El joven y la profesora desobediente

  Con 31 años, pese a que las pecas de su cara le confirieran un aspecto más aniñado, haber ganado una plaza como catedrática de instituto e...

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viernes, 30 de abril de 2021

Una pequeña explosión. (2/2)

 


El tiempo hasta las seis de la tarde pasaba lento del coche de Ekaterina. Había pasado por una gasolinera para comprar un par de emparedados y unas chocolatinas, se sentía mal y no tenía ganas de tener que velar su ánimo con una máscara social, simplemente quería estar sola. Como guiño a su letargo de melancolía, y para matar el tiempo, wasapeó con sus antiguas amigas de Vorónezh, sus respuestas, cuando llegaban, la hacían sentir, aún más fuera de lugar en aquella isla habitada por gentes que, a su juicio, estaban trastornadas.

Aunque pausadamente el tiempo transcurrió, y a las seis saludaba a Jimena en el hall de uno de los grandes centros comerciales de Tawseburgo, la próspera y bulliciosa capital de la isla estado. A pesar de que el saludo fue efusivo, ya que las dos chicas habían hecho muy buenas migas en el gimnasio, no pasó mucho tiempo hasta que Jimena Signori, nuestra ya conocida fiscal, se dio cuenta de que algo no marchaba bien. Katia, normalmente vivaracha y de rápidos reflejos a la hora de dar una réplica aguda o picante, contestaba con monosílabos, y el velo gris de la niebla de ánimo apagaba la luz de sus ojos.

-          ¿Pero qué te pasa, chica?, - dijo Jimena poniendo los brazos en jarras provocando una oscilación de las bolsas que llevaba enganchadas-.

-          No sabría ni por dónde empezar…

-          Nos vamos a una cafetería y me cuentas…

-          Mejor, cogemos el café y nos vamos fuera.

El banco del paseo marítimo en el que las dos chicas se sentaron a disfrutar de su café les proporcionaba una hermosa vista sobre el sol que ya se iba ocultando detrás del mar. Jimena meneaba el café mientras escuchaba el relato de Ekaterina, el cual, a veces pausaba cuando la emoción le impedía continuar.

Jimena era genuinamente una chica de Cane Island, y pese a que había viajado mucho a otros países, verdaderamente era una enamorada de las costumbres locales, aunque, cuando trataba con chicas extranjeras que por una razón u otra habían tenido que radicarse en la isla, o escuchaba como ahora los sentimientos que le confiaba su compañera de banco entendía, verdaderamente, que verse sumergida en este mundo, tan distinto, era un auténtico shock.

-          No puedo soportar que me traten como a una estúpida todo el tiempo, y peor aún, que tenga miedo a hacer cualquier cosa por temor a que algún gañán juzgue que por cualquier nimiedad me merezca una paliza.

Jimena arqueó una ceja.

-          No tolero ser considerada un ser inferior, pensé que eso había quedado atrás en occidente, y me flipa, que vosotras, incluso tías super preparadas, como tú, le deis a esto un viso de normalidad.

Jimena dejó de marear el fondo de café que aún le quedaba en el vaso.

-          Ekaterina, sé que las costumbres de aquí pueden parecerte raras, pero, también te tengo que decir que las estás analizando desde una óptica incorrecta.

-          Explícate, que no te sigo.

La fiscal tomó aire.

-          Pues mira, para empezar, te estás comparado con los hombres, y en esa comparativa, tú ves que nosotras salimos perjudicadas… y yo te digo que no nos podemos comparar en absoluto, somos equivalentes, pero no iguales.

-          Dejais que os peguen. Como animales. Me parece que tu filosofía de mártir no me va a valer Jimena…

-          Vamos a ver, cuando nosotras, nuestra sociedad, pone en manos del hombre la capacidad de calentarnos el culo cuando lo merecemos, lo único que hace es regular un comportamiento, que por otra parte, es bastante beneficioso.

Katia la miraba con incredulidad. Jimena, viendo el rostro de su interlocutora, asintió con vehemencia y continuó su disertación.

-          Mira, cuantas veces, estás de mal humor, por cualquier cosa y quieres pagarlo con lo que sea, quieres liberarte discutiendo, riñendo… Y eso lo he visto en muchos lugares del mundo. Aquí, sabes que ese comportamiento está fuera de lugar, y que te calienten el culo cuando pasa evita cantidad de discusiones estúpidas que, de otra forma envenenan la convivencia.

-          Ya… ¿Y por qué no es al revés? ¿Por qué somos tontitas?

-          Y dale…. ¿Tu pondrías la retina de tu padre en manos de una tontita? ¿Pondrías la defensa de una nación en manos de una tontita? Pues empieza a contar la cantidad de oftalmólogos, políticas, pilotos de avión que hay en la isla, aquí nadie piensa que seamos tontitas.

Y, respecto a tu primera pregunta, pues es muy sencilla… a ti te gusta admirar a tu compañero, a tu novio, a tu marido, a tu padre… ¿No?

-          Emmmm…. sí, claro, como a cualquier mujer…. Es más, te recuerdo que soy eslava.

Jimena miró los profundos ojos azules de su interlocutora y los prominentes mofletes pigmentados por graciosas pequitas.

-          No…. Créeme, no hace falta que me lo recuerdes…. Pues eso, ¿Podrías admirar a un hombre al que pones sobre tus rodillas cuando diga una inconveniencia? Y sé sincera.

La mera reflexión de azotar a un hombre sobre sus piernas le pareció, como poco, grotesca.

-          Pues…. No, la verdad.

-          Efectivamente, a todas nos gustan los hombres fuertes, tranquilos y que nos apoyen, y si nos salimos del camino, que nos vuelvan a poner en él.

-          Ya…. A golpes…

-          A ver, Katia, dejémonos de cinismos…. ¿Tú tuviste pareja en algún momento?

-          Sí, en Rusia. Lo dejamos poco más o menos un año antes de venirme.

Jimena preguntó a Katia por los motivos de la ruptura, disculpándose si estaba siendo demasiado indiscreta, pero…. Al fin y al cabo, era fiscal.

-          Pues, él hizo medicina. Y preparando el examen de residencia, casi no lo veía, todo el día estudiando, y cuando lo veía solo hablaba de lo mismo, y al final, nos gritábamos más que hablábamos. Romper fue la mejor solución. No quiero dejar de reconocer que igual yo fui un poco egoísta, pero, yo también estaba preparando oposiciones y me sentía sola.

-          Mira, Katia, cielo, eso es justo de lo que estoy hablando. Si bien tú fuiste egoísta, él tampoco lo fue menos. La función de un hombre es dejar su mal día a la puerta de casa, y cuando nos ve, preguntarnos cómo nos ha ido.

-          Ya, para rompernos el culo.

-          Si se tercia, pero principalmente para que no nos sintamos solas, para que nos sintamos protegidas, e, incluso para que nos oigan, aunque a veces se pongan pelmas dando soluciones que no hemos pedido. Y él no hizo eso. ¿Qué hubiera pasado si en tu primer berrinche él hubiese cogido y te hubiera puesto el trasero como un tomate?

-          Pues que no era justo, que me sentía abandonada y aun encima me pegaba…

-          Vas bien, cielo…es justo por ahí… Un examen es importante, pero, tú no lo eres menos, sino más, así que, venir de estudiar mucho, no es óbice para no interesarse por ti. Aquí, por ejemplo, eso, apenas pasa. Los chicos saben que, lo más importante, es sacar tiempo para dedicárnoslo, y si por hablar con su novia pierde un poco de tiempo de estudio, pues ya lo robará al sueño, y si además te mereces una zurra, con veinte años, seguro que la acción no terminaba contigo sobre sus rodillas.

La salida de Jimena hizo reír por primera vez a Ekaterina. La verdad es que las palabras de su amiga, aun sin convencerla, habían hecho que analizara la situación desde un prisma completamente diferente. Para sus adentros, tenía que reconocer que, desde que su padre había comenzado con “la aclimatación” unos meses antes de emigrar, de todos los hombres que la habían tenido que corregir, todos ellos lo habían hecho con el genuino convencimiento de que estaban haciendo lo correcto para ayudarla.

-          De verdad, es que me flipáis… ¿Es que vosotras solo atendéis a golpes?

Jimena escrutó a su amiga con un ceño fruncido.

-          ¿Nosotras?

-          Sí, vosotras. Katia enfatizó la frase con un enérgico movimiento de manos.

-          Katia… Vamos a dejar de ser cínicas… ¿Cuántas oposiciones llevabas preparando en Rusia?

-          Mmmmm… pues…. Bueno…. Unas pocas…

-          ¿Y qué pasó cuando tu padre y los profesores de la academia empezaron a “preocuparse” por tus resultados y hábitos de estudio?

Ekaterina bajó la mirada.

-          Conseguí plaza a la primera.

-          Y no solo eso, Katia, mírate ahora, que estás perfecta, y no es por que hagas más ejercicio, sino porque tu padre se empezó a tomar en serio que durmieras bien, que comieras bien, antes corrías mucho con el coche…. Y claro, eso, eran cosas que no te debía de haber dicho nunca antes…

-          Pues unas cuantas…

Definitivamente, la joven rusa estaba tocada y hundida.

-          Puede que tengas algo de razón.

-          Y Katia, que necesitemos unos azotes de vez en cuando, no nos convierte ni en animales ni en seres inferiores, sólo en Ying y en Yang.

La muchacha extranjera y miró suplicante a su amiga.

-          Y qué hago… creo que la cagué a lo bestia con el juez Vázquez, me da vergüenza hasta decírselo a mi padre.

-          Cariño, mira, yo por motivos de trabajo conozco mucho a Marcos Vázquez, y es no solo muy justo, sino profundamente humano, y eso que, siendo mi director de tesis he tenido ocasión de conocer su swing con la correa, pero no te preocupes mucho por él. Te acompaño hasta el coche, le mandas un mensaje, y mañana vas a hablar con él, y ahora vas a casa, y hablas con tu padre. Mañana, si quieres, quedamos otra vez.

Las dos amigas caminaron hasta el aparcamiento donde, a la puerta del coche se despidieron con un abrazo.

Cuando Katia llegó a casa, Dimitri, estaba acabando de guardar la compra en los diversos estantes de su gran cocina y, lo último que se esperaba fue el abrazo de su hija que se abalanzó sobre él con tanto ímpetu que casi lo trastabilló y, para su pasmo, permaneció allí, callada, abrazándolo tan fuerte que parecía que quería tatuarse sobre su pecho. Su padre, poco acostumbrado a las efusividades de su hija, un tanto arisca, simplemente la rodeaba con sus brazos le acariciaba la cabeza por debajo de la melena que cubría su nuca y luchaba para que los ojos no se le humedecieran; desde la muerte de su esposa, estas abiertas muestras de cariño, no eran habituales en la casa.

Tras unos segundos que al hombre se le antojaron fracciones, Katia se despegó de su padre, y le pidió que fuera yendo al salón y que ella iba ahora, pero primero tenía que hacer una cosa.

Cuando Katia llegó al salón su padre, ya estaba sentado en el sofá. Era un hombre de unos cincuenta años y de una apariencia más que notable para su edad que lo había hecho bastante popular entre sus compañeras de orquesta. Alto, guapo y con unas facciones varoniles, la amabilidad de Dimitri, así como la propia naturaleza cosmopolita de Isla Cane habían hecho que, al contrario que para su hija, su adaptación hubiera sido fácil.

Ekaterina depositó la correa de piel marrón sobre la mesa.

-          Es la gorda. La de cuando he sido mala.

Katia contó a su padre con pelos y señales cuanto había acontecido en el día, y que su jefe, le había respondido al mensaje, diciéndole que, al día siguiente acudiera con normalidad, ya que tendrían una conversación.

-          Vaya, princesa, parece que ha sido un día complicado… vamos a cenar, y vete pronto a la cama, que mañana seguro que vas a necesitar las fuerzas…

-          Pero…. Papá…. Con la que he liado por mema, y no me vas a dar lo que hoy SÍ que merezco….

-          Cielo, tu misma me has dicho que no hiciste nada en la cafetería… y en el trabajo… pues parece que algo quedó a medias… ya veremos mañana. Anda, guarda la correa… pero no muy lejos, que me ha dicho un pajarito que, mañana, igual la vamos a necesitar.

Con la misma, el hombre se levantó dando un beso en la cabeza a su hija que permanecía sentada, orgullosa de ser hija de su padre.

Cuando regresó de guardar el instrumento de cuero, su padre la esperaba sobre la silla del despacho, la miró, y se dio unas palmadas sobre los muslos.

-          Aquí, pequeñita.

Ekaterina, sorprendida por lo que juzgaba un brusco cambio de comportamiento, obedeció asustada. Acostada sobre las rodillas de su padre, notó como con dulzura, la mano del hombre le subía la falda para observar las nalgas que presentaban varios cardenales como recuerdo de la cruel espátula de la mañana.

-          Sabes por qué voy a azotarte, princesa

-          ¿Por haber sido egoísta y cegata?

-          No mi amor, por no haberme dicho hasta hoy como te sentías.

Aunque Dimitri nunca lo sabría, cuando la primera palmada cayó sobre las nalgas de su hija, Ekaterina sonreía de pura felicidad. Fue una azotaina lenta, dolorosa, pero no en exceso, y el hombre sabía que los sollozos de su hija desde el segundo azote, en este caso no eran solo de dolor, y que, esas palmadas eran, un bálsamo para el alma de su hija.

Aquella noche, aunque temerosa de su entrevista con su jefe del día siguiente, Katia se durmió rápidamente, notando el leve escozor de sus nalgas cuando eran acariciadas por las suave ropa de cama.

 

-          Lo siento señor juez…

El juez escuchaba el relato de la joven que se presentaba allí, verdaderamente arrepentida de lo que había sucedido en el día de ayer.

-          De acuerdo, señorita, acepto tus disculpas, no voy a abrirte un expediente por lo de ayer, pero… Primero: te voy a recomendar para que acudas a un taller de azotes con tu padre, - la cara de extrañeza de Ekaterina era un poema, pero, prefirió asentir y no decir nada-, segundo, vaya a llamar al alguacil y de paso, traiga la correa; tercero, ya  lo hablamos cuando venga ya en mi despacho.

Cuando la chica regresó con el aguacil, el juez le dio para su entrega un documento oficial, se trataba de una inhabilitación temporal para impartir disciplina que tenía como destinatario al encargado de una cafetería no muy lejana. El juez se había encargado de realizar varias averiguaciones, y si bien aunque estricto el castigo podía estar justificado, pero su administración, sin duda, había sido excesiva, y eso, en Isla Cane, era un asunto extremadamente grave.

El juez cogió la correa que le ofrecía la chica, y le franqueó el paso hacia su despacho. Ekaterina encabezaba la curiosa comitiva que, de camino al despacho pasaba junto a  la mesa de Clara, cuando las dos chicas estuvieron lo suficientemente cerca, su amiga le susurró sonriendo:

-          Me alegro de tenerte de vuelta… pero, te lo tienes ganado.

El juez cerró la puerta tras él:

-          Katia, lo que pasó ayer fue muy grave. Entiendo todas tus circunstancias y por eso tampoco quiero ser un cretino, eres nueva aquí, y hay cosas que pueden llegar a irritarte.

-          Lo siento mucho, señor. Ayer, aunque no se lo crea, vi muchas cosas. Coja esa correa y tuésteme el culo hasta que no pueda sentarme en una semana, fui una capulla y una desagradecida.

-          No, señorita, quiero que lo entiendas, esto no es ninguna venganza, ni una vendetta, pero ayer la liaste, y aquí cuando una chica se porta como tú, pues se gana una disciplina.

-          Como debe de ser, dijo Ekaterina recogiendo la falda para dejar a la vista sus nalgas apenas cubiertas por unas braguitas tal vez demasiado pequeñas y demasiado bonitas para lo que hubiera sido habitual como ropa de trabajo.

Inclinada sobre la mesa, Katia, apretó la mandíbula cuando notó que el juez tanteaba las distancias con la monstruosa correa y, pese a esforzarse en el agarre, cuando el cuero besó sus nalgas por primera vez casi salió disparada. El impacto, en el medio de ambas nalgas se enterró tanto en su piel que las nalgas rebosaron de carne arriba y abajo la correa. El efecto en Katia fue terrorífico, y ya este primer azote la hizo aullar de dolor.





 

La correa era mil veces peor que el cinturón, y, viendo la zona que rápidamente se empezaba a poner colorada con puntos púrpura, un solo correazo cubría la misma superficie que seis cintarazos bien aplicados.

El segundo azote la alcanzó de lleno en la parte trasera de sus nalgas con un movimiento ascendente que hizo a Katia ponerse de puntillas. El alarido coincidió con unos sollozos, que, probablemente no pararían durante toda la azotaina.

El tercer chirlazo cruzó ambos muslos, con tal fuerza que Ekaterina pensó que estallarían.

Desde la parte superior de sus nalgas hasta la mitad de sus muslos la parte trasera de la muchacha estaba roja como un campo de amapolas, tan solo destacaban las marcas azules donde habían impactado los bordes de la correa, recuerdos que, con seguridad, iban a durar días.

A partir del cuarto, todos los azotes cayeron, necesariamente, en carne ya macerada, y el efecto era agónico. La chica sentía como si con un cuchillo ardiente algún diablo estuviese desollando la piel de su pobre culo, que sentía arder.

El juez puso particular empeño en castigar los puntos de contacto para asegurarse que durante muchos días, al sentarse, Katia recibiera el restallazo de dolor en su trasero. Los muslos, aquel día también habían sido considerados como objetivos legítimos, y para desgracia de la chica que aullaba como una loba cada vez que la sensible parte trasera de sus piernas era acariciada por el mordiente cuero,  seis azotes almieron la parte superior de sus muslos..

Clara contemplaba el buen estado de su esmalte de uñas mientras sonreía oyendo como su amiga estaba pasando un mal rato teniendo una charla con el juez siendo su trasero la mesa de conferencias. Ella misma se había sentido mal con el arranque de furia del día anterior, y era algo que, evidentemente, debía de ser corregido.

Tras veinte correazos, la tormenta de azotes cesó, dejando a Katia sollozando y gimiendo como una magdalena con su trasero reducido a una palpitante y tonificada pulpa de tonos que oscilaban entre el cereza y el azul.

El juez contempló a Ekaterina durante unos minutos, que fue lo que tardó la chica en poder contemporizar su respiración.

-          Gracias, señor. ¿Me perdona?

-          Pues claro, no seas boba, anda, componte, y vete a trabajar. Sólo que no se repita.

-          ¿Puedo abrazarle?

-          Pero como se te ocurre soy tu jefe y yo…

El juez gesticulaba reafirmando su negativa cuando una chica que apenas hacia doce horas había aprendido lo especial que es sentirse cuidada, lo calló abrazándose a él. Vázquez, atónito, tan solo daba suaves palmaditas en la espalda de la chica a la que hacía apenas unos minutos había enseñado una valiosa lección.

Las dos chicas apuraban de pie sus batidos,- Jimena también había tenido una conversación con Rodri acerca de la conveniencia de no olvidarse la lista de la compra y volver a casa con la mitad de las cosas necesarias.


 

 

-          ¿Taller de disciplina? ¿Qué es eso? Tras poner al día a su amiga Jimena, convertida a hora en una suerte de "Cicerona", Katia le preguntaba mientras no dejaba de comerse el helado que tenía ante ella.

-          ¡Anda! Buenísima idea. Pues es un taller que suele durar un fin de semana, y allí se se va cada chica con su spanker y se trabaja de todo, desde implementos, intensidades, aftercare…. Suelen hacerse en hoteles del sur, cuando la temporada turística decae.

Ekaterina estaba pasmada de ver cómo, al mencionárselo, Jimena había tenido una explosión de alegría.

-          Errrrrr….. de verdad crees que es buena idea…

-          Pues claro, es más, normalmente se hace para las parejas recién llegadas, y principalmente es el público objetivo, pero, generalmente, también está una pareja de la isla que sirve de “ponentes”. Incluso a veces, asiste gente de aquí para aprender cosas nuevas. Es súper guay… eso sí… vete pensando en dormir boca abajo la siguiente semana.

Katia no pudo sino menear la cabeza ante el ataque de risa que le entró a Ekaterina con su propio chiste, el reírse de sus propias “paridas” era algo muy usual en Jimena cuando se encontraba cómoda.

-          Y es más, Katiuska… si me dices cual vas a hacer, me apunto contigo. Va a ser el cumple de Rodri, y no sabía que regalarle…. Ese finde y algún juguetito para que estrene conmigo allí, serán perfecto.

La joven rusa sonrió y sorbió con ímpetu el final de su batido. Pese a la extrañeza, le hacía ilusión el hacer este fin de semana con su padre y con su amiga. Por primera vez, en meses, esa ilusión la hizo sentirse una más de las chicas de Isla Cane.

miércoles, 31 de marzo de 2021

Las curiosas costumbres de Isla Cane. El día de Sofía. (2/4)

Cuando llegó a casa, el coche de su marido, ya estaba aparcado a la puerta, y a la alegría de llegar a casa y que él estuviera, se le sumó el congojo de tener que decirle que había tenido que ser coregida en el trabajo, y, como era tradición en todas las casas, una zurra en el trabajo, implicaba una zurra al llegar a casa, así que, inexorablemente, el incidente del trabajo iba a cobrarse un peaje sobre sus ya doloridas nalgas.

La fornida figura de su marido se recortaba en la puerta, sonriendo ampliamente a su mujer a la que amaba sobre todas las cosas. Sin ser particularmente alto, en torno al metro y ochenta y cinco, sus amplias espaldas y musculosa anatomía eran, sin duda su seña de identidad, su corte de pelo, de estilo militar remarcaba su cara de trazos varoniles, enmarcada por un cabello y barba negros, que ya presentaban alguna cana prematura. Como biólogo, era el jefe del programa de reintroducción de la foca monje del Mediterráneo en Isla Cane.

Sin dejarla traspasar la puerta, la cogió de la cintura y la besó con ternura.

-          ¿Qué tal el día, Batwoman? ¿Persiguiendo a los malos?

Jimena torció la boca antes de contestar.

-          Mmmmmmmmmmia….. iba bien, pero justo antes de venir me gané una zurra... Aunque el jefe me ha felicitado, y me ha dicho, que algún día su puesto será mío, la verdad es que no me esperaba ese arranque de generosidad por su parte.

-          Bueno…. Eso es que sabe a quién tiene la suerte de tener al lado. Siempre te lo digo, eres tú la que verdaderamente lleva la fiscalía. Y bueno, sobre el otro incidente, no te preocupes, esta tarde Sofía tiene su recapitulación, y puede ser buen momento.

-          Vale, cariño, pero porfi, no seas muy severo, que luego tengo que ir con las chicas, que quedé con ellas, tengo noticias de lo nuestro, verás…

Sofía, la estudiante de intercambio que vivía en su casa, ya había puesto la mesa, y se afanaba en servir los platos. Debido a que el  nivel educativo que proporcionaba la universidad de la isla era muy elevado, esta era un referente en todos los programas de intercambio. Como el nivel de vida local era caro, no era extraño que muchas chicas se alojaran en casas donde, aparte del alojamiento, conseguían un dinero por ayudar a sus anfitrionas en las labores domésticas. La madre de Sofía, además, era la soprano más importante que había dado el país, si bien, llevada por el amor, ahora residía en Milán, por lo que las peculiares tradiciones del país se habían mamado desde niña en su casa. Cuando su hija pudo optar por estudiar su carrera de Farmacia en Isla Cane, no tuvo dudas, no  solo por el grado de excelencia, si no, la seguridad que ofrecía la isla con  una tasa de criminalidad prácticamente nula.

La comida transcurrió animadamente, con Jimena contando las nuevas de su citación ante el Consejo, cuanto más se metía en la conversación más se animaba, y utilizaba las preguntas de Rodrigo y de Sofía para ir articulando posibles líneas de discurso, la sobremesa avanzó tratando de este y otros temas y ya eran más de las cuatro cuando Rodrigo miró su reloj.

-          Sofía, cariño, estate preparada para la recapitulación a las cinco. Ya recogemos nosotros la mesa.

La recapitulación semanal era un momento temido por todas las mujeres en Isla Cane. Tenía lugar en los domicilios donde, ante el cabeza de familia, la chica debía presentar su cuaderno con las azotainas que había sufrido durante la semana, y, así mismo, si había cometido alguna infracción que hubiese quedado sin disciplina.

Según el código, que fijaba la recapitulación como obligatoria para todas las mujeres, al contrario que las zurras que se propinaban cuando se producía una infracción o fallo, que tenían como fin corregir este, la recapitulación era un castigo. A la chica, según el número de correcciones a las que había sido sometida durante la semana, se le imponía un castigo, que en todo caso debía de ser severo, y que rara vez implicaba menos de hora y media horas de azotes con diferentes utensilios y en diferentes posiciones.

Si, por un comportamiento particularmente bueno, la chica no hubiera necesitado ninguna corrección a lo largo de la semana, se le aplicaba una sesión de refuerzo. Este refuerzo consistía en un castigo de la misma intensidad que una recapitulación, pero más breve, siempre menos de una hora. Su objetivo, aparte de servir de reconocimiento al buen comportamiento de la mujer, es recordarle las consecuencias que tendrá que afrontar si se aparta del camino recto. Aunque más breve, es suficiente para que las marcas y dolor persistan en el culete de la chica durante varios días de la siguiente semana.

A las cinco, el salón estaba preparado para el inicio de la sesión de Sofía. La caja de los utensilios se encontraba junto al sofá y Sofía, desnudad e cintura para abajo, esperaba de rodillas con el cuaderno de disciplina, una libretita rosa con un gaticornio en su tapa delantera. Al contrario que las correcciones que podían tener lugar en privado, las recapitulaciones y los refuerzos tenían lugar en un lugar común de la casa, y como elemento pedagógico todas las chicas debían asistir a él, para que sirviera de ejemplo en caso de las recapitulaciones como de incentivo en el raro caso de ser testigos de una azotaina de refuerzo.

La compungida niña comenzó la lectura, y ciertamente la semana no había sido buena. Incluía más de treinta ocasiones en las que su trasero fue caldeado a lo largo de la semana: desde una azotaina con paleta de madera por la seguridad del campus por dejar mal aparcada su bicicleta, varias correcciones en clase y hasta el propietario de un bazar que decidió aplicarle un correctivo con una espátula metálica después de que chocara accidentalmente contra un expositor, afortunadamente para su trasero sin llegar a tirar nada.

Finalmente, se hizo el silencio.

-          Sofía, has sido muy negligente esta semana. Sobre mis rodillas. Ya sabes que, si despegas las punteras del suelo, o te cubres con las manos, no dudaré en empezar de cero. ¿Vale?

-          Sí, señor…

La joven se levantó y con pasitos cortos como si tratara de retrasar lo inevitable. La rubia estudiante se acomodó lo mejor posible apoyando su vientre  sobre los muslos de Rodrigo. Finalmente, la mano derecha del hombre se alzó y descendió con rapidez dejando de manera instantánea  la silueta rosada de la palma en el trasero de la desdichada. Los azotes se sucedían con tal rapidez que el dolor no se devanecía, sino, que al contrario cada vez, dolía más.

Rodrigo aplicaba un patrón aleatorio, para no darle oportunidad a la desventurada de adivinar el próximo lugar de impacto. Cada azote era seguido por un quejido de Sofía, que aún era capaz de aguantar el llanto.  Al cabo de diez minutos de asalto, las nalgas y parte superior de los muslos de Sofía eran de color carmesí.

El hombre comprobó que el tono de la piel era uniformemente colorado antes de dejar de azotar el trasero  de la joven que se retorcía todo lo que el temor de separar las punteras de sus pies del suelo le permitía.

-          Bueno, fierecilla, te estás portando bien. Ha terminado la primera etapa. Contra la pared, las manos apoyadas en el muro y las caderas hacia atrás. Espalda arqueada que el culo tiene que quedar bien expuesto.

 

En las recapitulaciones, al contrario que cuando se corregía, no se esperaba que la chica agradeciera “las atenciones” más que al final.

Sofía adoptó la posición en la que esperó unos minutos mientras el hombre, bebía un vaso de agua para recuperarse del esfuerzo realizado. Ni que decir tiene, que la breve tregua también fue celebrada internamente por la chica, que aunque en posición un poco ortopédica, al menos por unos instantes, no sentía una tormenta de golpes en sus posaderas.

Rodrigo tomo una correa de cuero, rectangular de unos veinticinco por diez centímetros y con un pequeño mango de madera, que servía para poder aplicarla con la precisión que se necesitaba.





 

El hombre se situó detrás de la joven que, intuyendo la posición de Rodrigo, había empezado a hiperventilar anticipando lo que estaba por venir. Rodrigo, como varón juicioso, antes de aplicar la correa, comprobó que todo el culo estuviera caliente y rojo por igual, aplicando unos fuertes azotes con la mano en zonas que le presentaban duda arrancando respingos de dolor de la pobre Sofía.

El cabeza de familia se pasó la correa a su mano derecha y la apoyó sobre el trasero de la joven que se estremeció al notar el mero contacto del cuero curtido sobre su indefenso y ya muy dolorido trasero. Un gemido de la joven cuando el cuero se despegó de su nalga fue el pistoletazo de salida de la ordalía que le esperaba.

La correa, aunque terriblemente dolorosa para los traseros de las jovencitas revoltosas, es en las recapitulaciones considerado, aun, como un calentamiento más que como castigo propiamente dicho. Y como tal, aunque con dos correazos se podía cubrir toda la superficie del trasero de Sofía, Rodrigo se esmeró, aplicando los correazos en patrón descendente pasando de una nalga a otra hasta que con cuatro correazos se aseguraba que todo su trasero y parte trasera de los muslos quedaba de un color rojo carmesí. Al llegar a media altura del muslo, el patrón volvía a repetirse desde arriba.

Cuando el cuero alcanzó por primera vez la delicadísima piel de sus piernas, Sofía que hasta ese momento gemía y se retorcía como un pescado moribundo, soltó un chillido que hubiera escandalizado a los gatos de cualquier callejón y, sin poder reprimirse, rompió en llanto.

Los gritos, entrecortados por los estertores de sus pulmones pidiendo aire, se producían de forma constante ya que, los feroces azotes se sucedían de forma continua. El espectáculo de la joven sollozante ante el estricto castigo impresionaría a cualquier testigo… siempre y cuando, este no fuera una mujer tan acostumbrada a  ser disciplinada como Jimena, que no obstante asistía un poco compungida sabiendo que su turno sería al día siguiente por la tarde.

Rodrigo mantuvo el ritmo de la correa durante quince largos minutos, cuando ya toda la zona de castigo había adquirido un tono de rojo púrpura, y Sofía, ahogándose en su propio llanto mantenía la cara pegada a la pared, girada sobre su hombro, con la boca abierta ya sin ser capaz de articular sonidos, en un estertor de callada agonía.

Tras quince minutos, el ritmo de los correazos se ralentizó, pero, su fuerza se redobló, eran los últimos azotes de correa, y era preciso que cuajaran la impresión correcta. Tras tres correazos que la mártir pensaba que le estaban arrancando la piel con tenazas al rojo, en un gesto espasmódico, Sofía, que hasta ese momento había mantenido en todo momento la posición arqueada, no pudo evitar que la cadera se desplazara hacia dentro en un reflejo de evitar el el doloroso aguijonazo del beso de la correa. La piel restalló, y la caricia del cuero, preñada de dolor calló sobre un lateral de su nalga.

-        -   Acabas de ganarte una penitencia. ¿Quieres portarte mal? Otro gesto de no colaborar, y te aseguro, que vuelvo a empezar con la correa desde el principio.

Sofía giró la cabeza de forma exagerada, casi convulsiva.

-      -     Ooooo, pod favod, eñod. O siento, o siento. O quise, o quise. De vedad

En realidad, la amenaza tenía más de baladronada que de realidad, pero, como encargado de la disciplina, no podía permitir que las chicas pensaran que, romper la posición de castigo, era cosa baladí. La propia penitencia que le había anunciado era algo, que, invariablemente iba a suceder, ya que para las caneitas, todas las zurras solían acabar con alguna “rebeldía que expiar”.

Los últimos dos correazos cayeron sobre la parte trasera de los piernas, y fueron tan poderosos que las vibraciones se transmitieron por la carne de sus dos perfectamente torneados muslos. Un alarido de voz rota salió de la garganta de Sofía que desencajada miraba al techo, en una pose que, a la dueña de la casa le hizo recordar a una loba que aullara a la Luna.

Ya había pasado media hora de la sesión semanal, cuando, Rodrigo decidió conceder una pequeña tregua.

-         -  Sofía, tienes un receso de cinco minutos. Vete al baño y recomponte.

-       -    I, señod, - dijo la muchacha a quien los mocos le impedían respirar por la nariz-, acias, señod.

La joven entró en el baño y tras sonarse, contempló en el espejo el paisaje de apocalipsis que presentaba su trasero. Caliente como el infierno, notaba como la piel púrpura le quemaba las manos cuando se acariciaba la macerada carne. Tras sonarse y enjugarse las lágrimas tomo un corto sorbo de agua que le sirvió para hidratar su garganta, seca, tras el festival de aullidos. Como no tenía reloj, y por nada del mundo quería afrontar las consecuencias de llegar tarde a su cita con su merecido castigo, inmediatamente regresó al salón.

-          - ¿Estás mejor, cielo? Preguntó la mujer castaña que había sido espectadora única de todo el calvario.

-       -    Si, gracias, Jimena, deseando ya de terminar.

-        -   Pues a ver si la próxima semana, eres más cuidadosa, y ya, ni empezamos.

Todos sabían que las palabras de Rodrigo eran un pura entelequia, ya que, el disfrutar de un refuerzo en lugar de sufrir una recapitulación, era algo, que la mayoría de las habitantes de la isla, jamás habían experimentado.

-          Sofía, inclínate sobre la mesa del salón. Culete en pompa y las manos bien agarradas a los bordes. Ten cuidado con tratar de cubrirte subiendo uno de los pies. ¿Está claro?

-        -   Sí, señor –dijo la joven mientras adoptaba la posición requerida.

Si tuviera autorizado girar el cuello, vería como el siguiente utensilio era la paleta de lexan transparente. Era un utensilio de gran ligereza y rigidez que tenía una gran reputación de hacer volver a sus cabales a las jovencitas descarriadas.

La azotaina con tan dañino implemento se prolongó por veinte largos minutos, y se centró en la parte inferior de sus doloridas nalgas. Ni que decir tiene que propinar tal cantidad de azotes en un área tan pequeña tuvo unos efectos inmediatos en la infortunada penitente. El llanto retornó desde el primer chirlazo y tras los primeros, Sofía gritaba como un mono aullador. La concentración de azotes hacía que estos cayeran siempre sobre carne recién golpeada y la reacción era casi eléctrica.





 

Si bien esta no era la fase más dolorosa del castigo, si era la más importante, ya que con ella se buscaba castigar la zona de los puntos de contacto. Esta era la parte del trasero que, cuando la chica se sentaba entraba en contacto con las superficies, y castigarla durante un periodo largo con un utensilio rígido, aseguraba que la zona permaneciera amoratada y dolorida durante toda la semana, siendo un doloroso recordatorio de las consecuencias de portarse mal, cada vez que sentara.

Sofía, recostada en la mesa sobre su pecho, sollozaba y se movía frenéticamente de un lado a otro como si fuera un salmón que trata de superar un rápido con poca agua, impotente ante el huracán de golpes que habían convertido la parte trasera de sus nalgas en un volcán en erupción. Finalmente en su estéril lucha, ocurrió lo que era inevitable, tras el tercer golpe seguido que caía exactamente en el mismo punto, espasmódicamente, la joven despegó un piel del suelo en vano intento de cubrirse, o de ralentizar el siguiente azote.

-         -  Sofía, baja ese pie, ya.

La joven, que recobró la lucidez ante la severa voz que la interpelaba, bajó inmediatamente el pie, maldiciéndose a sí misma, ya que, ese desliz le iba a suponer varios azotes de penalización.

Finalmente, los cuatro últimos azotes aterrizaron sobre la parte superior de los muslos, que debido a su delicadeza, nunca se deben convertir en objetivo prioritario de los instrumentos rígidos. Un ronco aullido de agonía cercioró a los presentes, que esos cuatro últimos paletazos habían logrado captar la atención de la pobre muchacha.

Finalmente, la recta final del castigo se asomaba, y, antes de afrontarla a nuestra protagonista, le fue concedido un descanso de cinco minutos. Antes de transcurridos tres Sofía se encontraba de vuelta en el salón. Rodrigo le ordenó que se recostara boca arriba sobre el sillón, y le pidió a su mujer que sujetara en alto las piernas de la joven. Era la conocida como postura del pañal, y las dos mujeres sabían que esa posición es perfecta para emplear elementos flexibles que tengan como principal objetivo los delicados muslos de las mujeres revoltosas.







 

El último utensilio no salió de la caja de implementos, sino de la cintura del hombre que parsimoniosamente sacó el cinturón de brillante cuero negro que ceñía su pantalón el cual dobló en dos y con él agarrado por la parte de la hebilla se preparó para la siguiente etapa del viacrucis semanal.

Como las dos mujeres habían deducido por la postura elegida, desde el primer azote, el objetivo fueron los muslos haciendo que la pobre Sofía emitiera alaridos de dolor que hubieran podido romper cristal; Jimena, de hecho se sonrió pensando que era lógico, que, al fin al cabo su madre era una excepcional soprano. La joven se retorcía de dolor con cada vergazo, tratando de evitar que sus manos, libres de cualquier asidero trataran de impedir, estúpidamente, el castigo de sus martirizados muslos.

Las marcas de color púrpura se alineaban en la parte trasera de sus muslos, y dado que el cinturón, aun doblado era lo suficientemente largo y flexible, cuando impactaba, aun contaba con la suficiente inercia para enrollarse sobre los firmes muslos de Sofía y castigar la hipersensible piel del interior de sus piernas.

Jimena se afanaba en sostener las piernas de su amiga, sabedora de que, si fallaba al hacerlo, habría con toda seguridad consecuencias indeseadas para su trasero, no obstante la desquiciada joven trataba de zafarse de ese agarre y sustraer a sus mulos de tan severo castigo.

Al fin, tras cuatro zurriagazos particularmente fuertes y seguidos que dieron con la estrecha cinta de cuero hundida en la sensible carne, el cinturón cayó para no volverse a levantar contra la muchacha que ya sin lucha, extenuada, recibía los azotes con sordos gruñidos entrecortados por los abundantes sollozos.

-        -   Sofía, hemos terminado con el cinturón. Arrodíllate mirando a la mesa. Y nada de tocarse el trasero. Jimena tiene una cuenta pendiente antes de tus penalizaciones.

Jimena tragó saliva cuando su nombre salió a la palestra, y como conocedora de los particulares rituales de la disciplina doméstica, se levantó y se acercó a la mesa.

-        -   Cariño, hoy has sido descuidada, y te ganaste una corrección en el trabajo. Creo que doce cintarazos serán suficientes para ayudarte a aprender la lección, ¿Verdad?

La suavidad y el amor que impregnaban las palabras cada vez que Rodrigo hablaba a su mujer no ocultaban, sin embargo, el severo correctivo que se avecinaba, si bien, recibir en casa dos azotes por cada uno recibido en el trabajo era, bastante generoso teniendo en cuenta las prácticas habituales.

-   Sí, señor, estoy, de hecho, muy arrepentida.

- Bueno, princesa, verás cómo aprendes de todo esto. Quítate la falda y las braguitas por los tobillos. Sé un buen ejemplo para Sofi, y recuéstate sobre la mesa, el culete bien expuesto.

Jimena obedeció en silencio y serena pero con creciente temor adoptó la postura.

El primer cintarazo no se hizo esperar, aterrizando justo en el medio de su nalga derecha dejando una alargada marca rosada. El cuerpo de la esposa se empotró contra la mesa, aunque, tanto por fuerza como por golpear una zona con bastante más “acolchado” este azote.

-       -   Uno. Gracias señor.

    Desde su posición a poca distancia de la acción, Sofía, iba recuperando un poco la compostura y el        ritmo de la respiración, y, por qué negarlo, asistía divertida al espectáculo que se le ofrecía. En los         meses que llevaba en su casa, había aprendido a querer a Jimena como a una hermana mayor, y verla     disciplinada por un hombre que la adoraba y le ofrecía todos los mismos y firmeza que necesita una         chica, le producía cierta alegría. Además, como alguna vez le había reconocido, era una suerte que         ya     que era inevitable que tarde o temprano te acabaran calentando las posaderas, mucho mejor si         es     alguien tan guapo.

    La disciplina proseguía llenando de verdugones la parte más prominente del respingón trasero, si             bien era obvio, que no se estaba empleando tan a fondo cómo hacía un rato. Esto, y ambas mujeres         lo     sabían, no se debía a un trato de favor, si no que, al día siguiente, por la mañana, era el turno de     Jimena para su recapitulación semanal, y haberse empleado a fondo, implicaría un exceso de             sufrimiento que una chica tan dulce y obediente, no merecía.

-        -   Diez. Gracias, señor.

El undécimo azote fue inesperado, ya que en vez de caer horizontalmente cayó como un rayo sobre la parte superior de la curva de sus nalgas. La piel restalló y una marca notoriamente más oscura que las anteriores se empezó a hacer visible sobre la pálida piel.

Jimena no se lo esperaba, y emitió un respingo de dolor, mientras noto un aumento de la presión sanguínea y como los ojos se le humedecían.

-      -  Once. Gracias, señor.

El último azote, fue igual, dejando una progresivamente más oscura marca en la otra nalga. Jimena suspiró aliviada sabiendo el final de su castigo.

-     -     Doce. Gracias, señor.

-     -     De nada, cielo, sé más cuidadosa de ahora en adelante.

-     -     Ya…. Fueron las prisas, quise acabar pronto el dossier, y al final cometí ese fallo tonto.

Roodrigo levo la barbilla de su mujer con su dedo índice.

-    -  Bueno, pero seguro que desde ahora, tendrás más cuidado de que las prisas hagan sombra a tu magnífico trabajo.

Los ojos marrones de Jimena se perdieron dentro de la inmensidad azul de los ojos de su marido que la miraban y ahogaban en una marea de amor infinito. Con gesto pícaro, la mujer lanzó sus labios y le robó un piquito a su marido.

Para gran parte de las mujeres de Isla Cane, asisitir a la disciplina de otra chica siempre era un espectáculo agradable. La propia experiencia les había dotado de gran juicio para valorar los castigos y eran jueces inclementes analizando todo, desde la intensidad y recursos técnicos del spanker así como las reacciones de la spankee, en general que una dama sobreactuara en un castigo estaba muy mal visto, y en este aspecto Sofía no era una excepción. Y aun sintiendo la palpitante agonía de su trasero, se consideraba afortunada, ya que Rodrigo era comedido y respetuoso, aunque estricto, tal y como debía ser un hombre. Ojalá ella, pensaba, pudiera, algún día encontrar un marido igual.

Rodrigo se rio y dio dio una tierna palmada en el trasero a tu mujer.

-     -   Anda, bribona, ve a sentarte. Y Sofía, pasa al centro.

Obediente, la chica, deseosa de afrontar ya la última dificultad de su castigo semanal quedó en pie en el centro de la sala.

-      -    Ahora, dóblate hasta que te alcances los dedos de los pies, y no me hagas trampa doblando las rodillas, que me daría cuenta.

Jimena sonrió, se daría cuenta, y no sería buena para ella – pensó-.

Obediente, la joven estudiante adoptó la incómoda postura. Normalmente, los azotes de penalización se suelen recibir con la spankee situada en una postura poco confortable, ya que, a parte del dolor de los azotes le suponga un desafío mantenerse como le había sido ordenado y no hacerse acreedora de más atenciones.

-     -      Bueno, ya casi terminamos, serán seis con la vara.

Sofía tragó saliva al oír la palabra vara. Sin ninguna duda ese delgado diablo de ratán era el instrumento de disciplina más temido por todas y cada una de las chicas de la isla, las cuales debían afrontarlo con más o menos frecuencia. Se trataba de una flexible vara de ratán de algó más de un metro de longitud, lo que garantizaba que cada una de sus caricias llegaría a las dos nalgas de la mujer que se hiciera acreedora de sus atenciones.

Rodrigo se situó por detrás, y apuntó con cuidado, (al ser tan lesivo, la vara exigía un control perfecto), el primer azote cayó en la parte centrl de su martirizado trasero, con tal violencia que incluso la torneada carne del sulo de Sofía parecía que estaba absorbiéndola, tan profundo fue el zurriagazo. Un verdugón recto de color violeta se empezó a formar nada más despegar la vara del trasero de la desdichada. La pequeña rubia se tambaleó en su precario equilibrio y emitió un aullido de dolor.

-     -     Uno. Gracias, señor.

Los siguientes tres azotes aterrizaron inmediatamente debajo del primer azote, dejándole el tarsero con 4 rayas paralelas separadas por una muy estrecha franja de piel roja. Desde el tercer impacto, Sofía estaba rota en llanto y sus alaridos sonaban ya con voz ronca después de haber sometido a tan severo castigo durante casi dos horas. En su postura que se afanaba por no romper, las lágrimas caían directamente sobre la alfombra formando un cerco de humedad en la misma.

El quinto azote busco dejar una huella perdurable para ayudar a la chica a valorar mejor las consecuencias de sus actos durante la siguiente semana: con una precisión de láser alcanzó el pliegue que forma el muslo cuando se encuentra con la nalga. Esta zona ya se encontraba muy dolorida por el reciente asalto del cinto, y ella sintió como como si quisieran sajarle las piernas con una sierra al rojo. A pesar del alarido y de retorcerse, fue capaz de mantener la postura.

Rodrigo comprobó la eficacia de su caricia, e internamente, se sintió orgulloso de aquella chica que tan bien estaba afrontando las consecuencias que su mal comportamiento le había acarreado.

El golpe final, cayó al sur del anterior, directamente en la parte superior de las piernas, ya muy sensibilizada por el prolongado castigo, que rápidamente se vio adornada por una marca púrpura que cruzaba ambas. Solo un supremo esfuerzo de voluntad y el pavor a ver prolongado el martirio previno que Sofía separase sus manos de las puntas de sus pies a pesar de la violenta embestida, y una salvaje sacudida de cabeza y un eterno alarido de voz rota fue la única repuesta de la obediente mujer al dolor que se había apoderado de su parte trasera.

Rodrigo se separó hacia atrás.

-     -     Bueno, hemos terminado.

-   -       Gracias, señod – dijo Sofía sin atrverese a romper la postura que ya le provocaba palpitaciones de dolor en su arqueada espalda-.



 


 

-      -    Espero que todo el esfuerzo al menos sirva para que aprendas la lección.

-      -    Si , señor, lo prometo.

-      -    Bueno, permanece sin moverte quince minutos, para ayudarte a interiorizar el aprendizaje.

Sofía gimió por dentro, pero sabía, que el tiempo de reflexión era obligado después de un castigo estricto. Junto a los agarrotados músculos de la espalda, lo que más lamentaba era no poder masajearse su dolorido trasero que le parecía iba a entrar en erupción de un momento a otro.

Rodrigo se sentó junto a su mujer que le enseñaba unas posibles compras en Amazon sin perder de vista el reloj. Finalmente los quince minutos pasaron.

-       -   Bueno, Sofía ¿Ya has recapacitado?

-        -  Sí, señor, -en el fondo hubiera cualquier cosa con tal de poder abandonar la agotadora postura-.

-     -     Pues ya está. Espero que no vuelvas a cometer ya los mismos errores.

Sofía se acercó al hombre y lo abrazó.

-     -  ¿Ya no estás enfadado?

- - Rodrigo la rodeó con sus brazos y le besó la cabeza.

-          No, ni nunca lo estuve. Una cosa es que sea mi deber castigarte, pero uno no se enfada con quien quiere y respeta.

Ante la mirada de Jimena, permanecieron abrazados por espacio de un minuto.

Finalmente, Rodrigo se separó y le pidió a su mujer que acompañara a Sofía a su cuarto, y la ayudara con los ungüentos y pomadas que, tras la azotaina, contribuían a disminuir un poco las futuras molestias. Curiosamente, los fabricantes de cosmética de Isla Cane eran reputados por sus bálsamos de este estilo… sobre todo después de que la incorporación como químicas y científicas de muchas mujeres a las plantillas de estos fabricantes.

Las dos chicas subieron, y se dirigieron al baño.

-     -     Odio la vara.

Jimena sonrió.

-     -     Pues claro, tonta. Como todas. Por eso es tan importante que esté ahí cuando nos la merecemos.

Jimena remarcaba esto, sabiendo que en su casa, la vara se usaba en contadas ocasiones, principalmente cuando se producían episodios de mal comportamiento en un castigo y eran precisas penalizaciones. Lo de hoy, a su juicio había sido un ejemplo del correcto empleo de la vara.

-     -     De verdad… a ves me cuesta entenderos. Ya sé lo que mi madre me explicó, y es guay que los chicos nos presten tanta atención y nos sean siempre presentes… pero, a veces, creo que os pasáis.

-      -    Entiende que son nuestras tradiciones, y que nuestros fundadores crearon un país muy avanzado en una isla relativamente pequeña, y eso es solo por el orden social. Por eso me preocupa que mis propuestas… Bueno… - se recompuso-, túmbate en la cama que ahora voy con bálsamo. Que son casi las siete, y yo tengo planes con las chicas, y tú, estoy segura que también. ¿Has quedado hoy con el becario de tu facul?

Sofía sonrió pícaramente. 

Un poquito… contestó haciendo un gesto con dos dedos.