El joven y la profesora desobediente

  Con 31 años, pese a que las pecas de su cara le confirieran un aspecto más aniñado, haber ganado una plaza como catedrática de instituto e...

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sábado, 21 de agosto de 2021

Nueva saga...El enclave de Punta Esperanza


 

Antes de ponerme a escribir quiero no ya confesar, porque se confiesan los crímenes y yo no quiero cometer ninguno, si no dejar constancia de que esta nueva idea que tamborilea mi meninge, si bien original, bebe de dos fuentes, tan dispares como importantes para mi inspiración; sea por ello que lo menos que puedo hacer, no ya para saldar mi deuda pero sí al menos para reconocer ese debe que tengo con ellos, sea citarlas.

Por un lado de Mad Max. eeehrr…. sí… la película de coches…. o más bien de sus páramos ardientes habitados por crudelísimos bárbaros, y por  otro lado mi deuda eterna con una escritora, Kirsten Graham, autora de la saguita de novelas “The Settlement”.

Desde que leí, vorazmente, sus novelas la idea de un mundo devastado en el que sobrevive un último reducto de civilización en el que las mujeres viven felices y seguras pero permanentemente encadenadas  fue un concepto que me atrajo.

La ensoñación de Graham,- sí, es súper morboso, pero imaginaos la lata de vivir con diversos tipos de restricciones permanentemente, amén de miles de problemas de índole práctico que se me presentan como irresolubles-, de un enclave que protege y cuida a sus mujeres junto con los últimos restos de tecnología y civilización del antiguo mundo, abonó mí ya de por si traviesa imaginación, así que lo que escriba, será por ella.

Ahora os preguntaréis porque uso “inspiración” en vez de “copia” , “fan art” o “spin off” o tal vez “desarrollo”… pues bien, y sin saber si verdaderamente lo que voy a hacer puede incurrir en alguna de esas categorías (y si es así, no me avergüenza en absoluto), pus porque habrá diferencias con mi mundo post-apocalíptico. Primeramente por que…. pues bueno… mi imaginación, más que sádica, es un poquito perversa, y lo que marca el escalón es la sofisticación. Esto lo descubrí cuando hace ya muchos años leía el Fantasma de la Ópera y concretamente cuando la trama describía los refinados trabajos en diseño de cámaras de tortura que el joven Erik había desarrollado para el Sha de Persia y luego en su propio beneficio cuando volvió a Francia. La descripción de, por ejemplo, el interminable bosque de árboles de hierro, o los espejos…, -(bueno, tampoco os quiero destripar la novela, aunque, si os animo a leerla, pues genial)-, que supongo que aterrarían a cualquier chica que lo leyera, a una jovencita Escriba, aparte de espeluzne, también le provocaban ciertos hormigueos que, se suponía, las niñas buenas no debían experimentar… ( y se me ríe el ombligo…. ya me entendéis….).

Pues continúo, que me voy por las ramas… como iba diciendo, la buena de Kirsten describe un mundo austero, desprovisto de artificialidades, las mujeres viven desnudas (supongo que alguno verá aquí ventajas del calentamiento global), y su sexo es siempre accesible, húmedo y fragante. Las únicas sofisticaciones vienen dada por las descripciones de las elaboradas restricciones diseñadas para resultar cómodas, pero inclemente seguras, especialmente los raíles para las mujeres.  Este concepto es tan bueno que os lo describiré: las chicas, aparte de diversos sistemas de restricción para sus manos y pies, pueden deambular más o menos libres por el asentamiento. El “más o menos” lo marca un sistema de raíles que llegan a la mayor parte de calles y lugares del enclave y al que las mujeres están enganchadas por una cadena que baja desde los collares de acero que todas portan. El gobierno del Asentamiento, por supuesto, se ha asegurado que esos raíles no se extiendan, sin embargo, a edificios y lugares en los que las féminas no deban de estar… Mira tú que riquiños, son.  Cómo se preocupan de nosotras….

Por supuesto, tomo nota de eso, y, de hecho, me encanta,(¡Bravo, Kirsten!), pero, en mi mundo, las mujeres tendrán cierta sofisticación y un papel mayor en la toma de decisiones, y la feminidad exuberante y palpitante de las mujeres de Graham se tornará en una feminidad sutil,  domesticada y latente.

Así que si os gusta lo que voy a escribir, porfa, dejadme un comentario, y dadle las gracias a Kirsten Graham (The Settlement).

 




 

 

PRÓLOGO

 

Era el año 2060, o como decían los clérigos el año 20 después del advenimiento del Anti Cristo.

Aunque evidentemente las evocaciones míticas siempre dan empaque al mensaje, la realidad había sido mucho más sencilla.

Un grupo fundamentalista del Caucaso había logrado encontrar un antiquísimo silo de misiles de la extinta Unión Soviética. Tras varios meses de incansable trabajo y gracias a infinidad de radicales formados en las mejores universidades occidentales, lograron disparar tres misiles contra Europa Occidental y los Estados Unidos.

Como en el 2040 las relaciones entre Occidente y Rusia no atravesaban su mejor momento y no existía  comunicación entre sus líderes, no le costará imaginar al lector lo que ordenaron los jefes de gobierno de los países occidentales cuando sus respectivas defensas aéreas les informaron acerca de los misiles que se aproximaban… exacto… un minuto antes de que el primer misil lanzado por los integristas alcanzara sus objetivos cientos de megatones del arsenal de la OTAN abandonaban sus silos hacia sus objetivos preprogramados en Rusia y China.

Mientras Nueva York, Los Ángeles y Londres ardían en fuego atómico, el Mando de Defensa Aérea en Moscú recibía la alerta de centenares de misiles volando hacia su territorio…. Adivinen… en Pekín y Moscú también se giraron las fatídicas llaves y los jinetes del apocalipsis rieron satisfechos cuando los ingenios rusos y chinos volaban mientras clamaban por venganza.

En los primeros cuatro minutos de guerra mil doscientos millones de personas habían sido convertidos en ceniza.

Y la guerra duró aun otros nueve años…

Cuando esta acabó, la Tierra no era más que un páramo desnudo, abrasado por el Sol y en el que las catástrofes naturales estaban al orden del día. Los países habían desaparecido, y una miríada de tribus de saqueadores luchaban entre ellas por poder y por arrebatarse entre ellas los restos, cada vez más enjutos, de los recursos del Antiguo Mundo.

Tristemente, en medio de aquella barbarie, las mujeres habían sido las grandes perdedoras. Por causas que, evidentemente, no se habían estudiado, la radiación y contaminación habían afectado a la reproducción humana, y el nacimiento de niñas se había desplomado, por lo que la lucha por un botín de mujeres era una causa más de conflicto entre aquellos bárbaros que recorrían el abrasado paisaje a bordo de vehículos que parecían sacados de las pesadillas de un ingeniero loco.

Las mujeres, además, no podían decir de que al margen del permanente riesgo de ser arrancadas de sus tribus, disfrutaran en estas de una vida de comodidades. La mayor parte de estas tribus parásitas mantenían a sus mujeres en un régimen de terror, sin acceso a los limitados conocimientos que conservaban esos pueblos, las mujeres eran en su totalidad analfabetas, mantenidas desnudas, rapadas y obligadas a esperar para alimentarse, siempre mendigando por las escasas sobras que los hombres podían dejar de unas comidas nunca especialmente abundantes. En algunas tribus, el proceso de animalización había tocado techo y en ellas ni tan siquiera se enseñaba a las niñas a hablar.

 Esa era la lamentable estampa que el mundo ofrecía en aquel año de 2060. ¿De todo el mundo? Pues casi…

En aquel fatídico día de 2040 nada hacía presagiar que la Capitán de la Defensa Aérea Georgina Kaameneva se convertiría en la salvadora de la civilización en su último día de vida. Aquella jornada había solicitado permiso para llegar más tarde a su puesto como jefa de una de las baterías antiaéreas que protegían el puerto y  base de Murmanks ya que tenía que llevar a sus dos hijos mellizos adolescentes a casa de sus padres, una granja situada más cien kilómetros al suroeste de la ciudad.

Hacía apenas cinco minutos que había iniciado la conducción de vuelta a su destino, disfrutando del silencio,- la mamá de unos quinceañeros tenía mucho que aguantar en lo tocante a la radio del coche-, cuando la horrípida  visión de cuatro inconfundibles hongos nucleares se perfiló clarísimamente contra la aun mortecina claridad del horizonte al oeste de su posición , pero, lamentablemente, la pesadilla no había hecho más que comenzar. Mirando a través del retrovisor vio como dos estelas se dibujaban en el cielo, rápidas y  peligrosas. Esas estelas no le dieron lugar a la duda: eran misiles. Los artefactos que volaban dirección norte no dejaban lugar a la interpretación  en la cuadriculada mente militar de Georgina, su único destino posible era la ciudad de Murmanks.

Las cortinas de polvo radioactivo procedentes de las explosiones del oeste avanzaban velozmente hacia la carretera por la que que el utilitario transitaba. Tal vez, pensó la pelirroja oficial, , si acelerara, podría tener una oportunidad; tal vez. O, tal vez, incluso, podía tratar de llamar mientras conducía para alertar a su segundo al mando para que tuviera una mínima oportunidad de armar y disparar los misiles de  antiaéreos de la batería pata tratar de interceptar esos demonios en forma de ICBM;  tal vez. O tal vez tendría un accidente y esa llamada nunca llegaría;  tal vez…; o tal vez la distorsión electromagnética de las explosiones nucleares ya habría alcanzado la carretera más adelante, comprobó la cobertura de su móvil, y esa milagrosa llamada jamás llegaría a esa diminuta esperanza en la forma de una pequeña unidad de defensa antiaérea que se podía interponer entre la ciudad de Murmanks y los misiles balísticos que se aproximaban para devorarla . “Cuantos tal vez”, pensó. Frenó el coche, y no pensó más.

Andrei Radchenko comprobaba las conclusiones de la última revisión de los propelentes de los misiles de la batería antiaérea de la que era segundo jefe. Una llamada lo sacó de su inmersión en cifras de reactividades, vidas útiles y vencimientos, era su jefa. No hubo tiempo para aquello de “lo harás bien”, “dile a Vitali que lo amo”,  “lo hago todo por la madre patria.” Ni mucho menos. Ni siquiera un “gracias, mi capitán”.

Dos segundos separaron a los habitantes de Murmanks del infierno cuando los dos misiles SA-400 disparados por  la batería de Georgina destruyeron los misiles Trident británicos en vuelo aun estratosférico. Una mujer valiente, ya calcinada dentro de un coche barato en medio de una carretera calamitosa en medio de ninguna parte, no pudo contemplar los dos colosales soles de fuego que florecieron en el espacio en vez de sobre la ciudad, para asombro y espanto de los ciudadanos que, absortos, contemplaban el espectáculo.

Nunca sabría que en 2041, el clima ártico de su ciudad había quedado convertido en un templado clima mediterráneo, nunca sabría que, en 2043, el gobierno de su ciudad había logrado alcanzar el reservorio de semillas mundial de la isla Svalvard. Jamás vería como, merced a esos miles de millones de semillas, los alrededores de la ciudad antes helados y yermos, se convertían en tupidos bosques y fértiles campos. Tampoco vería a su hijo licenciarse, ni a su hija morir en el frente cuando fue derribado el helicóptero en el que viajaba. Nunca sabría que  en el 2045 sería subida a los altares como primera santa no virgen. Tampoco supo que ella, siempre discreta, velaría siempre por sus ciudadanos convertida en una gran estatua en el centro de la ciudad, ni que en 2060, con los países desaparecidos, su ciudad pasó a ser el principal enclave de una región de casi seis, mil kilómetros cuadrados que eran el último refugio de la humanidad civilizada.

En efecto, Murmanks, rebautizado como “Esperanza”, era el único lugar conocido donde el “Antiguo Mundo” continuaba funcionando, reconfortando las almas de sus habitantes. Donde los fuertes cuidaban de los débiles, y unos se ayudaban a otros. Los antiguos astilleros y parques militares se reconvirtieron en todo tipo de industria, que satisfacía bastante aceptablemente la demanda interna, como puerto que era, contaba con una flota mercante que podía abastecerse de las ingentes cantidades de materia prima proveniente del antiguo mundo que las tribus de salvajes eran incapaces ya no de manufacturar, sino hasta de valorar. Las antiguas instalaciones de investigación de la Armada Rusa se habían convertido en la última universidad, donde se impartían un gran número de materias.

Bahía Esperanza, que así se llamaba ahora la región albergaba una población multiétnica galvanizada por una única idea de sentido de pertenencia: el reducto se había convertido en el último bastión de la humanidad como se concebía… o casi…

Aisha bajó los pocos escalones que separaban de la calle su despacho de directora general del Departamento de Suministro de Energía. Como una mujer en un puesto de responsabilidad vestía elegantemente, una falda de lápiz negra perfilaba las sinuosas curvas de sus caderas, mientras que la hermosa blusa violeta, insinuaba más que desvelaba las descaradas líneas de sus respingones senos. Aunque siempre había sido una mujer bella, a sus cuarenta años lucía esplendorosa en la plenitud de su vida. Unas medias negras semitransparentes y unos tacones de altura infinita, posiblemente producto de alguna incursión de aprovisionamiento en los antiguos territorios de Francia o Italia, acababan de componer la indumentaria de una mujer tan estilosa como poderosa.

Pero, ser poderosa, en Esperanza, no era óbice para que una mujer no permaneciera, permanentemente, bajo  la inquebrantable custodia y protección de unas elaboradas restricciones de acero.

De todas las restricciones que protegían a las Esperanceñas, el auténtico orgullo de la región era el sistema de railes magnéticos. Para que el lector se ponga en antecedentes, señalar que todas las mujeres lucían un collar de una aleación tan ligera como resistente, del que caía una cadena del mismo material, la cual terminaba, al nivel del suelo, en una pequeña pieza también metálica y campaniforme. El collar estaba confeccionado a medida de cada una de las usuarias y cada borde estaba primorosamente redondeado para que su uso no ocasionara ninguna incomodidad a su portadora. 





 

La pequeña pieza que se deslizaba por el suelo contenía un potentísimo electroimán. En el subsuelo, con el paso de los años, se había ido construyendo una tupidísima red de tubos magnéticos que, con su campo, hacían que las mujeres pudieran desplazarse con libertad pero haciendo que fuera virtualmente imposible separar las pequeñas piezas campaniformes del suelo. Tan solo las zonas  naturales y  los campos de cultivo no contaban con la red de vías magnéticas, SFR (Sistema de Rail Femenino) pero, en todo caso, eran lugares en los que se consideraba insegura la presencia de mujeres. Dentro de la ciudad, tan solo el entorno de las puertas de la línea interior de murallas y el edificio de Protección a la Mujer no contaban con esos dispositivos, ya que, tampoco era segura la presencia de mujeres allí.

Como el collar era algo que todas las mujeres debían portar obligatoriamente y que no debía de ser abierto más que en algún caso excepcional, las pocas llaves existentes se guardaban en la Secretaría de Protección de la Mujer, que era también donde se estudiaba, perfeccionaba y reglamentaban el catálogo de restricciones.

Como mujer soltera que aún era, Aisha podía elegir ella misma las restricciones que debía llevar, de entre el abundante catálogo que se ofertaba. Una vez elegidas las restricciones, eran realizadas cuidadosamente de manera individualizada por hábiles artesanos, asegurando que la comodidad era igual a la seguridad que aportaban.

Las mujeres que no estaban casadas contaban en sus restricciones con cerraduras genéricas, que podían abrir la llave maestra que todo varón mayor de edad tenía en custodia. Dicha llaves, identificadas con un número de serie, era sometida a revisión trimestral por las autoridades, y perderla podía motivar una pena de expulsión del enclave, la seguridad de las mujeres era un asunto de la máxima importancia que no permitía ningún tipo de veleidad. No obstante, que los hombres pudieran abrir las restricciones, era algo que facilitaba la interacción entre los sexos,y es que al margen de lo tocante a la seguridad, las relaciones interpersonales eran muy similares a las de un país occidental de antes del apocalipsis.

Aisha portaba sobre los tacones unos grilletes de un cromado brllante del mismo metal que su collar, la cadena de veinte centímetros, tintineaba alegremente cada vez que la mujer caminaba, y, además la ayudaba a mantener una longitud de paso encantadoramente femenina.

Finalmente, sus manos se encontraban confortable pero  inexorablemente engrilletadas a un pequeño, delgado y rígido yugo de metal. Este sistema de seguridad era considerado como uno de los más elegantes, y constaba de una anilla de metal que ceñía el cuello por debajo del collar que servía para mantener a la chica dentro de las zonas SFR. De este anillo partían, a cada lado, dos prolongaciones de metal de quince centímetros. Al final de estas piezas se encontraban unos grilletes destinados a las manos. Con este sistemas Aisha tenía sus manos, adornadas con algún discreto anillo, firmemente inmovilizadas a ambos lados de su cuello con sus muñecas rodeadas por unas firmes anillas de metal , primorosamente pulidas y redondeadas, que le aportaban toda la seguridad que podía necesitar.

La vida de las chicas solteras en Esperanza era bastante comunal entre ellas, ocupando edificios de viviendas especialmente diseñadas para ellas. El tamaño y suntuosidad de las viviendas dependía de la capacidad adquisitiva ya que, estas viviendas, podían ser alquiladas o en régimen de propiedad. Las únicas diferencias con cualquier edificio de viviendas del antiguo mundo, era que  en la puerta de todas estos bloques había un pequeño puesto que protegía el acceso y que se encargaba también de revisar la integridad de las restricciones de las chicas cuando entraban a los apartamentos. Como ya se ha mencionado, nada se dejaba al azar a la hora de mantener seguras a las mujeres de la ciudad. La otra diferencia, era el comedor. En estos edificios, aunque cada vivienda contaba con todas las comodidades, existía, normalmente en la planta baja, un comedor y unas cocinas comunales. Allí se distribuían las comidas en platos que facilitaban que las mujeres pudieran realizar la alimentación sin el uso de cubiertos.

Normalmente los platos eran una reinterpretación de recetas tradicionales pero presentadas en trocitos muy pequeños y con el género primorosamente deshuesado, pelado o desespinado… Las chicas, así podían comer sin grandes dificultades, y si surgía alguna, se ayudaban entre todas para ponerle solución. Con el tiempo, incluso, todas eran maestras en el arte de comer evitando que el pelo, las molestara en esa tarea.

Aisha recorrió los últimos pasos que la separaba del furgón especial que habría de transportarla a ella y a las otras dos mujeres que la esperaban dentro, hasta la central nuclear de Punta Norte, donde iba a realizar una visita de comprobación rutinaria.

En Esperanza, los vehículos de motor eran de poca utilización en el ámbito civil e inexistentes en el privado ya que, a pesar de que contaban con capacidad de refinamiento de petróleo, la obtención del mismo era complicado pues los “salvajes” era de los pocos recursos que precisaban poseer , y al final cada expedición de aprovisionamiento petrolífero solía acabar en combates encarnizados.

Finalmente Aisha se paró junto al portón del vehículo del que bajó un comandante de la Milicia que se puso firme ante ella y saludó militarmente. “Señora Directora General”. “Buenos días” respondió ella con una voz suave pero preñada de la seguridad de la que se sabe ungida de autoridad.

El comandante con una llave roja que llevaba sujeta al cuello abrió el collar de Aisha para permitirla abordar el enorme furgón.

“No se preocupe, señora, enseguida se sentirá más segura”. Tras la apertura del collar, el comandante utilizó la misma llave en el electroimán, desactivándolo, y permitiendo guardar la restricción en la parte trasera del vehículo.



 

Aisha se sentó en el asiento central de la línea de tres sillones que ocupaban el compartimento de pasajeros del gigantesco vehículo. Los asientos de la derecha y la izquierda los ocupaban la doctora Azami Yimushiro, una joven médico con orígenes en el antiguo Japón, y la ingeniera nuclear Inés Martel, hija de la comandante de navío Martel que tras el colapso de los gobiernos en 2050 había arribado con los restos de la Armada Española a aquel faro civilización al que muchos simplemente llamaban “La ciudad”.

La directora general saludo a sus dos compañeras mientras el comandante de la escolta se afanaba en que ninguna de las mujeres pudiera sentir la más mínima inseguridad. Lo primero fue colocar en  la cintura de Aisha un cinturón metálico que cerró con un sonoro “click”. Dicho cinturón de dos centímetros de ancho presentaba una cerradura en su parte frontal y se encontraba unido por una corta cadena al respaldo del asiento. Tras asegurarse que nada ni nadie podría abrir el citado elemento, el comandante fijó con un candado la cadena de los grilletes de los pies de la subdirectora general a una argolla metálica firmemente remachada al suelo del vehículo.

Finalmente, con una cadena, unió el yugo de Aisha a las restricciones que sus compañeras lucían alrededor de sus cuellos. Mientras que la joven Azami portaba unas grilletes con una cadena de treinta centímetros que pasaba por la argolla central de un collar de seis centímetros de alto que ceñía su garganta,  Inés portaba una restricción similar a la de Aisha, con la diferencia de que en vez de estar el yugo formado por piezas rígidas, en su caso, las prolongaciones de metal que terminaban en las anillas que ceñían las muñecas estaban articuladas en su unión al metal que rodeaba su cuello.

El comandante se aseguró que la cadena quedara firmemente sujeta al equipamiento que rodeaba la gargantas de las mujeres. Solo entonces dio por terminada su importante labor.

-        Señoras, están ustedes plenamente seguras, antes de que pudieran ustedes  abandonar el vehículo se tendrían que abrir los tres cinturones y los tres broches que mantienen sus grilletes a la anilla del suelo. Nada tienen que temer.

Aisha parecía complacida, “comandante, si ya ha terminado, me interesaría arrancar cuanto antes”.

“Por supuesto, señora” El comandante se apeó cerrando con tres pasadores de seguridad el portón deslizante del vehículo, cada uno de ellos asegurado por su propia llave. Tras unos segundos, el gigantesco mamotreto inició la marcha.

Aisha observó a sus compañeras que parecían inquietas.

Inés era una niña cuando llegó a “la Ciudad” en el buque insignia español, y se integró con su madre en las peculiaridades de la vida allí y aunque su cargo como ingeniera nuclear la había hecho viajar alguna vez en esos vehículos, la verdad es que aún le generaba cierta ansiedad el saberse fuera del sistema de raíles que eran el orgullo del enclave. Trataba de calmarse cerciorándose con constante tironcitos de la absoluta infalibilidad del acero de sus grilletes.

Azami era la más joven de las tres, una chiquilla de 22 años recién licenciada y era una auténtica “Niña Esperanza” como se llamaba a las generaciones que no habían conocido la vida fuera del enclave. Al contrario que sus compañeras, no sabía lo que era vivir sin estar permanentemente encadenada a las constricciones que la hacían permanecer segura. Era la primera vez que abandonaba la tranquilidad de los raíles, y aunque deseosa de vivir la experiencia para contársela a sus amigos, sobre todo a sus amigas, y familia, la verdad es que no se sentía cómoda. Sus grilletes cascabeleaban cada vez que la doctora trataba de calmarse, cerciorándose de que, aunque fuera de los raíles, no corría verdadero peligro. Tan solo la idea de contar la aventura a sus amigas, que se morirían de envidia, le servía de bálsamo.





 

Si el lector, avispado y sagaz, se pregunta acerca de si la presencia de tres mujeres, universitarias y con responsabilidades era casual, la respuesta es simple y categórica: No.

El enclave se encontraba, por así decirlo en permanente conflicto con las hordas de saqueadores que asolaban el “vacío” que era como los Esperanceños denominaban al mundo allende sus defensa exteriores. Con esta permanente guerra en la que se luchaba por la existencia, los hombres solían desempeñar trabajos relacionados con la destreza física y con la defensa mientras las mujeres copaban en gran mayoría las universidades ajenas a las materias militares, los trabajos relacionados con el comercio, la administración, artes, enseñanza…incluso la política era un campo en que las mujeres participaban mucho más activamente que sus compañeros varones, como muestra de ello las tres últimas presidentes-alcaldes, todos desde que se había instituido la democracia,  habían sido tres mujeres.

 

CONTINUARÁ…… SI OS GUSTA…..

 

 

jueves, 29 de abril de 2021

Programa de protección de testigos. (2/3)

 


Un sendero de losas de granito pavimentaba el corto sendero que, a través del jardín, conectaba la casa con la zona de la piscina.

En aquella tarde de verano el agua se empeñaba en bailar con Lorenzo creando con esa danza una infinidad de destellos azules que refulgían como brillantes abanicos. Verdaderamente, todo en aquella casa era grande y magnificente: la cuba, el área de recreo con tumbonas, la vegetación, las esculturas y el gran número de parasoles que rodeaban la zona de baño verdaderamente estaban diseñadas para acoger a bastantes más que las cuatro personas que procedían a acomodarse.

Las dos testigos ataviadas con pamelas y gafas de sol, y abundantemente embadurnadas de crema solar por Patricia antes de salir de la casa, señalaron ansiosas con la cabeza hacia las tumbonas que se encontraban entremedias del sol y la sombra que proyectaba una palmera.

-          Parece que tienen ganas, - dijo Patricia.

Los agentes colocaron a las muchachas sobre las ostentosas tumbonas y, la seguridad ante todo, procedieron a inmovilizarlas de manera que no pudieran suponer un riesgo, ni hacia ellas ni hacia el programa.

Aisha, que en vano trataba de encontrar una posición medio cómoda para sus brazos, fue engrilletada por un tobillo a una recia argolla de acero firmemente cementada en el suelo y que, por si misma era suficiente para mantener a cualquier chica dentro de la longitud de la cadena que allí se anclara.

Como el lector ya está familiarizado con el distinto protocolo que se aplica a una y a otra testigo, las restricciones aplicadas a Martina fueron igualmente seguras pero, de lejos, mucho menos amables. Carlos la ayudó a tumbarse en la mullida colchoneta e, inmediatamente, procedió a atar sus tobillos al fuerte armazón metálico de los reposabrazos.

Con esa posición la muchacha quedaba tumbada sobre la silla con las rodillas dobladas y los tobillos echados hacia atrás, firmemente atados a cada lado de la silla. Junto con la tensión que la forzada posición provocaba en sus músculos y tendones, lo peor, sin duda, era, que al estar tan fija en la postura, no podía tratar de ladearse como hacía Aisha, y no tenía manera de evitar que todo su peso aplastara el metal que le aprisionaba los brazos, provocando algo más que incomodidad en sus extremidades y espalda.

Solo cuando las dos chicas estuvieron acomodadas con todas las garantías de seguridad, Patricia abrió los pequeños candados que cerraban los zapatos de las dos cautivas. Las dos muchachas gimieron de placer cuando pudieron estirar sus pies, sometidos desde primera hora de la mañana a un elegante pero brutal arqueamiento.

El firme bondage y del incipiente dolor que empezaban a sentir en sus miembros no evitaba que, las dos chicas, estuvieran contentas de poder disfrutar de un rato de esparcimiento al aire libre ya que, sin estos paréntesis, los días,- a pesar de contar en sus habitaciones con pantallas gigantes en varios lugares, lo que era útil pues podían visionarse independientemente de la postura en la que una estuviera inmovilizada, en las que podían ver películas, series o leer libros-, se hacían eternos.

Martina, desde su posición, observó a Carlos que desabrochándose la camisa se sentaba en una mesa situada bajo la sombra de unos árboles. Las gafas de sol le permitían no tener reparos en disfrutar de aquel musculado torso que presentaba varias cicatrices que, lejos de afearlo, lo embellecían resaltando su autoritaria masculinidad. Mientras lo miraba, se imaginaba que, así atada, con los muslos separados, no tendría ninguna defensa si aquel hombre hubiera deseado tenerla. La chica de pelo castaño cerró los ojos y noto cómo unas perlas de humedad se deslizaban en su vientre. No era sudor.

Mientras Carlos continuaba sumergido en la lectura de su libro ajeno al escrutinio de la calenturienta joven, su compañera Patricia se había percatado que, la cautiva, creyéndose segura tras sus gafas tintadas, no quitaba ojo de su hercúleo compañero. Más tarde, se dijo, se iba a encargar de que la descarada recibiera un mensaje, bien clarito.

El tiempo de esparcimiento pasaba de forma agradable para los dos agentes que disfrutaban de un bien merecido lapso de relax en el extenuante trabajo de proteger a las dos testigos, pero, transcurridas casi dos horas un incesante coro de quejidos acabaron por arrancarlos de su “dolce far niente”.

Martina, había tratado de aguantar lo máximo posible, pero, los tirones en sus músculos, estaban mandando claras señales  a su cerebro. Sus piernas, abiertas y dobladas al límite de sus posibilidades le dolían como si estuvieran a punto de arrancárselas, y los grilletes “bagno” no solo mordían con fiereza la carne de sus brazos si no que, dada la postura, se le clavaban en la espalda, y tras haber tratado de variar la posición a fin de repartir el castigo, ya no había un milímetro de su espalda que no aullara de dolor. Su vientre ardía tras haber recibido las caricias del Sol por más de una hora y, como guinda a su disconfort, la sed, la devoraba. La mordaza de aro que atenazaba sus mandíbulas se había convertido en una máquina de hacerla salivar, y su barbilla y escote eran una catarata de baba que discurría hasta colmar graciosamente su ombligo, el cual rebosaba un hilillo que continuaba hasta que, poco a poco humedecía el elástico de la braguita de su biquini azul de motivos étnicos.

Temiendo que sus protestas pudieran hacerles perder el privilegio del ansiado baño en la piscina, los gemidos de Martina comenzaron tímidos, casi inaudibles, pero tras ver que ni tan siquiera lograban que los dos agentes levantaran la vista de sus lecturas, el sonido fue in crescendo. Aisha, pese a que disponía de mucha mayor libertad y podía girarse, ladearse e incluso ponerse en pie, se unió a la coral de lamentos, y tras unos minutos, finalmente, los dos custodios se decidieron a dedicarles la atención que reclamaban.

Patricia, que muchas veces como mujer se solidarizaba con las testigos, – a menudo se preguntaba cómo era posible que el programa hubiera sido diseñado y estuviera supervisado por mujeres-, fue la primera en dedicar una mirada más atenta a las dos chicas que se agitaban en sus tumbonas.

-          Creo que es hora de cumplir con lo prometido, han estado tranquilas, parece que no van a necesitar las mordazas… por un rato.

La agente se levantó y avanzó hacia las chicas, se paseó lenta, segura, haciendo oscilar sus caderas delante de su compañero, en un movimiento que, las dos mujeres que permanecían en un estricto bondage juzgaron como exagerado y un tanto exhibicionista, como mujeres, se dieron cuenta que la hermosa Patricia estaba marcando territorio. Con movimientos de experta, desabrochó las mordazas, y primero Martina y luego Aisha, pudieron por fin, tras un breve forcejeo con los calambres que provenían de los músculos que habían sido forzados, cerrar sus labios.

Patricia sabía por experiencia propia la cantidad de líquidos puede perder una chica salivando con la mordaza de anillo, especialmente bajo el sol y en una tarde tan calurosa como aquella de verano, así que, sacando dos refrescos de la nevera con hielos que Carlos había llevado se los ofreció a las muchachas que, bebieron sin dilación a través de sendas pajitas.

-          Gracias, estaba seca, dijo Martina resoplando de alivio… Ay, Dios… tengo la tripa ardiendo.

-          Jobá, estaba echando de menos la bola del demonio, añadió Aisha que recuperaba la respiración después de haber bebido el contenido de la lata de un sorbo.

Carlos cerró el libro y lo apoyó en la mesita que tenía junto a su silla, y se acercó hacia donde las chicas habían hecho su particular corrillo.

-          ¿Listas para un baño?

A las dos muchachas se les iluminaron los ojos ante la posibilidad de, en unos minutos, poder estar nadando libres en esas aguas que con sus reflejos llevaban seduciéndolas toda la tarde, y asintieron al unísono: “¡Sí!”.

Por desgracia para ellas, la seguridad del programa, no iba a permitir que sus felices augurios se cumplieran… al menos por completo.

Aisha, fue liberada del grillete del tobillo, y acompañada hasta las amplias escaleras de azulejos esmaltados que, de forma señorial con varios escalones se iban introduciendo en la apetecible agua de la piscina. Carlos estaba junto a ella cuando se detuvieron en el primer escalón, con el agua cubriéndoles los tobillos. Martina vio, desde su tumbona en la que permanecía inmovilizada, como Patricia se acercó a ellos portando un gran aro salvavidas de franjas blancas y naranjas. La agente deslizó el rígido flotador, sosteniéndolo inclinado, hasta que este  se situó por la parte delantera justo por arriba de los pechos de la joven, y en su espalda en la zona lumbar, quedando entre espalda y de los brazos de la joven que, permanecían firmemente asegurados por los dos pares de esposas en muñecas y codos.

-          Pero… ¿Qué estáis haciendo?, ¿Cómo voy a poder nadar con esto?

-          ¿Que qué hacemos? Pues velar por tu seguridad, - dijo Patricia-, y, como sois… que entendéis lo que os interesa… aquí nadie dijo que fuerais a nadar, si no, daros un baño. Y si no quieres, pues de vuelta a la tumbona….

Aisha se sintió indefensa y derrotada de antemano.

-          Vaaaaale. Pero no es justo… no somos terroristas ¿Sabéis?

-          Por eso nos tenéis aquí, protegiéndoos y evitando que nada malo os pase,- terció Carlos- si no, estaríais en prisión, y créeme, allí no ibais a tener el régimen de comodidades que tenéis aquí.

Las dos chicas, temerosas de que incluso el muy cercenado privilegio del baño peligrara, no iniciaron una discusión, pero, verdaderamente se preguntaban de qué comodidades estaba hablando el agente. Desde hacía quince días habían sido sometidas a un estricto bondage, y el más nimio desliz en el cumplimiento de cualquiera de las normas y protocolos había sido castigado con severidad, con más tiempo de restricción, mayores mordazas o posturas más extenuantes…. Difícilmente podrían imaginarse el régimen de las prisiones…

Patricia sujetaba en posición el salvavidas, mientras poquito a poco Aisha iba introduciéndose en el agua descendiendo escalón a escalón. Sin duda, en otras circunstancias, le hubiera gustado disfrutar de una aclimatación más progresiva, y disfrutar de la escalera flanqueada de estatuas, fuentes y flores, parándose, e incluso sentándose en los escalones, pero, al final, la realidad mandaba, y su amiga Martina, esperaba su turno inmovilizada en un exigente predicamento, así que decidió no demorar el proceso. Cuando el agua les llegaba por el vientre, los dos agentes ayudaron a la cautiva a echarse a flotar. Aisha quedó a flote, apoyada sobre el flotador, el cual, tercamente quería deslizarse hasta quedar apoyado en el cuello de la muchacha. Afortunadamente (¿?), los dos guardianes no era la primera vez que realizaban esta acción y un último refinamiento de seguridad iba a evitar esa incomodidad. Una vez a flote, Carlos dobló una de las rodillas de la chica atando ese tobillo al aro salvavidas y, con otra cuerda, ató las esposas que aseguraban los codos de la muchacha al mismo punto del aro donde se fijaba el tobillo de Aisha.

Así, la joven, podía con total seguridad deambular por la piscina impulsada por la pierna que permanecía libre, mientras que, el aro firmemente amarrado se mantenía a la altura sin deslizarse hacia el cuello.

Martina, desde su lugar, no pudo menos que maravillarse de lo ingenioso del sistema que permitía a las chicas disfrutar de la piscina mientras permanecían genuinamente seguras y sometidas a un restringente bondage. Un detalle que le pareció gracioso fue que, los brazos de su amiga, sobresalían por encima del flotador al que estaban amarrados, y al estar inclinados hacia atrás por efecto de las restricciones, le daban a Aisha un aire de tiburón bastante cómico.


 

Aisha dio sus primeras patadas y vio cómo, a pesar de lo estricto de la posición, esta resultaba relativamente cómoda, y salvo la incomodidad de ir perdiendo sensibilidad en sus manos por encontrase elevadas e inmovilizadas, la posición era relativamente confortable, a pesar de que mantener un movimiento fluido estaba suponiendo un pequeño desafío para ella. Por primera vez desde que había entrado en el programa se sorprendió a si misma disfrutando de su indefensión, de tener a dos expertos agentes velando por ella y de tener que afrontar los pequeños desafíos que suponían para ella su nueva vida con la movilidad cercenada.

Los dos agentes se cercioraron con una última mirada de que su sirena no tenía ningún problema y salieron de la piscina dispuestos a cumplir su promesa con Martina que, impaciente como una niña a la que tocara su turno de sentarse sobre el regazo del Rey Mago para pedir sus regalos, aguardaba su turno de abandonar su tumbona, convertida en cruel potro de tortura.

Patricia desató los tobillos de la chica que pudo relajar sus piernas y rodillas que, abiertas y flexionadas, la habían obligado a mantener la indecorosa posición de una suerte de horcajadas sobre la silla de piscina. Martina se incorporó, a fin de lograr que metal de sus grilletes dejara de clavarse en la carne de su espalda, la cual, al igual que sus piernas, agraviadas por el severo tratamiento que habían recibido, rabiaba de dolor.

Mientras esto sucedía, Carlos se acercaba con una rígida colchoneta de plástico duro la cual presentaba una argolla metálica en cada esquina, cuando Martina se dio cuenta de los planes que habían reservado para ella, el alivio de verse liberada de su ordalía,  dio paso a cierta indignación.

-          No, no, no – giraba la cabeza enérgicamente para enfatizar su negativa-, no podéis encadenarme a eso.

-          O sí, señorita, y eso es lo que va a pasar. Es lo más seguro para todos, Carlos mantenía un tono de suave firmeza en su masculina voz.

-          No, me niego.

-          ¿De verdad?- dijo Patricia con una sonrisa socarrona-, ¿Prefieres seguir en la silla?

-          No, pero… no… eso no, Martina estaba a punto del pucherito- me he portado bien, no os he dado ningún problema, e insistís en tratarme como a Anibal Lecter.

Carlos se puso serio.

-         - Martina, para ti es difícil, y lo sabemos, pero, la primera obligación nuestra es mantenerte segura, a ti y a nosotros. Y la primera regla, es que, para cumplir esta obligación, no nos podemos fiar de nadie, ni siquiera de la voluntad de la testigo. Es mantenerte segura, quieras o no quieras. Y no es aceptable correr ningún riesgo. ¿Está claro?

La joven bajó la mirada y el fuego de su rebelión descendió en intensidad.

-     Pero… me dijisteis bañarme, y eso es flotar, no bañarme. Tengo mucho calor, y solo quería refrescarme. ¿No puedo tener un bondage como el de Aisha?

-          Para ti no es aceptable, Martina, y lo sabes. No es suficientemente seguro.

-          Ya, pero es que… me habíais prometido un baño, y además se me ha puesto la barriga morena, y no me ha dado nada el sol en la espalda, y si me esposáis a esa cosa, voy a parecer un San Jacobo, tostada por un lado y blanca por otro…

Patricia vio como Carlos bajaba sus defensas, y sabía, por experiencia, que podía estar pronto a ceder, así, que se le ocurrió una idea que podía satisfacer a ambas partes, y, de paso, mandar a Martina el recadito por su comportamiento descarado de antes.

-          Se me ocurre una idea….

Al cabo de unos minutos, Martina se maldecía a si misma por haber aceptado una propuesta preñada de veneno; debió de haberlo visto venir por la sonrisilla de Patricia cuando la exponía…. Pero no…. Se sentía estúpida.

Cuando la inocente muchacha dio su visto bueno, se vio reducida a un estricto hogtie, en el cual sus muslos, rodillas, gemelos y tobillos se encontraron firmemente atados. Patricia dobló una cuerda hasta hacer una corredera que apretó con fuerza alrededor de la cintura de su cautiva, pasando el cabo de por debajo de su sexo, y  ciñéndolo en su espalda a la cuerda que mordía su cintura. A pesar de la protección de la fina tela del biquini,  Martina sentía como la cincha mordía dolorosamente su sexo y perineo. Una vez satisfecha con la rigidez del conjunto de las ligaduras, unió con una cuerda las ligaduras de los tobillos a los grilletes que seguían mordiendo sus brazos justo por encima de los codos, y comenzó a tensarla.

Mientras la cuerda que unía los tobillos y los codos se iba haciendo progresivamente más pequeña, las rodillas de Martina se fueron doblando, provocando una sensación precursora del dolor en sus tendones, pero, para su desgracia, Patricia aún no había terminado…. la cuerda se encogió hasta que los gemelos descansaron sobre la parte trasera de los muslos, punto en el cual, todos los receptores de dolor de Martina estaban en solfa. A pesar de las agónicas sensaciones, su ordalía estaba lejos de terminar, ya que la agente con paciente crueldad continuó tensionando la cuerda, hasta que la espalda de la joven se vio forzada en un arco, primero leve, y posteriormente muy acusado, en un escorzo que recordaba al de un pez cuando es sacado del agua, lamentablemente, al contrario que el pez, su escorzo no tenía lapsos, sino que una recia cuerda mantenía el cuerpo de la joven en una postura que castigaba no solo sus lumbares sino que su pelvis, una vez piernas y abdomen abandonaron por efecto del arco el contacto con el suelo, sostenía por si sola el peso de Martina, función para la que, obviamente, no estaba diseñada y que provocaba que esta se clavara en el suelo provocando un intensísimo dolor que, al no existir en la zona la mínima capa adiposa, martirizaba directamente sus huesos..

Afortunadamente para Martina, no fue mucho el tiempo que, una vez reducida a ser un exagerado arco de carne agonizante, tuvo que esperar sobre tierra firme. Carlos se acercó a la joven una vez las expertas manos de su compañera hubieron acabado el trabajo, y mientras se agachaba a recogerla, observó el primoroso trabajo de Patricia. Cada nudo estaba hecho con precisión milimétrica, y colocado bien fuera del alcance de los dedos de la cautiva que no tardando mucho iba a entrar en frenesí para tratar de alcanzarlos y para así intentar aflojarlos. Colocados tal y como estaban, el alivio iba a ser imposible para Martina. Las cuerdas, muy apretadas, se enterraban en la joven carne, si bien no ponían en peligro la circulación sanguínea de una joven deportista, y el aspecto de la cuerda era pulcro y atildado.

Martina notó como era tomaba en brazos y, para su sorpresa, sentirse indefensa, en brazos de aquel hombre maduro la hizo sentirse bien. Se sintió segura, completamente confiada en él, aunque extremadamente frágil y vulnerable, sin más escudo que la buena voluntad de su guardián. Mientras caminaba con ella en brazos hacia la piscina, en algún paso su cuerpo entró en contacto fugazmente con la entrepierna del hombre y, para su sorpresa, le pareció detectar cierta turgencia bajo la tela del bañador del agente. Mientras era transportada, en brazos de aquel fornido hombre, se sintió profundamente mujer.

Patricia se afanaba en ultimar las cuerdas que colgaban del extremo del pequeño trampolín de un metro con el que contaba la piscina y solo cuando se aseguró de que las maromas estaban firmemente aseguradas, bajó de la plataforma y se encontró en el agua con los recién llegados.

Aisha, que ya había adquirido cierta pericia en el nado con solo una pierna observó cómo su amiga era amarrada por la ligadura que unía sus codos a sus tobillos a las cuerdas que colgaban del trampolín, haciendo que, el propio peso de la chica aumentara aún más la curvatura de la espalda, decididamente en ese momento se alegraba de haber reusado el apuntarse a clases de Krav Magha cuando una amiga se lo había propuesto a principios del curso académico.

Una vez colgada del trampolín, Martina notó como la curvatura de su espalda se acentuaba hasta el punto que en el que pensó que su espina se quebraría en dos, no solo fueron los receptores del dolor de su cerebro que encendieron las alarmas rojas, sino que, incluso, sus pulmones luchaban por recibir aire. La agonizante chica no tuvo tiempo de expresar una queja, ya que, a los pocos segundos notó como una mano  impulsaba su pelvis hacia arriba, disminuyendo el arqueamiento y permitiéndole respirar con normalidad a pesar de las agudas punzadas en la zona lumbar. Martina ya estaba acostumbrada a que, últimamente en sus vidas, todo alivio venía acompañado de una contraprestación, y para desgracia de su sexo esta vino cuando la cuerda que se hundía en su feminidad fue, a su vez, amarrada al trampolín, haciendo que, si bien la postura general resultaba ahora un tormento asumible al disminuir el arco de su espalda, su tierno y sensible coñito se veía sajado en dos por la tensión de la soga que la viviseccionaba.

Patricia se alejó unos pasos y contempló su obra… estaba satisfecho sin duda la joven zorrita había recibido el recado, ya se lo pensaría dos veces antes de mirar a un hombre que no le pertenecía.

-         -  ¿Ves? Así, te dará también el sol en la espalda.

Martina percibió cierto retintín en el comentario de la agente, si bien, no entendía bien el porqué.


 

Cuando las dos chicas hubieron sido restringidas con seguridad, Aisha se impulsó hasta la zona del trampolín donde, a pesar de las circunstancias, las dos chicas pasaron una tarde agradable en compañía la una de la otra. Los dos agentes, observaban vigilantes a las dos muchachas que bromeaban, reían y conversaban, e, incluso, de vez en cuando, jugaban a dispararse chorros de agua con la boca.

Los guardias permanecieron a distancia, sin inmiscuirse, dejando a sus dos protegidas una burbuja de tiempo para ellas, sabían que, cuando se somete a dos jovencitas a un régimen estricto, los pequeños paréntesis de distensión hacen que incluso los pequeños placeres como una conversación privada se paladeen mucho más.