Liliana
era una niña del Enclave. Nacida y criada en Punta Esperanza nunca había
conocido más vida que la permanente y amorosa restricción de sus grilletes.
Jamás había sido humillada ni sometida a privaciones como las mujeres de las
tribus externas ni tampoco había experimentado las turbadoras historias de
mujeres sin restricciones y autonomía que contaban las más ancianas, siempre
desde que había abandonada la infancia y se había convertido en una mujer, se
había sentido respetada, querida, valorada y confinada.
La
luz era tenue, proveniente de una lámpara de pie y atenuada, sin duda para
conseguir ese punto de complicidad que se logra cuando las tinieblas tienen una
pugna de tú a tú con la claridad, por una camiseta masculina dispuesta sobre la
tulipa. Ella, inmovilizada en su “cubo” veía a un hombre, su hombre, dormir en
la cama con la sábana cubriéndole apenas una ingle y dejando entrever un para
ella incomparablemente seductor e incitante vello púbico.
Los
cubos eran unos dispositivos que se habían vuelto muy populares en las
viviendas del enclave. No era más que un armazón de tubos de acero de forma
cúbica en el que a modo de juego de construcciones se podían poner en las más
diversas posiciones más tubos con sus correspondientes punto de anclaje para
restricciones, o almohadillas de apoyo, separadores y en definitiva cualquier
elemento que posibilitaba inmovilizar a una mujer en las más imaginativas
posiciones y que todas ellas resultaran innegablemente seguras.
A
excepción del liguero del cual, merced a la frenética actividad previa, se
habían liberado las medias que lucían con la blonda semienrollada a la altura
de la articulación de la rodilla, se encontraba completamente desnuda. Ella no
era ajena a su posición, extremadamente vulnerable. A ella le recordaba a la
postura que había visto en las viejas películas del Antiguo Mundo y con la que hacía
más de cien años los mahometanos se postraban para orar, con la salvedad de que
sus piernas, apoyadas sobre unos soportes acolchados, eran mantenidas muy
separadas por los grilletes que inmovilizaban sus tobillos.
Una
barra de acero, almohadillada, había sido fijada en horizontal bajo su cintura,
era la causante de que debiera mantenerse en esa posición, obligándola a
mantener su trasero innaturalmente elevado, y dejando la aun fragante, húmeda y
palpitante entrada de su sexo como una mera ofrenda que al ardiente hambre de
su macho pudiera reclamar cuando estimase.
Su
cabeza reposaba sobre a otro soporte almohadillado, mientras una cadena fijada su collar evitaba que
pudiera separar su cara de aquel, permitiéndole unicamente, y no sin cierto
esfuerzo, alternar las mejillas sobre las que descansaba su rostro y apartar
los bucles rubios de su media melena que insistían en hacerle mil travesuras,
como sabedores que su indefensa propietaria poco podía hacer por evitarlo; cuando no hacían insoportables cosquillas en
la aleta de la nariz, caían sobre sus ojos o parecían esperar a los pequeños
suspiros para adherirse a los labios de los que sus inmovilizadas manos no
podían separarlos.
A
ambos lados del soporte de la cabeza había dos dispositivos similares, pero más
largos y mucho más finos, destinados a apoyar sus antebrazos, desde el codo
hasta las muñecas. Las esposas que mantenían sus muñecas fijas al final de
estos dispositivos y dos correas que apretaban los brazos contra la mullida
superficie hacían que le fuera imposible variar lo más mínimo la posición en la
que había sido inmovilizada unas horas antes.
Liliana
resopló con el cuidado necesario para evitar las chiquilladas de su cabello, ella
sabía que los cubos no estaban primordialmente diseñados para que una chica
estuviera cómoda, sino para mantenerla segura, pero, pensaba, sin duda un poco
de retroalimentación de las clientas serviría para mejorar ciertos detalles de ergonomía.
Sin
más apoyo que su moflete aplastado contra su almohadilla y los brazos demasiado
apretados contra sus soportes como para estar cómoda, debía elegir entre hacer
un esfuerzo y sostener su peso sobre sus antebrazos o, cada vez que se
relajaba, sentir como la barra de acero bajo su vientre, que le obligaba
espalda arqueada en ese tan sexual como antinatural escorzo, se clavaba en la
bien torneada pero sensible musculatura de su abdomen. El ayudarse de su cuello
y carrillos para apoyarse sería un error de novata que, desde luego, no estaba
dispuesta a cometer.
Aunque
las restricciones tampoco se lo permitirían, Liliana permanecía inmóvil, sin
afanarse en obtener los escasos milímetros de libertad que le podrían dar sus
cortas cadenas, las razones eran varias. Con treinta y cinco años, ya no era una niña,
y ni ella ni Aristóteles, que seguía durmiendo plácidamente, habían sido
capaces de concebir. Inmovilizada en esa posición notaba como la gravedad ayudaba
a la cálida simiente que su compañero había depositado en la suave profundidad
de su vientre femenino, y podía sentir como esta ardiente colada se deslizaba
cada vez más hondo en su ser, en la búsqueda del milagro de la vida.
Junto
al punzante anhelo de la maternidad, la otra razón por la que no se atrevía a
rebelarse de forma virulenta contra sus restricciones era ver la manera placida
en la que Aristóteles yacía, descanso que turbaría el metálico tintineo de sus restricciones
si decidía batirse en duelo con ellas. Liliana debía reconocerse que no solo era por él, por más que lo amara, lo
que la mantenía sumisamente inmóvil. Su ego de amante se veía reconfortado con
el hecho de que su amor descansara, satisfecho, en ese momento. Quieta,
callada, contemplando los bien esculpidos músculos de su amante, recordaba como
hacía solo unos minutos, ambos habían llegado al orgasmo, y revivirlo en su
mente era algo que, a juzgar por el calor que surgió de forma súbita en la
parte baja de su vientre, no solo debía estar ruborizando sus mofletes. Sonrió
mientras recreaba mentalmente la forma en que su vientre había retenido dentro
de sí la virilidad de su hombre que poco a poco se venía a menos después de desbordarse
en el rosado valle de sus entrañas. Liliana disfrutaba y se abstraía de su
pequeña ordalía, mientras su mente le hacía volver a sentir como las paredes de
su vagina se afanaban en retener la menguante carne de su hombre, forzándolo a
continuar formando con ella un solo ser, enamorado y completo. El tomar así a
su hombre era, para ella, una forma de
dulce resarcimiento por el gentil pero firme control que los hombres siempre
ejercían sobre ella. Liliana, como casi todas, aceptaba el permanecer sometida
a aquellas cadenas que, al fin y al cabo, aunque restrictivas, sabía que eran
por su seguridad, pero, si su hombres podía usar sus brazos y manos para
rodearla, entonces, ella usaría su vientre, -el verdadero hogar de una pareja-,
para abrazarlo y que él se sintiera tan amado como ella cuando los vigorosos brazos
de él la sujetaban y notaba como sus masculinos dedos jugueteaban con su
ombligo bajo la blusa. Era duro estar condenada a recibir amor, pensaba, mientras ella, debía tragar el suyo.
Aiko
se despertó. Junto a esa pequeña mujer de rasgos orientales dormitaba Alex, su
marido y que al igual que ella daba clases en el Instituto de Ciencias
Experimentales. Se encontraba agitada, apenas recordaba nada del sueño
perturbador que acababa de tener, pero la tibia humedad que sentía en la
braguita bajo el pantalón de su ajustado pijama de verano era indicador de lo
que su cuerpo anhelaba en ese momento; sus entrañas suplicaban porque Alex se
despertara y tomara como presa su cuerpo suplicante de masculinidad, lo que,
lamentablemente para ella, no pareciera que fuera a ocurrir observando la
pausada respiración del hombre.
Las
manos esposadas cada una a un lateral de un cómodo aunque inexpugnable cinturón
de acero que rodeaba la cintura tampoco le conferían más oportunidad que rozar
de forma inofensiva el elástico de su braguita sin que eso disminuyera, más
bien corría el riesgo de incrementar, el empuje del volcán de deseo que la
consumía por dentro.
Aiko,
casi convertida en estatua, mirando al techo, trató de deslizar su mano derecha,
tanto como el rígido metal le permitiera, para acariciar la de su compañero
que, en el silencio de aquella noche de verano en el Enclave, dormía a pierna
suelta. Se esforzó, pero su brazo no consiguió ganarle un milímetro a la cadena
que unía el grillete de su muñeca a la cintura, aun al precio de que el acero
se clavase lacerandole la piel de sus pulsos.
Era
injusto, pensó, solo anhelaba tocarlo. Tocarlo.
Aiko,
si algo echaba de menos en su vida era la perdida capacidad de poder tocar y
sin duda era lo que más echaba de menos su infancia cuando era libre de
aferrar, de coger, simplemente de palpar una textura, de buscar un algo y no
ser siempre quien deseaba ser encontrada. Le entristecía pensar que en aras de
la seguridad había tenido que renunciar a placeres como acariciar la cabeza de
una niña de suave cabello perfumado, o incluso, que un perro le dedicara un
meneo de cola en agradecimiento por una buena rascada de orejas. El ser privada
de ser sujeto activo en cualquier contacto, el tener que ser siempre la
acariciada, la abrazada, la sujetada, era algo a lo que jamás se había
acostumbrado, aunque, incluso a sus oídos, podía sonar como una inmadurez
propia de una adolescente boba.
Tener
aquellos anhelos la hacían sentir un poco culpable ya que, como se les
explicaba en la escuela, aquellos grilletes eran por su propio bien, y sabía
que debía estar agradecida por ellos, y, sin embargo, a veces los maldecía.
Aquellos sentimientos, aunque se podían leer en algunas obras literarias
editadas en el Enclave desde que se había retomado la manufactura de papel, no
eran algo de lo que las chicas decentes
del Enclave les gustara hablar, ni siquiera
entre ellas, ya que era considerado una forma de pensar extremadamente egoísta por
parte de cualquiera que lo expresara. Aquellas cadenas y la permanente
restricción eran lo que las mantenía seguras y lo que les daba aquella enorme
libertad que disfrutaban las habitantes de Punta Esperanza, una libertad casi
plena, libertad para todo menos de hacer nada por ellas mismas.
Dentro
de las limitaciones obvias, Aiko siempre se había considerado una mujer activa
en su vida de pareja, y últimamente le excitaba
fantasear sobre el último cotilleo que circulaba por los edificios de
mujeres solteras de la ciudad y que sus compañeras en el instituto, se habían
hecho eco. Al parecer, según contaban las chicas, entre las clases más
pudientes, se había puesto de moda mantener relaciones sexuales con la mujer
libre de toda restricción. Aiko se imaginaba como podía ser estar libre para acariciar
a su macho mientras ella cabalgaba, empalada sobre él. Como conversar era uno
de los entretenimientos más sencillos para ellas, las mujeres del Enclave
tenían fama de ser unas conversadoras infatigables, y por supuesto no faltaban
nombres en la picota sobre chicas, generalmente de buenas familias que, se
rumoreaba, practicaban esta variante de sexo tan salvaje. Ella sentía una sana
envidia cuando las veía, por la calle o la universidad con unos grilletes tanto
o más restrictivos que los suyos, sabedora de que, cuando las luces se apagaran
podrían convertirse en indómitas amazonas en un desafiante pie de igualdad con
sus amantes. Se imaginaba como sería aquello en ese momento, hincada de
rodillas entre las piernas de su compañero y este agarrándola del pelo
obligándola a cumplir su voluntad, demostrando que él no necesitaba acero para domesticar
a su voluntad a su indómita potrilla.
Aiko,
despertó de su ensoñación, y se dio
cuenta que, con estos pensamientos, sus muslos habían comenzado a frotarse rítmicamente,
tratando, en vano, de hacerle sentir alguna sensación en su sexo, tan hambriento
como huérfano de atenciones en esos ardientes momentos.
Trató,
inútilmente, de relajarse de nuevo. Ella,
pensó, en ese momento no habría pedido
tanto, y, es más, pensándolo fríamente, probablemente se hubiera sentido
incómoda sin sentir el abrazo del acero sometiéndola, de alguna manera, pero,
si tan solo estas cadenas fueran un poco más largas, sin duda enterraría la
cabeza entre los fuertes muslos de su amante, hasta hacerlo morir de amor en lo
más profundo de su garganta.
Aiko,
no volvería a dormirse en toda la noche, solo deseaba que su hombre se
despertara con el suficiente margen y así poder ella desayunar bajo las sábanas
y el lucir una sonrisa en la primera clase de la mañana.
Roxana
se despertó, el radiorreloj de su mesilla marcaba las cinco y dos minutos de la
mañana y aun todo era silencio en las calles. En la emisora que estaba
sintonizada y con la que se había quedado dormida, emitían un informativo
horario. Según indicaba la locutora, la policía había descubierto un
asentamiento de exploradores de los salvajes junto a la frontera Sur del
Enclave. En él, -continuaba la información-, habían encontrado los cuerpos de
dos niñas de entre diez y once años. Sin una utilidad reproductiva, explicaba, los
salvajes las habían dejado allí, atadas, hasta que finalmente fallecieron por hambre
y deshidratación.
Roxana
quedó consternada por la brutal crueldad de aquellos salvajes que despreciaban
todo de las mujeres salvo sus úteros. Roxana estaba conmocionada por el brutal
suceso y no podía dejar de pensar en las pobres niñas tan sádica como gratuitamente
sacrificadas. Sabía que no podría dormir en un rato mientras su psique digería
la truculencia descarnada de la noticia.
Mientras
su mente se aplicaba en asimilar tanta maldad, se acomodó sobre su costado y
deslizó sus pies desnudos por la suavidad de la sábana bajera de su cama algo
que, desde niña la relajaba. Al tiempo que con sus brazos comprobó la firmeza
de los grilletes de sus muñecas unidos
por una corta cadena al collar de acero cerrado por un pequeño candado que de
forma bastante ajustada rodeaba la parte baja de su cuello. La seguridad
inquebrantable de sus cadenas la reconfortó. Eran afortunadas, sabía que frente
a todas aquellas mujeres que sufrían la barbarie del páramo, ella era muy
afortunada por pertenecer a aquella sociedad que había hecho del bienestar y seguridad
de sus mujeres, el eje mismo de su supervivencia..