gran transpiración.

Los recuerdos de momentos de noches como esta con su madre, sus tías o en su época de estudiante se le agolpaban en la mente. Ni siquiera sus omóplatos que gritaban en agonía convertidos en una suerte de óseas alas que pugnaban por sajar la piel de la espalda de Beatriz, podían alejarla de las sensaciones de cálido bienestar que le abrazaba. Se sentía, al tiempo, desvalida y tremendamente protegida.

Nada, en definitiva, la hacía sentirse más mujer que cuando estaba completamente en manos de alguien que tenía el poder de reducirla a la más absoluta indefensión, y de que pese a eso pudiera hacerla sentir absoluta y ciertamente segura.


 

Bea notó una humedad cálida en su entrepierna que, por las sensaciones que estaba experimentando en su vientre, supo no era sudor. Cerró los ojos, y, gentilmente pugnó con sus restricciones sabiéndose derrotada de antemano. La certeza de que su cuerpo no volvería a ser una herramienta para hacer su voluntad hasta que alguien decidiera liberarla, la relajó enormemente. Y sin tardanza se vio trasladada en sus sueños al onírico Reino de las Sumisas, donde quienes inmovilizan de mil formas posibles a las jovencitas no son severas mujeres de acento alemán, sino vigorosos enamorados que velan abnegados y entregados la indefensión de sus doncellas.

La señora Odet, cerró la puerta principal. El jefe de seguridad alzó la vista de su Smartphone y su mirada se cruzó con la de Frau Muller.

-          Buenas noches, señor.

-          Buenas noches señora Muller ¿Con la señorita Doherty?

La alema asintió sonriendo en su adusta cara.

-          Sí, ya sabe cómo son las jóvenes. La estuve ayudando a prepararse para meterse en la cama.

El hombre y la mujer se despidieron y el ama de llaves se dirigió al complejo de las viviendas del servicio.

Velasco guardó el móvil y se preparó para dormir, mañana iba a ser su primer día de trabajo y quería estar descansado.

Tras asearse, Ignacio, metido en su cama apagó la luz. Hacía calor, y su torso desnudo quedó por encima de la ligera sábana de hilo que era toda la ropa de cama que, dado lo calurosa de la noche, era soportable. La ligera brisa que entraba por las ventanas abiertas mecía las cortinas y le generaban alivio cada vez que las amables y sutiles ráfagas se estrellaban contra su vigoroso torso. Se giró para apagar la luz, y al hacerlo una enorme cicatriz grisácea en su espalda se hizo visible.

No lejos de allí, otro hombre postrado en un espartano catre acababa de apagar la luz. Pasó la mano por el parche que cubría su  ojo derecho, y, mientras, su ojo izquierdo fijaba una mirada crispada en algún lugar de aquel infinito techo invisible.

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