El joven y la profesora desobediente

  Con 31 años, pese a que las pecas de su cara le confirieran un aspecto más aniñado, haber ganado una plaza como catedrática de instituto e...

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miércoles, 7 de abril de 2021

Las curiosas costumbres de Isla Cane. Tradiciones de sábado. (3/4)

 

 

 





El café “Belle Epoque” siempre se encontraba poblado por una numerosa concurrencia, buena música en vivo y buenos combinados eran, sin duda, buenos motivos para visitarlo, pero en un país tan pequeño era obvio que ser la segunda al mando de la fiscalía tenía sus prebendas, y cuando Jimena llegó al local, varias de sus amigas se encontraban ocupando la mesa que, por defecto, tenían reservada.

Era una de esas mesas altas que eran muy habituales en los locales de Isla Cane, debido a que, muchas veces, las clientas preferían no sentarse, y permanecían de pie con la consumición sobre la mesa.

Al ser un viernes por la noche, el porcentaje de mujeres de pie era, incluso superior al habitual, por una razón muy sencilla: aunque los castigos de recapitulación siempre habían sido tradicionalmente el domingo por la tarde, la incorporación de las mujeres al mundo académico y laboral había acabado por mover esto y, ahora, con muchísima preponderancia, los viernes por la tarde y sábados por la mañana eran los días cuando se solía realizar.

Como las mujeres habían adquirido más responsabilidades, generalmente la lista de correcciones recibidas a lo largo de la semana eran más largas que años atrás, por lo que se podía decir, sin temor a equivocarse que, en Isla Cane, la equiparación de derechos laborales de las mujeres la habían pagado sus traseros. Como el lector puede haber deducido, listas más largas significaban castigos más largos, y cómo el lunes tocaba volver a empezar la semana, era un gesto hacia las chicas, el que fueran castigadas al comienzo del fin de semana lo que posibilitaba que sus doloridas posaderas estuvieran en el mejor estado posible al principio de la siguiente semana.

De las cuatro presentes que hablaban entre ellas animadamente, ninguna, de hecho, ocupaba alguna las sillas de las que disponían.

-          Hola niñas – saludó Jimena después de haber solicitado en barra que le llevaran un Tequila Sunrise sin alcohol-. Hay noticias…

Las cuatro asistentes a la reunión eran la “dirección” del grupo que luchaban por cambiar el ya conocido Código de Disciplina.

La mujer más alta y que vestía de manera más informal, era Olga Dupont, que había ganado el oro en bádminton en los últimos Juegos Olímpicos, y era la cara más mediática del movimiento pese a ser, con veintiún años, la más jovencilla.

A su izquierda en encontraba Laura Radchenko, eminente viróloga y a sus magníficamente llevados casi cincuenta años la mayor del grupo. Laura se había convertido en uno de los rostros más conocidos de la ciencia de Isla Cane cuando saltó a la portada de los medios al ser la jefa de un equipo que había desarrollado un conocido retroviral muy eficaz contra el Zika. Cuentan las malas lenguas que, en su bolso, llevaba siempre una pequeña paleta de cuero para las ocasiones en la que se hacía necesario que ella o sus dos chiquitas adolescentes, recibieran un toque de atención.

Frente a ellas estaba Paula Muller, diputada del Partido Conservador que se encontraba aun de baja maternal tras el nacimiento de su primer hijo. Aunque leal a sus amigas, era la que ponía, junto a Jimena, la voz cabal en el grupo, evitando que se incorporaran al documento sugerencias irreales como reclamar el derecho de argumentar con los hombres una vez estos se pronuncian sobre la necesidad aplicar una corrección o un castigo. Estas “salidas de tono”, al final habrían hecho naufragar antes de salir de puerto las ya de por si osadas propuestas.

Cerraba la reunión Ángela Petrovic, ingeniera industrial que era capitán en las Fuerzas Armadas de la Isla, y que, al contrario de Paula y Jimena, siempre abogaba por propuestas de máximos, habiendo tratado de que se recogiera que, una dama encontrada merecedora de una corrección o un castigo tuviera el derecho apelación.  Aunque sí se llevó a votación, la mayoría de las integrantes, 73 de 76, votaron en contra de una propuesta tan rupturista, que atentaba directamente contra el principio de autoridad. Sus propuestas de máximos y su vehemencia, de hecho, habían hecho que, algunas de sus compañeras tuvieran siempre reticencias hacia sus propuestas.

Jimena, contó a sus amigas la situación de su propuesta con pelos y señales, y todas las concurrentes se mostraron satisfechas.

-          ¡Genial! Jimena, - la más joven era también la más efusiva-, son noticias geniales. ¡Para caerse de culo! – instantáneamente selló sus labios y levantó la mirada como si reflexionara sobre lo que acababa de decir-. Aunque…. después de mi tardecita…. Mejor otro día.

Las presentes se rieron de la inocente rectificación de Olga, que quedó un tanto colorada, aunque, se percató que con su comentario no había sido la única en llevarse las manos al trasero.

-          Mmmmmmm…. ¡Ay! A mi me toca mañana… - torció el gesto Jimena-.

-          Eres una pazguata, Jimena, no sé cómo le dejaste el viernes a la pollita de Sofía. ¡Que está sin plumar! Que ir el lunes a la uni con el culete bien marcado no la va a matar, a todas nos ha pasado... y peores….

-          No seas mala, Laura. Que la pobrecilla, ni siquiera es de aquí del todo.

-          Bahhhhh….. no te preocupes que seguro que su mamá enseñó bien a su padre, te lo digo que hice el insti con Yolanda, su madre. Y, no hace tanto tuve ocasión de visitarla en un congreso que tuve en Milán.

Paula, que por primera vez en semanas podía salir, las primeras semanas de vida de un bebé son agotadoras para las mamás, hasta ese momento había permanecido callada, analizando en el fondo de su copa las explicaciones de Jimena.

-          Nena… tenemos que ir con cuidado. De momento, en mi partido tenemos más defensores que detractores, pero el Partido Progresista está por completo a favor lo cual, además de que son  una fuerza marginal, nos presenta un problema.

Las mujeres callaron y escuchaban con atención.

-          Muchos de mis compañeros van a dudar de darnos su apoyo, aun estando en el fondo de acuerdo con nuestra reclamación, si los medios empiezan a relacionarnos con esos liberticidas que ya, por ejemplo, querían regular la duración de los castigos, prohibir instrumentos de los autorizados por el código, poner un máximo semanal de correcciones… Ya sabéis lo que digo.

Las mujeres asintieron.

-          Así que, nena, cuando vayas a exponer, cúrrate un discurso emocional. Ve a la tripa; a la entraña.  Cuéntales la verdad, que nos gusta que nuestros hombres sean fuertes y estén pendientes de nosotras, que nos gusta que nos recojan cuando caemos, nos acompañen cuando tenemos miedo, y nos calienten el culo cuando lo merecemos…. Bueno, y a veces cuando no lo merecemos tanto…

Una risita generalizada hizo coro a la cómica última afirmación.

-          Paula, pero eso es la esencia de nuestro movimiento.

-          Jimena, y tú lo sabes también, que vuelas muy alto aunque a veces seas un pelín naif: muchos, nos tienen miedo. Tienen miedo de que empecemos por esto, que sigamos por negar el derecho a nuestros hombres a corregirnos cuando así lo decidan y que acabemos queriendo ser nosotras las que pongamos los puntos sobre las ies a los chicos – otra risita se elevó desde el grupito ante la ocurrencia-…. Y yo que sé…. Y muchos, además, tienen miedo que, si somos nosotras las que apliquemos una penitencia a otra mujer, creen que no vamos a saber comedirnos. Y sabes… en esto último, les doy un poco la razón.

Un murmullo de reproches cayó sobre Paula.

-          Niñas, no seáis ni inocentes ni hipócritas, no voy a seguir con el tema, pero ellos desde pequeñitos tienen claro que nos tienen que cuidar… a veces, incluso, demasiado claro…, corregirnos, sí, pero no buscan ni dañarnos ni venganza, y nosotras no. Para nosotras esto sería nuevo, así que, evidentemente, no me voy a abajar del barco ya que creo que lo que proponemos es bueno y justo, pero, más nos vale que el día que realicemos el alegato, tengamos estas cositas claras. Por qué van a sacar el tema, incluso los miembros del Consejo que están a nuestro favor…

El grupo se sumió en un breve silencio, Laura, les acababa de demostrar por qué, durante su baja, el Congreso había echado de menos a su mejor oradora.

Eran más de las doce cuando Jimena regresó a su casa. Su marido veía en la tele un reportaje de grandes estructuras abandonadas. Se levantó con una sonrisa para abrazar a su mujer que nada más entrar sustituía sus tacones por unas zapatillas con estampado de osos.

-          Qué tal pequeñina ¿Arreglasteis el mundo?

Jimena dio un coscorrón a su marido que, como respuesta, la besó en los labios.

-          ¿Ves? Soy un hombre maltratado…. Y yo aquí esperándote para que nos fuéramos juntitos para la cama.

-          Pues venga, que estoy cansadita, y mañana por la mañana tengo que estar descansada… Me alegro que, al menos, no estés viendo “Forjado a Fuego”…. Creo que ese martillo neumático, te da malas ideas la víspera de castigarme…

-          Qué boba eres, - rió Rodrigo- anda, gatita, ve al aseo, y te espero en la cama. Te quiero.

Jimena puso su mejor cara de diva y con teatral pose miró al hombre que se derretía por ella.

-          Mucho…

Cuando el Sol que se filtraba por la persiana incidió en la cara de Jimena, un relampaguito de consciencia comenzó a abrirse paso por las tinieblas de sus sueños. Luchando contra el estímulo que la arrancaba de los dulces brazos de Morfeo, hundió la cara en la almohada y frotó las piernas contra la suave y tensa sábana bajera en vano intento por que la agradable caricia de la delicada tela en las piernas volviera a empujar su nivel de consciencia al otro lado de la red. Era ya inútil.

Los estímulos se amontonaban, primero, se había dado cuenta que su vejiga había decidido que ya eran bastantes horas de sueño, luego el olor a café, y a los bollitos calientes de panadería… Se maldijo a si misma por ser tan débil y se puso en pie atusándose el camisón rosa que le cubría hasta un par de palmos sobre la rodilla; era vergonzosa la forma en la que había traicionado a la marmota que toda mujer lleva dentro, pero… “la canela es la canela”, se dijo a si misma.

Sofía y Rodrigo se afanaban en ultimar la mesa para el desayuno cuando Jimena, con la cara aun a medio despertar bajó las escaleras.

- Buenos días, Jimena. Vaya dormilona.

- Mema, por lo menos habré dormido… Tú,

¿Qué tal con tu compi?

Una sonrisa de oreja a oreja ilumino la cara de Sofía.

Arrastrando los pies, la siguiente parada fue Rodrigo, que retiraba una cafetera italiana de la cocina de inducción.

- Venga chicas, ¿Nos sentamos? ¡Que tengo hambre!

El desayuno transcurrió de forma agradable, centrándose en tratar de sonsacar a Sofía detalles de su cita de la noche anterior, que había incluido restaurante, cine y paseo por la playa. Aunque un poquito azorada, a Sofía se la veía muy contenta, e incluso estaba hábil esquivando las puyitas que una divertida Jimena le lanzaba de continuo.

Los ecos de alborozo se iban disipando conforme la cafetera se vio vacía de su contenido, y Jimena sintió que unos nubarrones se iban cerniendo sobre su cabecita, nubarrones que no vaticinaban más que una tormenta de azotes en su trasero.

Rodrigo fue el primero en mencionar el elefante en la habitación

- Jimena, quiero que en media hora, me esperes en el salón. Vamos a repasar a ver qué tal te has portado esta semana.

- Sí, señor.

Jimena estaba ya arrodillada en el centro de la amplia sala y Sofía sentada, un poco ladeada, en el tresillo cuando Rodrigo regresó después de haber puesto en orden los últimos cacharros del desayuno que las chicas habían fregado.

- Bueno, ¿Que tienes que contarnos?

La fiscal convertida como cada sábado en reo pendiente de sentencia abrió su cuadernito de tapas de cuero con repujado floral y repasó las correcciones de la semana. Comparada con la abultada lista de Sofía del día anterior, esta era mucho más reducida, y un exponente de lo que era habitual que una chica tuviera que afrontar en su recapitulación semanal.

El saldo semanal era de ocho correcciones en el trabajo, los cinco castigos adicionales al llegar a casa no computaban para la lista, y tres castigos en casa. Esta proporción era bastante habitual, ya que, por norma general, las correcciones en el trabajo eran más numerosas y menos severas. Salvo cuando el jefe quería dejar un mensaje más indeleble en su trabajadora, como cuando el fiscal hacía uso de la correa, lo habitual era que no se quisiera tener a una subordinada sollozando y demacrada, además, todos los jefes sabían que, al llegar a casa, los padres o maridos se iban a encargar de dejar claro las cosas incluso a las más testarudas. Por el contrario, las correcciones domésticas eran menos habituales, pero mucho más severas.

- ¿Es todo?

La pregunta, de Rodrigo aceleró el ritmo cardiaco de la declarante.

- Eeeeeeeerrrrr… Sí, señor.

- Acabas de ganarte una penalización, por desmemoriada.

Los ojos de Jimena se abrieron con indignación.

- Peeero… no...

- Antes de que te ganes otra… que pasó el sábado por la noche con la cerveza de Carlos….

Rodrigo hacía referencia a un suceso del pasado sábado en el que salieron a cenar con otra pareja amiga. Salió el tema de la política, y Jimena, que era muy expresiva cuando hablaba de forma apasionada, había derramado la consumición de Carlos.

- Pues… Jobá, que la tiré sin querer, no es justo que me castigues por eso…

- Y no lo hago. ¿Qué pasó antes de salir?

Jimena frunció la naricilla como una chiquilla que de repente se supiera cogida sin remisión.

- Que antes de salir me diste seis azotes con el cepillo para recordarme que tuviera cuidado cuando gesticulara…

- Exacto… y no me hiciste ni puñetero caso. El castigo no es por tirar la cerveza, ni por qué defiendas tu postura con pasión, que es algo que me enamora de  ti cada día, pero lo que no me da igual es que pases mil de una advertencia.

Nuestra protagonista bajó la mirada, y aceptó que, efectivamente, se la había ganado.

Rodrigo se sentó en el sillón de orejas y palmeó la parte superior de sus muslos para indicarle a Jimena cual sería la primera estación de su particular viaje.

La mujer se acomodó con la barriguita sobre los duros muslos de su marido.

- Como vea una mano sobre ese culete, empezamos de cero, avisada quedas.

La mano derecha del hombre se levantó por primera vez para iniciar unos largos quince minutos de azotaina. La gran mano de Rodrigo se levantaba con furia una y otra vez para impactar contra la delicada carne de su esposa que ya, desde los primeros cachetes, pugnaba retorciéndose sobre el regazo de su hombre.

Los golpes se aplicaban en un patrón anárquico de manera que Jimena no pudiera prepararse para el siguiente aguijonazo, después del cual, invariablemente, un gemido escapaba de la boca de su boca.

Sofía, testigo de la escena contemplaba como, con gran técnica, esos fuertes manotazos transmitían toda su energía a las doloridas nalgas. Con admiración asistía a la visión de esas grandes manos hundiendo la muy dura carne de las nalgas de Jimena, sin rebotar en ningún momento, todo la energía cinética de los vigorosos azotes se transformaba en tormento para los tersos globos del trasero. Nada se perdía. Tampoco pasaba desapercibido que, el anárquico patrón estaba tiñendo de un vivo rojo cereza cada milímetro del culo y parte superior de los muslos.

Jimena, aunque hecha a la cotidianeidad de los castigos, estaba a punto del pucherito cuando, la férrea palma de su señor cayó con virulencia sobre el trasero por última vez. Aunque había sido capaz de sustraerse al reflejo de proteger su torturado culete, sí que había luchado un poquito, retorciéndose bajo los azotes, e, incluso, habían perdido la batalla al pudor, y la rosada puerta de su sexo, que al principio había permanecido oculta por una medida posición de las piernas, ahora lucía radiante en un paisaje de fondo carmesí.

- No creas que hemos terminado, - en realidad tenía claro que tal idea no había pasado por la cabeza de su mujer-, vete al rincón. Esa naricita pegada a la pared y nada de frotarse el culo. Me voy a por un vaso de agua, pero, Sofía, te quedas vigilándola.

Aunque invisible por la posición, el rubor que le generaba en las mejillas el que una chica mucho más joven tuviera autoridad, en cierto modo, sobre ella, podría rivalizar, en ese momento con el color cereza de su trasero.




 

Rodrigo regresó de la cocina al cabo de unos minutos, como buen administrador de disciplina, sabía que a las chicas, aun en el más severo de los castigos, y este no lo era, había que darle recesos, a fin de evitar que se convirtieran en sollozantes pulpejos de carne dolorida.

- ¿Habeis sido obedientes? ¿Las dos?

 Un simultáneo y raudo “Sí, señor” fue la respuesta de las dos chicas.

- Bien. Jimena, apóyate contra pared, bien inclinada, quiero ese pompis bien expuesto para darle lo que se merece.

La desdichada penitente emitió un suspiro de resignación cuando vio que su marido, en su mano derecha blandía la temible correa de afilar.

La correa de afilar era una extremadamente rígida y gruesa correa de cuero muy ancha. En origen se usaba para acabar el afilado de las cuchillas de afeitar, pero, siempre había tenido un utilísimo segundo uso para encauzar a las jovencitas que se hacían acreedoras de sus caricias. Desde luego, con el advenimiento de las maquinillas eléctricas y desechables, el primigenio primer uso de la correa había llegado a su fin, pero, en la isla “misteriosamente” había aun dos fábricas que la ofertaban entre sus productos.

Rodrigo se situó detrás de su esposa y calculó cuidadosamente las distancias, la precisión, cuando se blandían instrumentos tan poderosos era imprescindible.

La respiración de Jimena se agitó hasta el extremo de la hiperventilación, ya que sabía lo que estaba por venir.

- Sé que no te gusta, y que estás asustada, pero, ni se te ocurra apartar el culo. ¿Está claro?

Jimena estaba al borde del llanto.

- Sí, señor.

El primer zurriagazo aterrizó en el medio de las nalgas de Jimena, haciendo restallar la piel en un orgasmo de agonía, el grito de la mujer, indicó que toda la intención punitiva de ese primer chirlazo había sido plenamente recibida.

El segundo azote, aún más poderoso que el anterior aterrizó justo por debajo, dejando una zona de solape entre las dos marcas, la longitud del instrumento era tal, que su dolorosa huella rectangular abarcaba las dos nalgas, y con dos de ellas, se cubría todo el trasero de cualquier chica. La potencia del impacto fue tal, que Jimena tuvo que tirar de brazos para evitar empotrarse contra la pared, y tan solo lo firmemente que tenía bloqueada la cadera evitó que el su trasero perdiera su expuesta posición.

Las lágrimas ya comenzaban a aflorar en los ojos de la desdichada cuando, el tercer azote hizo brotar un manantial de lágrimas tras un alarido doliente, el tercer azote aterrizó en la parte superior de los muslos provocando un relámpago de tormento que le llegó hasta el vientre.

Rodrigo examinó el trasero de su esposa. Un color rojo cereza mostraba bien a las claras las zonas que habían recibido las atenciones de la temible correa, y, en los bordes de las marcas, donde los bordes de la correa habían mordido enterrándose en  la tierna carne, puntitos púrpura se formaban en puntos donde la sangre parecía que quería atravesar la piel.

Pese a que, evidentemente, la correa de afilar había de ser administrada con cuidado, la ordalía estaba lejos de terminar. Los azotes se repitieron durante diez interminables minutos, concentrándose en la parte central del trasero, que es la parte del culo de una mujer más idóneo para recibir correctivos especialmente severos, no obstante, y cuando el ritmo de la respiración de Jimena se relajaba, o la intensidad del llanto decrecía, un oportuno azote en las piernas era útil para mantenerla con la mentalidad apropiada. Al final de los diez minutos Jimena rezaba por el fin del asalto. Los espasmódicos movimientos con los que recibía los primeros azotes habían dado paso un continuo sollozo, similar a una letanía, que salía de su boca, ya permanentemente abierta, y la cabeza inmóvil, al igual que su arqueado cuerpo, aplastando una de sus mejillas contra la pared contra la que se apoyaba.

Tras finalizar los azotes con la correa, Rodrigo decidió otorgar a su esposa, convertida en un mar de lágrimas, un pequeño receso, ya que, entre otras cosas, el castigo, cuando se imparte a una mujer en estado casi de catatonia, no tenía ningún sentido. Y un castigo, a una mujer que se ama, nunca es causar dolor sin más.

-          Jimena, cariño, paramos un rato. En cinco minutos te quiero como un clavo. Estirada en el sillón.

Jimena, balbuceó, y aun tardó unos largos segundos en separarse de la pared en la que estaba apoyada.

El hombre analizó la situación. Ella, verdaderamente no se había portado mal durante la semana, y no tenía pensado prolongar mucho más el castigo. La pesada correa de afilar, además, le había dado al castigo la carga de intensidad que era necesaria para que la azotaina pudiera ser aprovechada por su mujer.

Cuando Jimena reapareció mucho más recompuesta, su marido aún se encontraba sopesando las posibles opciones y, finalmente, cuando su mujer se tumbó boca abajo sobre el sofá y pudo analizar la obra de la temible correa en sus posaderas y parte superior de los muslos, se decidió por terminar el trabajo con el cinto.

-          Sofía, por favor, ponle el cojín alto debajo de la cintura.

La joven se apresuró a cumplir la orden ya que, pese a que sus nalgas eran un dolorosísimo recuerdo de la ordalía del día anterior y sentía un sentimiento de femenina empatía hacia Jimena, innegablemente estaba disfrutando del castigo que tenía lugar frente a ella, y apreciaba no sólo la técnica en el manejo de los implementos sino también la elegancia y la ternura en su uso. Lejos de cualquier ademán iracundo, Rodrigo imponía sus castigos con la seguridad que inspira cierta calma en la spankee, cierta de que el castigo se circunscribirá a ese momento y a una parte muy determinada de su anatomía.

Con el cojín debajo de su tripita, el culo de Jimena, de un rojo brillante, quedaba sobre elevado y perfectamente expuesto para cualquiera que fuera el destino que le deparara. El hombre, con parsimonia, se desabrochó el cinturón y lo deslizó poco a poco a través de las trabillas de su pantalón mientras, su mujer, internamente experimentaba cierto alivio al saber que, la que suponía última tanda de azotes no fuera a ser llevada a cabo con algún instrumento más punitivo. Aunque el cinto no era la más temible de las opciones, tampoco iba a ser en absoluto un camino de rosas, y, cuando se maneja con pericia, puede ser muy útil para crear una impresión duradera incluso para la más desmemoriada de las mujeres.

Rodrigo dobló el negro cinturón y tanteó la distancia con dos levísimos toques, más que azotes , sobre el trasero de su amada. Finalmente el cuero se elevó sobre la altura del hombro y con la velocidad de la centella descendió sobre la parte superior de los muslos de la mujer, que no se esperaba tan furioso comienzo. Aunque no era habitual comenzar los castigos en la delicada carne de los puntos de contacto, el hombre no quería que su esposa percibiera lo que restaba de penitencia con cierta complacencia, así que, para fijar su atención, decidió comenzar con ese golpe de efecto.

Jimena, absolutamente sorprendida emitió un aullido e, instintivamente, realizó un gesto del que se arrepentiría en un rato. Como un rayo, su pierna derecha se flexionó en un vano intento de cubrir la martirizada piel de los muslos.

-          Acabas de ganarte una penalización, como vuelvas a rebelarte siempre estamos a tiempo de añadir una paleta. Tu verás.

Jimena refunfuñó, más enfadada consigo misma que con nadie. Sabía que lo que había pasado se debía a su exceso de confianza con el cinto.

-          Lo siento, señor. No lo haré más.

La pobre chica estaba ya al borde del llanto después de tan solo el primero de los chirlazos.

Tras el primer azote, el segundo aterrizó casi en el mismo lugar, dejando ambos muslos cruzados de dos líneas de un leve color morado. Esta vez, más atenta, Jimena, como impulsada por un poderoso resorte eléctrico clavó su cadera sobre el cojín y enterró la cabeza entre sus brazos.

Los siguientes tres azotes aterrizaron en rápida sucesión igualmente sobre las piernas, consiguiendo el objetivo de que, al cabo de recibirlos, Jimena volvía a sollozar como una magdalena, solo entonces, el hombre comenzó a alternar la tormenta de cintarazos entre las carnosas orbes del trasero de su esposa y las más delicada parte posterior de sus piernas.

Sofía se mordía el labio tratando de olvidar el calor que sentía, cada vez que el cinturón, manejado con maestría, al impactar sobre las piernas se curvaba levemente, lo justo para impactar en su parte final contra la sagrada piel del interior de los muslos. Sin duda, Jimena iba a tener un recordatorio muy vívido en cada paso que diera los próximos días. El sensual movimiento de la cadera de la mujer, cada vez que un golpe se abatía sobre ella, que parecía coreografiar una pasional danza de sensualidad contra el cojín que la mantenía abierta, expuesta y vulnerable, había tenido, por qué no decirlo, cierto efecto lúbrico sobre el ánimo de Sofía que, ahora sí, indudablemente, se veía embargada de cierto placer culpable ante el visionado de su confidente y amiga tratada con tanta amorosa severidad.

La sucesión de azotes se prolongó durante quince minutos al cabo de los cuales los glúteos y piernas de Jimena habían alcanzado un tono de cereza encendido que apenas hacían visibles las marcas púrpuras que habían dejado los distintos implementos, y que, cuando el volcán del carmesí volviera a su tono pálido habitual, servirían de recordatorio cada vez que se volviera delante de un espejo.

A los quince minutos, para alivio de la chica, a la que el vendaval de azotes había arrastrado a una aquelárrica pugna de sus caderas contra el cojín, la tempestad  cesó tras un último azote que hizo vibrar toda la tersa carne de sus nalgas la cual se levantó conforme el cuero se enterraba en ella como en un patético intento de abrazar al causante de su tortura.

Jimena desenterró la cara del lecho de sus manos, la rojez causada por el llanto, sin duda hacía juego con el color de su azotado trasero. Rodrigo la tomó de la barbilla para elevarle su avergonzada mirada.

-          ¿Has aprendido?

-          Sí, señor.

-          Bueno, pues ahora quiero que te pongas en el medio de la sala, ya sabes cómo, tocándote la puntera de los pies.

La mujer, sumisa, se enjugó las lágrimas con el antebrazo y adoptó la posición que el hombre que se acercaba blandiendo la temidísima vara . Como la mayor de la casa, a Jimena le era exigible una ejemplaridad de cara a Sofía a la hora de recibir un castigo, así, la vara que hoy sería aplicada era de un grosor superior a la empleada el día anterior, si bien, igualmente, era un instrumento sumamente flexible.

-          Cariño, sabes que has sido muy desobediente. Has sido muy rebelde, y eso, sabes, no se puede aceptar. ¿Cuándo vas a aprender a comportarte como la señora que eres? No puedes comportarte como una malcriada, y menos con Sofía delante. Serán doce azotes, y espero que no tengamos ningún incidente más.

 Rodrigo tanteó la distancia, y sin más dilación realizó el primer azote. Con un arco digno del mejor jugador de criquet, la canne efectuó un arco, impactando la parte inferior de las nalgas con una trayectoria ya ascendente. Pese a que Jimena estaba preparada para recibir un castigo que no le era desconocido, el impacto  sobrepasó, ampliamente, el umbral que se había marcado mentalmente, y un alarido descarnado salió desde la garganta.

-          Uno. Gracias, señor.

El hombre miraba como su mujer trataba de normalizar su respiración, acelerada tras el primer rejonazo en sus posaderas, pero, sin darle tiempo a lograr su modesto objetivo, un segundo varazo se estrelló esta vez en la parte superior de sus medialunas, que al tratarse de una zona menos castigada fue tatuada al instante con una marca violácea que casi de inmediato se inflamó levemente creando un cómico relieve.

Los siguientes azotes, fueron cayendo metódicamente, en grupos de cuatro, dejando huellas que permanecerían indelebles por varios días desde la parte superior del culo hasta sus piernas.

Al terminar la primera tanda de cuatro, Jimena aullaba ya como una bruja a la que estuvieran quemando en público suplicio. Incapaz de hacer nada para mitigar el dolor de los azotes. Sofía, esta vez desde la barrera, contemplaba como de vez en cuando en su forzadísima posición, su anfitriona realizaba unos patéticos saltitos, que, desgraciadamente para ella, nada podían hacer por minimizar la terrible agonía.

Los siguientes cuatro azotes cayeron en rápida sucesión, con el mismo patrón que los anteriores, con el último varazo impactando exactamente en la misma delicada carne del surco infraglúteo que había mordido el primero, quedando este marcado con un ancho e hinchado verdugón.

De los cuatro restantes, los tres primeros cayeron sobre las piernas, y el último, a fin de dejar un adecuado marchamo, castigó la ya muy tierna parte inferior de los glúteos.

Afortunadamente para ella, Jimena no había roto la postura en ningún momento y no se hizo acreedora de ninguna otra penalización, no obstante el castigo impuesto esa mañana, aunque breve y llevado a cabo sin los más temibles de los instrumentos, sin duda había sido intenso.

Rodrigo dejó la vara y se acercó a acariciar la nuca de su mujer, que, al tener la cabeza hacia abajo, quedaba despejada, oferentemente sensual.

-          Ya está. La próxima, vas a cooperar con tu castigo como una mujer adulta.

La pobre Jimena jadeaba entrecortada por los sollozos que aun distaban de ser sofocados

-          Sí, señor.

-          Te creo. Y por eso te voy a dejar que te pongas un poquito más cómoda. Anda, cariño, puedes ponerte de rodillas contra la pared. Y nada de tocarse el culete – dando unos azotito con la mano en el trasero de su mujer que calentaba como un volcán en erupción-.

Tras quince minutos de reflexión con la nariz apoyada contra la pared, Rodrigo acudió al rescate de su esposa.

-          Princesa, hemos terminado. Tampoco ha sido tan terrible, ¿Verdad?

Jimena asentía mientras se ponía en pie.

-          No, señor.

-          Lo que quiero, es que seas aún mejor, mi vida. Prométeme que te vas a portar bien, sabes que no me gusta tener que usar la vara, pero, también sabes que no me has dejado más opción.

-          No, perdona, cariño. Fui una tonta, me confié.

Rodrigo acogió en sus brazos a su mujer que un poco avergonzada enterraba la cabecita en el perfilado pecho de su hombre.

-          ¿Ya pasó?

-          Sí, gatita. Ya pasó.

 

 

Tras cada castigo, siempre se hacia necesaria una larga sesión de cuidados a los castigados traseros, y sin ser excepción esa mañana, esta tuvo lugar entre el baño y las habitaciones de las chicas, que atendieron y mimaron las azotadas posaderas la una a la otra. El pompis de Sofía, si bien presentaba abundantes marcas que serían visibles varios días, ya mostraba un buen estado general, lo que hablaba muy bien de los productos regeneradores creados por las empresas farmacéuticas locales.

Tras una hora tumbadas en la cama, tonteando con el móvil y cotilleando, para dar tiempo a los culetes a absorber debidamente los ungüentos, las chicas comenzaron a arreglarse. El matrimonio había quedado con varias parejas de amigos a fin de pasar el día en el club de paddle, mientras Sofía, tenía una cita para ir a la playa con su particular Romeo.

Un wasap, anunció a Sofía que su cita pasaría a buscarla en cinco minutos, por lo que, acabó de meter las cosas de primera necesidad en la bolsa de playa, (y para una chica hay muchísimas primeras necesidades), y bajó rauda las escaleras, casi atropellando a Jimena.

-          Pero bueno, chica, ¡Que prisas! – Jimena contemplaba a Sofía que vestía un diminuto minishort color salmón y una camiseta azul pastel-.

La mayor de las chicas sonrió.

-          Pero… y vas a salir así. ¡Mírate, si pareces una cualquiera! La sonrisa juguetona de las dos chicas era digna de verse.

-          Venga…, que tengo prisa.

-          ¡Cariiiiiiiii! La mirada de brujita traviesa de Jimena era indisimulable

Rodrigo sacó la cabeza del baño, donde se estaba acabando de acicalar.

-          Dime, rula.

-          Ven, anda – en ese momento Sofía la miraba con cara de zorro tibetano-. ¿Vas a dejarle que salga con esos pantaloncitos? ¿No vas a hacer nada?

Una sonrisa traviesa iluminó la cara del hombre.

-          Tienes razón… habrá que hacer algo – dicho lo cual, volvió al baño regresando con el muy conocido por las chicas cepillo de madera.

-          Ay… Rodri, porfa…

Rodrigo dejó a la chica apoyada en ángulo contra la pared, con un ángulo que dejaba muy expuesto y prominente el terso trasero de la joven.

-          Lo siento, pero ella tiene razón, no podía dejar que salieses así, sin más.

El cepillo se alzó y cayó sobre las redondeces de Sofía, la cual si se hubiera podido girar habría percibido la sonrisa de oreja a oreja de sus anfitriones. Seis suaves azotes, que no arrancaron más que seis teatrales quejiditos aterrizaron sobre el centro del culete de la chica, que tras darse cuenta de la broma, había decidido unirse a la chanza.

-          Pues ea, ya estás avisada… pásalo bien, Sofi. Cuídate, pero pásalo muy bien. Y tú…¿No me merezco nada? ¿Por venenillo? – Sofía, viendo a su amiga, tan solo lamento que Jimena aun no hubiera publicado un manual de seducción-.

Un claxon sonó en la calle, y mientras se despedía mientras cerraba la puerta, Sofía vio como un sonoro cepillazo restalló sobre el trasero de su amiga y mentora, tras lo cual, el matrimonio, se fundió en un tórrido beso.

lunes, 22 de marzo de 2021

La gran final

 

Para entender el contenido de este relato, se recomienda leer el relato “Día de partido”, aunque puedes leer y entender este relato por separado, la comprensión de los diversos rituales y predicamentos que en él se narran, creo que te harán aumentar el disfrute de este relatito.

Como autora, agardezco de corazón las críticas que amablemente me dejeis, y, me comprometo a responder a todas.

 


 El teléfono de Fernando sonó en su bolsillo interrumpiendo el paseo por el, a esas horas, poco concurrido parque. 

Tras mirar el identificador de llamada descolgó, anticipando el contenido de la conversación.

 - ¿Qué pasa, amigo? Cómo andas, Angelito. 

Su mujer caminaba a su lado mientras su marido atendía la llamada. 

- No tío, muchas gracias, ya sé que es la final, pero con Sarita de seis meses ya nos toca retirarnos… 

Sara se acarició su incipiente tripota que embellecía aún más, si cabe, sus femeninas formas, mientras, nerviosa, se mordía el labio y esperaba que su hombre colgara el teléfono.

 - ¿Quién era? – se hizo la tonta-. 

- Ángel, quería, invitarnos a ver la final en su casa. Pero ya le dije, que nosotros ahora, ya hacemos vida monacal – se sonrió- mientras hablaba-. 

Su mujer le cogió la mano y se la puso su vientre, suave y calentito.

 - Cari… solo estoy embarazada. No he dejado de ser tu zorrita… 

Fernando se giró y miró atónito a su mujer.

 - ¿Qué quieres decir?

 - Pues que desde sabemos que estoy embarazada casi ni me miras. Todo son caricias y mimitos, pero de ahí no pasamos. Has dejado de ir a ver los partidos, y lo echo de menos, y cuando nazca la nena, sí que lo tendremos más complicado.

 - ¿Quieres que vayamos?, dijo Fernando enseñándole el móvil que aún no había guardado en el bolsillo. 

Sara se paró y se puso delante de su marido rodeándole el cuello con los brazos y mirándolo a los ojos.

 - Sí, joder. Claro que quiero. Quiero que petes la boca con la mordaza más grande y apretada que puedas. Quiero retorcerme de dolor arrodillada en mi poste y ver como te empalmas mientras me miras. Quiero oir los gemidos de de esas zorras sufriendo a mis lado, y quiero, cuando volvamos a casa, recibir tu leche en mi garganta antes de que te vayas a la cama orgulloso de tu zorra. 

Fernando apretó a su esposa y la beso, mientras Sara sentía como su boca era invadida por la caliente y ansiosa lengua de su hombre al tiempo que una turgencia se notaba, incipiente, en la entrepierna de su marido. Tras unos minutos de torridez, Sara se “zafó” del abrazo de su esposo.

 - Llama… 

- No me das órdenes, pitufilla – dijo mientras le daba al botón de devolver llamada de su teléfono-. 

Mientras el aparato establecía contacto, se acercó a su mujer que se había separado unos metros para que realizara la llamada y, deslizando la mano bajo su vestido, le pellizcó como a una quinceañera, justo en la sensible zona donde el muslo se junta con las nalgas. Una mueca de dolor adornaba la cara de Sara cuando, como impulsada por un resorte se giró hacia su marido. Cualquier ulterior réplica se vio truncada cuando, al descolgar su interlocutor, comenzó una breve conversación telefónica.

 - Perfecto, Angelito… nos vemos el sábado. A las siete. Abrazo, compa. 

 La mujer se aferró al brazo de su marido mientras, iniciaban el regreso a casa. 

- Tonto, me va a salir un moratón en el culo. 

- Dalo por seguro. ¿Y? 

- Pues que me gusta la simetría… y, siendo más pequeñita que tú, y en mi estado, no hay mucho que pudiera hacer si quisieras darme otro pellizco.. 

- Eres una provocadora…. Y me encanta… 

Cuando el sábado llegó, todo respondió a una liturgia conocida y hasta deseada. Sara se acabó de arreglar, eligiendo para la ocasión un ajustado vestido rosa que realzaba sin convertir en obscenas las curvas de su ya evidente embarazo. El maquillaje era discreto, con sombra en los ojos y  gloss protector en los labios, que siempre era necesaria ante la larga velada que iba a afrontar severamente amordazada. Apagó la luz del baño, y bajo las escaleras ante las cuales la esperaba Fernando con unas esposas en una mano y una enorme mordaza de bola rosa en la otra. La bola presentaba un plateado anillo de brillante cromado que, acertadamente, Sara dedujo que podía ser usado para fijar la mordaza a su poste. 

- ¡Guau, es gigante!

 - Sí, pero teniendo en cuenta que vamos a ir en coche, y lo que me dijiste el otro día, creo que es la más conveniente. Además, te hace juego con el vestido. 

Sara, zalamera se acercó a su marido y lo miró con esos ojitos de niña traviesa que sabía que volvían loco a su marido.

 - Pero no me la vas a apretar mucho… ¿Verdad? 

- Sigue hablando, piratilla,  y dormirás con ella… 

Sara sabía que la amenaza de su marido no era más que una baladronada, no obstante, obediente abrió su boca forzando al máximo los músculos de sus mandíbulas. El hombre tuvo que forcejear para que la gigante bola pasara entre los dientes de su mujer la cual, pese a distender al máximo sus músculos no era capaz de cobijar tan enorme intruso, lentamente, la esfera se fue abriendo camino separando aun más su boca y dando la sensación a la joven, de que, en cualquier momento, su mandíbula inferior se iba a desgajar del resto de su cabeza. Solo entonces, con la rosada esfera bien asentada tras sus dientes y aplastando su lengua hasta el límite de la nausea, su esposo se dio por satisfecho. En ese momento, y pese a que la presión que ejercía la mordaza sobre sus dientes y mandíbula haría imposible que Sara la expulsase sin ayuda de las manos, el hombre ciñó al máximo la correa del artilugio, llevando las comisuras de sus labios hacia atrás y haciendo sobresalir sus pómulos. Con la cara deliciosamente desfigurada por la mordaza, Sara, parecía una ardilla que llevara una avellana en cada carrillo, pues el esférico intruso rellenaba todo el interior de su boca. La cara de la mujer, así,  hacía juego con la redondeada forma de su vientre.

 - ¿Apretada? Un gemido lastimero casi inaudible fue la única respuesta de su esposa. 

- Nah… que va, solo ajustadita. 

Con un gesto indicó que se girara, y con facilidad, esposó ambas muñecas a su espalda. Un collar de cuero con su nombre inscrito que se ceñía en su garganta y evitaba que su mujer pudiera bajar la cabeza completaba el atuendo de los días de partido. Una correa de paseo, sujeta al collar, remataba la escena. 

Fernando cerró la puerta de casa y contempló a su mujer que lo esperaba junto al coche.

 - Estás preciosa. Le dio un beso en el labio superior y le abrochó el cinturón de seguridad mientras su esposa trataba de encontrar una postura no excesivamente dolorosa, sentada contra los inmovilizados brazos, que no hiciera que el acero de las esposas se le clavara demasiado en su tierna carne. 

Cuando llegaron a la casa de Ángel y Elena, todas las demás parejas ya habían llegado y, cuando los recién llegado entraron, se montó un revuelo de bienvenida, con todos los hombres saludando a su amigo y dedicando piropos y buenos deseos a la un tanto  azorada gestante. Las chicas, ya arrodilladas en sus postes, trataban en lo posible de girarse para contemplar a Sara, en la medida que sus mordazas fijadas a los postes y los pezones dolorosamente anclados a la madera por las consabidas pinzas se lo permitían.

 - No pongas muy cómoda a Sara, que, como ves le va a tocar cuidarnos en el primer cuarto – dijo Ángel- . 

Elena, ayúdala, que los chicos y yo vamos a querer pronto una cervecita. Las dos chicas se miraron silenciadas por las respectivas mordazas, y como  conocían sobradamente que hacer, subieron al dormitorio, donde Sara se desvistió, quedándose tan solo con las braguitas y unas delicadas sandalias de tacón. Desnuda, se paró ante el espejo, y notó que Elena también miraba desde atrás la imagen de su invitada. La anfitriona abrió las esposas que fueron sustituídas por un apretado monoguante que fijaba sus brazos pegados el uno al otro a su espalda. Esta restricción tenía la característica de forzar al máximo hacia atrás los hombros y omóplatos de su portadora, provocando, al poco tiempo, un agudo dolor en la zona. A cambio, hacía que la figura que devolvía el espejo ante ella se viera majestuosamente realzada. 

Elena cogió la conocida bandeja de servicio… 

Como recordará el lector, esta  estaba fijada a un cinturón que la sujetaba a la cintura de la camarera, y, por el otro lado, de cada una de las dos esquinas salía una cadena con una pinza en su extremo, destinada a mantener la horizontalidad de la bandeja pinzándola en los  pezones de su portadora. Primeramente ciñó el cinturón, para después de dirigir una mirada de compasión hacia su compañera, proceder a colocar las pinzas, que cruelmente mordieron la más sensible de las carnes. Un grito de angustia descarnada, surgió de lo más hondo de su garganta, tan solo para ser convertido en sordo lamento por la gigante mordaza, ya que el dolor provocada por la presión del metal era intensísimo. Sara, que siempre había tenido  pechos muy sensibles, los tenía, merced a los torrentes de hormonas que recorrían su cuerpo debido al embarazo, tan delicados que le parecía que las inclementes pinzas iban a sajar las tiernas cumbres de sus senos. 

Elena dio un respingo al ver el sufrimiento de su amiga, y, con ternura acarició su rostro, que era  todo lo que podía hacer, ya que, sus engrilletadas muñecas prevenían que pudiera abrazarla, y la mordaza de bocado que llevaba y que provocaba una abundante salivación sobre su barbilla y escote, evitaba toda palabra de aliento y, siquiera, un beso de calidez humana que pudiera reconfortar  a su torturada amiga. 

Cuando Sara pudo abrir finalmente los ojos, el rostro de Elena se apretaba contra el suyo, y, bajando la mirada para tratar de alcanzar el mínimo consuelo del sufrimiento compartido, reparó en los pezones de su involuntaria castigadora. 

Presionados por pinzas en V, como era mandatorio para las anfitrionas de los partidos, Sara vio que el arito que regulaba la presión que las V ejercían sobre sus pezones estaban situadas arriba de todo, provocando que las pinzas aplastaran de forma brutal los pedúnculos de sus pezones y haciendo que estos aparecieran más duros, grandes y hermosos. Al final, Sara, aun agitada por el tormento de sus pechos, tuvo que conceder que, como decían los chicos, los pezones nunca lucen más realzados que cuando recibenr el beso de unas pinzas y si, apretando un poquito más, aparte de realzarlos se consigue martirizar a una indefensa mujer , verdaderamente, no había ninguna razón para no hacerlo.  "Nunca somos más lindas que cuando sufrimos", pensó para si.

Cuando Elena enganchó el collar de cuero de Sara al suyo la preparación llegó a su término. Lentamente bajaron las escaleras hacia el salón donde los hombres ya se encontraban sentados.

 - ¿Estáis ya, chicas? Menos mal, nos teníais aquí agonizando de sed. Los chicos sonrieron ante la expresividad de José Luis. 

Ángel, el anfitrión, fue el primero en abrir la ronda.

 - Chicas, traedme una “sin” por aquí. 

Otras dos consumiciones se añadieron antes de que las dos mujeres se encaminaran hacia la cocina. De la nevera Elena tomó las tres cervezas que abrió antes de depositarlas con todo cuidado en la bandeja  sujeta a los pezones de su amiga, la cual, cuando sintió el doloroso mordisco en su sensible carne emitió un  respingo de dolor. Con el inestable cargamento en equilibrio sobre la bandeja, el dúo se encaminó hacia el salón donde sus hombres ya estaban sentados preparados para el inicio del choque. Fueron necesarios dos viajes más para cubrir las necesidades de aperitivos y bebidas ya que, en atención a su estado, los maridos fueron condescendientes con la carga que debían soportar los sensibilizados pechos de Sara. Durante todo el cuarto, las dos chicas se mantuvieron activas, reponiendo las bebidas y aperitivos, y cuando tras los constantes paseos sobre sus altos tacones, el cuarto tocó a su fin, casi se podría decir que Sara miró con cierta amabilidad al poste al cual permanecería anclada por el resto de la velada. 

La anfitriona comenzó a preparar a Sara para sufrir el castigo del poste por el resto de la noche. Elena comenzó liberando de las pinzas los pezones de la camarera que, de no ser por la gigante mordaza que martirizaba sus mandíbulas y henchía su boca, habría emitido un aullido de dolor cuando los nervios, entumecidos por la presión, devolvieron a la vida tan sensible zona. Posteriormente liberó los tobillos de Sara de los grilletes, y la ayudó a arrodillarse frente a su puesto. Ser despojada  del monoguante permitió a la cautiva el separar unos centímetros sus brazos, lo que, nuevamente, provocó un estallido de dolor cuando la sensibilidad regresó a sus dormidos miembros.

 Sin darle tiempo a disfrutar de su breve libertad, Elena sustituyo el estricto abrazo del cuero por dos pares de esposas que atenazaron sus brazos en las muñecas y justo sobre los codos. Concediéndose cierto pequeño placer sádico, Elena, apretó los grilletes hasta asegurarse que el acero se clavaba profundamente en la carne de la joven cautiva, como a los chicos les gustaba. Un gruñido de dolor acompañaba cada clic de las esposas que se apretaban. Fijar la mordaza de Sara al poste fue la siguiente etapa. Dada su más que incipiente tripita, tuvo que ser situada a cierta distancia de la argolla a la que debía engancharse la esfera de su boca. Elena tiró de su mordaza hasta que logró realizar esta tarea.

 La posición en la que debía permanecer Sara con la espalda arqueada, era una mala noticia, pero otra peor estaba por llegar. Al estar inclinada, sus pechos quedaban separados del poste, y, por tanto, las pinzas que colgaban del mismo iban a unir a su doloroso pellizco la tortura de mantener estirados los tiernos e hipersensibles pezones. 

Sus omóplatos pegados el uno al otro y sobresaliendo, casi amenazando con sajar los músculos y la piel, como consecuencia de la presión generada en sus codos por las apretadas esposas, provocaban palpitaciones de dolor en su espalda, lo que, unido a lo arqueado de su espalda y a la ordalía de tormento de sus pechos, sumieron en una inclemente tortura a la joven, que, no pudo evitar romperse en un llanto enmudecido por la gigante mordaza que martirizaba su cráneo. Ni siquiera el ronroneo del vibrador con el que contaba cada poste, y destinado a mantener estimuladas a las chicas sin permitirles llegar al orgasmo, pudo apagar los sollozos de la cautiva.

 Para el servicio en el segundo cuarto, Ana, fue liberada del poste una vez las esposas que ceñían de manera similar a sus hermanas de castigo sus muñecas y codos fueron sustituidas por el más suave pero igualmente restrictivo monoguante. Cuando Elena hubo ceñido los cordones que ceñían el cuero que aprisionaba los brazos de su nueva compañera, fue el turno de liberar los pezones de las pinzas que los fijaban al poste. Las pinzas que había seleccionado Adolfo para su mujer eran del tipo en G, que con un tornillo  aprieta la prensa que aplasta el pezón. Cómo las pinzas era de libre elección del marido, las chicas habían protestado sobre que algunos tipos de pinzas apretaban más que otros, y que no era justo. Ante la queja, los hombres concedieron que las chicas tenían razón, y como no querían perder el privilegio de poder elegir que tipo de pinza emplear sobre sus esposas, y es de caballeros atender a las damas, decidieron hacerlo, al tiempo que les daban una lección: las pinzas ajustables serían siempre  apretadas al máximo,  de forma que esa cautiva quedaba tan, sino más, sometida a la misma ordalía que sus compañeras enjaezadas con poderosas pinzas de estilo japonés, de trébol, o similar. Para deleite de los chicos que asistían sonrientes al espectáculo, Elena no era capaz de aflojar los apretadísimos tornillos que oprimían los pezones de su doliente amiga. La anfitriona se afanaba en hacer girar el metal, y haciéndolo provocaba tirones que hacían retorcerse de dolor a la desdichada. Sus gritos de dolor transformados en sordos sonidos guturales por la mordaza llenaban la estancia para deleite de los varones y silenciosa compasión por parte de las arrodilladas esclavas. 

- Elena, no te pongas a ordeñarla ahora, que va a empezar el cuarto –dijo Enrique para hilaridad de los chicos. 

Ana, miraba con ojos de súplica a su marido tratando de que sus fuertes manos ayudaran a Elena a liberarla del tormento que se estaba alargando. 

- Lo siento, cariño, no vamos a hacer todo el trabajo… Nosotros ya os acomodamos, ahora tendrá que hacer ella algo también. Todos los maridos rieron la ocurrencia de Adolfo. 

Finalmente, y con mucho esfuerzo, los tornillos empezaron a girar, descomprimiendo los tiernos pezones y haciendo que una oleada de dolor golpeara a la indefensa esclava. La asistente, la ayudó a ponerse en pie y engrilletó sus tobillos. Para desmayo de Ana, y sin darle oportunidad de recuperarse del reciente tormento, la bandeja fue fijada inmediatamente a sus doloridas tetas.

 El cuarto comenzó, y las chicas, unidas por sus collares se afanaron por satisfacer a sus hombres, tras uno de los viajes a la cocina, Fernando reparó que su esposa continuaba llorando como consecuencia del tormento de su inconfortable postura. Como consecuencia, una mezcla de saliva, lágrimas y mocos se descolgaban desde la cara por su cuello, escote, pechos y abultada tripa. 

- Elena, por favor, coge algo y ayuda a limpiarse a Sarita. Ya la castigaré en casa por ser tan marrana. 

Una desesperanzada mirada de soslayo fue la única respuesta de la mujer a la amenaza de su marido. 

Con varios pañuelos y toallas empapados de agua templada, Elena limpió lo mejor que pudo el desaguisado, al tiempo que sonaba la nariz de la atormentada joven.

 - Sara, toma nota, que en unos meses lo vas a tener que hacer tú con tu nena. 

Los chicos brindaron por la gestante, mientras el improvisado equipo de limpieza terminaba su labor. 

Cuando el árbitro señaló el medio tiempo, llegó el momento de la competición entre las chicas, donde se dilucidaba que pareja haría de anfitriona la próxima jornada y, por ende, cuál de las chicas gozaría de la relativa libertad de ser la próxima asistente y librarse del poste. 

- Amigos, para nuestra competencia, tendremos que dirigirnos a la bodega, ya que necesitaremos un poco de espacio – habló el anfitrión a sus invitados-. 

Los hombres liberaron a las chicas y, guiándolas con la correa que engancharon a sus collares se encaminaron a la bodega. 

Ángel y Elena se situaron en el centro, y el hombre explicó el juego a sus invitados. Era una versión del clásico tirasoga, pero, con sus manos y codos esposados a la espalda, la parte con la que deberían tirar de su oponente las competidoras, serían sus ya muy martirizados pezones.

 - El emparejamiento será al azar, Elena sacará los papeles con los nombres de las dos parejas competidoras, y las dos ganadoras de la primera ronda, lucharán en la final. Si, a una de las “gladiadoras” se le cae una pinza, esa chica quedará eliminada, así que caballeros, mostrad maestría pinzando a vuestras campeonas, y vosotras, damas, mantened esos botones duros y gordos para vuestros hombres. 

 Los hombres colocaron las pinzas de trébol en los pechos de sus chicas que ardían en deseos de competir. 

Tras el sorteo las parejas quedaron compuestas por Sara contra Ana y Eva contra Laura. Un cordel fue atado a la cadena de las pinzas de las competidoras que se situaron, con las pinzas bien tirantes, a dos metros de unas marcas rojas que marcaba el punto medio entre las dos participantes. Para ganar, una chica debía arrastrar a la otra más allá de esa marca. Si en cinco minutos, no se había logrado, ganaría la chica que, al consumirse el tiempo, estuviera a más distancia de la marca. Ángel como anfitrión y árbitro del evento dio la señal de comienzo, y las chicas, animadas por sus maridos se afanaron en la competición. La pobre Sara, con los pezones ultra sensibilizados y apenas recuperada de la tortura del poste, no fue rival para Ana, que pese a los intentos de resistir por parte de la única gestante del grupo obtuvo una rápida victoria. 

La otra semifinal fue más entretenida, ya que ninguna de las dos esclavas, cubiertas en sudor por el dolor y el esfuerzo, quería darse por derrotada. La pugna titánica se veía claramente en las muecas de dolor de las dos mujeres que, como caballos, despedían espumarajos de saliva por sus bocas adornadas con apretadísimas mordazas que cortaban las comisuras de sus labios. Finalmente, centímetro a centímetro, Eva fue ganando terreno, y al cabo de cuatro minutos arrastró a Laura sobre la marca. Todos los hombres aplaudieron el esfuerzo de sus mujeres, y Ángel, erigido en árbitro, proclamo el nombre de las finalistas.

 - Bueno, y ya sabéis que, las perdedoras, también tenéis premio, dijo Ángel con una sonrisa que helaba la sangre. Tomad nuestro presente… 

Elena entrego unos paquetitos envueltos en papel de regalo de vistosos colores que contenía un pequeño pero maquiavélico artilugio: una pequeña pinza japonesa para la nariz. Esta pinza estaba diseñada para, una vez atada a la parte trasera del collar de las chicas, tirar de la nariz de la usuaria hacia arriba, provocando un disconfort que podía oscilar de una incomodidad severa a un dolor intenso, al tiempo que distorsionaba cómicamente la cara de la dama. Felices con la nueva adquisición los maridos de las dos chicas derrotadas adornaron a estas con el nuevo elemento el cual, lo que no sorprendió a ninguna de ellas, fue ajustado de manera que provocaba bastante más que una mera incomodidad.


 

 Enrique hizo arrodillarse a su lado a su mujer, que con la cara desfigurada lo miraba con el aspecto de algún cómico animalillo, mientras hablaba con José Luis que contemplaba como su guerrera era atada a Ana para la competición.

 - A ver si tienes suerte, con las coñas, lleváis seis jornadas sin ganar, a ver si hoy ganáis, que aún no te conozco el nuevo garaje.

 - Pues sí, esta semana le he estado dando una zurra de recordatorio cada noche, para mantenerla motivada, si hoy no gana, tendré que empezar a castigarla. 

Su interlocutor acarició la cabeza de su mujer, mientras asentía a las palabras de su amigo. 

- Pues sí. Pobrecilla, pero, a veces, no queda otra.

 Ángel con teatrales maneras dio comienzo a la pugna de la última ronda. Las dos chicas arqueaban la espalda a fin de tirar de su oponente no solo con su movimiento, si no con todo el cuerpo, y emitían gemidos de esfuerzo y dolor. Para deleite de sus maridos las dos mujeres se negaban a dejarse arrastrar y los pezones torturados por las pinzas japonesas, que ejercen más presión cuanto más se tire de la cadena, se encontraban estirados al máximo, pero ninguna de ellas se daba por derrotada. Los minutos pasaban, y finalmente, Ana, con los pezones magullados por el episodio de su liberación del poste, dio señales de quebrar su resistencia. Poco a poco, Eva retrocedía alejándose de la marca mientras su adversaria era arrastrada lenta, pero inexorablemente sobre ella. Habían pasado cuatro minutos y medio y el pie de Eva se encontraba tocando la marca. Súbitamente un latigazo de tensión liberada sacudió los pezones de las dos luchadoras. Una de las pinzas de Eva se había ido deslizando dolorosamente hasta que, con el último esfuerzo, salió despedida de su agarre. Las normas eran las normas, y pese a ser por un golpe de fortuna, Ana había obtenido la victoria.

 - ¡Tenemos nuestros ganadores! Parece que Adolfo y Ana nos recibirán la próxima semana. Los chicos felicitaron a Adolfo por su victoria, aunque él mismo reconocía que habían tenido un golpe de suerte.

 Tras el evento, era hora de retomar la retransmisión de la final, cuyo espectáculo del intermedio quedaba muy por debajo del entretenimiento que habían proporcionado las chicas en la bodega. Los chicos colocaron a sus mujeres en los postes, decidiendo José Luis que su mujer debía de disfrutar de un refinamiento como castigo por sumar una jornada más sin obtener la victoria. Al subir las escaleras, el contrariado marido , que deseaba aplicar un correctivo a su derrotada paladina, solicitó a Elena que trajera de la cocina un tarro de guisantes secos. Una vez la anfitriona se lo trajo, esparció las duras legumbres sobre suelo en la parte que iban a ocupar las rodillas de su mujer que lo observaba con ojos de angustia anticipando el tormento que le esperaba. 

- Me parece que últimamente estás muy cómoda castigada en el poste, creo que te hará bien sacarte de tu zona de confort – explicaba a su mujer mientras sujetaba los pezones de su mujer a las pinzas ancladas al poste-. 




 

En el fondo sabía que su mujer había dado lo mejor de si misma, pero si no le imponía un castigo quebraría su palabra, y al fin y al cabo la pequeña penitencia de hacer un poco más incómoda la estancia de su mujer en su poste iba a resultar beneficiosa para ella, al motivarla a seguir compitiendo contra las otras mujeres con redoblado afán de victoria. Eva sollozaba mientras que, con un frenético baile de San Vito, trataba en vano de sustraer sus rodillas de la dolorosa ordalía.

 Los hombres, sentados confortablemente, disfrutaban del espectáculo de la mujer que se retorcía, como una bruja que fuera quemada en la plaza pública, tratando, inutilmente, de evitar la agonía. El llanto de Eva se unía al de Sara que , de vuelta al poste, se veía de nuevo encadenada y pinzada de tal guisa que toda su espalda se quebraba de dolor. 

A Elena, la única mujer que podía disponer, aunque limitadamente de sus manos, se le amontonaba el trabajo, ya fuera en la cocina preparando las bebidas y snacks que luego, para desdicha de su compañera de turno, depositaba en la bandeja , ya fuera en el baño, humendeciendo toallas para asear a las sollozantes cautivas que practicamente, y debido a las grandes y apretadas mordazas, se ahogaban en una mezcla de lágrimas y moco. 

- Chicos, creo que esto se está poniendo un poquito serio, vamos a ser un poco caballeros – dijo Fernando mostrando el mando a distancia del vibrador Hitachi sobre el que su mujer se encontraba a horcajadas-. 

Los chicos sonrieron, y asintieron. Al unísono, el zumbido de los aparatos se redobló y el efecto en nuestras protagonistas no hubiera sido muy distinto si se les hubiera introducido un cable eléctrico en el apretado anillo de su ano. Las chicas se crisparon y se alzaron todo lo que sus sujeciones les permitían, aumentando el dolor de sus ya muy castigadas rodillas, por supuesto el castigo, en el caso de Eva, fue multiplicado por los duros guisantes que se clavaban en la escasa carne, provocando un dolor que le llegaba hasta el hueso.

 - Chicas, por favor, como la familia ha crecido y ahora tenéis que ocuparos de las dos mocositas, traednos las bebidas de un viaje, que si no, tardáis mucho.

 La recién liberada cautiva, volvió los ojos, previendo que esas urgencias no auguraba nada bueno ni para ella ni para las delicadas cumbres rosas de sus pechos.

 El tercer cuarto terminó, y Elena ofició el conocido ritual de devolver a su compañera a la tortura del poste, y, otorgar una pequeña libertad a Eva que sería la camarera del último cuarto. 

En la cocina, Elena colocó las cervezas sobre la bandeja, provocando que, junto al dolor de la pesada carga tirando de sus pezones, la tensión en la cadena provocara que la presión las pinzas aumentara exponencialmente, mortificando a su hermana de cautiverio con un nivel de dolor, que nunca antes había experimentado. Caminando lentamente, para no añadir vibraciones de indeseables consecuencias a las torturadas tetas de Eva, el extraño dúo, comenzó a caminar hacia el sofá donde los chicos las esperaban con expresión divertida. Enrique fue el primero en coger la cerveza de la bandeja tan sugerentemente portada por la chica que flexionaba gracilmente sus doloridísimas rodillas a fin de hacer esta más accesible para sus hombres. Los hoquedades en su carne en los lugares en los que los guisantes se habían estado clavando eran claramente visibles. 

Enrique se deleito con la expresión de alivio que percibió en la mirada de la mujer cuando la presión en sus carnes se vio disminuida al retirar el peso de la cerveza de la bandeja. Marido tras marido, fueron retirando las bebidas hasta que la joven se vio liberada del peso que torturaba sus pechos. Una vez satisfechas las necesidades de los chicos, era el turno de atender a sus compañeras. Los sonidos, provenientes de las estropajosas bocas de las damas, secas ya tras varias horas de estricto amordazamiento, eran variopintos:  los gemidos de placer que emitían desde la frustración que les embargaba al ser mantenidas al filo del orgasmo sin permiterles caer en él, se mezclaban por los sollozos de Sara que no habían cesado. Hacía un rato que la esposa de Fernando se retorcía victima de los calambres que sufría en su antinaturalmente arqueada espalda. El peso de su vientre, preñado de vida, hacía un rato que había quebrado la resistencia de sus músculos que se desgarraban en alaridos de dolor. Su maquillaje se había corrido merced al llanto, y su cara, distorsionada por la inmensa mordaza y el gancho nasal, era un lienzo deliciosamente patético para tan surrealista pintura. Su rostro, inclinado hacia delante y velado por su cabello,  le daba el aspecto de una extraña religiosa que estuviera orando.

 La torturada esclava fue confortada lo mejor posible, y para asombro de Elena ,cuando se agachó a limpiarla , se percibía desde la entrepierna , el inconfundible olor de la feminidad desatada. 

El partido, se acercaba a su fin, y como muchos otros días los chicos volvieron a elevar el ritmo de los zumbantes vibradores. Las chicas sabían que esto se mantendría hasta el final del partido, y que, de no ser capaces de orgasmar en los escasos minutos que quedaban, se verían frustradas en su indefensión, ya que, invariablemente, al pitar el árbitro, los vibradores, volverían a su insulsa velocidad de crucero.

 Afortunadamente, no fue este el caso. Las chicas, estimuladas desde hace horas por sus vibradores sin posibilidad de alcanzar la ansiada meta, y sabiéndose irresistiblemente atractivas para sus hombres que disfrutaban del placer de contemplarlas torturadas en su indefensión y sufrimiento, fueron llegando una tras otra a la ansiada cumbre de placer. Unas fantasearon adelantando el sexo salvaje que a buen seguro les esperaba en casa. Eva, perdida en la soledad de su predicamento,  y que siempre se había maravillado de la sensación de aislamiento que le provocaba estar amordazada, notaba como las ondas de placer martilleaban los mismos nervios que hacía tan solo un momento únicamente percibían terrible dolor. A fin de apretar el vibrador contra los henchidos labios de su hambrienta vagina, trató de ceñirse todo lo posible al poste, lo que, si bien aliviaba la tortura en sus pinzadas tetas, aumentaba la tensión en su ya torturada espalda. Sara jadeaba, aunque de su boca tan solo escapaban agónicos bufidos, y, en cada resoplido, escapaban hilos de saliva que aterrizaban sobre su escote, sobre el poste, el suelo… El espectáculo era memorable, viéndola arquear su espalda como una ballena moribunda, los hombres, apenas contemplaban el televisor, ya que Sara acaparaba toda la atención. 

- Antes de marchar, va a tener que ayudar a Elena a fregar, mira como está poniéndolo todo- comentó Ángel para carcajada general-. 

- Sí, no te preocupes, que como te dije, se ha ganado un castigo. Por puerca. 

Sentirse humillada, indefensa y completamente carente de capacidad ejecutiva, unido al martilleo del vibrador contra su inflado sexo, fue demasiado para la pobre Sara, que se vio arrastrada al orgasmo por el cosquilleo in crescendo que sentía en su vientre extendiéndose desde su clítoris y que acabó explotando en una bomba de insensata locura. Sara se irguió cuanto sus crueles restricciones le permitieron, como si con ese embate, cegada por el placer, buscara zafarse del retorcido beso de las pinzas. Aun sollozando, los hombres vieron como la mujer se agitaba y convulsionaba hasta acabar quedando atónica, pasiva, sollozando entrecortada apretando su barbilla contra el poste. José Luis palmeó la espalda de Fernando. 

- Parecía que la muy viciosa iba a explosionar, amigo. 

Los resoplidos de las chicas, tratando de calmarse mientras los vibradores continuaban machacando sus clítoris inflados de sangre con un muy molesto martilleo, eran la música de fondo, mientras sus maridos contemplaban el emocionante final del partido. Para desgracia de las chicas, sus maridos, que hacía tiempo que no veían a su amigo Fernando, decidieron alargar la velada, tomando unas copas y charlando animadamente, mientras las mujeres permanecían inmovilizadas en sus forzadas posicione. Ni que decir tiene, que, tras sacar las botellas y copas, Eva fue devuelta su particular purgatorio, donde permanecería las dos horas de animada conversación que los chicos mantuvieron, en parte para ponerse al día y, en parte para dejar un tiempo prudencial antes de coger el coche.

 Sus esposas gemían de desesperación cuando un nuevo tormento se sumó a los no pocos que ya sufrían. Sus vejigas, que no habían sido aliviadas en toda la tarde, empezaron a clamar por ser vaciadas. A horcajadas sobre sus vibradores, las chicas no podían hacer fuerza con las piernas, y tan solo sus esfínteres prevenían un accidente que, sin la menor duda les hubiese acarreado un severo y merecido castigo. Los quejidos acabaron alcanzando tal nivel de angustia que, los chicos se compadecieron de sus esposas que los miraban con ojos de cachorrillas.

 - Bueno, bueno, chicas, no seáis tan aguafiestas, que hace tiempo que no veíamos a Fer… 

- En fin, al final nos tendremos que ir…. Ya sabes, siempre hay que darles la razón, - añadió Fernando-. 

 Las chicas fueron liberadas del poste, teniendo sus hombres que ayudarlas a levantarlas, ya que sus entumecidas piernas se negaban a obedecer las órdenes de su cerebro. Tambaleantes y en precario equilibrio de sus tacones, las recién liberadas esclavas tuvieron que sufrir los calambres que recorrieron sus brazos y piernas cuando, tras horas de entumecimiento, los nervios recobraban la vida. Rogando con la expresión de los ojos, la única forma de expresarse que esposadas y amordazadas  les era permitida, solicitaron el privilegio de utilizar el cuarto de baño. 

 - Sois peores que niñas, - dijo Enrique-, anda, ve, no tardes. 

José Luis miró a su esposa que temblaba en desesperación juntando las rodillas tratando de evitar un inminente colapso de la resistencia de su vejiga. 

 - Tú no. Estás castigada, y más te vale ser buena y llegar a casa sin “accidentes”, si sabes lo que te conviene. 

Eva sollozó, y su respiración se volvió espasmódicamente rápida mientras, trataba de cruzar las piernas con todas las fuerzas de las que era capaz de hacer acopio.

Tras aliviar las vejigas, las chicas se vistieron y sus maridos les engancharon las respectivas correas en el collar. Eva, a mayores, debajo del sujetador portaba una par de pinzas abrazando cruelmente la base de sus pezones, tan apretadas que sus pezones eran bajo el sostén  una palpitante masa de carne endurecida.

 La despedida, en la puerta del chalet fue acompañada de un rato de charla, para particular desesperación de la esclava puesta en penitencia. 

Finalmente, la reunión se disolvió y cada pareja tomo el camino a su respectiva casa. Fernando ayudo a su joven esposa a acomodarse en el asiento del acompañante, y, al hacerlo, su nariz percibió el sutil olor del almizcle de su enamorada. 

 - Pequeña, te has portado bien. ¿Te he castigado mucho? La mujer, aun con los ojos rojos tras un llanto tan prolongado, asintió con la cabeza. El hombre, cerró la puerta y se sentó en el asiento del conductor. 

- Te pondré un poquito más cómoda- dijo el hombre haciendo ademán de desabrochar la correa que mantenía apretada de forma tan cruel como exagerada la gigante mordaza. 

La chica negó con la cabeza. El hombre se rió. 

- Es decir, zorrita… te he castigado mucho… ¿Pero quieres más? La mujer asintió con la cabeza. El marido, sacó algo de su bolsillo, y,con un habil gesto, volvió a colocar el gancho en la nariz de su mujer, la cual aun tenía las marcas de haber sido salvajemente estirada durante varias horas. Un gemido de dolor fue emitido con Sara cuando su marido ató el cordón en la parte trasera de su collar, y dado que el trayecto a casa iba a ser corto, estiró este hasta que su mujer quedaba con la nariz practicamente aplastada contra su rostro. Sonriendo, pensando planes para cuando llegaran a casa, el hombre arrancó, orgulloso, como siempre, de la mujer que sufría a su lado.