El joven y la profesora desobediente

  Con 31 años, pese a que las pecas de su cara le confirieran un aspecto más aniñado, haber ganado una plaza como catedrática de instituto e...

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miércoles, 28 de septiembre de 2022

Resort de azotes para novatos. VI

 

 


 

Un agradable sol vespertino se tamizaba entre las copas de los árboles, creando un mosaico de claroscuros en el sendero que el grupo transitaba entre charlas distendidas y fugaces aunque constantes muestras de afección entre las parejas que no escaparían a la vista de cualquier observador atento.

 

Ellas no eran ajenas a que, con toda probabilidad, aquella tarde no finalizaría sin que sus traseros acabaran, de una forma u otra, enrojecidos y doloridos tras recibir las atenciones de algún instrumento que, como siempre, era mantenido en secreto; pero por el momento la tarde, con ese breve paseo con un refrescante baño en una bonita poza con cascada, no les estaba dando motivos de queja.

 

Se encontraban de vuelta en el jardín de la villa cuando Philippe dió el alto a su grupo de pupilos.

 

- Espero que el paseo haya sido de vuestro agrado, como ya os venía diciendo, las pozas y zelotes son una de las maravillas de nuestra isla.

 

Las chicas intuyeron que aquellas palabras no eran más que el prolegómeno de algún otro episodio menos satisfactorio para sus traseros. Inconscientemente todas ellas buscaron protección apretándose contra los cuerpos de los chicos, aun siendo conscientes de que iban a ser ellos quienes, seguramente en breve, azotarían la ya, tras las varias zurras en tan breve lapso, muy sensibilizada carne de sus cuartos traseros.

 

- Sin duda dar un paseo por la naturaleza es un tipo de pasatiempo muy popular para los isleños, aunque romper la rutina también puede motivar que afloren ciertos temas… o que por otras circunstancias tengamos que poner a nuestras damas en línea sin querer esperar a llegar a casa, - Rodrigo hablaba al grupo tras haber tomado el lugar de Philippe-.

 

“¿Habéis traído las navajas o cortaplumas?”, dijo el profesor refiriéndose a la mitad masculina del auditorio. Hubo gestos de afirmación y algunos, como Niko ya mostraban los pequeños cuchillos que, conforme al programa, habían tenido que traer consigo.

 

- Aquí vais a aprender el uso que se puede dar al “suich”. Le vais a dar las navajas a las chicas y Jimena se las llevara a recolectar una rama cada una, aquí lo hay en todas partes, pero también una ramita de avellano o manzano puede funcionar perfectamente.

 

El “suich” era la deformación local del término inglés “switch”, y se usaba para designar a un árbol de ramas tan ligeras como flexibles, similar al sauce, que era endémico y omnipresente en toda la geografía de Isla Cane.

 

- Es evidente que también podéis recoger y refinar vosotros los “suiches”, pero lo tradicional es que sean ellas las que lo hagan. Por un lado vosotros dispondréis de tiempo para pensar y calmaros si es que estáis enfadados, y a ellas, el tener que buscar y hacer su propio suich les ayuda a reflexionar sobre su comportamiento y por qué merecen el castigo.

 

“¿Vale cualquier suich?”, preguntó Marco poniendo voz a la pregunta que todos tenían en menta.

 

- Ni mucho menos, dijo Philippe, sois vosotros los que ponéis las directrices, - aclaró-lonormal es que deba ser de un grosor similar a la mitad del meñique, y hay que tener en cuenta que es un instrumento relativamente frágil así que tampoco es raro que las chicas deban hacer dos o tres para el caso que sea necesario un recambio. 


 

-¿Y qué pasa si no encontramos uno adecuado?, preguntó Alice con media sonrisa dibujada en la comisura de sus labios.

 

- Bueno, dijo Rodrigo, pues lo habitual es usar el que traigas hasta que quede inservible… por tratar de engañarnos, y luego mandaros a por otro para castigarte por la primera falta…

 

Tras la respuesta, amable pero rotunda, los que sonreían eran los chicos mientras que Alice hacía un mohín.

 

- Normalmente tendríais 10 minutos, pero como es la primera vez, Jimena, tenéis veinte minutos para que cada una traiga un suich acabado.

 

Las chicas se alejaron hacia un grupito de 3 árboles que crecían en el jardín de la villa, aunque el sol no se hallaba en su apogeo la claridad era todavía perfecta para la tarea.


 

 

Jimena lideraba el grupo de exploradoras y les explicaba como las ramas se debían de coger enteras y que luego, con la navaja, ya tendrían tiempo de recortarlas y refinarlas.

No pasó mucho tiempo hasta que cada una de las chicas tenía en la mano una ramita de una longitud y un grosor adecuada para la tarea.

 

- ¿Duele mucho?, preguntó Claire cuando siguiendo las instrucciones de su jefa se sentaron para empezar a desbastar el flexible instrumento de castigo.

 

La profesora, generalmente tan comedida, hizo un gesto con la cabeza, “pues según como lo vayan a usar, pero a mi es de los azotes que más me asusta ganarme… escuece durante días”,-Jimena explicó a las chicas como retirar los nudos que podrían lacerar la piel si no se retiraban, antes de continuar su repuesta, mientras supervisaba que, con mayor o menor habilidad las chicas eran capaces de ir domando su suich-. “A mí no me gusta, en primer lugar duele mucho, distinto del cinturón, pero llega a doler mucho, acabas recibiendo sobretodo en la muslada, torció el gesto, y luego porque generalmente con él te van a zurrar en el jardín y va a haber curiosos, o la liaste muy gorda, tanto como para que te peguen sin esperar a llegar a casa, y el castigo va a ser…

 

- Apoteósico, concluyó Svetlana, la frase con un rictus que pretendías ser aspirante a sonrisa...

 

- Sí, esa es la palabra… apoteósico, aunque bueno, nos han mandado cortar sólo uno, así que, dentro de lo malo, creo acabará relativamente pronto.

 

A unos metros de distancia, el grupo de hombres contemplaba con atención los trabajos de las chicas que, dentro del tiempo marcado, se afanaban en obedecer y entregarles el mejor instrumento posible.

 

Jimena supervisaba a sus alumnas, que pronto se convertirían en compañeras de castigo, y reparó en el suich al que Claire le daba los últimos recortes.

 

- Ah, ah…,-negó la profesora con la cabeza-, Claire, ten en cuenta que también tienes limpiar la parte donde tu marido va a agarrarlo, sino se podría clavar esos brotes en la mano.

 

Cuando oyeron este apunte, todas las chicas, por inercia, revisaron la parte más ancha de sus suiches. Alguien ajeno a las costumbres de la Isla podría suponer que aquella revisión se realizaba únicamente como medida para evitar un posible castigo por haber sido descuidadas, pero no era así. Todas ellas deseaban evitar, genuinamente, que ninguno de sus hombres pudiera hacerse daño mi entras blandían el instrumento que les habían mandado confeccionar.




 

 

Aunque atentas y prolijas en su trabajo las chicas charlaban y, pronto, dejaron claras sus sensaciones sobre tener que recolectar y pulir la rama que iba a ser usada para martirizar la piel de sus traseros. Mientras que Alice, que aceptaba aquello porque todas las demás lo estaban haciendo y porque debía obedecer, no estaba particularmente feliz, su madre pensaba que el temor de la anticipación que estaban sintiendo todas ellas era un añadido muy deseable para un castigo que sin duda habría estado bien merecido.

 

Lidia, la soñadora música italiana, tenía miedo, pero su psicología se había ido adaptando sorprendentemente rápido a la isla y a sus hábitos. Ella siempre había sido muy consciente, desde niña, de las diferencias evidentes que existían con los hombres. Ellos y las mujeres eran, según concebía, dos mitades de un todo, separadas pero equivalentes. Y nunca antes, en toda su vida, había visto honrar esa filosofía de una forma tan plena como en la isla. Allí, sentada sobre el césped, sabiendo que tanto ella como sus compañeras estarían sollozando como niñas en cuestión de minutos, se sintió una más, cómoda, ocupando su lugar en su mitad del todo.

Sentada en la hierba, Svetlana se afanaba por lograr una posición en la que su trasero no pasara en el umbral del dolor de lo tolerable, al tiempo que la escueta tela de su vestido playero no revelara nada indebido a pesar de que bajo él llevaba un, aun húmedo por el baño, bikini. Ella, como las otras, estaba asustada, pero también contenta. De nuevo el hacer algo que su marido iba a inspeccionar al detalle, mostrando interés en su obra, era algo que la llenaba de gozo, aunque fuera una herramienta cuya finalidad era lacerar su carne y castigarla por medio del dolor. Ese Nikolai atento, cercano y autoritario era lo que siempre había añorado. El saber que su esposo estaría en adelante siempre junto a ella, vigilante de que ella cumpliera su voluntad, y que sus actos tendrían siempre consecuencias, buenas o malas de las que ya jamás podría evadirse, la henchía de plenitud desterrando de su vida la causa de ese vacío que le había devorado el corazón al ritmo que Nikolai accedía a sus caprichos.

 

Faltaba un minuto para que se el plazo cuando cada chica le hacía entrega a su hombre de un suich perfectamente terminado y de la navaja con la que lo habían elaborado.

 


 

 

Philippe explicó los puntos en los que debían fijarse para juzgar si las ramitas proporcionadas cumplían condiciones como el grosor, la flexibilidad o la longitud. Los hombres blandieron las ramitas en el aire y el zumbido, casi como de enjambre de un millón de avispas, heló la sangre de las que luego tendrían ocasión de probarlos en sus propias carnes. Los chicos escrutaron de forma concienzuda el trabajo y el dictamen fue unánime, incluso la peor de las ramas presentadas cumplía muy holgadamente los parámetros, sin duda sus compañeras no habían holgazaneado ni ahorrado esfuerzos en ser obedientes.

 

Jimena percibió el orgullo de sus compañeras ante los parabienes por su diligencia, y percibió que, incluso en las más reactivas, iba calando el original pero sencillo orden de las cosas de la isla.

 

Tras la ritual entrega de las ramitas, las parejas formaron un semicírculo alrededor delos dos profesores que, como en el resto de sesiones, comenzarían con una demostración práctica. El director del seminario indicó a las mujeres que se arrodillaran para la clase, mientras sus parejas permanecían en pie justo detrás de ellas. Todas obedecieron al instante, como compitiendo entre si, con el deseo de no poner por rezongonas en un compromiso a sus caballeros, aunque, obviamente, a tenor del orgullo que destilaban las miradas que les dedicaban, ninguno de ellos jamás pensaría tal cosa. Contradictoriamente con  la tormenta de azotes que se iba a desatar en breves minutos, cuando se recorría el semicírculo con la mirada, se observaba en todos los presentes una profunda paz que emanaba de estar ocupando el lugar que la sabiduría ancestral siempre les había reservado por razón de su biología. Pese al miedo del castigo que estaba por venir, por aquí y por allá se veían manos varoniles que jugaban bajo las melenas de las chicas; mejillas ruborizadas que buscaban aplacar la inseguridad frotando el brazo que en sus hombros se apoyaba; dedos que se enlazaban furtivos y juguetones y mil una muestras de complicidad que nacían en la confianza de ellas y el profundo orgullo de ellos.

Rodrigo besó la mano de su esposa y la situó junto a un grueso abedul de blanco tronco que crecía en el centro del semicírculo que configuraban las parejas. Con maneras de espadachín cortó el aire con la vara, generando un sonido que puso un nudo en el estómago de la bella fiscal que hacía las veces de profesora.

 

-          Como veis, nuestras damas han hecho un gran trabajo y a verdad es que, chicas, podéis estar orgullosas, -aunque un poco inquietas, agradecieron el sincero cumplido con sonrisas de reconocimiento -. Como ya dijo antes Phillippe, este instrumento tiene la ventaja de ser muy fácilmente accesible, aunque tenga el inconveniente, que seguro que no lo es tanto para ellas, de que se deteriora con bastante rapidez.

La sonrisa nerviosa de la audiencia le confirmó que todos estaban prestando atención a sus palabras.

 

-          Al contrario de los instrumentos que ya habéis podido probar, este es muy diferente, es muy ligero, así que se usa principalmente sobre los muslos y las piernas que es donde su impacto va a ser más efectivo, y no os dejéis engañar, aunque un azote puede resultar muy tolerable, os aseguro que, en unos minutos esas piernas van a picar como si las estuvieran picando miles de mosquitos.

La clase tenía los ojos muy abiertos ante las explicaciones de Rodrigo, “Es buena idea que hagáis que vuestra chica se agarre aun árbol, como Jimena, o si son varias chicas que se agarren las muñecas si no queréis tener que acabar persiguiendo esas piernas por todo el campo”. Las sonrisas ufanas de los hombres no podían tener un contraste más marcado con el gesto de atribulación que mostraban las chicas.

Subió la corta falda playera, de un bonito color verde oliva y estampada con unas gigantes flores naranjas, de su esposa y la sujetó con el elástico del bikini que llevaba bajo ella.

Rodrigo se situó tras su esposa que, inclinada, sujetaba el tronco del abedul con ambas manos, calculó la distancia y tras atravesar de nuevo el aire con el suich, el segundo azote no cayó en el vacío. Con un silbido la fina vara verde impactó en la parte superior del muslo de Jimena, y pese al casi silencioso choque, la fiscal Signori no pudo evitar una mueca de dolor. El suich, blandido vigorosamente caía vertiginosamente una y otra vez sobre los pálidos muslos haciendo que, cada vez de una manera más evidente, la mujer se retorciera sin que por ello el suich continuara acariciando cruelmente la sensible piel de la parte trasera de sus piernas.

Una vez tras otra, la flexible varita caía sobre los muslos y la parte más baja de las nalgas de la mujer a tal velocidad que los quejidos se habían convertido en un suave aullido continuo. Las apenas imperceptibles marcas rosa pálido que aparecían tras las crueles caricias de Rodrigo se iban convirtiendo paulatinamente en unas rayas de un rojo muy vivo y que Jimena sentía palpitar bajo su fina piel. Cuando el suich mostraba las primeras muestras de deterioro en la punta, justo en el momento que con mayor intensidad besaba las piernas de la mujer, Jimena ya era incapaz de permanecer inmóvil. El suave arrullo de dolor había dado paso abierto al llanto que acompañaba la danza frenética de la mujer contra el árbol el cual no se atrevía a soltar.

El resto de alumnas se arrebujaban contra la cintura de sus hombres contemplando aquella frenética danza que ellas mismas iban a protagonizar dentro de unos minutos.

Cuando tras diez minutos el suich quedó inútil, Jimena lloraba, luchando por mantener la respiración, entrecortada por el llanto. En su boca notaba el sabor salado de las lágrimas y la textura espesa de las abundantes secreciones que desde su nariz se deslizaban por su labio superior. La parte inferior de sus nalgas y la mitad superior de sus muslos se había convertido en un amasijo de atormentada carne palpitante atravesada por centenares de pequeñas rayas horizontales de un furioso color púrpura.

Reducida a una niña sollozante y balbuceante permaneció agarrada al árbol que le servía de apoyo sin atreverse a moverse hasta que le fuera concedido el permiso para hacerlo.

Rodrigo se giró mientras mostraba el destrozado suich que sostenía en la mano.

- Cómo veis, a pesar del buen trabajo que puede hacer, es un instrumento frágil, y este bastante ha aguantado. Lo más recomendable, si lo usáis, es que hagáis que vuestras chicas recolecten dos o tres, que seguro que les dais buen uso.

Un escalofrío recorrió la espalda de las mujeres viendo los estragos que tan solo uno había causado en las nalgas y piernas de su profesora.

- Ya visteis que al principio de la azotaina, su ligereza hace que sea soportable para ellas, pero la rapidez y el número transmiten un buen mensaje al cabo de un rato. No os tenéis que preocupar porque al ser tan ligero no va a provocar cardenales, más allá de las marcas, pero lo que sí espero es que hayan traído falda, ya que en un par de días los vaqueros ajustados no van a ser una opción. Tenéis que tener en cuenta que todas acaban de bañarse, y los azotes son siempre mucho más eficaces en esta situación ya que los músculos están levemente contraídos…


 

Alice aun de rodillas sobre la hierba como el resto de sus compañeras, vio como los hombres asentían con las alusiones de Rodrigo y pensó que sin duda, esa manera que los hombres tenían de hablar como si ellas no estuvieran presentes, era algo que debiera indignarla, levantarla como una fiera, y así era… al menos en parte. Una pequeña porción de su alma ardía en rebeldía pero algo más poderoso la hacía permanecer callada y asumir la situación. Podía ver las muecas de inquietud de las otras, seguramente no muy distinta de la que ella misma presentaría, y, sin embargo, lo único que esperaba era recibir sus azotes de la mejor manera posible y hacer que su padre se pudiera sentir orgulloso de ella, sin un motivo para la queja o reproche.

Philiippe solicitó a las parejas que ocuparan cada una sitio junto a un árbol para empezar la práctica con el suich. Cuando ellas se levantaron no pudieron dejar de fijarse en sus rodillas, un poco enrojecidas y con las marcas del césped tatuadas en la piel, si no fuera por la el matiz verdoso, podía servir, muy bien, como anticipo de lo que le esperaba a sus traseros. Para ninguno de los alumnos dejaba de ser evidente el hecho de que la azotaina había tenido un gran impacto emocional: mientras cada una se dirigía a su respectivo árbol, podían ver como Jimena abrazaba, aun llorando, a su marido mientras enterraba su húmedo y enrojecido rostro en el ancho pecho de Rodrigo, mientras él acariciaba el trasero por encima de la falda mientras, con le rodeaba los hombros y le susurraba palabras de consuelo.

A fin de reducir los tiempos de espera, Philippe se había ofrecido a hacer los honores con la joven Alice, de forma que su padre no tuviera que atender las necesidades de los traseros de sus dos chicas. Mitch dudó, pero al final, el pensamiento de que a partir de ahora todos los hombres iban a colaborar en enderezar a su hija cuando esta lo precisara lo llevó a aceptar la propuesta, al fin y al cabo, que mejor forma de iniciarse que con un experto disciplinario tan reconocido.

Alice miró suplicante a su padre, pero la decisión estaba tomada y de nuevo algo en su interior la movía a aceptar lo que habían decidido para ella y a evitar poner en evidencia a su padre.

Algunos de los hombres decidieron que las chicas recibirían los azotes cubiertas solo con el bikini, mientras que Marco prefirió seguir el ejemplo de Rodrigo y sujetó el dobladillo del vestido de Lidia en el elástico de la braguita de su bikini.

Los pájaros del atardecer ya habían empezado sus trinos cuando los silbidos de las varas surcando el aire hasta impactar en la carne femenina se unieron a su canto. Al principio fue solo el ulular de los instrumentos, pero pronto una monótona canción de quejidos lastimeros se unió al coro.

Claire se afanaba en evitar patalear elevando cada pie alternativamente cuando el suich aguijoneaba sus mullidos pero firmes muslos, aunque el temor a ulteriores castigos hacía que se mantenía firmemente aferrada al árbol ofreciendo, como debía hacer, un fácil objetivo para las atenciones de su marido. Aunque centrado en administrar disciplina a su mujer, no podía dejar de levantar la cabeza y fijarse en su pequeña que estaba recibiendo su primera azotaina de manos de un extraño, tan solo las lágrimas que ya habían empezado a humedecer los ojos de su esposa le hacían pensar que su hija no podía estar recibiendo un castigo mucho más severo que el que recibía su madre en ese momento. Tras unos minutos recibiendo los tórridos besos de la vara, Claire pensaba que sus muslos iban a estallar de dolor, sentía como si sus piernas palpitaran, y a cada pálpito una aguja al rojo atravesara esa carne indefensa.  Su lamento, entrecortado por los sollozos se intensificaba sin que por ello la vara dejara de morder su piel con cada vez mayor fiereza. Llegado un punto, se rindió por completo y desde ese instante simplemente mascullaba palabras ininteligibles y rezaba para que aquella rama que parecía incandescente dejara de mortificar la piel de sus piernas. Sin duda era cierto, pensó, las advertencias de Jimena.

Entre todas las chicas, Lidia era, sin duda, la que exteriorizaba más el dolor que estaba experimentando. Sus músculos, aun contraídos por efecto del baño anterior, recibían los varazos provocándole la misma reacción que la lava de un volcán precipitándose sobre las olas. Si en ese momento le hubieran dicho que en vez de estar recibiendo los azotes de una le estaban despellejando los muslos con un bisturí, no hubiera tenido problemas para creérselo. Marco, con precisión de músico hacía temblar las piernas de su compañera, sin darle la mínima esperanza de consuelo, y el suich aterrizaba casi en el mismo lugar donde por efectos del golpe anterior empezaba a colorearse una dolorosa raya rosada.  A los pocos minutos, Lidia tan solo esperaba que su hombre hubiera tenido suficiente, ya que ella solo podía focalizarse en el punzante dolor que sus azotes le provocaban en sus piernas. El alarido ya era un continuo canto de sirena, tan solo entrecortado por los momentos en los que debía respirar para rellenar sus angustiados pulmones y volver a reiniciar aquel bucle de lamento. Su marido continuó, esta vez descargando los golpes en la parte más baja del muslo, lo cual revivió la enseñanza que había aprendido en lo que llevaba de fin de semana: hay un momento en el que el lamento no puede incrementarse, al contrario que el dolor insoportable que sentía en sus cuartos traseros.

 

Al cabo de cinco minutos Svetlana aullaba como una loba cada vez que el suich encontraba la suavidad del terso tapiz de la parte trasera de sus muslos. Frente a las otras parejas en las que, siguiendo el ejemplo de la demostración, los azotes eran aplicados horizontalmente, Nikolai azotaba, vigorosamente, a su esposa sin un patrón aparente, y al poco de empezar las piernas de la espectacular eslava lucían como el plano de líneas de metro de cualquier capital. La parte alta de los muslos estaban llevando particularmente la peor parte y allí, las marcas se solapaban hasta conferir un vivo color púrpura a toda esa delicada zona. Al contrario que las otras chicas, Svletana no trabajaba, y Nikolai había decidido que dado que iba a permanecer en el entorno “más seguro” de su hogar, sin duda unos días sintiendo el recordatorio cada vez que se sentara la harían mantenerse en la línea correcta, al menos hasta que fuera la hora de la azotaina preventiva que, los sábados, iba a convertirse en parte de la rutina de su matrimonio. Frente a las demás chicas que interpretaban una curiosa danza del hulahop sin aro, Svetlana , aunque sollozante, permanecía inmóvil ya que no quería comprobar si la advertencia de su marido acerca de asarle el culo correazos cuando llegaran a la habitación si despegaba los pies del suelo era cierta, o solo una manera de asegurarse la colaboración.



 

 

Para desgracia de Alice, Philippe se había mostrado como un experto en el arte de administrar el mayor sufrimiento al trasero de una dama con el mínimo esfuerzo. Mientras que sus compañeras habían aguantado con relativa entereza los primeros embates del suich, ella, desde los primeros compases, se encontraba interpretando un tango con el manzano que le servía de apoyo. Ni los pies que se levantaban ocasionalmente tras una caricia particularmente picante ni el zig zag frenético de su cadera lograban sustraer su trasero de los constantes aguijonazos de aquella vara verde. No sabía cuánto tiempo llevaba sintiendo que sus muslos se habían convertido en un abrasador panal de avispas furiosas, pero, de pronto, un sonido extraño distinto del habitual siguió a la cruel carantoña del suich, y el flagelo se detuvo.

Philippe dio unos pasos atrás y mandó detener la ordalía de las chicas.

- Un momento, acercaos.

Los hombres se giraron mientras las mujeres se aferraban a sus soportes mientras trataban de atajar sus llantos aprovechando la inesperada tregua recibida.

- Esto que me ha pasado, - dijo mientras enseñaba el suich fracturado al medio-, puede pasar, y por eso os lo que decía de que era útil mandarles hacer dos o tres. Primero, hay que inspeccionar porqué se ha roto, y ver que no sea nada achacable a un descuido que, sin duda, le haría acreedora de otro castigo,- Alice palideció e incluso Mitch se sintió un poco conmovido por esa posibilidad-, pero…,- continuó-,… no es el caso, como ya vimos entregaron un muy buen suich y esto era impredecible. Lo único es que, mientras Alice, busca y trabaja su nuevo suich,- la esperanza de la joven de que el castigo pudiera finalizar en ese momento se desvaneció-, sería injusto para vosotras continuar con el castigo mientras ella tiene un receso, así que, propongo que el receso sea general. Los maridos asintieron y, las chicas suspiraron de alivio al ver la posibilidad la posibilidad de sustraerse de las dolorosas carantoñas de la vara aunque fuera por unos minutos.

 

- También es injusto que ella, dijo Mitch en referencia a su hija, deba continuar el castigo con un suich a estrenar, y el resto con uno que ya está “domado”.

 

Philippe hizo un gesto con el que admitía que no había reparado en ello.

 

Fue Marco quien, con una sonrisa desatascó la situación. Con un ademán teatral y para desmayo de su esposa, partió en dos el suich que había estado utilizando, “Vaya, - dijo-, parece que nosotros vamos a necesitar también uno nuevo”.

El ejemplo no tardó en cundir y todos y cada uno de los hombres arrojaron al césped las varas partidas al tiempo que, ni que decir tiene, en ese momento, los corazones de las chicas hacían juego con las rotas varas que yacían en el suelo. Eran conscientes de que, sin duda, iba a ser más justo con su compañera, pero cuando son los muslos propios los que están siendo desollados, el sentido del honor no es el primer pensamiento cuando de forma imprevista vuelves al punto de partida.

Lo primero que hicieron, pese a que no habían recibido permiso, cuando desaparecieron del radar masculino en búsqueda de un nuevo suich fue masajearse las rayadas posaderas y tratar de apreciar si los muslos propios tenían el mismo aspecto de cebras que los de sus compañeras.

El tiempo apremiaba ya que disponían de 10 minutos para confeccionar y entregar su nuevo suich, pero, no obstante no pudieron evitar el compadecerse unas a otras e incluso agradecer a Lidia el que hubiera sido la única que había tenido la prevención de traer consigo un paquete de pañuelos de papel.

Esta vez toda permanecieron en pie ya que el contacto de la hierba con sus maceradas posaderas no era un horizonte que sedujera a ninguna de ellas.

-          Oh, Dios mío, - dijo Svetlana-, no sé cómo vamos a hacer para sentarnos a la cena… y me imagino que hoy nos tocará dormir boca abajo…

-          Y sin sábana, -apostillo Lidia que ya daba los últimos retoques a su creación-…

La graciosa mueca de la italiana distendió un poco el ambiente que había permanecido inusitadamente grave desde que sus hombres las mandaran a elaborar una segunda vara.

-          Ya… pues a mí no me quedan más faldas, así que me parece que esta noche me tocará lavar alguna a mano, que es justo lo que más me apetece, terció una circunspecta Alice.

Claire miró su reloj y comprobó que ya habían consumido ocho de los diez minutos, así que decidió ahorrarse el comentario de “así la próxima vez le harás más caso a tu madre” que ya estaba a punto de hacer.

Finalmente aquella cofradía de dolientes hermanas acudió en procesión al encuentro de sus compañeros que fueron agasajados con sus respectivos y artesanales flagelos.

Las parejas volvieron a los lugares que ocupaban antes del inesperado descanso y en poco tiempo los familiares silbidos y los consabidos aullidos de dolor volvieron a hacerse un hueco en la banda sonora de aquel atardecer en el hermoso jardín de la villa. Como poseídas por un arrebato mágico los cuerpos de las mujeres ejecutaban una danza aquelárrica cada vez que aquellas inclementes ramas lamían con su ardiente lengua la delicada piel, haciendo erupcionar una nueva marca que estamparía y martirizaría las indefensas piernas durante varios días.

Las nuevas varas aterrizaban con la virulencia de los primeros momentos, y el llanto que ya era incontrolable, se convirtió por veces en agónico y, al cabo de unos minutos, algunas de ellas suplicaban abiertamente con balbuceos de clemencia, una gracia que, por supuesto, no llegaría hasta que se diera por concluida la clase.

En las reuniones que los hombres habían tenido con Philippe antes del comienzo del curso, este les había explicado que los castigos previstos en el curso eran de los más habituales y por tanto muy moderados, pero pese a ello, era evidente que las chicas iban a tratar de suavizarlos lo máximo posible. Habían acordado que, salvo urgencia real, los castigos comenzarían y terminarían al mismo tiempo para todas, a fin de no crear privilegios que pudieran crear rencillas, sobre todo entre ellas. La experiencia de estar todas en el mismo barco era en cambio extremadamente positiva para crear vínculos, y no era extraño que, en esas jornadas, se crearan amistades que perduraban a lo largo de los años.

 

Finalmente tras diez minutos de recibir las ardientes atenciones de aquellas ramas flexibles que ellas habían confeccionado, se puso fin al castigo y, para alivio de las chicas, los suich cayeron por última vez.

En ese momento las otrora dignas mujeres habían sido reducidas a niñas sollozantes incapaces de ir más allá de implorar por clemencia para sus piernas decoradas con una miríada de marcas rojas y violetas.

Mientras en otras sesiones las chicas habían debido esperar en posición durante cierto tiempo, Philippe decidió que, en esa ocasión, sería contraproducente. La azotaina había sido bastante severa y, además, el momento de recibirla, cuando volvían relajadas de un distendido baño, sin duda había causado un efecto psicológico casi tan demoledor como el de los suiches en sus muslos y nalgas. Con todos esos condicionantes, obtuvieron permiso inmediato para moverse y buscar consuelo enterrando sus sollozantes rostros en el pecho de sus orgullosos maridos.

Las parejas y el trio se separaron unos de otros, buscando un manto de intimidad en el que el desahogo y el merecido consuelo pudieran tomar el papel principal, que era, de hecho, tanto o más importante que la catarsis del castigo.

El anfitrión dejó solas a las parejas al amparo de la oscuridad vespertina y entró para cerciorarse de que la preparación para la cena marchaba como estaba previsto.

Jimena sonrió y se aferró al brazo de su marido. Hacía ya un largo rato que las lágrimas habían cesado y aunque sabía que sus muslos le recordarían durante varios días las vivencias de aquella tarde, estaba feliz. Contemplaba dispersarse a aquellas parejas mientras el llanto desconsolado daba paso a suaves pucheros y después a inocentes respingos; las miraba y veía como cada una elegía su propio camino, unas se encaminaban a la playa, otras paseaban por el jardín mientras que la familia americana se encaminaba al mirador que se situaba sobre la pequeña colina cercana a la villa. Ella estaba contenta, sabía que todas aquellas personas habían acudido a Isla Cane en busca de una nueva vida y, por extraño que pudiera parecer, tras aquel intenso castigo, estaba segura que todos ellos estaban empezando a disfrutar de ella.

La luz del techo iluminaba la habitación mientras en la televisión sonaban de fondo las noticias. Mientras Rodrigo acababa de asearse en el baño, Jimena acababa de hacer sus últimas pruebas con los pendientes. A pesar de la generosa capa de bálsamo, pulsos de dolor emanaban a borbotones de sus castigados muslos y cada vez que la ligera capa de tela de su falda le rozaba, el escozor hacía que se le pusiera la carne de gallina. Cuando las manecillas del reloj señalaban que casi había llegado la hora en la que la cena sería servida, la pareja salió de su habitación y se encaminó hacia el salón, de donde ya llegaba el animado murmullo de los otros huéspedes. “A ver si no nos liamos mucho,- dijo Rodrigo mientras recorrían el pasillo que llevaba a las escaleras-, la verdad es que la ducha me ha dejado planchado”

Jimena se detuvo y sujetó a su marido de la mano, sin poder evitar esa sonrisa de niña traviesa que iluminaba su cara cuando pergeñaba alguna trastada. Con un gesto de sugestiva incitación hizo saber a su marido que quería deslizarle algún secreto al oído. Rodrigo bajó la cabeza, dejando su oreja a merced de la dulce maldad que su esposa tuviera en mente.

El suave mordisquito en el lóbulo activó hasta el último resorte de masculinidad del hombre, antes de que Jimena, con un susurro capaz de derretir hasta la más glacial de las contenciones viriles, susurrara “Te he dejado el cinturón encima de la cama. Me debes cinco minutos, y no pienso ser menos que las otras, hizo una pausa teatral, sabes que me celo... Y si estás tan cansado… la próxima vez, parte el suich cuando tengas oportunidad…”

Una dulce caricia de la suave y cálida lengua de su esposa fue lo último que sintió Rodrigo antes de quedarse allí, quieto, en el pasillo, contemplando alejarse, flotando sobre sus zapatos de tacón, la figura de aquella fierecilla con pinta de adolescente con la que tenía la suerte de compartir su vida.

 

 

 

 

sábado, 17 de septiembre de 2022

Un buen recordatorio.

 


Natalia sabía que, si se lo contara a cualquier amiga suya de la universidad, simplemente le dirían que estaba loca. Estar allí, con veinticuatro años, de pie, en el rincón de la biblioteca esperando unos azotes era, evidentemente algo poco habitual para el común de sus amigas.

Moviendo un poco la cabeza sin atreverse a romper la postura y forzando un poco el ojo, podía ver a través de una de los cuatro ojivados y azotados por la lluvia ventanales de la estancia como en el exterior el viento zoaba y los árboles se doblaban mientras perdían su ya raleado y rojizo follaje.

“Estaré loca, - pensó - pero sobretodo, agradecida”.

 

Hacía doce años que la gran crisis de la energía había golpeado a occidente. Centenares de fábricas habían cerrado y millones de personas habían perdido sus empleos. Sin ingresos, pronto los estados no pudieron hacer frente a los subsidios y tan solo un tan cruel como eficiente uso de la fuerza represiva había contenido los estallidos sociales.

 

Ella era insignificante, una miserable ratita de la calle. Los viandantes jamás repararían en esa pequeña desgraciada apenas escolarizada, y como mucho, agarrarían con más ahínco sus pertenencias si se percataban que aquellos ojos azules los miraban con el brillo depredador del que nada tiene.

Aquella pequeña de aspecto desaseado, larguirucha pero poco desarrollada para sus 14 años hacía años que no acudía con regularidad a la escuela, sin que sus padres, alcohólicos y toxicómanos, mostraran el mínimo interés en revertir la situación. Tan solo el dinero para sus adicciones que su hija debía proveer, sin que a ellos les afectara la forma  de hacerlo, era de su incumbencia; el dinero y también las brutales palizas que propinaban a la pequeña adolescente cuando el dinero no era suficiente o simplemente querían descargar su cólera frustrada con alguien. La pequeña y enclenque chiquilla era el saco de boxeo ideal para aquellos padres desnaturalizados por las sustancias y su propia miseria moral.

En un intento de escapar de aquellos abusos, hacía meses que aquella insignificante ratilla de enmarallado cabello rubio cada vez pasaba menos tiempo en su casa, y más con aquella banda de delincuentes, igualmente brutal, pero ciertamente más integradora y que, por vez primera le habían dado una sensación de pertenencia.

 

Mientras corría como podía sobre el hielo con sus raídas zapatillas, la adolescente de pelo grasiento y rostro mugroso no pensaba en nada de aquello. Acababan de robar una abultada cartera de un coche que había quedado descuidadamente abierto en un jardín, y las dos chiquillas corrían delante del propietario tratando de escapar. El hombre, un moreno cuarentón les recortaba terreno, sin duda, pensaban en su fuga,  habían debido de elegir una víctima más fácil. Las niñas eran  auténticas perras de la calle y conociendo como la palma de su mano todo aquel laberíntico trazado de calles y callejones trataban de dar esquinazo a su perseguidor, doblando de calle en calle y de callejón en callejón y,  a pesar de lo cual, el hombre les recortaba cada vez más terreno.

 

Hacía meses que, a raíz de un brutal puñetazo de su padre, su mandíbula no funcionaba bien, y con el tiempo ese pequeño desajuste le había empezado a causar algún problema de audición así que, cuando dobló aquella esquina tratando de evadirse de su perseguidor, simplemente no oyó aquella bicicleta que se abalanzó sobre ella. A resultas del impacto ciclista y ladronzuela rodaron por el suelo, llevando la peor parte la adolescente que se golpeó la cabeza contras la esquina de un adoquín del pavimento. La pequeña sintió el frío húmedo de la nieve  que se acumulaba sobre la acera y como su compañera se alejaba de ella sin ni siquiera mirar atrás.

Lo siguiente fue recobrar el conocimiento y ser transportada en unos brazos que la reconfortaban y calentaban como nada antes en su corta vida.

 

- ¿Cómo te llamas, pequeña?

 

La conmoción le impedía pensar con claridad.

 

- Natalia.

 

Y sus ojos volvieron a cerrarse.

 

No sería hasta mucho tiempo después cuando la señora Aquino le contó que, mientras ella permanecía inconsciente a causa del edema cerebral, había un par de ojos, nobles y marrones, que apenas se cerraban ni se separaban en ningún momento de al lado de la cama en el que la joven se debatía entre la vida y la muerte.

 

 

PARTE 2

 

La columna de vehículos Jaguar avanzaba trabajosamente, a contracorriente, por una carretera atestada por una marea de refugiados que caminaban en dirección contraria a la marcha de los mastodontes de acero. El alférez Ferenc Toth decidió que, por aquella noche, tanto sus blindados como sus hombres habían tenido suficiente. El mando había destacado a su sección de vehículos de reconocimiento a fin de reforzar las posiciones Aliadas que mantenían a las fuerzas del Bloque apenas a unos kilómetros al Este de la ciudad de Knin. “La situación en el frente era mala, -pensó-, pero si llegaban con los vehículos destrozados de poca ayuda resultarían”.

 

Tras unos kilómetros, encontraron un lugar donde poder establecer un vivac en condiciones y, finalmente, la pequeña columna se detuvo, y los motores, tras más de dieciseis horas, quedaron en silencio. Este silencio solo era sinónimo de descanso para las máquinas, ya que, en esos momentos, los modernos jinetes han de seguir trabajando para revisar y poner a punto sus corceles mecánicos, por lo que la actividad del pequeño  contingente era febril.

 

No lejos de allí, un pequeño campamento de refugiados los contemplaban sentados alrededor de una modesta hoguera, en su mayoría ancianos, mujeres y niños que huían con lo puesto de la zona de combates.

Tras enlazar con la unidad logística para tratar el suministro de carburante y repuestos Toth se percató que dos intrusos habían logrado burlar la vigilancia de su improvisada fortaleza. Se trataba de una chica muy joven, de unos quince o dieciséis años, que traía a su hermanito de la mano que, con curiosidad infantil, no sacaba ojo a aquellos húsares de Caballería que, como demonios, subían y bajaban de sus monturas.

Eran, pensó, sin duda un par de chiquillos provenientes del campamento en el que los refugiados se disponían a pasar la noche.

 

-        Hola, ¿Habláis inglés?, - aunque correcto, el fuerte acento extranjero denotaba que el oficial tampoco era oriundo de las tierras de la Gran Bretaña.

 

La joven lo miró con unos ojos azules que aunque bellos, tenían un manto de gravedad que nunca debieran haber tenido en una adolescente de esa edad. “Un poco”, contestó mientras miraba vergonzosamente al suelo.

Tras unos segundos de silencio solo roto por los gritos distantes de los hombres realizando el mantenimiento a sus máquinas, la joven intrusa levantó la vista y sostuvo la mirada al militar.

 

-        Gracias por venir a ayudarnos. Hace un rato todos tenían miedo, bueno, ellos aún lo tienen, -dijo señalando al grupo de gente que se amontonaba junto a aquella pequeña hoguera-, pero yo ya no. Estáis aquí y ellos no podrán vencer a vuestros “tanques.

 

Ferenc no tuvo oportunidad de responder, el pequeño hermano se había soltado de la mano y corría hacia donde estaban estacionados los vehículos que tanto habían llamado su atención.

 

A él le hubiera gustado preguntar su nombre, y decirle el suyo, pero la joven le sonrió se sujetó la falda y salió corriendo detrás de su hermano, “!Shasha, ven aquí! ¡Que te digo que vengas!”…

 

Apenas unas horas después del fugaz encuentro con los dos jóvenes incursores, la unidad se ponía en marcha y justo antes de las primeras luces, con un rugido metálico, las bestias de acero comenzaron a devorar los kilómetros de asfalto que los separaban de la línea del frente.

 

El sol brillaba ya en todo lo alto cuando las primeras señales de la debacle comenzaron a aparecer ante ellos. Centenares de soldados, la mayor parte en pequeños grupos comenzaron a cruzarse, con dirección inversa, con la sección de vehículos. Aquello, se dijo el alférez, no pintaba bien. Desorganizados grupos de hombres con pinta de haber cruzado el Averno se retiraban hacia el oeste, ocasionalmente también se cruzaban con alguna pieza de artillería arrastrada por su camión que les hacía luces, desde luego, las señales no eran halagüeñas.

 

Mientras analizaba la realidad que se presentaba antes sus ojos, un mensaje de radio del mando le sacó de dudas, y lo que oyó le sumió en el más absoluto estupor: el frente había caído, la única fuerza organizada de combate del sector la componían en esos momentos aquella modesta unidad blindada. Las órdenes eran claras, moverse al oeste ochenta kilómetros y constituirse como reserva del mando.

Lo bueno de la milicia era que, cuando Ferenc, haciendo de tripas corazón, salió por radio ordenando el cambio de consignas, nadie preguntó nada, aunque, sin duda, -pensó-,  luego tendría que darles explicaciones.

 

Los blindados se movían rápidamente por la carretera en pos de su nuevo destino, la conducción era monótona y simplemente se centraba en no aplastar a algunos de aquellos pobres refugiados a los que estaban adelantando en su huida hacia el Oeste. Ferenc estaba cansando y desmoralizado tratando de abstraerse del negro destino que se cernía sobre aquella marea humana que ocupaba arcenes y cunetas. Y entonces, sucedió.

Entre aquella miríada de seres desgraciados vio como dos se detenían. Y una jovencita de cabello rubio de ángel que llevaba a su hermanito de la mano, contemplaban atónitos a aquellos colosos de acero que los adelantaban en su fuga. Ella aun llevaba la misma falda de la noche anterior y, mientras se perdía en la distancia, ambas miradas, la del oficial y la joven, permanecieron fundidas, fijas, abrazadas hasta lo cósmico. En aquellos ojos que ya apenas diferenciaba, él intuyó más preguntas que reproches, más temor que odio.

Aquella noche, el alférez Toth en su litera, a muchos kilómetros de aquello, en la ahora segura retaguardia, lloró. La primera de las mil noches que lloraría recordando a aquella niña a la que había fallado.

Con los años, como terapia, trataba de hablar con ella en ensoñaciones. El por qué  no había tratado de protegerla, por qué sus vehículos, en buenas condiciones y con todos los proyectiles de 40 mm en la santabárbara, habían huido y no habían presentado batalla abandonándola a aquellos salvajes que, como demonios avanzaban desde el Este. Construía mil explicaciones y, cada noche, cuando en sus ensoñaciones se presentaba ante él aquella niña con su hermanito de la mano, era incapaz de articular ninguna. Tan solo pedía perdón y lloraba hasta caer dormido.

 

PARTE 3

 

Un pitido intermitente en la negrura fue lo primero que Natalia recordaba de cuando, finalmente, recobró la consciencia. Amodorrada por la medicación no pudo reaccionar cuando aquel hombre que había permanecido cuatro días sin moverse de su lado sonreía como un niño cuando la vio abrir los ojos.

Ella nunca sabría que los médicos le habían hecho todo tipo de pruebas y que los espeluznantes informes, - que incluían presencia de tóxicos en sangre, numerosos microtraumatismos en huesos, quemaduras de cigarrillos y otros indicadores de lo que aquella e insignificante ratita de la calle había sufrido en su corta existencia-, habían motivado a aquel hombre a hacer algo que sentía él  le debía a la misma vida.

Cuando aquellas manos de dedos largos pero viriles le acariciaron la barbilla, aun adormilada, le pareció escuchar que el hombre le decía “te pareces tanto a ella”. Natalia jamás sabría que aquella joven de falda azul, en un lugar que no sabría poner en un mapa, hacía diez años que le había cambiado su vida para siempre.

 

No le costó mucho al famoso escritor y consultor de defensa Ferec Toth, miembro de una influyente familia de diplomáticos, el mover las suficientes voluntades como para llevarse a aquella niña de padres desconocidos a convalecer a su casa.

La guerra y la crisis habían arrasado la economía y la moral, y aunque suene terrible, el que un alma caritativa se ofreciera a librar al sistema de Seguridad Social de una carga era visto como una ventaja, y nadie hizo demasiadas preguntas. Al final aquellas niñas de la calle eran irrecuperables, y que se la llevara para cuidarla era de lo más noble, comparado con lo  que esos hijos de buena familia solían hacer con estas chicas en sus fiestas, a menudo comprándolas por un tubo de pegamento o unos chutes de fentanilo.

 

Natalia miraba desde la ventanilla como la ambulancia que la transportaba atravesaba el centro de la ciudad, tan familiar para ella y se adentraba en los acomodados barrios del sur de la capital. Los toxicómanos dieron paso a elegantes mujeres con caros carritos de bebé y los bidones en los que se calentaban las legiones de desempleados a bonitos árboles plantados ordenadamente en las aceras de los bulevares.

Finalmente la ambulancia llegó a su destino. Aquella gran vivienda, del entonces desconocido para ella neogótico europeo, sería, desde entonces su nuevo hogar.

 

Todo resultaba nuevo, pero los otros dos habitantes de la casa, el señor Toth y su ama de llaves la Señora Aquino,- (una atractiva treintañera filipina de la que, pese su aparente disciplina y profesionalidad, sospechaba que mantenía alguna relación más allá de la de empleada y patrón con su atractivo jefe)-, se esforzaban por ser amables y que su adaptación fuera lo más fácil posible.

 

Con el paso de los días, poco a poco se fue levantando y dando paseos por los pasillo, revoloteando entre el servicio que se afanaba en mantener la casa en inmejorables condiciones. Entre todos, Natalia se había fijado en las doncellas, apenas un poquito mayores que ella, que siempre se preocupaban en mantener todo limpio y tenían además unos bonitos uniformes que hasta ese momento sólo había visto en películas. En su mayoría eran chicas de extracción humilde, como ella, y Natalia pensó que si se convertía en una de ellas podría, por fin tener un poco de felicidad en aquella casa donde había pasado más días sin temor que todo el resto de su vida junto.

 

Una noche, como todas y cada una de ellas desde que estaba allí, Ferenc y su ama de llaves, estaban en la habitación de la niña, hablando como cada noche de los más variados temas antes de que ella se durmiera. El sueño la iba venciendo, pero no quería que aquel anhelo pasara otra noche sin ser expresado.

 

-        Señor, sé que estoy recuperada, y que uno de estos días tendré que irme.

-        No…., no digas eso, no hay por qué,- una sombra de tristeza conmovió al hombre al oir las palabras de su joven huésped-.

 

-        Sé que es normal, que yo le robé, y ustedes, a cambio me han cuidado y ya han hecho más por mí en estos días que nadie antes.

 

Teresita Aquino sostenía la mano de la jovencita mientras la dejaba continuar.

 

-        Sólo que hay una cosa que me ronda por la cabeza y prefiero preguntarla ahora para no hacerme ilusiones como una idiota, que sé que luego acabaré rota… como siempre…

 

Finalmente, tras inspirar profundamente,  la joven se decidió a terminar la frase, con  muecas y evitando la mirada, pero esa vez, al menos, no sería por no haberlo intentado.

 

-        ¿No estarán ustedes interesados en una nueva criada?

 

El mundo de Natalia se desmoronó cuando vio en el rostro de los dos adultos una expresión de extrañeza. Trató de jugar una última baza desesperada

 

-        Soy torpe, pero puedo aprender, -aseveró vehemente-, bueno, con esas azotainas que la Sra.Aquino les da cuando lo merecen, creo que cualquier chica podría aprender, la verdad…

 

El ama de llaves esbozó una sonrisa que rompió el habitual talante serio que mantenía cuando, junto a su jefe, había alguna tercera persona.

 

Ferenc Toth puso la mano bajo la barbilla de la joven hasta que sus ojos castaños se hundieron en la profundidad de aquel azul tan triste como profundo. “Tú quieres quedarte aquí, Natalia, y nosotros…, - la mirada cortante de la filipina le hizo rectificar al instante-, digo… yo, yo quiero que te quedes… pero no como criada, Natalia. Quiero que estudies, que te hagas una mujer, no quiero que te pierdas, quiero que vivas, que vivas… quiero que vivas. Aquí ya nos vas conociendo, te vamos a cuidar y, dijo sonriendo, si te portas mal, también están esas azotainas tan didácticas de la Señora Aquino que mencionabas antes.

 

La joven sonrió con amargor, recordando las auténticas ordalías de dolor que había sufrido desde antes de tener uso de razón. “Creo que podré soportarlas….”

 

-        En cuanto te pongas bien, apostilló el dueño de la casa, te compraremos algo de ropa, y, cuando se pueda, empezarás a recibir clases en casa, hasta que te puedas incorporar a clases en un colegio.

-         

La joven no guardaba un grato recuerdo del colegio, nunca se había considerado inteligente, pese a que lo era, y siempre recordaba las constantes burlas de sus compañeros, por sus notas, por su aspecto flacucho, por los cardenales que traía de casa… siempre había algo, pero algo en su interior le decía que,pese a que tenía mucho miedo, que esa vez algo podría ser diferente.

 

Ferenc acarició la frente de la joven apartándole el flequillo de la cara, esa tarde, una de las chicas del servicio que se daba maña con las tijeras, le había cortado el pelo y por primera vez se había sentido como esas niñas bien que podían ir a las peluquerías.

 

-        ¡Eh, además, estás muy guapa!

 

El señor y el ama de llaves abandonaron la habitación y cerraron la puerta. Teresita Aquino tampoco había tenido una infancia fácil en los barrios humildes de Manila, y sabía que, en ocasiones, los niños de la calle, por miedo, por complejos o por ignorancia actuaban estúpidamente, y cada noche, tras la charla cerraba la puerta de Natalia con llave. Al echar mano de la llave, notó como Ferenc, le sujetaba dulce pero firmemente la muñeca, “No, a partir de esta noche no quiero que lo hagas más, Tere”

La mujer asintió y en un susurro, temerosa de que su voz atravesara la gruesa puerta de nogal, contestó a su jefe, “Es muy frágil, no quiero que haga tonterías, imagínate si se escapa”.

 

El hombre depositó un sutil beso en los labios de aquella mujer de rasgos suaves y pelo azabache. “No lo hará”.

 

El reloj de pared marcaba las once de la noche mientras se acostaba solo, sobre su costado, en su enorme cama de repujado cabecero de caoba. Apagó la luz y, en la oscuridad, oyó dos puertas que se abrían. “Vaya, -pensó-, al final, Tere tenía razón..”. Tras abrirse la segunda puerta, sintió como los sutiles pasitos en el pasillo, lejos de huir se abrían paso en la oscuridad hacia su alcoba. La puerta se abrió y al final un cuerpecito tembloroso se tumbaba en la cama, acurrucado contra  su espalda, y notó como un brazo lo rodeaba. Natalia, con una carantoña, anidó su cabeza entre el hombro y la cara de aquel hombre que por primera vez en la vida le hacía sentir calor en el alma. El hombre, sin atrever a moverse por no arruinar el momento, sentía como aquella cascada de pelo rubio le hacía cosquillas, y así, el sueño le fue ganando la partida.

 

Esa noche, como en todas y cada una desde aquel día en aquella carretera de Krajina, antes de caer completamente inconsciente, en las ensoñaciones que hacen de frontera entre la vigilia y el sueño, acudió puntual  a su cita aquella joven con su pequeño hermanito, Shasha, de la mano. Aquella vez, sin embargo, fue distinto. Esa noche, su mirada, silenciosa y azul, ya no tenía angustia, era serena. Los dos niños, se giraron y se alejaron, caminando despacio, ella con aquella misma falda azul con la que le recordaba.

Por primera vez en todos aquellos años su yo preonírico levantó la mano, y se atrevió a hablar  a aquellas dos pequeñas figuras que se iban desvaneciendo en la distancia.

“Yo…, me llamaba Ferenc, y ojalá podáis perdonarme”.

 

PARTE 4







 

Sus amigas seguirían pensando que estaba loca, pero para ella, aquella disciplina le había hecho ser la mujer que era y en aquella casa en la que el amor la había desbordado, los azotes tampoco faltaban cuando se hacía acreedora de ellos… o no tanto.

 

Era sábado y siempre, en la casa, el servicio disfrutaba de libranza desde el viernes por la noche a la noche del domingo, y eran ella y su madre, que era como con los años había pasado a considerar a la Señora Aquino,- en aquel momento ya Señora Toth-, debían de encargarse de mantener la casa en condiciones.

 

Aunque tuvieran servicio y pudiera parecer un poco anticuado, sus padres de acogida y a quienes consideraba sus verdaderos padres,  pensaban que las mujeres de la casa no podían olvidarse de las tareas domésticas, y esas limpiezas del sábado por la mañana les hacían reparar en los detalles de la casa al tiempo que, si algo no había sido debidamente hecho por las muchachas del servicio y debían limpiarlo ellas, sin duda, en el futuro serían más diligentes en el control del trabajo de las doncellas.

 

Aunque tanto ella como su madre, que de pie en otro rincón de la biblioteca aun lucía estupenda a sus casi cincuenta primaveras, eran unas habilidosas amas de casa, esa noche recibirían a unos importantes invitados, así que ese día antes de las tareas debían afrontar una liturgia que, pese a muy esporádica no era desconocida para ninguna de ellas.




 

Frente  a la falsa creencia de que el uso de los azotes solo sirve para castigar, en la disciplina doméstica existían varias razones por los que una señorita podía acabar con el trasero caliente.

Aunque era evidente que ninguna azotaina era agradable en el momento de recibirla, es verdad que a lo largo de su vida había entendido los beneficios que una firme aunque comedida disciplina tenían sobre ella y su estado mental, y las sesiones de “conciencia”, -o “focus spanking” en los tratados sobre disciplina doméstica-, como la que iban a recibir era, sin duda de sus favoritas.

 

Los azotes de conciencia se solían recibir antes de iniciarse cualquier tipo de actividad importante. Solían ir precedidos de un tiempo de reflexión en el rincón y luego una breve sesión de azotes. Al contrario que las azotainas con motivo de un castigo, o las preventivas, o incluso las de mantenimiento, estas azotainas eran breves y suaves y jamás se usaban los instrumentos que más respeto, -o temor-, infundían a las chicas ni, por supuesto, se azotaban zonas más delicadas como los “sit spots” o la parte trasera del muslo que, en cambio, si eran “tratados” en otro tipo de azotainas.

 

A Natalia le gustaba, no solo porqué eran bastante llevaderas dentro de lo que cabía, sino que  sentía como, a través de esta azotaina, era más consciente de la importancia de lo que se le había encomendado,  o de que sus padres valoraban el esfuerzo que iba a hacer, y que, aún más importante: sentía que había alguien que se interesaba por lo que iba a hacer. Tal vez no los azotes, que aunque no eran de los más mortificantes no dejaban de doler, pero todas esas sensaciones hacían que entre todas las azotainas, estas fueran sus favoritas.

 

Aunque no debían de permanecer con las manos detrás de la cabeza como cuando estaban en el rincón por causa de un castigo, las dos mujeres empezaban a impacientarse balanceándose nerviosamente sobre sus punteras cuando finalmente el hombre entró en la biblioteca y cerró la puerta tras él.

 

-        Lamento que me haya retrasado un poco, chicas, recibí una importante llamada de un buen cliente. ¿Os habéis portado bien en mi ausencia?

-         

Las dos mujeres, cada una desde su rincón, contestaron al unísono. “Sí, señor”. Como en muchas casas donde regía la disciplina doméstica, durante las sesiones se aplicaba la vieja máxima del “sí señor y no señor y cuando te pregunten” y de seguro ni una ni otra tenían ganas de ganarse unas caricias de correa extra por haber sido descaradas.

 

El hombre llamó a las dos mujeres, junto a una pesada mesa de madera que ocupaba el centro de la estancia y sobre la que reposaban abundantes volúmenes de tapas de variados colores.

 

Aunque para Natalia la inmensa mayoría de las azotainas que había recibido habían resultado un asunto exclusivo entre su madre y ella, había momentos en los que las dos se habían hecho merecedoras de una azotaina, o sin ser merecedoras como en esa ocasión, y en los que, entonces, era su padre el que se encargaba de llevar la voz cantante.

 

Él les explicó que ese día era particularmente importante. Les dijo que, para esa tarde, tanto ellas como la casa debían de lucir de manera impecable. “Tengo absoluta certeza de las buenas amas de casa que sois, y por eso no he creído necesario el suspender la libranza del servicio, pero también creo que es mi responsabilidad el que lo tengáis presente”.

En efecto el matrimonio García de Bonemburger que acudía a cenar esa noche, eran propietarios de un selecto internado femenino en una pequeña república alpina, y no era ningún secreto que tal institución podía ser una brillante catapulta para Natalia, con su flamante título de magisterio bajo el brazo.

 

Ferenc señaló la maciza mesa de madera. “Ya sabéis como poneros, codos en la mesa, falda recogida, piernas rectas y esos culetes para arriba”. Las dos mujeres obedecieron. Tere oía el inconfundible sonido de la hebilla del cinturón al desabrocharse y como el cuero, siseante, se deslizaba por las trabillas del pantalón como una mamba reptando en busca de una presa a la que morder. Nadie que no tenga conocimiento muy directo podrá a llegar a entender el totum revolutum en el que se convierte el estómago de una mujer en esos momentos, la palpitacón, la súbita sequedad en los labios, esa terrible certeza de que ese deseo que Tere abrazaba y temía al mismo tiempo, iba a convertirse en restallante y dolorosa realidad para su expuesta y vulnerable carne.

 

Natalia sabía por experiencia que, sin duda iba a ser el trasero de su madre el primer agraciado por las caricias del cuero, siempre, en estas situaciones, a Ferenc le gustaba empezar por su mujer y ambas sabían también que él siempre era mucho más estricto cuando era el turno de su esposa que cuando era el de su joven discípula.

 

Aunque estar en una posición tan indefensa esperando que de un momento a otro una tormenta de correazos caiga sobre tu trasero no era en ningún caso un paseo por el parque, era verdad que el estar allí junto a Tere contribuía la creación de un vínculo especial entre ellas, un vínculo que cuando todo se reducía a un monólogo del cepillo del pelo de la Señora Toth cayendo sobre las nalgas de Natalia, no existía. Esta especie de sororidad de spankees se había forjado en los últimos años, cuando la disciplina se había convertido en algo más abierto en la casa. Aunque desde siempre en sus castigos siempre estaba Tere presente, durante muchos años las únicas azotainas que ella había presenciado eran las ocasionales zurras que las doncellas más descuidadas recibían de manos la antigua ama de llaves. Por supuesto ella sabía que en privado el turgente trasero de su madre adoptiva también recibía las atenciones debidas cuando lo merecía, pero no había sido hasta hace tiempo cuando ella misma se convirtió en adulta, que su madre había comenzado a recibir sus castigos de forma menos privada, como ella misma.

Aunque pudiera parecer extraño, el sentir que las mismas normas comenzaban a aplicar para las dos mujeres de la casa le hizo no solo ser consciente que ya no era una niña, sino que una complicidad a toda prueba había surgido entre ambas.

 

Ferenc se situó detrás de su esposa y calculó la distancia elevando la mano que sostenía doblado su cinturón hasta que este rozó las redondeces del trasero de su esposa. La segunda vez que bajó el cuero, la visita no fue tan amable. El cuero restalló sobre el centro de las lunas de la más madura de las mujeres y Natalia vio como su madre apretaba los dientes para evitar un alarido. Los ojos abiertos de su madre le indicaban que, pese a no haber sido dado con toda la fuerza, sin duda había sido un correazo mucho más fuerte de lo que Tere esperaba. Una marca roja marcaba el lugar donde los bordes del cinturón habían mordido la turgente carne de la mujer. Respiró fuerte y se recompuso. “Uno, gracias, señor”. El segundo azote cayó apenas unos milímetros por encima del anterior, dejando una huella similar a la anterior que comenzaba a ponerse de color  rojo carmesí. Aunque el impacto fue de una fuerza similar, la preparación mental tras la experiencia del primero hizo que Tere encajara mejor esa segunda caricia del cinto. “Dos, gracias señor”, la cara de Tere era un verdadero poema que precisamente no tranquilizaba a la joven que también con los codos sobre la mesa esperaba a escasos centímetros de la filipina su propio turno. Los cuatro siguientes azotes se repartieron a partes iguales entre las dos nalgas, y aunque tal vez fueron algo menos intensos, fueron propinados con muy breve intervalo entre ellos. Cuando con el sexto azote el cinturón se abatió por última vez sobre las nalgas de Tere, la mujer estaba roja y respiraba agitada. Para ambas resultó evidente que si tras seis azotes no estaban cayendo las lágrimas la intensidad había sido bastante moderada, pero, sin duda, mucho más severo que otras azotainas que ambas habían recibido por la misma razón. Sin duda, durante las próximas horas, un trasero dolorido iba a ser un buen recordatorio de la importancia de la tarea que tenían entre manos.

 

Tere sabía que debía de permanecer en posición hasta que se le diera permiso, así que pese a las ganas de masajearse su maltrecho trasero sabía que debía aguantar, al menos hasta que el trasero de Natalia hubiera saldado su deuda como lo había hecho el suyo.

 

El hombre pasó por detrás de su esposa para situarse junto a la joven que esperaba su turno en ese tan particular cadalso. Ferenc se fijó en que la falda del vestido turquesa de Natalia estuviera recogida de una forma recatada al tiempo que, con cuidado de orfebre, tiró de  la cintura de las braguitas para asegurarse de que pese a algún posible aspaviento todo quedara pudorosamente a cubierto de la tela.

 

Cuando un tiempo después, afanadas en la limpieza del comedor, repasaran lo sucedido ni una ni otra se pondrían de acuerdo. Para Natalia era, simplemente que habiendo visto lo sucedido se había preparado mentalmente para lo que iba a suceder, amén de que se consideraba mejor encajadora y menos quejica que su madre de acogida. Para Tere, era, simplemente que Ferenc tenía una debilidad por la joven, y siempre era más “blandito” con ella, hiciera lo que hiciera.

 


Cuando sonó el primer cintarazo, la joven mordió sus labios y cerró los ojos, aunque su cuerpo permaneció inmóvil, ofreciendo un fácil blanco para los siguientes azotes tal y como se suponía que debía hacer. “Uno, gracias, señor”. Al instante el contorno cuadrangular de donde los cantos del cuero se habían enterrado con más furia en la suave piel comenzaba a marcarse en un tono de rosa que iría evolucionando en pocos minutos hacia un rojo furioso. Los siguientes azotes fueron cayendo en un patrón similar a los que había recibido su madre, con los cuatro últimos en tan rápida sucesión que verdaderamente tuvo que hacer un ejercicio de autocontención para no emitir un quejido.

 

Él contempló los traseros de las dos mujeres. Aunque rojos y marcados con unas curiosas marcas rectangulares que ya estaban entre color púrpura y violeta, las dos chicas respiraban con normalidad y guardaban silencio mientras, con los codos en la mesa, mantenían la espalda arqueada a fin de ofrendar su delicado trasero a las furiosas caricias de aquel cuero cruel. En las dos mujeres, todas las marcas se concentraban en la parte central de las nalgas, eludiendo de forma premeditada las zonas más bajas, - y sensibles- , de los sit spots y los muslos, las dos sabían que debían estar eternamente agradecidas por ello, aunque también sabían que aquella clemencia no era ningún cheque en blanco y que si tras una azotaina de conciencia, -focus spanking-, se hacían merecedoras de un castigo por la tarea que tenían encomendada, esos castigos siempre eran particularmente estrictos.

 

El hombre, con parsimonia, se abrochó el cinturón, “podéis levantaros”. Las dos mujeres se levantaron despacio, un poco anquilosadas por haber tenido que guardar una posición tan forzada aunque hubiera sido por un corto periodo de tiempo.

Una vez incorporadas y antes de arreglarse y colocarse las faldas una y otra examinaron el trasero de la compañera, dándose cuenta que aunque el dolor desaparecería en unas horas, esas marcas permanecerían tercas durante unos pocos días. Afortunadamente, al estar en la parte central, no se verían  obligadas a ser particularmente cuidadosas con según que shorts o trajes de baño. En aquellos momentos tan solo echaban de menos un espejo con el que tratar de hacer una evaluación de daños del propio trasero.

 

Las dos mujeres quedaron solas en la biblioteca y aun trascurrieron unos minutos antes de que ambas la abandonaran para iniciar sus quehaceres , sabiendo que el ardor en sus traseros, efectivamente, sería el mejor recordatorio para realizar el trabajo de la manera más prolija posible.