El joven y la profesora desobediente

  Con 31 años, pese a que las pecas de su cara le confirieran un aspecto más aniñado, haber ganado una plaza como catedrática de instituto e...

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miércoles, 20 de enero de 2021

Pelea de gatas

 

 


La iluminación era tenue en el salón. Un atractivo hombre moreno sentado con las piernas cruzadas en un blanco sillón de orejas asistía con deleite al pequeño duelo de sus dos compañeras.

Las dos esclavas respiraban agitadamente, arqueándose como víboras en las restricciones que las atenazaban.

Sumidas en las tinieblas por el satén que acariciaba sus párpados, su percepción del mundo se limitaba a su esfera más reducida, y,  en ese momento, su universo tan solo era la presión de  las esposas que mordían sus codos y pulsos, la calidez húmeda del aliento de su compañera, el dolor pulsante que sentían en las tiernas cumbres rosadas de sus senos, y, por supuesto, el zumbante tormento que cada una llevaba en su vientre.

Cada par de pinzas mordía un pezón en cada una de ellas, manteniéndolas unidas más allá del especial vínculo espiritual que se genera entre dos seres humanos sometidos a similares tormentos. Se encontraban arrodilladas, a medio metro, que era todo el espacio que los tensos eslabones permitían sin tirar de forma rabiosa de tan delicada carne.

Hilos de saliva se descolgaban de los carnosos labios que enmarcaban dos mordazas de anilla que, situadas bien por detrás de sus dientes, mantenían la boca de las cautivas distendida al extremo. Lara notaba como el templado fluido humedecía  el nylon de sus medias a la altura del muslo. Siempre se notaba ridícula cuando no podía mantener la saliva en su boca. “Es parte de ser suya”, pensó.

Él las estaba castigando, y ambas sabían que lo merecían.

Se había esforzado por lograr una velada agradable, un buen restaurante, una cafetería de ambiente chic y una buena película en la sesión golfa, y ellas, no habían sabido  estar a la altura. Cada conversación, cada gesto se convirtió en una creciente pugna entre las dos, luchando por hacerse acreedora del título de mejor sumisa y peor compañera. No había un tema que se pudiera sacar sin que algunas de las dos mujeres no encontrara elemento que sirviera para medirse y compararse entre ellas.

De camino a casa el ambiente se enrarecía cada vez más, con la paciencia de Él agotándose conforme ellas se afanaban en dinamitar todos los intentos de que la normalidad se instaurara. Él, se dio cuenta de que las espadas estaban en alto, sus compañeras crispadas y furiosas, entre ellas y con la situación.

-          ¡Hasta aquí, niñas! ¡Basta!

Él sólo las llamaba niñas cuando se comportaban como tal, no como los dos magníficos seres humanos, educados, sensibles e inteligentes que ambas eran. Las dos mujeres cesaron los sarcasmos.

-          Se me ha ocurrido una idea al llegar a casa, y, ya que os gusta tanto estar compitiendo todo el rato, que  lo vais a pasar bien. Me tenéis ya hasta las cejas.

 


 

 

En el camino hasta casa reinó el silencio. El “lo vais a pasar bien” sonaba amenazante, y las dos, repasaban mentalmente la lista de incidentes que, a lo largo de la noche las había conducido hasta allí.

Al llegar las dos damas se estremecían  con la incertidumbre de lo que Él les tenía preparado.

- Voy  a servirme una copa de vino, y a pensar que es lo que tengo que hacer con vosotras. Esperadme calladitas en el salón. Ya sabéis como.

Las dos chicas se retiraron la habitación del matrimonio y se desnudaron. Lara, colgó su vestido con meticulosidad, asegurándose que ningún pliegue o plisado quedara descolocado. Marta, la azorada intrusa, permanecía en pie sosteniendo el suyo y con mirada de perdida.

Lara, se giró, apiadándose un poco de su compañera.

- Puedes dejarlo en esa silla. Seguramente lo iban a pasar mal, y no tenía sentido, ni era ético, añadir sufrimiento a un castigo que, al fin y  a la postre, ambas se habían merecido.

Las dos mujeres, cubiertas únicamente con sus medias caminaron hasta el salón sobre sus altos tacones que, resonando sobre el parqué, el redoble que acompañaba a las dos reas en su paseo al cadalso.

Ellas se arrodillaron. Y esperaron. Él se hizo de rogar.

 

El dolor ya había hecho su presencia torturando las rodillas de las dos silentes mujeres, un tormento que ninguna de ellas se atrevía  a tratar de aliviar tratando de moverse y recolocar su peso corporal. Finalmente, Él, apareció.

 

Los tres botones desabrochados de su camisa dejaban  a la vista la parte superior de su tonificado pecho, y, portaba una copa de vino blanco en su mano derecha.

 

- Niñas. Estoy enfadado. Os habéis portado como malcriadas, y no conmigo, sino entre vosotras. Y vosotras, sois mías. Pero bueno… os voy a dar el gusto. Si os queréis pelear como gatas, que así sea. Aunque, a mí me gustan las mujeres, no las gatas….Os voy dejar competir entre vosotras. ¿Está claro?

- Sí, señor. Él huía de los formalismos, pero, las iba a castigar, y, las chicas conocían la liturgia.

- Arrodillaos la una frente a la otra, rodillas separadas.

Una suave ceguera de tacto celestial sumió en negra indefensión a las dos mujeres. Ambas sumisas notaron como las esposas se clavaban en sus muñecas. Luego en su codos. Sus brazos quedaron pinzados en la espalda, juntos, soldados entre ellos convirtiendo a las dos esclavas en hermosos seres inermes. Las apretó, un punto más de lo necesario, no las estaba poseyendo, no quería reafirmar a sus compañeras en su sumisión, debía de ser un castigo.

El reconocible tintineo de la cadena de unas pinzas hizo estremecer a las dos mujeres sobre sus rodillas.

- No quiero amordazaros…. Aun. Os dolerá, lo sé, y por eso lo hago. No quiero quejas.

 

Un tierno masaje y unos gentiles pellizquitos por parte de esos adorados dedos endurecieron rápidamente la tersa carne de Lara. Una vez conforme con el  resultado obtenido, Marta experimentó el mismo agradable tratamiento en sus senos.

El pezón derecho de Lara se retorció en agonía cuando una poderosa pinza de trébol mordió con fuerza la delicada carne, torturando el sensible manojo de terminaciones nerviosas con el que la naturaleza la había dotado. El pecho izquierdo de Marta sufrió la misma suerte, y luego, los otros dos senos revivieron el mismo severo tratamiento. Las niñas aguantaron el dolor, mordiendo sus labios y sin emitir más sonido que el provocado por su respiración al agitarse.

Las inclementes mordazas fueron el siguiente aditamento. Las apretó; mucho, hasta que se asentaron bien por detrás de los dientes, como debía de ser.

El sonidito de una botella de plástico que se abría fue el pistoletazo que marcó el inicio de la última etapa de la preparación de su predicamento. Él, vertió algo de lubricante sobre sus dedos, y, delicadamente, lo extendió sobre la rosada abertura que provocativamente abría para Él el interior de sus sumisas. Rítmicos y roncos gemidos emergieron de las gargantas de las dos mujeres, entrecortándose cuando un objeto rosado, de buen tamaño quedó alojado en lo más hondo de los vientres femeninos.


 

Él se alejó para aposentarse en el sofá que servía de privilegiada atalaya sobre el hermoso espectáculo de sumisión que se desarrollaba en aquel salón. Las mujeres esperaron, arrodilladas, mientras la apretada piel de tambor de sus vaginas trataba de adaptarse al poderoso intruso que había sido introducido de manera tierna pero implacable en lo más hondo de sus sagrados templos.

 

- Dadme un orgasmo. La primera que me lo ofrezca, será recompensada.

 

El sutil clic de un botón en un mando a distancia y el zumbido de unos motores eléctricos amortiguado por las paredes de carne, fueron el prolegómeno de lo que estaba por venir.

Sin poder juntar las piernas, toda la estimulación provenía de la fuerza que sus músculos internos podían ejercer sobre las vibrantes ovoides de su interior. Las vibraciones eran tan intensas que las dos mujeres, pronto notaron como su sexo engordaba, henchido de sangre y como, las inflamada carne trataba de devolver parte del fuego a sus vibradores apretándolos con una palpitante presión. El olor de los perfumes, mezclados con el aroma al sensual almizcle de sus humedades golpeaba el cerebro de las dos bellas.

Lara notaba como los tirones en sus pezones por culpa de la mujer que tenía enfrente se hacían cada vez más continuos y dolorosos. Por el patrón de dolor, pensó, Marta debía de estar agonizando camino del éxtasis. Lara, se concentró en los gemidos que, tamizados por la mordaza que mantenía abiertas su boca le llegaban desde su compañera. Los oía, los sentía y, el cálido aliento de Marta, acariciaba su propia cara con una fuerza creciente

Las mareas de placer  que  azotaban sus entrañas con su oleaje,  arrastraban más a las dos cautivas. Lara notó, como si de una experta pescadora se tratara, por los tirones de las pinzas de sus pezones, que Lara se estremecía como antesala la catarsis de ese orgasmo que Él les había pedido. Cuando los espasmos de su compañera se abrían paso como las burbujas que rompen la humeante superficie del agua que va a romper a hervir, Lara arqueó su espalda hacia atrás.

Marta, sintió un dolor intenso, como si alguien tratara de arrancarle los pezones con una tenaza al rojo vivo, descabalgándola de la ola de placer que la arrastraba y haciéndola emitir un alarido roto, amortiguado hasta gutural gemido por la inclemente mordaza de su boca.

Lara notó el dolor en sus pechos. Su marrullera maniobra hizo que las pinzas apretaran sus propios pezones hasta que su delicada carne quedo reducida a una fina y palpitante barrera que separaba las dos partes de la pinza de cruel metal, trasmitiendo a las raíces de sus pezones las convulsiones que el dolor había provocado en su infeliz compañera. La mujer apretó su vientre contra el zumbante trasgo de su interior y las sensaciones martillearon su cuerpo. El alarido de su compañera, las sensaciones en su ardiente sexo y sentir la agonía de su rival en sus propios pezones fue demasiado para ella. Lara orgasmó con un grito apenas silenciado por su mordaza de aro.

Las dos mujeres se arquearon, crispándose cada vez que sus ondulantes cuerpos tensaban de más las cadenas que las unían castigándolas en sus más sensibles partes. Ambas damas yacieron extenuadas, derrotadas, apenas manteniendo el equilibrio sobre sus doloridas rodillas.

Él se levantó y el zumbido de los vibradores se extinguió dejando sin fondo los jadeos y gemidos de las dos mujeres, que, ciegas, quedaban prisioneras de su propia piel.

El hombre se aproximó y retiró el satén que mantenía en tinieblas a Lara acariciando con el dorso de su mano la piel sudorosa de sus mejillas. Con un tirón desabrochó la mordaza que distendía las mandíbulas de nuestra atribulada ganadora. Dos hermosas marcas de presión, piel levantada y carmín corrido lucían en el lugar en que la correa había mordido las comisuras de sus labios. Lara, con la visión aun  borrosa de sus pupilas adaptándose a su recién recuperada visión, percibió como Él se bajaba la cremallera haciendo visible un palpitante pene erecto.

 

- Parece que has ganado, tendré que darte la recompensa.

 

Lara hizo un esfuerzo para poder mover los atenazados y doloridos músculos de su mándibula y poder articular palabra.

 

- Señor, ¿Puedo hablarte?

- ¿Qué quieres, bruji?

 

- He sido mala, te he faltado al respeto, y os he arruinado la noche, a ti, y a ella…a nosotros. Señor, si lo consideras, destrózame la garganta hasta que no pueda hablar, pero tu leche… no la merezco.

 

Él la tomo del pelo haciendo que se irguiera un poco sobre sus rodillas y la abofeteó. Ella abrió la boca. Una ígnea lanza de carne empaló su garganta y aplastó su lengua. La mujer graznaba patéticamente en búsqueda de un resquicio para el aire. El hombre continuó, agarrándola del pelo forzándola a engullir cada milímetro de la gruesa estaca que descoyuntaba la articulación de su boca.

La gigante broca comenzó a coger velocidad percutiendo con furia el fondo de su garganta con cada vez mayor velocidad. Lara, así sometida trataba de aprovechar los momentos en que la ardiente espada se retiraba para recuperar algo de aire.

 

-Así, ahógate para mí. Sé mía.

 

Lara notó para su deleite que la endurecida lanza comenzaba a contraerse espasmódicamente dentro de su garganta.

Él retiro su enhiesto estandarte, creando una delicada vela de saliva, mucosidad y líquido preseminal con la viscosidad que goteaba de la cara de Lara. Se limpió el erecto glande con la suave melena de su esposa.

Lara, miró a su marido y, con voz ronca – que le duraría varios días- interpeló al hombre.

- Señor, ¿Me permites ser una buena zorrita? ¿Me dejas pedirte perdón siendo buena con Marta?

Él tomó a su esposa de la oreja, hasta situarla, arrodillada junto a  la otra cautiva que permanecía  aun ciega y silenciada. La cadena entre las pinzas de las mujeres, antes tensas, ahora colgaba formando un arco.

La tersa verga fue introducida en las salvajemente abiertas mandíbulas de Marta. Ella notó como la dura y viscosa lanza se deslizaba sobre su lengua, invadiéndola hasta su garganta. Él fue dulce, pero implacable. Sujetando con firmeza su cabez,a mantuvo empalado el cráneo de la joven, sin apenas moverlo. Así permaneció unos segundos, con la cabeza de Marta tratando en vano de librarse de las firmes manos que la sujetaban. Él estaba inmóvil dejando que los diminutos y espasmódicos movimientos de ella pugnando por aire,  fueran las caricias que habrían de llevarlo al éxtasis.

La lengua de Lara recorría la suave piel del cuello y las orejas de Marta, mordisqueando los lóbulos  de la oreja. Un mordisquito en el cuello o una traviesa lengua girando en su oído aumentaban las sensaciones de Marta que al tiempo parecía morir sin aire y de placer.

Finalmente una ígnea erupción precedida de unas veloces contracciones de la masculinidad de Él se produjo en la garganta de Marta. La máscara se había corrido por las lágrimas, dando a su cara un aire de patética belleza. Ella no podía más que, gustosamente, hacer nada salvo tragar. Una gran cantidad de viscosa virilidad se deslizaba por su garganta sin que nadie le hubiera consultado su parecer. Él había decidido honrarla fertilizando sus entrañas con su preciada esencia. Ella era suya. Se sintió tan zorra por ese placer que experimentaba, siendo usada sin que pudiera hacer nada por evitarlo, siendo tan brutalmente poseída que, poco a poco, se deslizó por el tobogán de un orgasmo empujada por las caricias de la lúbrica lengua de Lara.

Marta crispó su cuerpo y convulsiono, como si por un momento su cuerpo creyera que podría liberarse de las restricciones que tan férreamente limitaban sus anárquicas sacudidas. Sus pezones y sus brazos pugnaron duro contra el acero que los sometía, sin más resultado que el dolor de sentirse suya. La mujer notó que el inquilino de su boca decrecía poco a poca, sintiendo que aquella tórrida carne de hombre volvía a su ser más sereno y desocupaba sus colapsadas vía respiratoria. Una larga estalactita de saliva y virilidad se deslizó desde su boca cuando Él retiró el pene de aquella boca sumisa que continuaba abierta.

 

Lara abrió la boca para aceptar la mordaza que Él acercaba a sus labios y que fue, de nuevo, apretadamente abrochada. El hombre se acuclilló  entre sus cautivas, y, con movimiento firme pero gentil, liberó un pezón de cada una de sus compañeras de juegos. Las pinzas quedaron colgando por la cadenita que las unía a su pareja que continuaba mortificando el suave rosado botón del otro seno. Ambas chicas aullaron tras sus mordazas y una mueca de dolor acompañó el fluir de la sangre hacia el lugar del que había sido desplazada por el inclemente beso del metal. Para su turbación, tras unos segundos de tregua, el pezón volvió a ver castigado. Las dos chicas quedaron así, firmemente pinzadas, pero, por primera vez, libres la una de la otra.

El juez y verdugo de aquella ordalía se colocó a espaldas de ambas cautivas que sintieron un  pronto alivio en sus torturados omóplatos y hombros cuando los grilletes que aprisionaban muñecas y codos cayeron al suelo con sonido metálico, y las chicas, al instante notaron un hormigueo en los brazos conforme estos a la vida tras el infierno de su predicamento.

Él se levantó y las miró.

-          Chicas ¿Lo de esta noche se va a repetir?

Las dos chicas negaron con la cabeza  y emitieron unos gemidos como toda respuesta.

-          Chicas, tenéis que entender que la una no es nada sin la otra, que sois mías, y como tal, sois parte de mi ser. Quiero que a partir de ahora, cuando os vayáis a echar algo en cara penséis en esto, y no en el castigo de esta noche. Quiero que os apoyéis, entre vosotras y en mí. Quiero que seáis como hermanas. ¿Está claro?

Las dos chicas gimieron y asintieron con vehemencia mientras alternaban las miradas a su hombre con dulces miradas de soslayo entre ellas.

-          ¿Os habéis perdonado? Porque yo si lo he hecho, y sé, que desde ahora, mis damas se van a portar como buenas zorri-compis.

El las besó con dulzura.

-          Podéis levantaros e ir a pegaros una ducha. Os espero en la cama, os dejo ser un poquito traviesas… pero no tardéis. La noche, aun es joven.

 

sábado, 16 de enero de 2021

La mujer más maravillosa del mundo


 

Era una noche desapacible. Desde la ventana Ana contemplaba como la furia del viento movía los árboles al compás de las ráfagas ululantes.  Su mirada se perdió en la inmensidad del espectáculo , en su cabeza se vio asaltada por la idea de que en ese viento poderoso había algo secreto, algo oculto pero latente, algo salvaje… algo varonil; como contraparte,  en esos sauces que desafiaban toda esa potencia oscilando juguetones, doblándose hasta lo insospechado, extremadamente seguros en su aparente debilidad creyó ver algo primario, hermosamente demencial aguantando, sin más, todo aquel caudal de energía que los vapuleaba, creyó ver, en fin, la esencia de las hijas de Eva, de las hermanas de Selene.

Adolfo, su marido, la había llamado hacía ya un rato, para avisarla de que, una noche más, debido a ese contrato de exportación de camiones a Argentina llegaría a casa pasadas las once de la noche. Ana, se mordió los labios con expresión pícara. Con sus 37 años magníficamente llevados, cuando sonreía así  parecía una colegiala. A lo largo de su vida se lo habrían dicho millones de veces, y las pecas que adornaban sus mejillas, no hacían gran cosa por poner remedio a eso…

Eran las once y cinco cuando Ana vislumbró el coche de su marido y al poco tiempo un reconocible sonido de puertas de automóvil abriéndose y cerrándose llegaron del garaje. La Penélope de nuestra historia abandonó su puesto frente a la ventana. Cuando el hombre entró, su mujer corrió a recibirlo volando sobre los zapatos de tacón que debía de llevar en todo momento. Un pequeño candado en la  correa que abrochaba el zapato al tobillo hacía que tampoco tuviera mucha posibilidad de incumplir el particular código de vestimenta. Así asegurados, sus pies estarían arqueados forzándola a caminar “en pointe” hasta que alguien se apiadara y decidiera dar un descanso a sus torturados pies.

El hombre se veía agotado, con una cara en la que pesaba la sombra de la preocupación. Cuando Ana llegó hasta él, recompuso la mejor de sus sonrisas, y agarrando la diminuta cintura de su mujer con ambas manos la besó amorosamente.

-          ¿Qué tal princesa?

-          Bien, ya sabes, rutina de casa. ¿Y tú en el trabajo?

-          Regular… la legislación argentina ha cambiado recientemente, y veo negro que ahora, podamos lograr que se ejecute la licitación del concurso…Y ya tenemos comprados esos 120 camiones…- Ana, por toda respuesta a las palabras de su marido, lucía una cada vez más amplia sonrisa-. ¿Pero se puede saber qué te pasa? Es un problemón, ya sabes que llevo casi 4 días sin dormir…. No sé por dónde va a acabar saliendo el Sol….. y a ti ¿Te divierte?

La sonrisa y el brillo de felicidad en los azules ojos  de Ana ya iluminaban toda la estancia.

-          Cariño… hoy, mientras aspiraba se me pasaron por la cabeza, unas excepciones en el derecho mercantil de allá…

Con sus palabras, Ana se había hecho con toda la atención de su hombre.

-          Sí, te explico, se me ocurrió que ante el cambio de normativa, este se podría sortear, con una vieja ley, de interés nacional, de 1938, que aún sigue, como un poquito fósil en nuestro ordenamiento jurídico.

-          ¿Y por qué eso no se le ha ocurrido a nuestro bufete de Buenos Aires?

-          Por qué no todos los abogados se han licenciado con matrícula de honor… como tu niña… He llamado a algunos contactos allá, os mandarán un dossier completo mañana o pasado, pero, en principio… vete pensando en buscar un barco, porque la venta es imposible que no se realice.

-          Tengo la suerte de estar casado con la mujer más inteligente del mundo - fue toda la respuesta de un hombre que respondía con la energía de  quien corre tras haber retirado de los tobillos las pesas de entrenamiento. Gracias princesa. No sé qué puedo decirte…. Eres increíble.

En ese momento, la faz de Adolfo había mutado en la de una pura representación de la victoria. Cogió a su mujer y le dio un beso, largo,  caliente y profundo. Ana sentía como la lengua de su hombre la invadía, la profanaba lujuriosamente, la notaba recorriendo cada rincón de su boca convirtiendo su lengua en palpitante órgano de placer.

-          ¿Has cenado ya? – preguntó Ana arrodillada sobre el sofá mientras veía como su hombre aliviaba sus pies cambiándose los zapatos de calle por unas zapatillas más confortables.

-          Si, gatita.

-          Quieres…. ¿Qué vayamos a la camita? – Adolfo sonrió.

-          Estoy destrozado cielo.

-          No seas muermo… jolín. Habrá que celebrarlo…

-          ¿Qué es lo quieres, brujita?

-          Pues…. quiero…. Que me ates…. En una posición segura y cómoda… y que te folles a tu IN-CRE-I-BLE mujer hasta que pierda la cabeza – la risa nerviosa de Ana, denotaba a las claras que, verdaderamente estaba muy excitada.

Adolfo salió de la habitación y regreso a los pocos minutos con el “cajón de los juguetes”.

-          Date la vuelta, mujer increíble- acompañando sus palabras con un azote en el duro trasero de su mujer.

Ana obedeció  con la sonrisa dibujada en su rostro.

Él, cogió una cuerda blanca, y con maestría ató cruzadas las muñecas de su mujer. Lo hizo fuerte, apretadas, realizando varias vueltas alrededor de ellas y forzando a pasar el cabo varias veces entre el espacio, casi inexistente que quedaba entre los suaves pulsos. Una vez hubo asegurado el nudo en un lugar donde ningún dedo ansioso pudiera alcanzar, tomo otro trozo de cuerda. Tras doblar la cuerda a la mitad, hizo un bucle envolviendo ambos brazos unos centímetros por encima de los codos.

-          Ana frunció el ceño. - Cielo, se bueno.. .por favor, no me ates los codos, déjame un poquito cómoda, los codos, no ¿Sí?

El hombre siguió a su tarea, sin detenerse a atender las súplicas de su mujer, acercando los codos hasta casi tocarse y apretando la cuerda todo lo que pudo. A pesar de que Ana podía ser atada con los codos juntos, y de hecho había permanecido así durante días, cuando se cruzaban las muñecas esto resultaba imposible y , en esa posición, atar los codos, especialmente tan juntos como estaban, implicaba crear una fortísima tensión en las cuerdas situadas en ellos. Los cabos que la restringían mordían como lobos, enterrándose profundamente en la delicada carne de los brazos de Ana.

-          Malo- fue todo la defensa que pudo ejercer la mujer, sometida a tan estricto bondage.

 

El siguiente objetivo fue la entrepierna de la indefensa dama. Despojando a su esposa de las delicadas bragas de encaje blanco,  su marido tomó un nuevo tramo de ligadura, esta vez más fina, la cual doblo a la mitad. De manera análoga a como había sobre los codos de su indefensa modelo, realizó un looping alrededor de la cintura apretándolo con firmeza, asegurándose que este se enterrara con furia en la tierna piel, justo encima de las caderas. Un violento tirón más hizo que su mujer emitiera un gemido de dolor. Posteriormente, pasó el doble cabo entre los muslos de la mujer, hasta, de nuevo la cintura. Se cercioró que la doble ligadura quedara extremadamente apretada entre los labios del sexo de ella, con un cabo a cada lado de su perla de feminidad que quedaba, así, pellizcada con crueldad. La salvaje tensión de las cuerdas hacía que el tierno apéndice quedaba levemente erecto, sobresaliendo parcialmente de su guarida de piel. Solo entonces, con la sonrisa vertical de su mujer remarcada de una manera deliciosamente grotesca, realizó el nudo que aseguraba el conjunto a la soga que torturaba la cintura de su cada vez más desesperada cautiva.

-          Mi amor, me duele… ¡Mucho! ¡Me vas filetear! Noto como esa cuerda quiere abrir mi coñito en rodajas. ¡Quítamela!... o aflójamela, mi amor, te lo suplico…

El hombre continuaba silencioso. Cogiendo a su venus particular por la ligadura de los codos la  sentaó en una silla de madera, poniendo los inmovilizados brazos por detrás del respaldo. Tomó varias sogas más del cajón. Con metódica precisión ató los brazos de su mujer al respaldo de la silla fijándolos de manera vertical lo que la forzaba a pegar la espalda a la parte trasera de la silla. Pasó parsimonioso, con el cuidado de un artesano la cuerda alrededor de su tronco por encima y por debajo de los pechos, de manera que su indefensa prisionera tuviera que permanecer absolutamente erguida durante su cautiverio.

El hombre se agachó con una pequeña llave con la que abrió lo candados que aseguraban los zapatos de tacón de su esposa.

-          Ves, va a estar cómoda- dijo con una sonrisa mitad juguetona y mitad cruel mientras acariciaba con sus ojos la mirada de desesperación de la bella porteña que, nerviosa,se agitaba en vano contra las firmes ligaduras.

Ella lo miro poniendo una mueca que no dejaba lugar a la dudas.

El hombre sacó los zapatos, y ella distendió su cara con expresión de alivio cuando pudo, por fin, estirar los pies.

-Gracias cielo, llevaba dieciséis horas con ellos.

- ¿Es una queja?- levantó la cabeza Adolfo mientras procedía a atar con varias vueltas una cuerda a cada tobillo y dejando un largo sobrante en cada una de ellos.

Ana grapó sus labios al momento. – No, no es una queja…

El marido aseguró los nudos.

-        -  Cariño, me veo los tobillos y…

-         - ¿Y?

-         - Por favor, no iras a atarme con los pies separados, ¿Verdad? Por favor, es una forma tan  terrible de estar atada... Por favor, dijo la mujer dejando arrastrar  su expresión por el pensamiento de quien se teme lo peor.

Adolfo, sin inmutarse, procedió a flexionar hacia atrás las piernas de Ana, hasta que sus gemelos tocaron la parte de debajo de los laterales del asiento, y solo entonces, con el borde del asiento clavándose incómodamente en las trasera de las rodillas,  procedió a atar cada tobillo al respaldo de la silla.

Un pucherito nació en la garganta de su mujer.

Adolfo se incorporó y contempló su obra. La belleza de su hermosa mujer cruelmente restringida, hizo que un escalofrío de pasión y amor, le recorriera la espina dorsal.

-          Bueno, mi Sol, buenas noches, me voy a duchar y a la cama, que estoy cansado.

-          ¡No!, por favor- Ana estaba al borde del llanto-, no puedes dejarme así toda la noche. Te lo imploro. Las cuerdas me están sajando a la mitad, por favor…

El la besó en la frente. – Es para que no olvides tu posición, princesa.

El marido volvió al cajón del que sacó tres pequeños objetos.

El primero era una pequeñita botella roja ante cuya visión, Ana comenzó negar con la cabeza con espasmódicos movimientos y a retorcerse en sus inclementes restricciones, obviamente sin más resultado que el que las cuerdas se hincaran más en sus ya doloridos brazos.

-          ¡No! ¡No!, ¡No he hecho nada! … ¡Ni se te ocurra!, ¡No lo merezco! ¡No he hecho nada! – Ana ya no podía evitar que sus ojos se le humedecieran con el llanto.

Su marido abrió la botella y vertió su viscoso contenido sobre sus dedos para, acto seguido masajear el sexo de su mujer y empapar las cuerdas que lo martirizaban de forma tan despiadada. El efecto en Ana no sería muy distinto del conseguido si la hubieran conectado un cable de mil voltios. La mujer se crispó y su cara adoptó un rictus indescriptible.

 

-          Pórtate bien, o si no, tendremos que masajear también esos pezones tan descarados que se te marcan en el camisón, o también ese culete… ¿Qué te parece? ¿Tendré que hacerlo? 

-          No…. Por favor... Seré buena.

El viscoso líquido comenzaba a surtir efecto; una sensación de ardiente comezón, un picor cada vez más intenso y que no iba a poder ser aliviado, se adueñó de su entrepierna. Ana lloraba y se sacudía en sus ataduras.

Adolfo, colocó un pequeño vibrador en el sexo de su mujer, apretado de tal forma por la tensión de las cuerdas que casi quedaba tatuado sobre su feminidad. Seleccionó la potencia mínima, lo cual unido a su posición lejos del sensible clítoris iba a hacer imposible que su mujer obtuviera el mínimo alivio en su predicamento.

Ana miró con terror en su mirada como su captor portaba una mordaza con un enorme dildo de catorce centímetros. Ella conocía esa mordaza, el llevarla, era afrontar un infierno, luchando constantemente por no ahogarse y contra el reflejo de vómito con el que su cuerpo trataba, inútilmente de librarse del cruel invasor.

Él dejó el descomunal silenciador en una mesita, junto a ella.

-          Y ahora, duerme calladita, si no, habrá que usar esto, ¿Vale? Te lo pongo aquí, para si te despiertas, te ayude a concentrarte en estar tranquila.

-          No puedes dejarme así, te lo imploro, cualquier cosa menos esto, por favor

Adolfo se llevó un dedo a los labios. – Shhhhhh, duerme bien gatita. Que descanses.

El hombre apagó la luz y subió a pegarse una ducha. Cuando llegó al baño,  el picor y ardor en sus dedos era de una intensidad insoportable, a pesar de que se los había limpiado con un cleenex nada más aplicarlo sobre la tierna carne de Ana. No era difícil imaginar la increíble ordalía que debía de estar experimentando su mujer en las sensibles mucosas de su sexo. Estaba muy orgulloso de su mujer que era una excepcional compañera, sabia y vivaz, y una sumisa de la que cualquiera  estaría orgulloso.

Adolfo se duchó y se puso el pijama.

Habían pasado 2 o 3 horas y no había logrado conciliar el sueño. Ana se retorcía torturada por los tormentos que su hombre había decidido infringirle. Mentalmente trataba de rascarse ese feroz picor que incendiaba su conchita, pero claro, ese ejercicio no surtía demasiado efecto. Lloraba en silencio pugnando, impotente, contra las cuerdas que mordían su anatomía. Cada vez que un gemido más allá de los silentes se le escapaba de los labios volvía su mirada al piso superior, anticipando una luz que se encendía como paso previó a ser castigada con la mordaza. Su sexo ardía. Su estrategia de haber tratado de aliviarse al principio frotándose contra la cuerda que amenazaba con cortarla al medio, aunque le había generado un momentáneo alivio, había causado irritaciones en su fragante rosa. La ropa, empapada con el terrible líquido , había hecho el resto, haciendo que la ponzoña la penetrara por las rodaduras hasta el mismo alma. 

En la oscuridad, perdida en la agonía de su suplicio, no se percató de la figura que se le acercaba, furtiva en la noche, hasta que notó como unos labios enamorados enjugaban sus lágrimas, y como una esponja con agua fresca acariciaba su vientre aliviando el picor infinito que mordía su sexo y amenazaba con hacerle perder la cordura. 

Las mismas manos que desataron uno, y luego otro tobillo, y que deshicieron uno tras otro los nudos de sus ataduras sustituyendo tan atroces cuerdas por un firme pero comparativamente benévolo box tie en la espalda…

La luz del día acarició las pestañas de Ana, que se despertó en la misma posición en la que se había dormido, acurrucada contra su compañero, el cual, aun dormía. El hormigueo que sentía en sus brazos entumecidos después de una larga noche atados en el severo box tie, no la impidieron sonreír.

Al final, la noche de ayer se había celebrado… Y a plena satisfacción. Y, verdaderamente, se había sentido una mujer increíble.