El joven y la profesora desobediente

  Con 31 años, pese a que las pecas de su cara le confirieran un aspecto más aniñado, haber ganado una plaza como catedrática de instituto e...

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miércoles, 28 de septiembre de 2022

Resort de azotes para novatos. VI

 

 


 

Un agradable sol vespertino se tamizaba entre las copas de los árboles, creando un mosaico de claroscuros en el sendero que el grupo transitaba entre charlas distendidas y fugaces aunque constantes muestras de afección entre las parejas que no escaparían a la vista de cualquier observador atento.

 

Ellas no eran ajenas a que, con toda probabilidad, aquella tarde no finalizaría sin que sus traseros acabaran, de una forma u otra, enrojecidos y doloridos tras recibir las atenciones de algún instrumento que, como siempre, era mantenido en secreto; pero por el momento la tarde, con ese breve paseo con un refrescante baño en una bonita poza con cascada, no les estaba dando motivos de queja.

 

Se encontraban de vuelta en el jardín de la villa cuando Philippe dió el alto a su grupo de pupilos.

 

- Espero que el paseo haya sido de vuestro agrado, como ya os venía diciendo, las pozas y zelotes son una de las maravillas de nuestra isla.

 

Las chicas intuyeron que aquellas palabras no eran más que el prolegómeno de algún otro episodio menos satisfactorio para sus traseros. Inconscientemente todas ellas buscaron protección apretándose contra los cuerpos de los chicos, aun siendo conscientes de que iban a ser ellos quienes, seguramente en breve, azotarían la ya, tras las varias zurras en tan breve lapso, muy sensibilizada carne de sus cuartos traseros.

 

- Sin duda dar un paseo por la naturaleza es un tipo de pasatiempo muy popular para los isleños, aunque romper la rutina también puede motivar que afloren ciertos temas… o que por otras circunstancias tengamos que poner a nuestras damas en línea sin querer esperar a llegar a casa, - Rodrigo hablaba al grupo tras haber tomado el lugar de Philippe-.

 

“¿Habéis traído las navajas o cortaplumas?”, dijo el profesor refiriéndose a la mitad masculina del auditorio. Hubo gestos de afirmación y algunos, como Niko ya mostraban los pequeños cuchillos que, conforme al programa, habían tenido que traer consigo.

 

- Aquí vais a aprender el uso que se puede dar al “suich”. Le vais a dar las navajas a las chicas y Jimena se las llevara a recolectar una rama cada una, aquí lo hay en todas partes, pero también una ramita de avellano o manzano puede funcionar perfectamente.

 

El “suich” era la deformación local del término inglés “switch”, y se usaba para designar a un árbol de ramas tan ligeras como flexibles, similar al sauce, que era endémico y omnipresente en toda la geografía de Isla Cane.

 

- Es evidente que también podéis recoger y refinar vosotros los “suiches”, pero lo tradicional es que sean ellas las que lo hagan. Por un lado vosotros dispondréis de tiempo para pensar y calmaros si es que estáis enfadados, y a ellas, el tener que buscar y hacer su propio suich les ayuda a reflexionar sobre su comportamiento y por qué merecen el castigo.

 

“¿Vale cualquier suich?”, preguntó Marco poniendo voz a la pregunta que todos tenían en menta.

 

- Ni mucho menos, dijo Philippe, sois vosotros los que ponéis las directrices, - aclaró-lonormal es que deba ser de un grosor similar a la mitad del meñique, y hay que tener en cuenta que es un instrumento relativamente frágil así que tampoco es raro que las chicas deban hacer dos o tres para el caso que sea necesario un recambio. 


 

-¿Y qué pasa si no encontramos uno adecuado?, preguntó Alice con media sonrisa dibujada en la comisura de sus labios.

 

- Bueno, dijo Rodrigo, pues lo habitual es usar el que traigas hasta que quede inservible… por tratar de engañarnos, y luego mandaros a por otro para castigarte por la primera falta…

 

Tras la respuesta, amable pero rotunda, los que sonreían eran los chicos mientras que Alice hacía un mohín.

 

- Normalmente tendríais 10 minutos, pero como es la primera vez, Jimena, tenéis veinte minutos para que cada una traiga un suich acabado.

 

Las chicas se alejaron hacia un grupito de 3 árboles que crecían en el jardín de la villa, aunque el sol no se hallaba en su apogeo la claridad era todavía perfecta para la tarea.


 

 

Jimena lideraba el grupo de exploradoras y les explicaba como las ramas se debían de coger enteras y que luego, con la navaja, ya tendrían tiempo de recortarlas y refinarlas.

No pasó mucho tiempo hasta que cada una de las chicas tenía en la mano una ramita de una longitud y un grosor adecuada para la tarea.

 

- ¿Duele mucho?, preguntó Claire cuando siguiendo las instrucciones de su jefa se sentaron para empezar a desbastar el flexible instrumento de castigo.

 

La profesora, generalmente tan comedida, hizo un gesto con la cabeza, “pues según como lo vayan a usar, pero a mi es de los azotes que más me asusta ganarme… escuece durante días”,-Jimena explicó a las chicas como retirar los nudos que podrían lacerar la piel si no se retiraban, antes de continuar su repuesta, mientras supervisaba que, con mayor o menor habilidad las chicas eran capaces de ir domando su suich-. “A mí no me gusta, en primer lugar duele mucho, distinto del cinturón, pero llega a doler mucho, acabas recibiendo sobretodo en la muslada, torció el gesto, y luego porque generalmente con él te van a zurrar en el jardín y va a haber curiosos, o la liaste muy gorda, tanto como para que te peguen sin esperar a llegar a casa, y el castigo va a ser…

 

- Apoteósico, concluyó Svetlana, la frase con un rictus que pretendías ser aspirante a sonrisa...

 

- Sí, esa es la palabra… apoteósico, aunque bueno, nos han mandado cortar sólo uno, así que, dentro de lo malo, creo acabará relativamente pronto.

 

A unos metros de distancia, el grupo de hombres contemplaba con atención los trabajos de las chicas que, dentro del tiempo marcado, se afanaban en obedecer y entregarles el mejor instrumento posible.

 

Jimena supervisaba a sus alumnas, que pronto se convertirían en compañeras de castigo, y reparó en el suich al que Claire le daba los últimos recortes.

 

- Ah, ah…,-negó la profesora con la cabeza-, Claire, ten en cuenta que también tienes limpiar la parte donde tu marido va a agarrarlo, sino se podría clavar esos brotes en la mano.

 

Cuando oyeron este apunte, todas las chicas, por inercia, revisaron la parte más ancha de sus suiches. Alguien ajeno a las costumbres de la Isla podría suponer que aquella revisión se realizaba únicamente como medida para evitar un posible castigo por haber sido descuidadas, pero no era así. Todas ellas deseaban evitar, genuinamente, que ninguno de sus hombres pudiera hacerse daño mi entras blandían el instrumento que les habían mandado confeccionar.




 

 

Aunque atentas y prolijas en su trabajo las chicas charlaban y, pronto, dejaron claras sus sensaciones sobre tener que recolectar y pulir la rama que iba a ser usada para martirizar la piel de sus traseros. Mientras que Alice, que aceptaba aquello porque todas las demás lo estaban haciendo y porque debía obedecer, no estaba particularmente feliz, su madre pensaba que el temor de la anticipación que estaban sintiendo todas ellas era un añadido muy deseable para un castigo que sin duda habría estado bien merecido.

 

Lidia, la soñadora música italiana, tenía miedo, pero su psicología se había ido adaptando sorprendentemente rápido a la isla y a sus hábitos. Ella siempre había sido muy consciente, desde niña, de las diferencias evidentes que existían con los hombres. Ellos y las mujeres eran, según concebía, dos mitades de un todo, separadas pero equivalentes. Y nunca antes, en toda su vida, había visto honrar esa filosofía de una forma tan plena como en la isla. Allí, sentada sobre el césped, sabiendo que tanto ella como sus compañeras estarían sollozando como niñas en cuestión de minutos, se sintió una más, cómoda, ocupando su lugar en su mitad del todo.

Sentada en la hierba, Svetlana se afanaba por lograr una posición en la que su trasero no pasara en el umbral del dolor de lo tolerable, al tiempo que la escueta tela de su vestido playero no revelara nada indebido a pesar de que bajo él llevaba un, aun húmedo por el baño, bikini. Ella, como las otras, estaba asustada, pero también contenta. De nuevo el hacer algo que su marido iba a inspeccionar al detalle, mostrando interés en su obra, era algo que la llenaba de gozo, aunque fuera una herramienta cuya finalidad era lacerar su carne y castigarla por medio del dolor. Ese Nikolai atento, cercano y autoritario era lo que siempre había añorado. El saber que su esposo estaría en adelante siempre junto a ella, vigilante de que ella cumpliera su voluntad, y que sus actos tendrían siempre consecuencias, buenas o malas de las que ya jamás podría evadirse, la henchía de plenitud desterrando de su vida la causa de ese vacío que le había devorado el corazón al ritmo que Nikolai accedía a sus caprichos.

 

Faltaba un minuto para que se el plazo cuando cada chica le hacía entrega a su hombre de un suich perfectamente terminado y de la navaja con la que lo habían elaborado.

 


 

 

Philippe explicó los puntos en los que debían fijarse para juzgar si las ramitas proporcionadas cumplían condiciones como el grosor, la flexibilidad o la longitud. Los hombres blandieron las ramitas en el aire y el zumbido, casi como de enjambre de un millón de avispas, heló la sangre de las que luego tendrían ocasión de probarlos en sus propias carnes. Los chicos escrutaron de forma concienzuda el trabajo y el dictamen fue unánime, incluso la peor de las ramas presentadas cumplía muy holgadamente los parámetros, sin duda sus compañeras no habían holgazaneado ni ahorrado esfuerzos en ser obedientes.

 

Jimena percibió el orgullo de sus compañeras ante los parabienes por su diligencia, y percibió que, incluso en las más reactivas, iba calando el original pero sencillo orden de las cosas de la isla.

 

Tras la ritual entrega de las ramitas, las parejas formaron un semicírculo alrededor delos dos profesores que, como en el resto de sesiones, comenzarían con una demostración práctica. El director del seminario indicó a las mujeres que se arrodillaran para la clase, mientras sus parejas permanecían en pie justo detrás de ellas. Todas obedecieron al instante, como compitiendo entre si, con el deseo de no poner por rezongonas en un compromiso a sus caballeros, aunque, obviamente, a tenor del orgullo que destilaban las miradas que les dedicaban, ninguno de ellos jamás pensaría tal cosa. Contradictoriamente con  la tormenta de azotes que se iba a desatar en breves minutos, cuando se recorría el semicírculo con la mirada, se observaba en todos los presentes una profunda paz que emanaba de estar ocupando el lugar que la sabiduría ancestral siempre les había reservado por razón de su biología. Pese al miedo del castigo que estaba por venir, por aquí y por allá se veían manos varoniles que jugaban bajo las melenas de las chicas; mejillas ruborizadas que buscaban aplacar la inseguridad frotando el brazo que en sus hombros se apoyaba; dedos que se enlazaban furtivos y juguetones y mil una muestras de complicidad que nacían en la confianza de ellas y el profundo orgullo de ellos.

Rodrigo besó la mano de su esposa y la situó junto a un grueso abedul de blanco tronco que crecía en el centro del semicírculo que configuraban las parejas. Con maneras de espadachín cortó el aire con la vara, generando un sonido que puso un nudo en el estómago de la bella fiscal que hacía las veces de profesora.

 

-          Como veis, nuestras damas han hecho un gran trabajo y a verdad es que, chicas, podéis estar orgullosas, -aunque un poco inquietas, agradecieron el sincero cumplido con sonrisas de reconocimiento -. Como ya dijo antes Phillippe, este instrumento tiene la ventaja de ser muy fácilmente accesible, aunque tenga el inconveniente, que seguro que no lo es tanto para ellas, de que se deteriora con bastante rapidez.

La sonrisa nerviosa de la audiencia le confirmó que todos estaban prestando atención a sus palabras.

 

-          Al contrario de los instrumentos que ya habéis podido probar, este es muy diferente, es muy ligero, así que se usa principalmente sobre los muslos y las piernas que es donde su impacto va a ser más efectivo, y no os dejéis engañar, aunque un azote puede resultar muy tolerable, os aseguro que, en unos minutos esas piernas van a picar como si las estuvieran picando miles de mosquitos.

La clase tenía los ojos muy abiertos ante las explicaciones de Rodrigo, “Es buena idea que hagáis que vuestra chica se agarre aun árbol, como Jimena, o si son varias chicas que se agarren las muñecas si no queréis tener que acabar persiguiendo esas piernas por todo el campo”. Las sonrisas ufanas de los hombres no podían tener un contraste más marcado con el gesto de atribulación que mostraban las chicas.

Subió la corta falda playera, de un bonito color verde oliva y estampada con unas gigantes flores naranjas, de su esposa y la sujetó con el elástico del bikini que llevaba bajo ella.

Rodrigo se situó tras su esposa que, inclinada, sujetaba el tronco del abedul con ambas manos, calculó la distancia y tras atravesar de nuevo el aire con el suich, el segundo azote no cayó en el vacío. Con un silbido la fina vara verde impactó en la parte superior del muslo de Jimena, y pese al casi silencioso choque, la fiscal Signori no pudo evitar una mueca de dolor. El suich, blandido vigorosamente caía vertiginosamente una y otra vez sobre los pálidos muslos haciendo que, cada vez de una manera más evidente, la mujer se retorciera sin que por ello el suich continuara acariciando cruelmente la sensible piel de la parte trasera de sus piernas.

Una vez tras otra, la flexible varita caía sobre los muslos y la parte más baja de las nalgas de la mujer a tal velocidad que los quejidos se habían convertido en un suave aullido continuo. Las apenas imperceptibles marcas rosa pálido que aparecían tras las crueles caricias de Rodrigo se iban convirtiendo paulatinamente en unas rayas de un rojo muy vivo y que Jimena sentía palpitar bajo su fina piel. Cuando el suich mostraba las primeras muestras de deterioro en la punta, justo en el momento que con mayor intensidad besaba las piernas de la mujer, Jimena ya era incapaz de permanecer inmóvil. El suave arrullo de dolor había dado paso abierto al llanto que acompañaba la danza frenética de la mujer contra el árbol el cual no se atrevía a soltar.

El resto de alumnas se arrebujaban contra la cintura de sus hombres contemplando aquella frenética danza que ellas mismas iban a protagonizar dentro de unos minutos.

Cuando tras diez minutos el suich quedó inútil, Jimena lloraba, luchando por mantener la respiración, entrecortada por el llanto. En su boca notaba el sabor salado de las lágrimas y la textura espesa de las abundantes secreciones que desde su nariz se deslizaban por su labio superior. La parte inferior de sus nalgas y la mitad superior de sus muslos se había convertido en un amasijo de atormentada carne palpitante atravesada por centenares de pequeñas rayas horizontales de un furioso color púrpura.

Reducida a una niña sollozante y balbuceante permaneció agarrada al árbol que le servía de apoyo sin atreverse a moverse hasta que le fuera concedido el permiso para hacerlo.

Rodrigo se giró mientras mostraba el destrozado suich que sostenía en la mano.

- Cómo veis, a pesar del buen trabajo que puede hacer, es un instrumento frágil, y este bastante ha aguantado. Lo más recomendable, si lo usáis, es que hagáis que vuestras chicas recolecten dos o tres, que seguro que les dais buen uso.

Un escalofrío recorrió la espalda de las mujeres viendo los estragos que tan solo uno había causado en las nalgas y piernas de su profesora.

- Ya visteis que al principio de la azotaina, su ligereza hace que sea soportable para ellas, pero la rapidez y el número transmiten un buen mensaje al cabo de un rato. No os tenéis que preocupar porque al ser tan ligero no va a provocar cardenales, más allá de las marcas, pero lo que sí espero es que hayan traído falda, ya que en un par de días los vaqueros ajustados no van a ser una opción. Tenéis que tener en cuenta que todas acaban de bañarse, y los azotes son siempre mucho más eficaces en esta situación ya que los músculos están levemente contraídos…


 

Alice aun de rodillas sobre la hierba como el resto de sus compañeras, vio como los hombres asentían con las alusiones de Rodrigo y pensó que sin duda, esa manera que los hombres tenían de hablar como si ellas no estuvieran presentes, era algo que debiera indignarla, levantarla como una fiera, y así era… al menos en parte. Una pequeña porción de su alma ardía en rebeldía pero algo más poderoso la hacía permanecer callada y asumir la situación. Podía ver las muecas de inquietud de las otras, seguramente no muy distinta de la que ella misma presentaría, y, sin embargo, lo único que esperaba era recibir sus azotes de la mejor manera posible y hacer que su padre se pudiera sentir orgulloso de ella, sin un motivo para la queja o reproche.

Philiippe solicitó a las parejas que ocuparan cada una sitio junto a un árbol para empezar la práctica con el suich. Cuando ellas se levantaron no pudieron dejar de fijarse en sus rodillas, un poco enrojecidas y con las marcas del césped tatuadas en la piel, si no fuera por la el matiz verdoso, podía servir, muy bien, como anticipo de lo que le esperaba a sus traseros. Para ninguno de los alumnos dejaba de ser evidente el hecho de que la azotaina había tenido un gran impacto emocional: mientras cada una se dirigía a su respectivo árbol, podían ver como Jimena abrazaba, aun llorando, a su marido mientras enterraba su húmedo y enrojecido rostro en el ancho pecho de Rodrigo, mientras él acariciaba el trasero por encima de la falda mientras, con le rodeaba los hombros y le susurraba palabras de consuelo.

A fin de reducir los tiempos de espera, Philippe se había ofrecido a hacer los honores con la joven Alice, de forma que su padre no tuviera que atender las necesidades de los traseros de sus dos chicas. Mitch dudó, pero al final, el pensamiento de que a partir de ahora todos los hombres iban a colaborar en enderezar a su hija cuando esta lo precisara lo llevó a aceptar la propuesta, al fin y al cabo, que mejor forma de iniciarse que con un experto disciplinario tan reconocido.

Alice miró suplicante a su padre, pero la decisión estaba tomada y de nuevo algo en su interior la movía a aceptar lo que habían decidido para ella y a evitar poner en evidencia a su padre.

Algunos de los hombres decidieron que las chicas recibirían los azotes cubiertas solo con el bikini, mientras que Marco prefirió seguir el ejemplo de Rodrigo y sujetó el dobladillo del vestido de Lidia en el elástico de la braguita de su bikini.

Los pájaros del atardecer ya habían empezado sus trinos cuando los silbidos de las varas surcando el aire hasta impactar en la carne femenina se unieron a su canto. Al principio fue solo el ulular de los instrumentos, pero pronto una monótona canción de quejidos lastimeros se unió al coro.

Claire se afanaba en evitar patalear elevando cada pie alternativamente cuando el suich aguijoneaba sus mullidos pero firmes muslos, aunque el temor a ulteriores castigos hacía que se mantenía firmemente aferrada al árbol ofreciendo, como debía hacer, un fácil objetivo para las atenciones de su marido. Aunque centrado en administrar disciplina a su mujer, no podía dejar de levantar la cabeza y fijarse en su pequeña que estaba recibiendo su primera azotaina de manos de un extraño, tan solo las lágrimas que ya habían empezado a humedecer los ojos de su esposa le hacían pensar que su hija no podía estar recibiendo un castigo mucho más severo que el que recibía su madre en ese momento. Tras unos minutos recibiendo los tórridos besos de la vara, Claire pensaba que sus muslos iban a estallar de dolor, sentía como si sus piernas palpitaran, y a cada pálpito una aguja al rojo atravesara esa carne indefensa.  Su lamento, entrecortado por los sollozos se intensificaba sin que por ello la vara dejara de morder su piel con cada vez mayor fiereza. Llegado un punto, se rindió por completo y desde ese instante simplemente mascullaba palabras ininteligibles y rezaba para que aquella rama que parecía incandescente dejara de mortificar la piel de sus piernas. Sin duda era cierto, pensó, las advertencias de Jimena.

Entre todas las chicas, Lidia era, sin duda, la que exteriorizaba más el dolor que estaba experimentando. Sus músculos, aun contraídos por efecto del baño anterior, recibían los varazos provocándole la misma reacción que la lava de un volcán precipitándose sobre las olas. Si en ese momento le hubieran dicho que en vez de estar recibiendo los azotes de una le estaban despellejando los muslos con un bisturí, no hubiera tenido problemas para creérselo. Marco, con precisión de músico hacía temblar las piernas de su compañera, sin darle la mínima esperanza de consuelo, y el suich aterrizaba casi en el mismo lugar donde por efectos del golpe anterior empezaba a colorearse una dolorosa raya rosada.  A los pocos minutos, Lidia tan solo esperaba que su hombre hubiera tenido suficiente, ya que ella solo podía focalizarse en el punzante dolor que sus azotes le provocaban en sus piernas. El alarido ya era un continuo canto de sirena, tan solo entrecortado por los momentos en los que debía respirar para rellenar sus angustiados pulmones y volver a reiniciar aquel bucle de lamento. Su marido continuó, esta vez descargando los golpes en la parte más baja del muslo, lo cual revivió la enseñanza que había aprendido en lo que llevaba de fin de semana: hay un momento en el que el lamento no puede incrementarse, al contrario que el dolor insoportable que sentía en sus cuartos traseros.

 

Al cabo de cinco minutos Svetlana aullaba como una loba cada vez que el suich encontraba la suavidad del terso tapiz de la parte trasera de sus muslos. Frente a las otras parejas en las que, siguiendo el ejemplo de la demostración, los azotes eran aplicados horizontalmente, Nikolai azotaba, vigorosamente, a su esposa sin un patrón aparente, y al poco de empezar las piernas de la espectacular eslava lucían como el plano de líneas de metro de cualquier capital. La parte alta de los muslos estaban llevando particularmente la peor parte y allí, las marcas se solapaban hasta conferir un vivo color púrpura a toda esa delicada zona. Al contrario que las otras chicas, Svletana no trabajaba, y Nikolai había decidido que dado que iba a permanecer en el entorno “más seguro” de su hogar, sin duda unos días sintiendo el recordatorio cada vez que se sentara la harían mantenerse en la línea correcta, al menos hasta que fuera la hora de la azotaina preventiva que, los sábados, iba a convertirse en parte de la rutina de su matrimonio. Frente a las demás chicas que interpretaban una curiosa danza del hulahop sin aro, Svetlana , aunque sollozante, permanecía inmóvil ya que no quería comprobar si la advertencia de su marido acerca de asarle el culo correazos cuando llegaran a la habitación si despegaba los pies del suelo era cierta, o solo una manera de asegurarse la colaboración.



 

 

Para desgracia de Alice, Philippe se había mostrado como un experto en el arte de administrar el mayor sufrimiento al trasero de una dama con el mínimo esfuerzo. Mientras que sus compañeras habían aguantado con relativa entereza los primeros embates del suich, ella, desde los primeros compases, se encontraba interpretando un tango con el manzano que le servía de apoyo. Ni los pies que se levantaban ocasionalmente tras una caricia particularmente picante ni el zig zag frenético de su cadera lograban sustraer su trasero de los constantes aguijonazos de aquella vara verde. No sabía cuánto tiempo llevaba sintiendo que sus muslos se habían convertido en un abrasador panal de avispas furiosas, pero, de pronto, un sonido extraño distinto del habitual siguió a la cruel carantoña del suich, y el flagelo se detuvo.

Philippe dio unos pasos atrás y mandó detener la ordalía de las chicas.

- Un momento, acercaos.

Los hombres se giraron mientras las mujeres se aferraban a sus soportes mientras trataban de atajar sus llantos aprovechando la inesperada tregua recibida.

- Esto que me ha pasado, - dijo mientras enseñaba el suich fracturado al medio-, puede pasar, y por eso os lo que decía de que era útil mandarles hacer dos o tres. Primero, hay que inspeccionar porqué se ha roto, y ver que no sea nada achacable a un descuido que, sin duda, le haría acreedora de otro castigo,- Alice palideció e incluso Mitch se sintió un poco conmovido por esa posibilidad-, pero…,- continuó-,… no es el caso, como ya vimos entregaron un muy buen suich y esto era impredecible. Lo único es que, mientras Alice, busca y trabaja su nuevo suich,- la esperanza de la joven de que el castigo pudiera finalizar en ese momento se desvaneció-, sería injusto para vosotras continuar con el castigo mientras ella tiene un receso, así que, propongo que el receso sea general. Los maridos asintieron y, las chicas suspiraron de alivio al ver la posibilidad la posibilidad de sustraerse de las dolorosas carantoñas de la vara aunque fuera por unos minutos.

 

- También es injusto que ella, dijo Mitch en referencia a su hija, deba continuar el castigo con un suich a estrenar, y el resto con uno que ya está “domado”.

 

Philippe hizo un gesto con el que admitía que no había reparado en ello.

 

Fue Marco quien, con una sonrisa desatascó la situación. Con un ademán teatral y para desmayo de su esposa, partió en dos el suich que había estado utilizando, “Vaya, - dijo-, parece que nosotros vamos a necesitar también uno nuevo”.

El ejemplo no tardó en cundir y todos y cada uno de los hombres arrojaron al césped las varas partidas al tiempo que, ni que decir tiene, en ese momento, los corazones de las chicas hacían juego con las rotas varas que yacían en el suelo. Eran conscientes de que, sin duda, iba a ser más justo con su compañera, pero cuando son los muslos propios los que están siendo desollados, el sentido del honor no es el primer pensamiento cuando de forma imprevista vuelves al punto de partida.

Lo primero que hicieron, pese a que no habían recibido permiso, cuando desaparecieron del radar masculino en búsqueda de un nuevo suich fue masajearse las rayadas posaderas y tratar de apreciar si los muslos propios tenían el mismo aspecto de cebras que los de sus compañeras.

El tiempo apremiaba ya que disponían de 10 minutos para confeccionar y entregar su nuevo suich, pero, no obstante no pudieron evitar el compadecerse unas a otras e incluso agradecer a Lidia el que hubiera sido la única que había tenido la prevención de traer consigo un paquete de pañuelos de papel.

Esta vez toda permanecieron en pie ya que el contacto de la hierba con sus maceradas posaderas no era un horizonte que sedujera a ninguna de ellas.

-          Oh, Dios mío, - dijo Svetlana-, no sé cómo vamos a hacer para sentarnos a la cena… y me imagino que hoy nos tocará dormir boca abajo…

-          Y sin sábana, -apostillo Lidia que ya daba los últimos retoques a su creación-…

La graciosa mueca de la italiana distendió un poco el ambiente que había permanecido inusitadamente grave desde que sus hombres las mandaran a elaborar una segunda vara.

-          Ya… pues a mí no me quedan más faldas, así que me parece que esta noche me tocará lavar alguna a mano, que es justo lo que más me apetece, terció una circunspecta Alice.

Claire miró su reloj y comprobó que ya habían consumido ocho de los diez minutos, así que decidió ahorrarse el comentario de “así la próxima vez le harás más caso a tu madre” que ya estaba a punto de hacer.

Finalmente aquella cofradía de dolientes hermanas acudió en procesión al encuentro de sus compañeros que fueron agasajados con sus respectivos y artesanales flagelos.

Las parejas volvieron a los lugares que ocupaban antes del inesperado descanso y en poco tiempo los familiares silbidos y los consabidos aullidos de dolor volvieron a hacerse un hueco en la banda sonora de aquel atardecer en el hermoso jardín de la villa. Como poseídas por un arrebato mágico los cuerpos de las mujeres ejecutaban una danza aquelárrica cada vez que aquellas inclementes ramas lamían con su ardiente lengua la delicada piel, haciendo erupcionar una nueva marca que estamparía y martirizaría las indefensas piernas durante varios días.

Las nuevas varas aterrizaban con la virulencia de los primeros momentos, y el llanto que ya era incontrolable, se convirtió por veces en agónico y, al cabo de unos minutos, algunas de ellas suplicaban abiertamente con balbuceos de clemencia, una gracia que, por supuesto, no llegaría hasta que se diera por concluida la clase.

En las reuniones que los hombres habían tenido con Philippe antes del comienzo del curso, este les había explicado que los castigos previstos en el curso eran de los más habituales y por tanto muy moderados, pero pese a ello, era evidente que las chicas iban a tratar de suavizarlos lo máximo posible. Habían acordado que, salvo urgencia real, los castigos comenzarían y terminarían al mismo tiempo para todas, a fin de no crear privilegios que pudieran crear rencillas, sobre todo entre ellas. La experiencia de estar todas en el mismo barco era en cambio extremadamente positiva para crear vínculos, y no era extraño que, en esas jornadas, se crearan amistades que perduraban a lo largo de los años.

 

Finalmente tras diez minutos de recibir las ardientes atenciones de aquellas ramas flexibles que ellas habían confeccionado, se puso fin al castigo y, para alivio de las chicas, los suich cayeron por última vez.

En ese momento las otrora dignas mujeres habían sido reducidas a niñas sollozantes incapaces de ir más allá de implorar por clemencia para sus piernas decoradas con una miríada de marcas rojas y violetas.

Mientras en otras sesiones las chicas habían debido esperar en posición durante cierto tiempo, Philippe decidió que, en esa ocasión, sería contraproducente. La azotaina había sido bastante severa y, además, el momento de recibirla, cuando volvían relajadas de un distendido baño, sin duda había causado un efecto psicológico casi tan demoledor como el de los suiches en sus muslos y nalgas. Con todos esos condicionantes, obtuvieron permiso inmediato para moverse y buscar consuelo enterrando sus sollozantes rostros en el pecho de sus orgullosos maridos.

Las parejas y el trio se separaron unos de otros, buscando un manto de intimidad en el que el desahogo y el merecido consuelo pudieran tomar el papel principal, que era, de hecho, tanto o más importante que la catarsis del castigo.

El anfitrión dejó solas a las parejas al amparo de la oscuridad vespertina y entró para cerciorarse de que la preparación para la cena marchaba como estaba previsto.

Jimena sonrió y se aferró al brazo de su marido. Hacía ya un largo rato que las lágrimas habían cesado y aunque sabía que sus muslos le recordarían durante varios días las vivencias de aquella tarde, estaba feliz. Contemplaba dispersarse a aquellas parejas mientras el llanto desconsolado daba paso a suaves pucheros y después a inocentes respingos; las miraba y veía como cada una elegía su propio camino, unas se encaminaban a la playa, otras paseaban por el jardín mientras que la familia americana se encaminaba al mirador que se situaba sobre la pequeña colina cercana a la villa. Ella estaba contenta, sabía que todas aquellas personas habían acudido a Isla Cane en busca de una nueva vida y, por extraño que pudiera parecer, tras aquel intenso castigo, estaba segura que todos ellos estaban empezando a disfrutar de ella.

La luz del techo iluminaba la habitación mientras en la televisión sonaban de fondo las noticias. Mientras Rodrigo acababa de asearse en el baño, Jimena acababa de hacer sus últimas pruebas con los pendientes. A pesar de la generosa capa de bálsamo, pulsos de dolor emanaban a borbotones de sus castigados muslos y cada vez que la ligera capa de tela de su falda le rozaba, el escozor hacía que se le pusiera la carne de gallina. Cuando las manecillas del reloj señalaban que casi había llegado la hora en la que la cena sería servida, la pareja salió de su habitación y se encaminó hacia el salón, de donde ya llegaba el animado murmullo de los otros huéspedes. “A ver si no nos liamos mucho,- dijo Rodrigo mientras recorrían el pasillo que llevaba a las escaleras-, la verdad es que la ducha me ha dejado planchado”

Jimena se detuvo y sujetó a su marido de la mano, sin poder evitar esa sonrisa de niña traviesa que iluminaba su cara cuando pergeñaba alguna trastada. Con un gesto de sugestiva incitación hizo saber a su marido que quería deslizarle algún secreto al oído. Rodrigo bajó la cabeza, dejando su oreja a merced de la dulce maldad que su esposa tuviera en mente.

El suave mordisquito en el lóbulo activó hasta el último resorte de masculinidad del hombre, antes de que Jimena, con un susurro capaz de derretir hasta la más glacial de las contenciones viriles, susurrara “Te he dejado el cinturón encima de la cama. Me debes cinco minutos, y no pienso ser menos que las otras, hizo una pausa teatral, sabes que me celo... Y si estás tan cansado… la próxima vez, parte el suich cuando tengas oportunidad…”

Una dulce caricia de la suave y cálida lengua de su esposa fue lo último que sintió Rodrigo antes de quedarse allí, quieto, en el pasillo, contemplando alejarse, flotando sobre sus zapatos de tacón, la figura de aquella fierecilla con pinta de adolescente con la que tenía la suerte de compartir su vida.

 

 

 

 

viernes, 25 de febrero de 2022

Resort de azotes para novatos. (V)

 


Había pasado ya algo más de una hora desde el desayuno y las cuatro parejas esperaban en el gran salón la llegada del anfitrión y los profesores. Esa mañana, para sorpresa de las interesadas, las inevitables revisiones que todas habían realizado delante del espejo no habían revelado ningún daño de gravedad, más allá de alguna marca de la palmeta, en sus traseros.  Para la sesión matutina las chicas, incluida la profesora, vestían, como se les había indicado, bikinis y, en general, reinaba una mezcla de alegría y excitación como se percibía en las animadas conversaciones que estaban teniendo los participantes.

Solo una cosa mantenía a nuestras protagonistas un tanto extrañadas: en contra de las sesiones anteriores, esta vez parecía que los hombres habían olvidado traer ningún implemento. La perspectiva de una azotaina con la mano contribuía, y no poco, a elevar el ánimo de las alumnas.

Cuando los profesores entraron en la estancia, las conversaciones se fueron silenciando, y estos ocuparon el centro de la estancia mientras sus pupilos se sentaron a su alrededor.

-          ” Bueno, sé lo que las damas están pensando, - inició el anfitrión-, pero, lamentando desilusionarlas, no se trata de un clase libre para ir a tomar el Sol… “.

La concurrencia sonrió la chanza aunque fuera más celebrada entre los chicos que entre las damas, pese a que, después del episodio de la paleta, no veían con demasiado terror otra azotaina con la mano de sus respectivos partenaires.

-          “Hoy vamos a practicar los azotes con el cinturón”.

No merece la pena el comentar como las chicas cambiaron su cara ya que unos correazos con un cinto de cuero no eran, en ningún caso, ninguna Bicocca. Instintivamente, todas ellas, de pronto, miraron los cinturones que sus maridos y padre habían seleccionad. Eran, desde luego, un panorama muy diferente del de unos azotes con la mano.

-  “El cinturón es una magnífica herramienta, ya que es un implemento que tenéis siempre a mano y, dependiendo del empleo, puede servir para castigos severos o para otros menos intensos. Esta mañana vais a practicar un poquito de cada”.

Jimena tomó la palabra.

-  “A ver, obviamente, y os juro chicas que yo me entero del contenido de las clases cinco minutos antes que vosotras, vamos a comenzar por  el uso más suave, y luego, ya veréis por que nos han dicho de traer bikini...”

Svletana tragó saliva y se sintió levemente excitada cuando se dio cuenta que Nikolai acariciaba la hebilla de su grueso cinturón de cuero negro, permaneciendo atento mientras, como era habitual, la pareja de profesores iniciaría la sesión con un ejemplo práctico.

Tomando a su mujer de la mano, Rodrigo la posicionó inclinada, apoyada contra la pared y con las piernas bien separadas, una postura que ya era conocida para nuestros protagonistas.





 

- “Como veis, explicó Rodrigo, esta es la postura más habitual, es rápida y nos permite un buen acceso al pompis icas, es una buena elección para el caso de que se tenga que enviar algún mensaje “rápido”.

Lidia arqueó una ceja viendo la cara que ponía Marco siguiendo la explicación.

Rodrigo, con su mujer en posición, se sacó parsimoniosamente el cinturón y, el sonido del cuero deslizándose por las trabillas del pantalón, puso un nudo en el estómago de su esposa.

- “Lo más sencillo es doblar el cinturón, y, aunque ninguno de vosotros es un idiota, recalco que jamás se debe golpear con la parte metálica” Rodrigo tensó el cinturón comprobando el buen agarre del mismo.

- “¿Siempre tiene que estar doblado?”, preguntó Mitch que no hacía sino poner voz a una pregunta que su hija, pese a los ánimos a hacerlo, no se había atrevido a realizar en voz alta.

-“Muy buena pregunta.”

- “Se le ha ocurrido a la señorita”, señaló el padre orgulloso de reconocer el mérito de Alice.

- “En verdad es más sencillo, aunque, si se quiere, y los azotes serán mucho más fuertes, puede hacerse con él extendido. Dicho esto, también tenéis que saber que eso precisa de mucho control. Con él extendido se pueden alcanzar zonas muy sensibles si lo consideramos necesario, como la parte interna de los muslos, pero también se puede llegar hacer mucho daño, así que, mi respuesta es sí, pero, de momento, no es conveniente”.

- Si no hay más preguntas, vamos a empezar con veinte azotes, y nos vamos a centrar en las nalgas de las señoritas. Daremos veinte azotes para empezar, que casi puede ser un “standard” para cuando tengáis que usar el cinturón.

Veinte azotes eran un número que, sin ser un exceso, tampoco alegro a Jimena el oírlo. Ella había calculado que, para ser la parte suave, y además, “explicativa”, los chirlazos no subirían de la docena.

- “Os recuerdo que estaríamos disciplinando una falta común o dando una azotaina preventiva, no hace falta subir mucho el brazo para esto. No lo subáis nunca por encima del hombro, dijo Rodrigo remarcando sus palabras con la posición del brazo con el que sostenía el amenazante cinturón. Jimena, ahora espero que te comportes y permanezcas en posición, no quiero que tengamos a recurrir a penalizaciones.

Rodrigo subió el brazo y dejo caer el cinturón que restalló sobre la fina tela del bikini azul y motivos marineros que hacía de muy poco escudo para la delicada carne que había debajo.

Aunque el cinto cayó en el medio de las nalgas, una zona “relativamente poco delicada”, la mujer no pudo dejar de emitir un gemido. El siguiente azote aterrizó en la otra nalga, justo a la misma altura. Rodrigo, era evidente, no buscaba martirizar a su esposa y se tomaba su tiempo entre azote y azote.

-Como veis, los azotes no son ni demasiado fuertes ni demasiado rápidos, se supone que no ha cometido un pecado muy grande y no quiero que, instintivamente, rompa la postura y tenga que aplicarle azotes de castigo. Además, luego, pensad, hay segunda parte y ellas nos agradecerán que las “calentemos” un poquito antes.

Claire que permanecía callada pensó en que, si eso era un calentamiento, en el futuro iba a preferir no vérselas muy a menudo con el cinturón de su marido.

Aunque recios, los azotes recibidos no habían supuesto una ordalía para Jimena y, pese a que sus tersas nalgas tenían ya un vivo color rojo a tenor de un par de trazos que se escapaban de la cobertura de la tela del bikini, pudo llegar al final de los azotes sin romperse en llanto, aunque, los últimos lametazos del cinturón le exigieron un esfuerzo por no gritar.

Tras el fin de la demostración, Marco, quiso que le aclararan, cuál era la “escalada proporcional” si una chica que estaba recibiendo unos azotes se movía de la postura que se le había indicado.

- “Pues… depende de las veces que lo haya hecho, o si es una costumbre en ella”, explicó Philippe.

Jimena que ya había recibido el permiso para erguirse quiso subrayar las palabras de su director.

 “- También depende de la severidad, yo creo que si, por ejemplo, en una azotaina como esta no se mantiene la posición, es porque no nos da la gana, yo me lo tomaría en serio”.

Las mujeres se sintieron un poco traicionadas por las palabras de su mentora, pero, la venganza es un plato que se sirve frio, y que, no tardaría en llegar.

-  Y ¿Cómo cambiamos a los azotes de penalización, y cuantos tendrían que ser?, insistió Mitch.- “Pues, Mitch eso depende de lo que haya hecho durante la azotaina”.

- “Pues, pongamos por ejemplo,- dijo Alice-, que nos frotamos el pompis sin permiso como está haciendo ella”.

Todas las cabezas de la habitación giraron al unísono hacia una Jimena que, con la cara más roja que sus nalgas, apartaba las manos de su trasero.

Rodrigo, mantuvo la calma, y respondió la pregunta.

 “Bueno, cómo decíamos todo depende, si ella se rebela, o patalea para tratar de zafarse, se puede, tras terminar el castigo, proceder a otra zurra con más intensidad e, incluso con otro instrumento”.

Las chicas reían por lo bajini imaginando el inexorable curso de los acontecimientos.

-       “Pero, prosiguió el profesor, el pecadillo es venial así que, con un par de azotes en los muslos va a quedar expiado.  Jimena, reclínate sobre el brazo del sillón”.

Jimena hizo lo que su marido le ordenaba. Sabía que, seguramente, en casa esa falta no hubiera trascendido, sobre todo si la azotaina no era por nada grave, pero, era evidente que delante de toda esa gente, se merecía esos azotes.

Las tersas piernas permanecían estiradas mientras su tronco se reclinaba sobre el brazo del sofá mientras ella esperaba las caricias del cuero.

-  “Aprovechando las circunstancias, intervino Philippe, sería buena idea que nos hicieras una demostración con el cinturón extendido, eso será una buena muestra para nuestros amigos de cómo hacerlo, y para ellas una buen recordatorio para querer evitarlo”.

La última esperanza de la “rea” se desvaneció cuando su marido, zumbón, aceptó la sugerencia.

-       ¡Jobá!, -murmuró Jimena entre dientes-.

-       No protestes, cariño, y separa un poco las piernas ¿No oyes a esos muslitos pidiendo unos azotes?

Todos los presentes sonreían, disfrutando un poco de la mala situación de la joven fiscal, que, sobre todo para la parte femenina constituía lo dado en llamar “karma instantáneo”.

-            “Te aseguro que no lo están pidiendo….”, -objetó la mujer sin esperanza de que la chanza pudiera cambiar un destino ya escrito-.

-          “Es curioso, desde aquí, todas lo oímos claramente”, - en esta ocasión ,Claire, usualmente prudente se unió a las bromas, ante la aprobación de todas las chicas que, con una sonrisa picarona,  no la habían perdonado aun su reciente “traición”.

-          “Pues, lo pidan o no, lo van a tener”. Rodrigó blandió el cinturón descargando un severo trallazo con el último tercio de este, haciendo que tras el impacto el cuero se enrollara sobre el muslo y la lengüeta del final acabara estrellándose a gran velocidad en la finísima piel del interior de las piernas.

El muslo de Jimena, simplemente, estalló de dolor con el doble impacto. El aullido de terror, la larga marca roja en la trasera del muslo y el rosetón morado que comenzaba a crecer en la piel del interior de sus piernas, estremeció a sus compañeras, haciéndoles tener meridianamente claro que este era un castigo que, a todas luces, querrían evitar en el futuro.

La letrada tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para mantener la compostura tras vaciar sus pulmones con aquel pavoroso aullido.

-          “Como veis, señaló Philipe cuando tanto la profesora como la concurrencia se hubieron recuperado de la impresión, es increíble la efectividad de estos azotes, pero un principiante no debe hacerlo sin supervisión”.

Las mujeres no supieron como tomarse aquel “sin supervisión”, aunque se juraron a si mismas nunca hacerse acreedoras de ese tipo de azotes.

-          “Y, para terminar…”

Un potente zurriagazo cruzó las nalgas de su mujer en diagonal haciendo restallar la carne y ulular de dolor a la mujer. En esta ocasión la lengüeta del cinturón aterrizó con maestría en la cadera de Jimena, zona muy sensible y que suele recibir pocas atenciones, que casi convulsionó con el impacto.

-          “¿Qué se dice?”, - la sonrisa del hombre denotaba que estaba jugando con su esposa-.

-          “Gracias, señor….”, - la mujer sin atrever a cruzar el umbral de la insolencia empleó un tono que dejaba bien a las claras que había tenido momentos más divertidos.

-          Venga puedes levantarte.






 

 

 

Al hacerlo, Jimena dedicó una mirada a sus compañeras que, curiosamente, miraban hacia el suelo un tanto avergonzadas.

-          “Damas y caballeros, a vuestros puestos… “pocos segundos después de que Philipe diera comienzo a la fase práctica, los hombres ya deslizaban sus cinturones por las trabillas, y las chicas se inclinaban contra la pared ofreciendo el trasero para el martirio.

Fue Mitch, que al fin y al cabo era el más atareado ya que él debía atender a dos traseros , el que abrió el fuego con un azote en el centro del trasero de Claire.

-          “Mitch, por el mero hecho de que sea cuero no la va a corregir solo”, -intervino Jimena que supervisaba la escena-.

-          Qué quieres decir, profe.

-          “Pues que está bien que no quieras hacer una carnicería, pero que, con la telita del bikini, y en el centro del culete, hay que dar con un poco más de ganas. Ya irás perdiendo el miedo. Y, que no engañen sus grititos, que su deber es tratar de engañarte”. Claire, desde su posición giró la cabeza para lanzar una mirada asesina a Jimena.

-          “Y a ti, quien te ha dejado girarte”, dijo Mitch mientras un segundo azote hacía sonar la sensible carne de su esposa. En esta ocasión parte del cuero había aterrizado por fuera de la tela de la braguita del traje de baño y, por el color rojo se apreciaba que, en esta ocasión, la intensidad había sido la necesaria.

Durante unos minutos la sala se llenó con el concierto del cuero haciendo resonar los glúteos de las chicas y con los gemidos de dolor de estas cada vez que el inflexible cinturón tomaba tierra en sus martirizadas posaderas.

Marco con precisión de metrónomo se complacía en castigar la parte más externas de las nalguitas de Lidia, disfrutando con las marcas que aparecían y que, en su parte más central, desaparecían bajo el bikini. Por el tono de estas era evidente que, aunque no estaba usando una fuerza desproporcionada, sí que estaba aplicando más vigor del estrictamente necesario, y por los gemidos de su esposa, al borde del pucherito, se deducía que ella no estaba disfrutando del trabajo de precisión de su marido.

Svletana, a la que Nikolai había susurrado una supuesta afrenta que justificaba la azotaina, tenía los ojos brillantes de los cuales deslizaba alguna lágrima.  Aunque sus nalgas ardían en carmesí, en su caso, no era sólo el dolor el motivo de estas lágrimas. Se estaba sintiendo orgullosa de su hombre.

Tras la veintena de azotes casi todas las chicas se encontraban ya al borde de romper a llorar por el castigo acumulado, y se notaba que el sonido de los azotes se había ido haciendo cada vez más espaciados ya que, las piernas empezaban a flaquear tras cada azote, con lo que, ineludiblemente, el siguiente se retrasaba.

Tan solo Alice que esperaba en posición su turno tenía las nalgas pálidas, en contraste con el colorado tono de las de sus compañeras.

Philipe se fue al centro de la habitación y dio por terminada la primera fase de la sesión, los ecos del castigo, sin embargo, no desaparecieron ya que, Mitch, comenzó a trabajar el culete de Alice.

Las chicas, mientras la más joven recibía “la clase” debieron de permanecer en posición y con las manos bien lejos de sus enrojecidas colitas. Las instrucciones no tuvieron que ser repetidas, y todas permanecieron inclinadas contra la pared y con la espalda bien arqueada, como esperando que, de un momento a otro sus maridos pudieran retomar el trabajo. El recuerdo de los zurriagazos en los muslos de Jimena fue suficiente acicate.

Mitch levantaba el cinturón y lo estrellaba contra la carne de Alice con buena cadencia, frente a su madre que se había dejado llevar en el castigo hasta el punto del puchero, su hija cada vez que el cuero mordía sus delicadas posaderas, se recomponía y volvía a ofrecer el culo en una posición perfecta para el siguiente chirlazo. Junto al orgullo con el que estaba aceptando la embestida, lo que más sorprendía a su padre fue que, en todo el lance, no había emitido un solo gemido, limitándose a exhalar más fuerte cuando el cuero bajaba un poco más de la cuenta acercándose a la piel más fina de las bases de sus nalgas. Mitch tuvo claro que, sin duda, tenía una potrilla de la que sentirse orgulloso.

Tras contar los veinte azotes, fue de nuevo, Philipe, el que puso fin a la práctica de padre e hija. Tras finalizar estos, se les permitió incorporarse a las alumnas si bien con la clara admonición de que tenían rigurosamente prohibido acercar las manos a sus ardientes colitas.

-          “Bueno, hemos visto el uso del cinturón en estos casos que se os van a dar muy frecuentemente, típicos de un día a día normal, pero, ahora, vamos a ver cómo se puede emplear el cinturón para corregir faltas más serias”, señaló Philipe invitando con un gesto de su mano a los dos profesores a que ambos continuaran su explicación.

-          “Cielo, ponte en posición”.

Tras la indicación, Jimena, se tumbó en el sofá colocando un cojín ancho bajo sus lumbares. Hecho esto levanto sus piernas manteniéndolas estiradas y juntas.







 

-          Como veis, chicas, esta postura, es un tanto delicada, y es por ello por lo que, a esta sesión, nos dijeron que acudiésemos con bikini… nos evita problemas, señaló la profesora sin abandonar la posición en la que lucía sus perfectamente torneadas piernas.

Las chicas asintieron viendo como la entrepierna de la fiscal apenas quedaba cubierta por la tela del bikini. Alice, pensó, estaba aliviada de haber obedecido a su madre con el tema de la depilación.

-          “Esta postura nos permite un acceso muy fácil a la parte baja de las nalgas, y, al golpear hacia abajo, la gravedad acude en nuestra ayuda a la hora de corregir con severidad y menos esfuerzo. Si queremos una azotaina larga, esto es a partir de quince minutos, es una gran posición”, señaló Rodrigo subrayando eso con la gestualidad de sus manos.

A las mujeres ya no les sorprendió que el certificado de “gran posición” no precisara del visto buena de la chica que debiera permanecer en esa posición durante tanto rato, sabiendo, además, que de moverse, tendría “premio adicional”.

- “¿No es buena esta postura si queremos centrarnos en las piernas? - preguntó Nikolai-.

- Sí, así es. Es muy buena tu observación, pero, por ahora, vamos a darle una buena noticia a nuestras chicas y por el momento vamos a evitar azotarlas en las piernas, por lo que deberán estarnos eternamente agradecidas, y, de momento, vamos a centrarnos en la parte de abajo del culete, que, creedme, será suficiente.

La parte femenina de la concurrencia empezaba a entender el funcionamiento de las cosas y ese “de momento” les resultó una clarísima espada de Damocles.

- “Claire, Alice, vosotras, que sois dos os podéis ayudar a sujetar las piernas la una a la otra, porque vais a ver que tendréis ganas de patalear, así que, tenéis algo de ventaja”, señaló Philipe.

-“Efectivamente, aquí ya depende de vosotros, pero, algunas veces se considera una falta si se doblan las piernas, otros son menos estrictos y deciden que solo castigan el patalear o bajar las piernas, así que eso dependerá de las normas que cada uno le ponga en casa a sus chicas.

El profesor levantó el cinto y el primer lametazo cayó sobre la parte baja de las nalgas de su esposa, haciendo coincidir el rojo cardenal con el surco que hace de frontera entre nalga y muslo. Pese a ser una spankee con mucha experiencia, Jimena no pudo reprimir un aullido, mientras el trazo púrpura se abultaba de inmediato. El cinturón siguió levantándose y cayendo sobre el culete de la voluntaria con buena cadencia. La secuencia era de seis azotes en las nalgas seguidos por dos de ellos en la parte más baja, los llamados “sit spot”,-la parte más baja de los glúteos y superior de los muslos que son los que entran en contacto con las superficies cuando se sienta.

La cadencia y vigor de los azotes era superior a los de la tanda anterior, con lo que, amén de estar castigando zonas de piel más delicada, así que, tras la segunda visita del cuero a los sit spots, Jimena empezó a llorar. La concurrencia permanecía hipnotizada por los chasquidos del cuero que martirizaba las posaderas de la bonita odalisca y por los aullidos agónicos que anunciaban las veces que el cinto le besaba los muslos.



 

Tras diez minutos de azotaina, el culo de estaba rojo como una cereza madura y los muslos presentaban ya cierta inflamación, lo que le provocaba la impresión de estar sentada sobre un lecho de ascuas.

- “Bueno, creo, que ya has tenido bastante”, dijo finalmente Rodrigo, cuando finalmente el brazo cayó para no volver a levantarse.

Jimena, en ese punto, sollozaba enjugándose la nariz con el dorso de la mano y, pese al dolor que sentía no cometió la torpeza de bajar las piernas hasta no recibir permiso para ello.

- “Como veis, Jimena es una grandísima profesora, y os habréis dado cuenta que no ha pataleado, y eso que, la pobre, ha pasado un mal rato. Debió de pensárselo mejor antes de ganarse la azotaina.

Esta vez tan solo los varones sonrieron la ocurrencia de Philippe, ya que las mujeres, con el dolor de la zurra anterior aun mordiéndoles las nalgas, habían visto con espanto la carnicería que había hecho en las posaderas de su amiga el cinturón de su marido.

- “Puedes levantarte, cielo,  Rodrigo proporcionó un pañuelo a Jimena y la abrazó, cuando estés, supervisa a la gente, pero no quiero verte tocarte el culo”.

- “Pero…”, los ojos de Jimena hubieran derretido un glaciar.

-“No hay peros”.

- “Entendido…” La seca aceptación dejaba patente que Rodrigo había captado la triquiñuela de su adorable esposa.

Las alumnas, bajo supervisión de sus profesores, fueron adoptando la posición en la que habían visto a su mentora, imitándola con más o menos fortuna.

Cuando el cuero comenzó a rasgar el aire, fue Svletana la primera en recibir un chirlazo, el cual aterrizó demasiado bajo y demasiado fuerte. Una marca morada fue rápidamente tomando forma sobre la lechosa y fina piel de su muslo derecho, y la joven rusa sintió como si se abrieran las puertas del Averno y no pudo reprimir un gemido de dolor. Instintivamente, no pudo evitar doblar las rodillas y apoyar los talones en su trasero tratando de protegerlos.

La eslava miró a su marido con cara de arrepentimiento sabiendo que su mal meditado y espasmódico movimiento se la podía hacer ganar gorda.

-          “Svly, como lo vuelvas a hacer, empezamos desde el principio”, fue la advertencia de Nikolai a su esposa que asintió no sin cierto temor en los ojos.

Jimena, que rondaba la escena, escuchaba satisfecha la serena pero clara advertencia y decidió no ahondar más, limitándose a ayudar a la mujer a levantar las piernas y volver a adoptar la posición. Un leve rubor acudió a sus mejillas de la rusa al darse cuenta que sus ojos no eran lo único que se había humedecido ligeramente ante la amenaza de su esposo. No obstante, y pese a las gotitas de humedad en su sexo, estaba claro que el panorama de reiniciar desde el principio la azotaina era un escenario que no le gustaría ver llevado a la realidad.

-Venga, esas piernas arriba, haz como te dice, dijo la profesora ayudando a Svletana sin que, afortunadamente para ella, se percatara de la sutil humedad de su entrepierna.

Mientras el trasero de Svletana continuaba recibiendo su castigo las otras alumnas habían comenzado, a su vez, a recibir las atenciones del cuero sobre sus nalgas.

Claire a la cual su hija sujetaba las piernas, era sin duda la que estaba pasando un peor rato. Aunque los chicos se estaban aplicando con severidad y cada trallazo era acompañado de un gemido de dolor, la mamá americana estaba teniendo verdaderas dificultades. Presa de un llanto agónico casi desde el comienzo, Claire no había podido evitar bajar las piernas en varias ocasiones en un vano intento de frenar el asalto a sus indefensas nalgas.

Tras la tercera interrupción del castigo por este motivo, Mitch, detuvo la zurra y con expresión de firmeza miró a sus dos chicas que le devolvieron la mirada con los ojos muy abiertos.

-“Claire, como vuelvas a bajar las piernas, te aseguro que vuelvo a empezar desde el principio, pero esta vez van a ir todos a la muslada, y tú, jovencita, como vuelvas a soltarle las piernas, lo mismo cuando sea tu turno”.

Su mujer, imposibilitada de responder por el llanto que la ahogaba tan solo asintió como muestra de que había comprendido la advertencia de su esposo, Alice miró al suelo y con voz constreñida emitió un apenas audible “sí, papá”.





 

El americano sabía que no debía de castigar enfadado, y también que la pobre Claire no lo hacía por desobedecerlo, que simplemente era una respuesta al sufrimiento, pero, como había leído en la parte teórica, las desobediencias debían de ser cortadas de raíz y, aunque no estuviera enfadado, el cinto siguió disciplinando a su esposa que entendió que, los castigos se imponían para ser recibidos.

En el otro sofá, Lidia y Marco, disfrutaban, de manera desigual, de un reto un poco diferente al resto de parejas del baile. El italiano sabía que estaba en posición de exigir a su esposa que, que aparte de música, había practicado ballet, la mayor pulcritud en la posición, así que le indicó que debía mantener las piernas completamente estiradas y que cada vez que doblara las rodillas se ganaría un recordatorio en los muslos.

Aunque seis verdugones progresivamente morados decoraban la parte alta de los muslos como testigos de las veces que no había podido evitar flexionar las piernas, parte de la psique de Lidia agradecía que este condicionante mantuviera su mente focalizada en esto y la sustrajera del dolor en sus posaderas. Con la imposibilidad de reaccionar a los azotes incluso con la más mínima contracción muscular, la bella Lidia emitía un lamento que en realidad era una monótona letanía quebrada, tan solo, por los ocasionales aullidos, propios o de sus compañeras de práctica, cuando el cinto mordía con demasiada pasión la carne que acariciaba.

Con alivio de todas las chicas menos de una, los profesores, tras diez minutos, pusieron fin al asalto.

Era el turno de Alice, que había visto con creciente preocupación el tono amoratado del culo de su madre, adoptó la posición relevando a su madre en el sofá.

La respiración de las chicas a iba recuperando su cadencia y los sollozos se iban mitigando cuando finalmente, tras un par de minutos de descanso, Mitch estuvo de nuevo en condiciones de reiniciar la práctica con su joven compañera de baile.

Antes de que los americanos comenzaran su concierto de percusión, una mirada se cruzó entre las recién castigadas Svletana y Lidia, y, finalmente, esta preguntó a Jimena que se encontraba en un pequeño corro junto a su marido y a Philippe:

-          “¿Podemos tocarnos el culo?”

Los profesores miraron a los maridos que, un poco sorprendidos, no sabían que responder.

-          “Pues, eso se lo tendríais que preguntar a ellos,-dijo Jimena, pero, si nos dejaran, no sería justo para Claire que tiene que ayudar a Alice”.

-          “Tiene razón, dijo Philipe, chicas, poneos aquí, en primera fila, cerquita del sofá. De rodillas, las manos detrás de la cabeza, los dedos cruzados, para evitar tentaciones”.

Un jarro de agua fría cayó sobre las dos sindicalistas que veían que, lejos de ver cumplidas sus expectativas, ahora debían de contemplar el castigo de Alice en una postura que pronto sumaría al dolor del trasero el de sus rodillas. No obstante tuvieron su pequeño resarcimiento cuando Philippe, que se había dado cuenta del pequeño pique entre las chicas y Jimena, decidió obtener algo de diversión erigiéndose en árbitro imparcial.

-          “Jimena, tú también, con ellas”.

La joven fiscal mostro una expresión de sorpresa que contrastaba con la sonrisilla de sus compañeras que, ya en posición tanteaban la posición menos dolorosa para sus rodillas.

-          “Venga, estaos quietas, ya, y atentas a ver qué tal lo hacen”



 

En Isla Cane, el spanking está, normalmente, fuera del ámbito sexual en el cual se haya circunscrito en otros lugares, pero, nuestras chicas sabían que sus maridos, -los cuales permanecían súbitamente callados detrás de ellas-, sentían algo más que interés académico en ese momento. Mientras ellas con sus culetes rojos y bien marcados por el cuero danzaban sobre sus rodillas tratando de permanecer en una posición lo menos incómoda posible, una jovencita con un culo perfecto estaba a punto de recibir unos azotes, no era reprochable que los chicos, pudieran pasar cierto apuro disimulando los abultamientos en la entrepierna de sus pantalones.

- “Nada de soltarle las piernas”, dijo Mitch dando una suave palmada en el trasero de Claire que, pese a no ser fuerte, al impactar en una zona muy enternecida, la hizo estremecerse de dolor.

Alice, que sabía lo que le esperaba torcía el gesto, como si tratara de adelantar una mueca de dolor. No se equivocaba.

Cuando finalmente su padre abatió el cinturón, el mordisco del cuero la hizo retorcerse, e hizo que su madre tuviera que aplicarse en la presa de sus piernas. Mitch que ya había obtenido cierta experiencia se mantuvo azotando la parte más baja de las nalgas. Alice orgullosa, mordía su labio inferior y gemía del dolor de cada azote, pero, orgullosa, se negaba a regalar a su spanker y a los espectadores el espectáculo de verla llorar.

Decidido a vencer la resistencia de su hija, Mitch descargó una rápida zurra de cuatro cintarazos en los muslos, quebrando el orgullo de la joven la cual, tras un aullido que hubiera hecho palidecer de envidia a una mona del Amazonas, comenzó a llorar como antes los habían hecho sus compañeras de aventuras.

Las espectadoras no pudieron menos que reconocer el talento del padre de Alice que, sin abusar de la fuerza, había logrado domar a su obstinada potrilla.

Tras siete minutos de zurra el llanto de Alice ya había pasado por varias fases y cada vez que disminuía en intensidad un par de azotes en los sit spots devolvía este al nivel que su padre consideraba necesario. Tras ocho minutos, Alice imploraba a su padre que finalizara la zurra.

- “¡Ay! Perdona papá, -era curioso como la chica se disculpaba con balbuceos de una afrenta que, en realidad no había cometido-, No me des más”.






 

- “Lo siento mucho, princesa, pero esto lo teníamos que haber hecho mucho antes”, fue la única respuesta sin que el vigoroso masaje de sus nalgas se detuviera un instante.

Aunque el corazón de Mitch estaba un poco encogido por las súplicas de su hija, cuatro pares de ojos femeninos lo contemplaban, y estas no hubieran aceptado que unas lágrimas de cocodrilo hubieran obtenido una rebaja en el castigo que ellas habían cobrado íntegro.

Finalmente, tras diez minutos, las nalgas enrojecidas brillaban como una manzana bajo un foco. El bikini verde con detalles blancos ofrecía un buen contraste con los globos carmesíes y los morados lengüetazos que decoraban sus muslos señalando el lugar en el que el cuero había acariciado las piernas.

- “Bueno, dijo, Philipe, creo que ya tenemos suficiente práctica por el momento”, y para alivio de Alice, el cuero dejó de batir sobre su piel.

Mitch indicó a su esposa que podía dejar las piernas de Alice, y a esta que podía abandonar la posición.

Sin atreverse a deslizar las manos hacia sus nalguitas, Alice se levantó, atusándose la nariz con la muñeca. Mitch avanzó hacia su hija y sin mediar palabra, la abrazó y dejó a su cachorra llorar sobre su hombro. Inaudible para el resto del mundo que asistía a la escena, un susurro se deslizó hasta el oído de Alice “Te quiero mucho, pequeña”. La norteamericana enterró aún más su cabeza en el hombro y respondió.

-          “Lo sé”.

Phiippe era la persona, después de sus padres, que asistía más satisfecho a la transformación de Alice que, sin duda, la acabaría convirtiendo en la mujer feliz que debía ser. Esperó unos minutos sin querer romper el vínculo que el castigo había creado y, cuando, el llanto de Alice decrecía hasta desaparecer, el anfitrión tocó suavemente el hombro de la joven.

- “Claire, Alice, id con las chicas”.

Las cinco chicas permanecían arrodilladas con las manos detrás de la cabeza mientras los hombres acercaban unas sillas para completar un círculo alrededor de Philippe.







 

- “¿Qué os ha parecido la sesión?”, preguntó el director cruzando las piernas sentado en una silla de tapizado marrón.

Lidia, como era habitual, recogió el guante y fue la primera en responder.

-”Depende”

- “¿De qué?”, pregunto Philipe que sabía que en estos momentos era crucial que todos sacaran el torrente de emociones que llevaban dentro.

-”Pues, la primera parte, bien…, es decir dolía, pero tiene que ser así, supongo. Pero luego, creo que hablo por todas, fue una pasada”.

Las chicas asintiero visiblemente de acuerdo.

- “Lidia, tienes que pensar que la primera parte no era realmente un castigo, y la segunda ni siquiera fue un castigo demasiado severo”, dijo Rodrigo.

Svletana quiso acudir a reforzar la posición de Lidia y desde su posición, arrodillada junto a Marco añadió que le parecía un poco abusivo que siempre esas gradaciones se hicieran sin contar con las chicas, y que con una azotaina como la primera ya se dejaba un mensaje “bastante claro”.

- “No. Tienes que pensar que el castigo no es solo una pena por algo que has hecho mal, que también, dijo Philippe. Has de darte cuenta que dejarte la tele encendida, por ejemplo, no es lo mismo que olvidarte de dar de comer al perro. Un castigo no es una venganza, es la consecuencia de un acto que no obtiene la aprobación de quien juzga que te mereces esos azotes y, aun mucho más importante, es una manera de evitar ese comportamiento en el futuro”.

Jimena miró a la rubia rusa echándose todo lo que pudo hacia delante para poderla mirar ya que una y otra se encontraban en los extremos opuestos del semicírculo que componían nuestras protagonistas.

- “Svletana, piensa que has hecho algo mal, y que te pese a que no sea correcto, a ti te ha rendido un rédito y tú crees que, en el fondo no daña a nadie. ¿Qué se puede hacer para disuadirte de que lo vuelvas a hacer?

La joven rusa vaciló un momento.

-”Ya, pero...”

Alice no quiso quedarse callada.

- Ya, ya sé que un castigo está pensado para que nos los pensemos antes de recibirlo pero… la posturita…

- “Tienes que pensar que esa postura no está pensada para que te guste, ni para que estés cómoda, es un elemento más del castigo, y está muy bien diseñada para sacarle el máximo partido de esto, dijo Rodrigo mostrando el cinturón doblado que tenía en la mano.

Marco esperó a que las chicas hubieran acabado sus intervenciones, y aportó que a él le había costado contemporizar ya que, con el auxilio de la gravedad, los azotes podían ser demasiado fuertes, y tampoco era eso el objetivo.

Mientras su marido hablaba, Lidia, pensó en intervenir, y señalar que a ella le quedaba cierto temor de que, en esa postura, un azote un poco extraviado pudiera acabar aterrizando sobre los labios de su vagina, pero, vergonzosa, guardó la pregunta para sí.

No fue hasta que todos los participantes expresaron su opinión cuando, en calidad de director, Philipe le dio permiso a las chicas para levantarse, licencia de la que hicieron uso de inmediato porque las moderadas molestias en sus rodillas hacía ya un buen rato que habían derivado en un dolor que rivalizaba con el de sus rojas colitas.

-          ¿Podemos ya frotarnos el culete?, preguntó Alice con una mirada digna de una cachorrita mirando una albóndiga.

Los hombres sonrieron por la inocente ansiedad de la pregunta de la adolescente, y Mitch se sintió orgulloso de lo cortés que había sonado.

-          Claro, tesoro. Ya podéis.

-          “Philipe, dijo Jimena, me llevaré a las chicas. Os vemos a la comida”.

Philipe y Rodrigo asintieron.

-          “Sed buenas”.

-          “Nos va a dar igual….” Fue la burlona respuesta de la profesora sabiendo que, sus chicos, aun les reservaban algunas entretenidas, aunque seguro dolorosas, sorpresas.