Antes de ponerme a escribir
quiero no ya confesar, porque se confiesan los crímenes y yo no quiero cometer
ninguno, si no dejar constancia de que esta nueva idea que tamborilea mi
meninge, si bien original, bebe de dos fuentes, tan dispares como importantes
para mi inspiración; sea por ello que lo menos que puedo hacer, no ya para saldar
mi deuda pero sí al menos para reconocer ese debe que tengo con ellos, sea
citarlas.
Por un lado de Mad Max. eeehrr…. sí…
la película de coches…. o más bien de sus páramos ardientes habitados por
crudelísimos bárbaros, y por otro lado mi deuda eterna con una escritora,
Kirsten Graham, autora de la saguita de novelas “The Settlement”.
Desde que leí, vorazmente, sus
novelas la idea de un mundo devastado en el que sobrevive un último reducto de
civilización en el que las mujeres viven felices y seguras pero permanentemente
encadenadas fue un concepto que me atrajo.
La ensoñación de Graham,- sí, es
súper morboso, pero imaginaos la lata de vivir con diversos tipos de
restricciones permanentemente, amén de miles de problemas de índole práctico
que se me presentan como irresolubles-, de un enclave que protege y cuida a sus
mujeres junto con los últimos restos de tecnología y civilización del antiguo mundo,
abonó mí ya de por si traviesa imaginación, así que lo que escriba, será por
ella.
Ahora os preguntaréis porque uso “inspiración”
en vez de “copia” , “fan art” o “spin off” o tal vez “desarrollo”… pues bien, y
sin saber si verdaderamente lo que voy a hacer puede incurrir en alguna de esas
categorías (y si es así, no me avergüenza en absoluto), pus porque habrá
diferencias con mi mundo post-apocalíptico. Primeramente por que…. pues bueno…
mi imaginación, más que sádica, es un poquito perversa, y lo que marca el
escalón es la sofisticación. Esto lo descubrí cuando hace ya muchos años leía
el Fantasma de la Ópera y concretamente cuando la trama describía los refinados
trabajos en diseño de cámaras de tortura que el joven Erik había desarrollado
para el Sha de Persia y luego en su propio beneficio cuando volvió a Francia. La
descripción de, por ejemplo, el interminable bosque de árboles de hierro, o los
espejos…, -(bueno, tampoco os quiero destripar la novela, aunque, si os animo a
leerla, pues genial)-, que supongo que aterrarían a cualquier chica que lo
leyera, a una jovencita Escriba, aparte de espeluzne, también le provocaban
ciertos hormigueos que, se suponía, las niñas buenas no debían experimentar… ( y
se me ríe el ombligo…. ya me entendéis….).
Pues continúo, que me voy por las
ramas… como iba diciendo, la buena de Kirsten describe un mundo austero,
desprovisto de artificialidades, las mujeres viven desnudas (supongo que alguno
verá aquí ventajas del calentamiento global), y su sexo es siempre accesible,
húmedo y fragante. Las únicas sofisticaciones vienen dada por las descripciones
de las elaboradas restricciones diseñadas para resultar cómodas, pero
inclemente seguras, especialmente los raíles para las mujeres. Este concepto es tan bueno que os lo
describiré: las chicas, aparte de diversos sistemas de restricción para sus manos
y pies, pueden deambular más o menos libres por el asentamiento. El “más o
menos” lo marca un sistema de raíles que llegan a la mayor parte de calles y
lugares del enclave y al que las mujeres están enganchadas por una cadena que baja
desde los collares de acero que todas portan. El gobierno del Asentamiento, por
supuesto, se ha asegurado que esos raíles no se extiendan, sin embargo, a
edificios y lugares en los que las féminas no deban de estar… Mira tú que
riquiños, son. Cómo se preocupan de
nosotras….
Por supuesto, tomo nota de eso, y,
de hecho, me encanta,(¡Bravo, Kirsten!), pero, en mi mundo, las mujeres tendrán
cierta sofisticación y un papel mayor en la toma de decisiones, y la feminidad
exuberante y palpitante de las mujeres de Graham se tornará en una feminidad
sutil, domesticada y latente.
Así que si os gusta lo que voy a
escribir, porfa, dejadme un comentario, y dadle las gracias a Kirsten Graham (The
Settlement).
PRÓLOGO
Era el año 2060, o como decían
los clérigos el año 20 después del advenimiento del Anti Cristo.
Aunque evidentemente las
evocaciones míticas siempre dan empaque al mensaje, la realidad había sido
mucho más sencilla.
Un grupo fundamentalista del
Caucaso había logrado encontrar un antiquísimo silo de misiles de la extinta
Unión Soviética. Tras varios meses de incansable trabajo y gracias a infinidad
de radicales formados en las mejores universidades occidentales, lograron
disparar tres misiles contra Europa Occidental y los Estados Unidos.
Como en el 2040 las relaciones
entre Occidente y Rusia no atravesaban su mejor momento y no existía
comunicación entre sus líderes, no le costará imaginar al lector lo que
ordenaron los jefes de gobierno de los países occidentales cuando sus
respectivas defensas aéreas les informaron acerca de los misiles que se
aproximaban… exacto… un minuto antes de que el primer misil lanzado por los
integristas alcanzara sus objetivos cientos de megatones del arsenal de la OTAN
abandonaban sus silos hacia sus objetivos preprogramados en Rusia y China.
Mientras Nueva York, Los Ángeles
y Londres ardían en fuego atómico, el Mando de Defensa Aérea en Moscú recibía
la alerta de centenares de misiles volando hacia su territorio…. Adivinen… en
Pekín y Moscú también se giraron las fatídicas llaves y los jinetes del
apocalipsis rieron satisfechos cuando los ingenios rusos y chinos volaban
mientras clamaban por venganza.
En los primeros cuatro minutos de
guerra mil doscientos millones de personas habían sido convertidos en ceniza.
Y la guerra duró aun otros nueve
años…
Cuando esta acabó, la Tierra no
era más que un páramo desnudo, abrasado por el Sol y en el que las catástrofes
naturales estaban al orden del día. Los países habían desaparecido, y una miríada
de tribus de saqueadores luchaban entre ellas por poder y por arrebatarse entre
ellas los restos, cada vez más enjutos, de los recursos del Antiguo Mundo.
Tristemente, en medio de aquella
barbarie, las mujeres habían sido las grandes perdedoras. Por causas que,
evidentemente, no se habían estudiado, la radiación y contaminación habían
afectado a la reproducción humana, y el nacimiento de niñas se había desplomado,
por lo que la lucha por un botín de mujeres era una causa más de conflicto entre
aquellos bárbaros que recorrían el abrasado paisaje a bordo de vehículos que
parecían sacados de las pesadillas de un ingeniero loco.
Las mujeres, además, no podían
decir de que al margen del permanente riesgo de ser arrancadas de sus tribus,
disfrutaran en estas de una vida de comodidades. La mayor parte de estas tribus
parásitas mantenían a sus mujeres en un régimen de terror, sin acceso a los
limitados conocimientos que conservaban esos pueblos, las mujeres eran en su
totalidad analfabetas, mantenidas desnudas, rapadas y obligadas a
esperar para alimentarse, siempre mendigando por las escasas sobras que los
hombres podían dejar de unas comidas nunca especialmente abundantes. En algunas
tribus, el proceso de animalización había tocado techo y en ellas ni tan
siquiera se enseñaba a las niñas a hablar.
Esa era la lamentable estampa que
el mundo ofrecía en aquel año de 2060. ¿De todo el mundo? Pues casi…
En aquel fatídico día de 2040
nada hacía presagiar que la Capitán de la Defensa Aérea Georgina Kaameneva se
convertiría en la salvadora de la civilización en su último día de vida.
Aquella jornada había solicitado permiso para llegar más tarde a su puesto como
jefa de una de las baterías antiaéreas que protegían el puerto y base de
Murmanks ya que tenía que llevar a sus dos hijos mellizos adolescentes a casa
de sus padres, una granja situada más cien kilómetros al suroeste de la ciudad.
Hacía apenas cinco minutos que
había iniciado la conducción de vuelta a su destino, disfrutando del silencio,-
la mamá de unos quinceañeros tenía mucho que aguantar en lo tocante a la radio
del coche-, cuando la horrípida visión
de cuatro inconfundibles hongos nucleares se perfiló clarísimamente contra la
aun mortecina claridad del horizonte al oeste de su posición , pero,
lamentablemente, la pesadilla no había hecho más que comenzar. Mirando a través del retrovisor vio como dos estelas se
dibujaban en el cielo, rápidas y peligrosas.
Esas estelas no le dieron lugar a la duda: eran misiles. Los artefactos que
volaban dirección norte no dejaban lugar a la interpretación en la cuadriculada mente militar de Georgina,
su único destino posible era la ciudad de Murmanks.
Las cortinas de polvo radioactivo
procedentes de las explosiones del oeste avanzaban velozmente hacia la carretera por la que que el utilitario transitaba. Tal vez, pensó
la pelirroja oficial, , si acelerara, podría tener una oportunidad; tal vez. O,
tal vez, incluso, podía tratar de llamar mientras conducía para alertar a su
segundo al mando para que tuviera una mínima oportunidad de armar y disparar
los misiles de antiaéreos de la batería pata tratar de interceptar esos demonios en forma de ICBM; tal vez. O tal vez tendría un accidente y esa
llamada nunca llegaría; tal vez…; o tal
vez la distorsión electromagnética de las explosiones nucleares ya habría
alcanzado la carretera más adelante, comprobó la cobertura de su móvil, y esa
milagrosa llamada jamás llegaría a esa diminuta esperanza en la
forma de una pequeña unidad de defensa antiaérea que se podía interponer
entre la ciudad de Murmanks y los misiles balísticos que se aproximaban para devorarla . “Cuantos tal vez”, pensó.
Frenó el coche, y no pensó más.
Andrei Radchenko comprobaba las
conclusiones de la última revisión de los propelentes de los misiles de la batería
antiaérea de la que era segundo jefe. Una llamada lo sacó de su inmersión en
cifras de reactividades, vidas útiles y vencimientos, era su jefa. No hubo
tiempo para aquello de “lo harás bien”, “dile a Vitali que lo amo”, “lo hago todo por la madre patria.” Ni mucho
menos. Ni siquiera un “gracias, mi capitán”.
Dos segundos separaron a los
habitantes de Murmanks del infierno cuando los dos misiles SA-400 disparados
por la batería de Georgina destruyeron
los misiles Trident británicos en vuelo aun estratosférico. Una mujer valiente,
ya calcinada dentro de un coche barato en medio de una carretera calamitosa en
medio de ninguna parte, no pudo contemplar los dos colosales soles de fuego que
florecieron en el espacio en vez de sobre la ciudad, para asombro y espanto de
los ciudadanos que, absortos, contemplaban el espectáculo.
Nunca sabría que en 2041, el
clima ártico de su ciudad había quedado convertido en un templado clima
mediterráneo, nunca sabría que, en 2043, el gobierno de su ciudad había logrado
alcanzar el reservorio de semillas mundial de la isla Svalvard. Jamás vería
como, merced a esos miles de millones de semillas, los alrededores de la ciudad
antes helados y yermos, se convertían en tupidos bosques y fértiles campos.
Tampoco vería a su hijo licenciarse, ni a su hija morir en el frente cuando fue
derribado el helicóptero en el que viajaba. Nunca sabría que en el 2045 sería subida a los altares como
primera santa no virgen. Tampoco supo que ella, siempre discreta, velaría
siempre por sus ciudadanos convertida en una gran estatua en el centro de la ciudad,
ni que en 2060, con los países desaparecidos, su ciudad pasó a ser el principal
enclave de una región de casi seis, mil kilómetros cuadrados que eran el último
refugio de la humanidad civilizada.
En efecto, Murmanks, rebautizado
como “Esperanza”, era el único lugar conocido donde el “Antiguo Mundo”
continuaba funcionando, reconfortando las almas de sus habitantes. Donde los
fuertes cuidaban de los débiles, y unos se ayudaban a otros. Los antiguos
astilleros y parques militares se reconvirtieron en todo tipo de industria, que
satisfacía bastante aceptablemente la demanda interna, como puerto que era,
contaba con una flota mercante que podía abastecerse de las ingentes cantidades
de materia prima proveniente del antiguo mundo que las tribus de salvajes eran
incapaces ya no de manufacturar, sino hasta de valorar. Las antiguas
instalaciones de investigación de la Armada Rusa se habían convertido en la
última universidad, donde se impartían un gran número de materias.
Bahía Esperanza, que así se
llamaba ahora la región albergaba una población multiétnica galvanizada por una
única idea de sentido de pertenencia: el reducto se había convertido en el último
bastión de la humanidad como se concebía… o casi…
Aisha bajó los pocos escalones que
separaban de la calle su despacho de directora general del Departamento de
Suministro de Energía. Como una mujer en un puesto de responsabilidad vestía elegantemente,
una falda de lápiz negra perfilaba las sinuosas curvas de sus caderas, mientras
que la hermosa blusa violeta, insinuaba más que desvelaba las descaradas líneas
de sus respingones senos. Aunque siempre había sido una mujer bella, a sus
cuarenta años lucía esplendorosa en la plenitud de su vida. Unas medias negras
semitransparentes y unos tacones de altura infinita, posiblemente producto de
alguna incursión de aprovisionamiento en los antiguos territorios de Francia o
Italia, acababan de componer la indumentaria de una mujer tan estilosa como
poderosa.
Pero, ser poderosa, en Esperanza,
no era óbice para que una mujer no permaneciera, permanentemente, bajo la inquebrantable custodia y protección de unas
elaboradas restricciones de acero.
De todas las restricciones que
protegían a las Esperanceñas, el auténtico orgullo de la región era el sistema
de railes magnéticos. Para que el lector se ponga en antecedentes, señalar que todas
las mujeres lucían un collar de una aleación tan ligera como resistente, del
que caía una cadena del mismo material, la cual terminaba, al nivel del suelo, en
una pequeña pieza también metálica y campaniforme. El collar estaba
confeccionado a medida de cada una de las usuarias y cada borde estaba
primorosamente redondeado para que su uso no ocasionara ninguna incomodidad a
su portadora.




La pequeña pieza que se deslizaba
por el suelo contenía un potentísimo electroimán. En el subsuelo, con el paso
de los años, se había ido construyendo una tupidísima red de tubos magnéticos
que, con su campo, hacían que las mujeres pudieran desplazarse con libertad
pero haciendo que fuera virtualmente imposible separar las pequeñas piezas
campaniformes del suelo. Tan solo las zonas
naturales y los campos de cultivo
no contaban con la red de vías magnéticas, SFR (Sistema de Rail Femenino) pero,
en todo caso, eran lugares en los que se consideraba insegura la presencia de
mujeres. Dentro de la ciudad, tan solo el entorno de las puertas de la línea
interior de murallas y el edificio de Protección a la Mujer no contaban con
esos dispositivos, ya que, tampoco era segura la presencia de mujeres allí.
Como el collar era algo que todas
las mujeres debían portar obligatoriamente y que no debía de ser abierto más
que en algún caso excepcional, las pocas llaves existentes se guardaban en la
Secretaría de Protección de la Mujer, que era también donde se estudiaba,
perfeccionaba y reglamentaban el catálogo de restricciones.
Como mujer soltera que aún era,
Aisha podía elegir ella misma las restricciones que debía llevar, de entre el abundante
catálogo que se ofertaba. Una vez elegidas las restricciones, eran realizadas
cuidadosamente de manera individualizada por hábiles artesanos, asegurando que
la comodidad era igual a la seguridad que aportaban.
Las mujeres que no estaban
casadas contaban en sus restricciones con cerraduras genéricas, que podían
abrir la llave maestra que todo varón mayor de edad tenía en custodia. Dicha
llaves, identificadas con un número de serie, era sometida a revisión
trimestral por las autoridades, y perderla podía motivar una pena de expulsión
del enclave, la seguridad de las mujeres era un asunto de la máxima importancia
que no permitía ningún tipo de veleidad. No obstante, que los hombres pudieran
abrir las restricciones, era algo que facilitaba la interacción entre los
sexos,y es que al margen de lo tocante a la seguridad, las relaciones
interpersonales eran muy similares a las de un país occidental de antes del
apocalipsis.
Aisha portaba sobre los tacones
unos grilletes de un cromado brllante del mismo metal que su collar, la cadena
de veinte centímetros, tintineaba alegremente cada vez que la mujer caminaba,
y, además la ayudaba a mantener una longitud de paso encantadoramente femenina.
Finalmente, sus manos se
encontraban confortable pero
inexorablemente engrilletadas a un pequeño, delgado y rígido yugo de
metal. Este sistema de seguridad era considerado como uno de los más elegantes,
y constaba de una anilla de metal que ceñía el cuello por debajo del collar que
servía para mantener a la chica dentro de las zonas SFR. De este anillo partían,
a cada lado, dos prolongaciones de metal de quince centímetros. Al final de
estas piezas se encontraban unos grilletes destinados a las manos. Con este
sistemas Aisha tenía sus manos, adornadas con algún discreto anillo, firmemente
inmovilizadas a ambos lados de su cuello con sus muñecas rodeadas por unas firmes
anillas de metal , primorosamente pulidas y redondeadas, que le aportaban toda
la seguridad que podía necesitar.
La vida de las chicas solteras en
Esperanza era bastante comunal entre ellas, ocupando edificios de viviendas
especialmente diseñadas para ellas. El tamaño y suntuosidad de las viviendas
dependía de la capacidad adquisitiva ya que, estas viviendas, podían ser
alquiladas o en régimen de propiedad. Las únicas diferencias con cualquier
edificio de viviendas del antiguo mundo, era que en la puerta de todas estos bloques había un
pequeño puesto que protegía el acceso y que se encargaba también de revisar la
integridad de las restricciones de las chicas cuando entraban a los
apartamentos. Como ya se ha mencionado, nada se dejaba al azar a la hora de mantener
seguras a las mujeres de la ciudad. La otra diferencia, era el comedor. En
estos edificios, aunque cada vivienda contaba con todas las comodidades, existía,
normalmente en la planta baja, un comedor y unas cocinas comunales. Allí se
distribuían las comidas en platos que facilitaban que las mujeres pudieran
realizar la alimentación sin el uso de cubiertos.
Normalmente los platos eran una
reinterpretación de recetas tradicionales pero presentadas en trocitos muy
pequeños y con el género primorosamente deshuesado, pelado o desespinado… Las
chicas, así podían comer sin grandes dificultades, y si surgía alguna, se
ayudaban entre todas para ponerle solución. Con el tiempo, incluso, todas eran
maestras en el arte de comer evitando que el pelo, las molestara en esa tarea.
Aisha recorrió los últimos pasos
que la separaba del furgón especial que habría de transportarla a ella y a las
otras dos mujeres que la esperaban dentro, hasta la central nuclear de Punta
Norte, donde iba a realizar una visita de comprobación rutinaria.
En Esperanza, los vehículos de
motor eran de poca utilización en el ámbito civil e inexistentes en el privado
ya que, a pesar de que contaban con capacidad de refinamiento de petróleo, la
obtención del mismo era complicado pues los “salvajes” era de los pocos recursos
que precisaban poseer , y al final cada expedición de aprovisionamiento
petrolífero solía acabar en combates encarnizados.
Finalmente Aisha se paró junto al
portón del vehículo del que bajó un comandante de la Milicia que se puso firme
ante ella y saludó militarmente. “Señora Directora General”. “Buenos días”
respondió ella con una voz suave pero preñada de la seguridad de la que se sabe
ungida de autoridad.
El comandante con una llave roja
que llevaba sujeta al cuello abrió el collar de Aisha para permitirla abordar
el enorme furgón.
“No se preocupe, señora,
enseguida se sentirá más segura”. Tras la apertura del collar, el comandante
utilizó la misma llave en el electroimán, desactivándolo, y permitiendo guardar
la restricción en la parte trasera del vehículo.
Aisha se sentó en el asiento
central de la línea de tres sillones que ocupaban el compartimento de pasajeros
del gigantesco vehículo. Los asientos de la derecha y la izquierda los ocupaban
la doctora Azami Yimushiro, una joven médico con orígenes en el antiguo Japón,
y la ingeniera nuclear Inés Martel, hija de la comandante de navío Martel que
tras el colapso de los gobiernos en 2050 había arribado con los restos de la
Armada Española a aquel faro civilización al que muchos simplemente llamaban “La
ciudad”.
La directora general saludo a sus
dos compañeras mientras el comandante de la escolta se afanaba en que ninguna
de las mujeres pudiera sentir la más mínima inseguridad. Lo primero fue colocar
en la cintura de Aisha un cinturón
metálico que cerró con un sonoro “click”. Dicho cinturón de dos centímetros de
ancho presentaba una cerradura en su parte frontal y se encontraba unido por
una corta cadena al respaldo del asiento. Tras asegurarse que nada ni nadie
podría abrir el citado elemento, el comandante fijó con un candado la cadena de
los grilletes de los pies de la subdirectora general a una argolla metálica
firmemente remachada al suelo del vehículo.
Finalmente, con una cadena, unió
el yugo de Aisha a las restricciones que sus compañeras lucían alrededor de sus
cuellos. Mientras que la joven Azami portaba unas grilletes con una cadena de
treinta centímetros que pasaba por la argolla central de un collar de seis
centímetros de alto que ceñía su garganta, Inés portaba una restricción similar a la de
Aisha, con la diferencia de que en vez de estar el yugo formado por piezas
rígidas, en su caso, las prolongaciones de metal que terminaban en las anillas
que ceñían las muñecas estaban articuladas en su unión al metal que rodeaba su
cuello.
El comandante se aseguró que la
cadena quedara firmemente sujeta al equipamiento que rodeaba la gargantas de
las mujeres. Solo entonces dio por terminada su importante labor.
-
Señoras, están ustedes plenamente seguras, antes
de que pudieran ustedes abandonar el
vehículo se tendrían que abrir los tres cinturones y los tres broches que
mantienen sus grilletes a la anilla del suelo. Nada tienen que temer.
Aisha parecía complacida, “comandante,
si ya ha terminado, me interesaría arrancar cuanto antes”.
“Por supuesto, señora” El
comandante se apeó cerrando con tres pasadores de seguridad el portón
deslizante del vehículo, cada uno de ellos asegurado por su propia llave. Tras
unos segundos, el gigantesco mamotreto inició la marcha.
Aisha observó a sus compañeras
que parecían inquietas.
Inés era una niña cuando llegó a “la
Ciudad” en el buque insignia español, y se integró con su madre en las
peculiaridades de la vida allí y aunque su cargo como ingeniera nuclear la había
hecho viajar alguna vez en esos vehículos, la verdad es que aún le generaba
cierta ansiedad el saberse fuera del sistema de raíles que eran el orgullo del
enclave. Trataba de calmarse cerciorándose con constante tironcitos de la
absoluta infalibilidad del acero de sus grilletes.
Azami era la más joven de las
tres, una chiquilla de 22 años recién licenciada y era una auténtica “Niña
Esperanza” como se llamaba a las generaciones que no habían conocido la vida
fuera del enclave. Al contrario que sus compañeras, no sabía lo que era vivir sin
estar permanentemente encadenada a las constricciones que la hacían permanecer
segura. Era la primera vez que abandonaba la tranquilidad de los raíles, y
aunque deseosa de vivir la experiencia para contársela a sus amigos, sobre todo
a sus amigas, y familia, la verdad es que no se sentía cómoda. Sus grilletes
cascabeleaban cada vez que la doctora trataba de calmarse, cerciorándose de
que, aunque fuera de los raíles, no corría verdadero peligro. Tan solo la idea
de contar la aventura a sus amigas, que se morirían de envidia, le servía de
bálsamo.
Si el lector, avispado y sagaz,
se pregunta acerca de si la presencia de tres mujeres, universitarias y con
responsabilidades era casual, la respuesta es simple y categórica: No.
El enclave se encontraba, por así
decirlo en permanente conflicto con las hordas de saqueadores que asolaban el
“vacío” que era como los Esperanceños denominaban al mundo allende sus defensa
exteriores. Con esta permanente guerra en la que se luchaba por la existencia,
los hombres solían desempeñar trabajos relacionados con la destreza física y
con la defensa mientras las mujeres copaban en gran mayoría las universidades
ajenas a las materias militares, los trabajos relacionados con el comercio, la
administración, artes, enseñanza…incluso la política era un campo en que las
mujeres participaban mucho más activamente que sus compañeros varones, como
muestra de ello las tres últimas presidentes-alcaldes, todos desde que se había
instituido la democracia, habían sido tres
mujeres.
CONTINUARÁ…… SI OS GUSTA…..