El joven y la profesora desobediente

  Con 31 años, pese a que las pecas de su cara le confirieran un aspecto más aniñado, haber ganado una plaza como catedrática de instituto e...

lunes, 22 de marzo de 2021

La gran final

 

Para entender el contenido de este relato, se recomienda leer el relato “Día de partido”, aunque puedes leer y entender este relato por separado, la comprensión de los diversos rituales y predicamentos que en él se narran, creo que te harán aumentar el disfrute de este relatito.

Como autora, agardezco de corazón las críticas que amablemente me dejeis, y, me comprometo a responder a todas.

 


 El teléfono de Fernando sonó en su bolsillo interrumpiendo el paseo por el, a esas horas, poco concurrido parque. 

Tras mirar el identificador de llamada descolgó, anticipando el contenido de la conversación.

 - ¿Qué pasa, amigo? Cómo andas, Angelito. 

Su mujer caminaba a su lado mientras su marido atendía la llamada. 

- No tío, muchas gracias, ya sé que es la final, pero con Sarita de seis meses ya nos toca retirarnos… 

Sara se acarició su incipiente tripota que embellecía aún más, si cabe, sus femeninas formas, mientras, nerviosa, se mordía el labio y esperaba que su hombre colgara el teléfono.

 - ¿Quién era? – se hizo la tonta-. 

- Ángel, quería, invitarnos a ver la final en su casa. Pero ya le dije, que nosotros ahora, ya hacemos vida monacal – se sonrió- mientras hablaba-. 

Su mujer le cogió la mano y se la puso su vientre, suave y calentito.

 - Cari… solo estoy embarazada. No he dejado de ser tu zorrita… 

Fernando se giró y miró atónito a su mujer.

 - ¿Qué quieres decir?

 - Pues que desde sabemos que estoy embarazada casi ni me miras. Todo son caricias y mimitos, pero de ahí no pasamos. Has dejado de ir a ver los partidos, y lo echo de menos, y cuando nazca la nena, sí que lo tendremos más complicado.

 - ¿Quieres que vayamos?, dijo Fernando enseñándole el móvil que aún no había guardado en el bolsillo. 

Sara se paró y se puso delante de su marido rodeándole el cuello con los brazos y mirándolo a los ojos.

 - Sí, joder. Claro que quiero. Quiero que petes la boca con la mordaza más grande y apretada que puedas. Quiero retorcerme de dolor arrodillada en mi poste y ver como te empalmas mientras me miras. Quiero oir los gemidos de de esas zorras sufriendo a mis lado, y quiero, cuando volvamos a casa, recibir tu leche en mi garganta antes de que te vayas a la cama orgulloso de tu zorra. 

Fernando apretó a su esposa y la beso, mientras Sara sentía como su boca era invadida por la caliente y ansiosa lengua de su hombre al tiempo que una turgencia se notaba, incipiente, en la entrepierna de su marido. Tras unos minutos de torridez, Sara se “zafó” del abrazo de su esposo.

 - Llama… 

- No me das órdenes, pitufilla – dijo mientras le daba al botón de devolver llamada de su teléfono-. 

Mientras el aparato establecía contacto, se acercó a su mujer que se había separado unos metros para que realizara la llamada y, deslizando la mano bajo su vestido, le pellizcó como a una quinceañera, justo en la sensible zona donde el muslo se junta con las nalgas. Una mueca de dolor adornaba la cara de Sara cuando, como impulsada por un resorte se giró hacia su marido. Cualquier ulterior réplica se vio truncada cuando, al descolgar su interlocutor, comenzó una breve conversación telefónica.

 - Perfecto, Angelito… nos vemos el sábado. A las siete. Abrazo, compa. 

 La mujer se aferró al brazo de su marido mientras, iniciaban el regreso a casa. 

- Tonto, me va a salir un moratón en el culo. 

- Dalo por seguro. ¿Y? 

- Pues que me gusta la simetría… y, siendo más pequeñita que tú, y en mi estado, no hay mucho que pudiera hacer si quisieras darme otro pellizco.. 

- Eres una provocadora…. Y me encanta… 

Cuando el sábado llegó, todo respondió a una liturgia conocida y hasta deseada. Sara se acabó de arreglar, eligiendo para la ocasión un ajustado vestido rosa que realzaba sin convertir en obscenas las curvas de su ya evidente embarazo. El maquillaje era discreto, con sombra en los ojos y  gloss protector en los labios, que siempre era necesaria ante la larga velada que iba a afrontar severamente amordazada. Apagó la luz del baño, y bajo las escaleras ante las cuales la esperaba Fernando con unas esposas en una mano y una enorme mordaza de bola rosa en la otra. La bola presentaba un plateado anillo de brillante cromado que, acertadamente, Sara dedujo que podía ser usado para fijar la mordaza a su poste. 

- ¡Guau, es gigante!

 - Sí, pero teniendo en cuenta que vamos a ir en coche, y lo que me dijiste el otro día, creo que es la más conveniente. Además, te hace juego con el vestido. 

Sara, zalamera se acercó a su marido y lo miró con esos ojitos de niña traviesa que sabía que volvían loco a su marido.

 - Pero no me la vas a apretar mucho… ¿Verdad? 

- Sigue hablando, piratilla,  y dormirás con ella… 

Sara sabía que la amenaza de su marido no era más que una baladronada, no obstante, obediente abrió su boca forzando al máximo los músculos de sus mandíbulas. El hombre tuvo que forcejear para que la gigante bola pasara entre los dientes de su mujer la cual, pese a distender al máximo sus músculos no era capaz de cobijar tan enorme intruso, lentamente, la esfera se fue abriendo camino separando aun más su boca y dando la sensación a la joven, de que, en cualquier momento, su mandíbula inferior se iba a desgajar del resto de su cabeza. Solo entonces, con la rosada esfera bien asentada tras sus dientes y aplastando su lengua hasta el límite de la nausea, su esposo se dio por satisfecho. En ese momento, y pese a que la presión que ejercía la mordaza sobre sus dientes y mandíbula haría imposible que Sara la expulsase sin ayuda de las manos, el hombre ciñó al máximo la correa del artilugio, llevando las comisuras de sus labios hacia atrás y haciendo sobresalir sus pómulos. Con la cara deliciosamente desfigurada por la mordaza, Sara, parecía una ardilla que llevara una avellana en cada carrillo, pues el esférico intruso rellenaba todo el interior de su boca. La cara de la mujer, así,  hacía juego con la redondeada forma de su vientre.

 - ¿Apretada? Un gemido lastimero casi inaudible fue la única respuesta de su esposa. 

- Nah… que va, solo ajustadita. 

Con un gesto indicó que se girara, y con facilidad, esposó ambas muñecas a su espalda. Un collar de cuero con su nombre inscrito que se ceñía en su garganta y evitaba que su mujer pudiera bajar la cabeza completaba el atuendo de los días de partido. Una correa de paseo, sujeta al collar, remataba la escena. 

Fernando cerró la puerta de casa y contempló a su mujer que lo esperaba junto al coche.

 - Estás preciosa. Le dio un beso en el labio superior y le abrochó el cinturón de seguridad mientras su esposa trataba de encontrar una postura no excesivamente dolorosa, sentada contra los inmovilizados brazos, que no hiciera que el acero de las esposas se le clavara demasiado en su tierna carne. 

Cuando llegaron a la casa de Ángel y Elena, todas las demás parejas ya habían llegado y, cuando los recién llegado entraron, se montó un revuelo de bienvenida, con todos los hombres saludando a su amigo y dedicando piropos y buenos deseos a la un tanto  azorada gestante. Las chicas, ya arrodilladas en sus postes, trataban en lo posible de girarse para contemplar a Sara, en la medida que sus mordazas fijadas a los postes y los pezones dolorosamente anclados a la madera por las consabidas pinzas se lo permitían.

 - No pongas muy cómoda a Sara, que, como ves le va a tocar cuidarnos en el primer cuarto – dijo Ángel- . 

Elena, ayúdala, que los chicos y yo vamos a querer pronto una cervecita. Las dos chicas se miraron silenciadas por las respectivas mordazas, y como  conocían sobradamente que hacer, subieron al dormitorio, donde Sara se desvistió, quedándose tan solo con las braguitas y unas delicadas sandalias de tacón. Desnuda, se paró ante el espejo, y notó que Elena también miraba desde atrás la imagen de su invitada. La anfitriona abrió las esposas que fueron sustituídas por un apretado monoguante que fijaba sus brazos pegados el uno al otro a su espalda. Esta restricción tenía la característica de forzar al máximo hacia atrás los hombros y omóplatos de su portadora, provocando, al poco tiempo, un agudo dolor en la zona. A cambio, hacía que la figura que devolvía el espejo ante ella se viera majestuosamente realzada. 

Elena cogió la conocida bandeja de servicio… 

Como recordará el lector, esta  estaba fijada a un cinturón que la sujetaba a la cintura de la camarera, y, por el otro lado, de cada una de las dos esquinas salía una cadena con una pinza en su extremo, destinada a mantener la horizontalidad de la bandeja pinzándola en los  pezones de su portadora. Primeramente ciñó el cinturón, para después de dirigir una mirada de compasión hacia su compañera, proceder a colocar las pinzas, que cruelmente mordieron la más sensible de las carnes. Un grito de angustia descarnada, surgió de lo más hondo de su garganta, tan solo para ser convertido en sordo lamento por la gigante mordaza, ya que el dolor provocada por la presión del metal era intensísimo. Sara, que siempre había tenido  pechos muy sensibles, los tenía, merced a los torrentes de hormonas que recorrían su cuerpo debido al embarazo, tan delicados que le parecía que las inclementes pinzas iban a sajar las tiernas cumbres de sus senos. 

Elena dio un respingo al ver el sufrimiento de su amiga, y, con ternura acarició su rostro, que era  todo lo que podía hacer, ya que, sus engrilletadas muñecas prevenían que pudiera abrazarla, y la mordaza de bocado que llevaba y que provocaba una abundante salivación sobre su barbilla y escote, evitaba toda palabra de aliento y, siquiera, un beso de calidez humana que pudiera reconfortar  a su torturada amiga. 

Cuando Sara pudo abrir finalmente los ojos, el rostro de Elena se apretaba contra el suyo, y, bajando la mirada para tratar de alcanzar el mínimo consuelo del sufrimiento compartido, reparó en los pezones de su involuntaria castigadora. 

Presionados por pinzas en V, como era mandatorio para las anfitrionas de los partidos, Sara vio que el arito que regulaba la presión que las V ejercían sobre sus pezones estaban situadas arriba de todo, provocando que las pinzas aplastaran de forma brutal los pedúnculos de sus pezones y haciendo que estos aparecieran más duros, grandes y hermosos. Al final, Sara, aun agitada por el tormento de sus pechos, tuvo que conceder que, como decían los chicos, los pezones nunca lucen más realzados que cuando recibenr el beso de unas pinzas y si, apretando un poquito más, aparte de realzarlos se consigue martirizar a una indefensa mujer , verdaderamente, no había ninguna razón para no hacerlo.  "Nunca somos más lindas que cuando sufrimos", pensó para si.

Cuando Elena enganchó el collar de cuero de Sara al suyo la preparación llegó a su término. Lentamente bajaron las escaleras hacia el salón donde los hombres ya se encontraban sentados.

 - ¿Estáis ya, chicas? Menos mal, nos teníais aquí agonizando de sed. Los chicos sonrieron ante la expresividad de José Luis. 

Ángel, el anfitrión, fue el primero en abrir la ronda.

 - Chicas, traedme una “sin” por aquí. 

Otras dos consumiciones se añadieron antes de que las dos mujeres se encaminaran hacia la cocina. De la nevera Elena tomó las tres cervezas que abrió antes de depositarlas con todo cuidado en la bandeja  sujeta a los pezones de su amiga, la cual, cuando sintió el doloroso mordisco en su sensible carne emitió un  respingo de dolor. Con el inestable cargamento en equilibrio sobre la bandeja, el dúo se encaminó hacia el salón donde sus hombres ya estaban sentados preparados para el inicio del choque. Fueron necesarios dos viajes más para cubrir las necesidades de aperitivos y bebidas ya que, en atención a su estado, los maridos fueron condescendientes con la carga que debían soportar los sensibilizados pechos de Sara. Durante todo el cuarto, las dos chicas se mantuvieron activas, reponiendo las bebidas y aperitivos, y cuando tras los constantes paseos sobre sus altos tacones, el cuarto tocó a su fin, casi se podría decir que Sara miró con cierta amabilidad al poste al cual permanecería anclada por el resto de la velada. 

La anfitriona comenzó a preparar a Sara para sufrir el castigo del poste por el resto de la noche. Elena comenzó liberando de las pinzas los pezones de la camarera que, de no ser por la gigante mordaza que martirizaba sus mandíbulas y henchía su boca, habría emitido un aullido de dolor cuando los nervios, entumecidos por la presión, devolvieron a la vida tan sensible zona. Posteriormente liberó los tobillos de Sara de los grilletes, y la ayudó a arrodillarse frente a su puesto. Ser despojada  del monoguante permitió a la cautiva el separar unos centímetros sus brazos, lo que, nuevamente, provocó un estallido de dolor cuando la sensibilidad regresó a sus dormidos miembros.

 Sin darle tiempo a disfrutar de su breve libertad, Elena sustituyo el estricto abrazo del cuero por dos pares de esposas que atenazaron sus brazos en las muñecas y justo sobre los codos. Concediéndose cierto pequeño placer sádico, Elena, apretó los grilletes hasta asegurarse que el acero se clavaba profundamente en la carne de la joven cautiva, como a los chicos les gustaba. Un gruñido de dolor acompañaba cada clic de las esposas que se apretaban. Fijar la mordaza de Sara al poste fue la siguiente etapa. Dada su más que incipiente tripita, tuvo que ser situada a cierta distancia de la argolla a la que debía engancharse la esfera de su boca. Elena tiró de su mordaza hasta que logró realizar esta tarea.

 La posición en la que debía permanecer Sara con la espalda arqueada, era una mala noticia, pero otra peor estaba por llegar. Al estar inclinada, sus pechos quedaban separados del poste, y, por tanto, las pinzas que colgaban del mismo iban a unir a su doloroso pellizco la tortura de mantener estirados los tiernos e hipersensibles pezones. 

Sus omóplatos pegados el uno al otro y sobresaliendo, casi amenazando con sajar los músculos y la piel, como consecuencia de la presión generada en sus codos por las apretadas esposas, provocaban palpitaciones de dolor en su espalda, lo que, unido a lo arqueado de su espalda y a la ordalía de tormento de sus pechos, sumieron en una inclemente tortura a la joven, que, no pudo evitar romperse en un llanto enmudecido por la gigante mordaza que martirizaba su cráneo. Ni siquiera el ronroneo del vibrador con el que contaba cada poste, y destinado a mantener estimuladas a las chicas sin permitirles llegar al orgasmo, pudo apagar los sollozos de la cautiva.

 Para el servicio en el segundo cuarto, Ana, fue liberada del poste una vez las esposas que ceñían de manera similar a sus hermanas de castigo sus muñecas y codos fueron sustituidas por el más suave pero igualmente restrictivo monoguante. Cuando Elena hubo ceñido los cordones que ceñían el cuero que aprisionaba los brazos de su nueva compañera, fue el turno de liberar los pezones de las pinzas que los fijaban al poste. Las pinzas que había seleccionado Adolfo para su mujer eran del tipo en G, que con un tornillo  aprieta la prensa que aplasta el pezón. Cómo las pinzas era de libre elección del marido, las chicas habían protestado sobre que algunos tipos de pinzas apretaban más que otros, y que no era justo. Ante la queja, los hombres concedieron que las chicas tenían razón, y como no querían perder el privilegio de poder elegir que tipo de pinza emplear sobre sus esposas, y es de caballeros atender a las damas, decidieron hacerlo, al tiempo que les daban una lección: las pinzas ajustables serían siempre  apretadas al máximo,  de forma que esa cautiva quedaba tan, sino más, sometida a la misma ordalía que sus compañeras enjaezadas con poderosas pinzas de estilo japonés, de trébol, o similar. Para deleite de los chicos que asistían sonrientes al espectáculo, Elena no era capaz de aflojar los apretadísimos tornillos que oprimían los pezones de su doliente amiga. La anfitriona se afanaba en hacer girar el metal, y haciéndolo provocaba tirones que hacían retorcerse de dolor a la desdichada. Sus gritos de dolor transformados en sordos sonidos guturales por la mordaza llenaban la estancia para deleite de los varones y silenciosa compasión por parte de las arrodilladas esclavas. 

- Elena, no te pongas a ordeñarla ahora, que va a empezar el cuarto –dijo Enrique para hilaridad de los chicos. 

Ana, miraba con ojos de súplica a su marido tratando de que sus fuertes manos ayudaran a Elena a liberarla del tormento que se estaba alargando. 

- Lo siento, cariño, no vamos a hacer todo el trabajo… Nosotros ya os acomodamos, ahora tendrá que hacer ella algo también. Todos los maridos rieron la ocurrencia de Adolfo. 

Finalmente, y con mucho esfuerzo, los tornillos empezaron a girar, descomprimiendo los tiernos pezones y haciendo que una oleada de dolor golpeara a la indefensa esclava. La asistente, la ayudó a ponerse en pie y engrilletó sus tobillos. Para desmayo de Ana, y sin darle oportunidad de recuperarse del reciente tormento, la bandeja fue fijada inmediatamente a sus doloridas tetas.

 El cuarto comenzó, y las chicas, unidas por sus collares se afanaron por satisfacer a sus hombres, tras uno de los viajes a la cocina, Fernando reparó que su esposa continuaba llorando como consecuencia del tormento de su inconfortable postura. Como consecuencia, una mezcla de saliva, lágrimas y mocos se descolgaban desde la cara por su cuello, escote, pechos y abultada tripa. 

- Elena, por favor, coge algo y ayuda a limpiarse a Sarita. Ya la castigaré en casa por ser tan marrana. 

Una desesperanzada mirada de soslayo fue la única respuesta de la mujer a la amenaza de su marido. 

Con varios pañuelos y toallas empapados de agua templada, Elena limpió lo mejor que pudo el desaguisado, al tiempo que sonaba la nariz de la atormentada joven.

 - Sara, toma nota, que en unos meses lo vas a tener que hacer tú con tu nena. 

Los chicos brindaron por la gestante, mientras el improvisado equipo de limpieza terminaba su labor. 

Cuando el árbitro señaló el medio tiempo, llegó el momento de la competición entre las chicas, donde se dilucidaba que pareja haría de anfitriona la próxima jornada y, por ende, cuál de las chicas gozaría de la relativa libertad de ser la próxima asistente y librarse del poste. 

- Amigos, para nuestra competencia, tendremos que dirigirnos a la bodega, ya que necesitaremos un poco de espacio – habló el anfitrión a sus invitados-. 

Los hombres liberaron a las chicas y, guiándolas con la correa que engancharon a sus collares se encaminaron a la bodega. 

Ángel y Elena se situaron en el centro, y el hombre explicó el juego a sus invitados. Era una versión del clásico tirasoga, pero, con sus manos y codos esposados a la espalda, la parte con la que deberían tirar de su oponente las competidoras, serían sus ya muy martirizados pezones.

 - El emparejamiento será al azar, Elena sacará los papeles con los nombres de las dos parejas competidoras, y las dos ganadoras de la primera ronda, lucharán en la final. Si, a una de las “gladiadoras” se le cae una pinza, esa chica quedará eliminada, así que caballeros, mostrad maestría pinzando a vuestras campeonas, y vosotras, damas, mantened esos botones duros y gordos para vuestros hombres. 

 Los hombres colocaron las pinzas de trébol en los pechos de sus chicas que ardían en deseos de competir. 

Tras el sorteo las parejas quedaron compuestas por Sara contra Ana y Eva contra Laura. Un cordel fue atado a la cadena de las pinzas de las competidoras que se situaron, con las pinzas bien tirantes, a dos metros de unas marcas rojas que marcaba el punto medio entre las dos participantes. Para ganar, una chica debía arrastrar a la otra más allá de esa marca. Si en cinco minutos, no se había logrado, ganaría la chica que, al consumirse el tiempo, estuviera a más distancia de la marca. Ángel como anfitrión y árbitro del evento dio la señal de comienzo, y las chicas, animadas por sus maridos se afanaron en la competición. La pobre Sara, con los pezones ultra sensibilizados y apenas recuperada de la tortura del poste, no fue rival para Ana, que pese a los intentos de resistir por parte de la única gestante del grupo obtuvo una rápida victoria. 

La otra semifinal fue más entretenida, ya que ninguna de las dos esclavas, cubiertas en sudor por el dolor y el esfuerzo, quería darse por derrotada. La pugna titánica se veía claramente en las muecas de dolor de las dos mujeres que, como caballos, despedían espumarajos de saliva por sus bocas adornadas con apretadísimas mordazas que cortaban las comisuras de sus labios. Finalmente, centímetro a centímetro, Eva fue ganando terreno, y al cabo de cuatro minutos arrastró a Laura sobre la marca. Todos los hombres aplaudieron el esfuerzo de sus mujeres, y Ángel, erigido en árbitro, proclamo el nombre de las finalistas.

 - Bueno, y ya sabéis que, las perdedoras, también tenéis premio, dijo Ángel con una sonrisa que helaba la sangre. Tomad nuestro presente… 

Elena entrego unos paquetitos envueltos en papel de regalo de vistosos colores que contenía un pequeño pero maquiavélico artilugio: una pequeña pinza japonesa para la nariz. Esta pinza estaba diseñada para, una vez atada a la parte trasera del collar de las chicas, tirar de la nariz de la usuaria hacia arriba, provocando un disconfort que podía oscilar de una incomodidad severa a un dolor intenso, al tiempo que distorsionaba cómicamente la cara de la dama. Felices con la nueva adquisición los maridos de las dos chicas derrotadas adornaron a estas con el nuevo elemento el cual, lo que no sorprendió a ninguna de ellas, fue ajustado de manera que provocaba bastante más que una mera incomodidad.


 

 Enrique hizo arrodillarse a su lado a su mujer, que con la cara desfigurada lo miraba con el aspecto de algún cómico animalillo, mientras hablaba con José Luis que contemplaba como su guerrera era atada a Ana para la competición.

 - A ver si tienes suerte, con las coñas, lleváis seis jornadas sin ganar, a ver si hoy ganáis, que aún no te conozco el nuevo garaje.

 - Pues sí, esta semana le he estado dando una zurra de recordatorio cada noche, para mantenerla motivada, si hoy no gana, tendré que empezar a castigarla. 

Su interlocutor acarició la cabeza de su mujer, mientras asentía a las palabras de su amigo. 

- Pues sí. Pobrecilla, pero, a veces, no queda otra.

 Ángel con teatrales maneras dio comienzo a la pugna de la última ronda. Las dos chicas arqueaban la espalda a fin de tirar de su oponente no solo con su movimiento, si no con todo el cuerpo, y emitían gemidos de esfuerzo y dolor. Para deleite de sus maridos las dos mujeres se negaban a dejarse arrastrar y los pezones torturados por las pinzas japonesas, que ejercen más presión cuanto más se tire de la cadena, se encontraban estirados al máximo, pero ninguna de ellas se daba por derrotada. Los minutos pasaban, y finalmente, Ana, con los pezones magullados por el episodio de su liberación del poste, dio señales de quebrar su resistencia. Poco a poco, Eva retrocedía alejándose de la marca mientras su adversaria era arrastrada lenta, pero inexorablemente sobre ella. Habían pasado cuatro minutos y medio y el pie de Eva se encontraba tocando la marca. Súbitamente un latigazo de tensión liberada sacudió los pezones de las dos luchadoras. Una de las pinzas de Eva se había ido deslizando dolorosamente hasta que, con el último esfuerzo, salió despedida de su agarre. Las normas eran las normas, y pese a ser por un golpe de fortuna, Ana había obtenido la victoria.

 - ¡Tenemos nuestros ganadores! Parece que Adolfo y Ana nos recibirán la próxima semana. Los chicos felicitaron a Adolfo por su victoria, aunque él mismo reconocía que habían tenido un golpe de suerte.

 Tras el evento, era hora de retomar la retransmisión de la final, cuyo espectáculo del intermedio quedaba muy por debajo del entretenimiento que habían proporcionado las chicas en la bodega. Los chicos colocaron a sus mujeres en los postes, decidiendo José Luis que su mujer debía de disfrutar de un refinamiento como castigo por sumar una jornada más sin obtener la victoria. Al subir las escaleras, el contrariado marido , que deseaba aplicar un correctivo a su derrotada paladina, solicitó a Elena que trajera de la cocina un tarro de guisantes secos. Una vez la anfitriona se lo trajo, esparció las duras legumbres sobre suelo en la parte que iban a ocupar las rodillas de su mujer que lo observaba con ojos de angustia anticipando el tormento que le esperaba. 

- Me parece que últimamente estás muy cómoda castigada en el poste, creo que te hará bien sacarte de tu zona de confort – explicaba a su mujer mientras sujetaba los pezones de su mujer a las pinzas ancladas al poste-. 




 

En el fondo sabía que su mujer había dado lo mejor de si misma, pero si no le imponía un castigo quebraría su palabra, y al fin y al cabo la pequeña penitencia de hacer un poco más incómoda la estancia de su mujer en su poste iba a resultar beneficiosa para ella, al motivarla a seguir compitiendo contra las otras mujeres con redoblado afán de victoria. Eva sollozaba mientras que, con un frenético baile de San Vito, trataba en vano de sustraer sus rodillas de la dolorosa ordalía.

 Los hombres, sentados confortablemente, disfrutaban del espectáculo de la mujer que se retorcía, como una bruja que fuera quemada en la plaza pública, tratando, inutilmente, de evitar la agonía. El llanto de Eva se unía al de Sara que , de vuelta al poste, se veía de nuevo encadenada y pinzada de tal guisa que toda su espalda se quebraba de dolor. 

A Elena, la única mujer que podía disponer, aunque limitadamente de sus manos, se le amontonaba el trabajo, ya fuera en la cocina preparando las bebidas y snacks que luego, para desdicha de su compañera de turno, depositaba en la bandeja , ya fuera en el baño, humendeciendo toallas para asear a las sollozantes cautivas que practicamente, y debido a las grandes y apretadas mordazas, se ahogaban en una mezcla de lágrimas y moco. 

- Chicos, creo que esto se está poniendo un poquito serio, vamos a ser un poco caballeros – dijo Fernando mostrando el mando a distancia del vibrador Hitachi sobre el que su mujer se encontraba a horcajadas-. 

Los chicos sonrieron, y asintieron. Al unísono, el zumbido de los aparatos se redobló y el efecto en nuestras protagonistas no hubiera sido muy distinto si se les hubiera introducido un cable eléctrico en el apretado anillo de su ano. Las chicas se crisparon y se alzaron todo lo que sus sujeciones les permitían, aumentando el dolor de sus ya muy castigadas rodillas, por supuesto el castigo, en el caso de Eva, fue multiplicado por los duros guisantes que se clavaban en la escasa carne, provocando un dolor que le llegaba hasta el hueso.

 - Chicas, por favor, como la familia ha crecido y ahora tenéis que ocuparos de las dos mocositas, traednos las bebidas de un viaje, que si no, tardáis mucho.

 La recién liberada cautiva, volvió los ojos, previendo que esas urgencias no auguraba nada bueno ni para ella ni para las delicadas cumbres rosas de sus pechos.

 El tercer cuarto terminó, y Elena ofició el conocido ritual de devolver a su compañera a la tortura del poste, y, otorgar una pequeña libertad a Eva que sería la camarera del último cuarto. 

En la cocina, Elena colocó las cervezas sobre la bandeja, provocando que, junto al dolor de la pesada carga tirando de sus pezones, la tensión en la cadena provocara que la presión las pinzas aumentara exponencialmente, mortificando a su hermana de cautiverio con un nivel de dolor, que nunca antes había experimentado. Caminando lentamente, para no añadir vibraciones de indeseables consecuencias a las torturadas tetas de Eva, el extraño dúo, comenzó a caminar hacia el sofá donde los chicos las esperaban con expresión divertida. Enrique fue el primero en coger la cerveza de la bandeja tan sugerentemente portada por la chica que flexionaba gracilmente sus doloridísimas rodillas a fin de hacer esta más accesible para sus hombres. Los hoquedades en su carne en los lugares en los que los guisantes se habían estado clavando eran claramente visibles. 

Enrique se deleito con la expresión de alivio que percibió en la mirada de la mujer cuando la presión en sus carnes se vio disminuida al retirar el peso de la cerveza de la bandeja. Marido tras marido, fueron retirando las bebidas hasta que la joven se vio liberada del peso que torturaba sus pechos. Una vez satisfechas las necesidades de los chicos, era el turno de atender a sus compañeras. Los sonidos, provenientes de las estropajosas bocas de las damas, secas ya tras varias horas de estricto amordazamiento, eran variopintos:  los gemidos de placer que emitían desde la frustración que les embargaba al ser mantenidas al filo del orgasmo sin permiterles caer en él, se mezclaban por los sollozos de Sara que no habían cesado. Hacía un rato que la esposa de Fernando se retorcía victima de los calambres que sufría en su antinaturalmente arqueada espalda. El peso de su vientre, preñado de vida, hacía un rato que había quebrado la resistencia de sus músculos que se desgarraban en alaridos de dolor. Su maquillaje se había corrido merced al llanto, y su cara, distorsionada por la inmensa mordaza y el gancho nasal, era un lienzo deliciosamente patético para tan surrealista pintura. Su rostro, inclinado hacia delante y velado por su cabello,  le daba el aspecto de una extraña religiosa que estuviera orando.

 La torturada esclava fue confortada lo mejor posible, y para asombro de Elena ,cuando se agachó a limpiarla , se percibía desde la entrepierna , el inconfundible olor de la feminidad desatada. 

El partido, se acercaba a su fin, y como muchos otros días los chicos volvieron a elevar el ritmo de los zumbantes vibradores. Las chicas sabían que esto se mantendría hasta el final del partido, y que, de no ser capaces de orgasmar en los escasos minutos que quedaban, se verían frustradas en su indefensión, ya que, invariablemente, al pitar el árbitro, los vibradores, volverían a su insulsa velocidad de crucero.

 Afortunadamente, no fue este el caso. Las chicas, estimuladas desde hace horas por sus vibradores sin posibilidad de alcanzar la ansiada meta, y sabiéndose irresistiblemente atractivas para sus hombres que disfrutaban del placer de contemplarlas torturadas en su indefensión y sufrimiento, fueron llegando una tras otra a la ansiada cumbre de placer. Unas fantasearon adelantando el sexo salvaje que a buen seguro les esperaba en casa. Eva, perdida en la soledad de su predicamento,  y que siempre se había maravillado de la sensación de aislamiento que le provocaba estar amordazada, notaba como las ondas de placer martilleaban los mismos nervios que hacía tan solo un momento únicamente percibían terrible dolor. A fin de apretar el vibrador contra los henchidos labios de su hambrienta vagina, trató de ceñirse todo lo posible al poste, lo que, si bien aliviaba la tortura en sus pinzadas tetas, aumentaba la tensión en su ya torturada espalda. Sara jadeaba, aunque de su boca tan solo escapaban agónicos bufidos, y, en cada resoplido, escapaban hilos de saliva que aterrizaban sobre su escote, sobre el poste, el suelo… El espectáculo era memorable, viéndola arquear su espalda como una ballena moribunda, los hombres, apenas contemplaban el televisor, ya que Sara acaparaba toda la atención. 

- Antes de marchar, va a tener que ayudar a Elena a fregar, mira como está poniéndolo todo- comentó Ángel para carcajada general-. 

- Sí, no te preocupes, que como te dije, se ha ganado un castigo. Por puerca. 

Sentirse humillada, indefensa y completamente carente de capacidad ejecutiva, unido al martilleo del vibrador contra su inflado sexo, fue demasiado para la pobre Sara, que se vio arrastrada al orgasmo por el cosquilleo in crescendo que sentía en su vientre extendiéndose desde su clítoris y que acabó explotando en una bomba de insensata locura. Sara se irguió cuanto sus crueles restricciones le permitieron, como si con ese embate, cegada por el placer, buscara zafarse del retorcido beso de las pinzas. Aun sollozando, los hombres vieron como la mujer se agitaba y convulsionaba hasta acabar quedando atónica, pasiva, sollozando entrecortada apretando su barbilla contra el poste. José Luis palmeó la espalda de Fernando. 

- Parecía que la muy viciosa iba a explosionar, amigo. 

Los resoplidos de las chicas, tratando de calmarse mientras los vibradores continuaban machacando sus clítoris inflados de sangre con un muy molesto martilleo, eran la música de fondo, mientras sus maridos contemplaban el emocionante final del partido. Para desgracia de las chicas, sus maridos, que hacía tiempo que no veían a su amigo Fernando, decidieron alargar la velada, tomando unas copas y charlando animadamente, mientras las mujeres permanecían inmovilizadas en sus forzadas posicione. Ni que decir tiene, que, tras sacar las botellas y copas, Eva fue devuelta su particular purgatorio, donde permanecería las dos horas de animada conversación que los chicos mantuvieron, en parte para ponerse al día y, en parte para dejar un tiempo prudencial antes de coger el coche.

 Sus esposas gemían de desesperación cuando un nuevo tormento se sumó a los no pocos que ya sufrían. Sus vejigas, que no habían sido aliviadas en toda la tarde, empezaron a clamar por ser vaciadas. A horcajadas sobre sus vibradores, las chicas no podían hacer fuerza con las piernas, y tan solo sus esfínteres prevenían un accidente que, sin la menor duda les hubiese acarreado un severo y merecido castigo. Los quejidos acabaron alcanzando tal nivel de angustia que, los chicos se compadecieron de sus esposas que los miraban con ojos de cachorrillas.

 - Bueno, bueno, chicas, no seáis tan aguafiestas, que hace tiempo que no veíamos a Fer… 

- En fin, al final nos tendremos que ir…. Ya sabes, siempre hay que darles la razón, - añadió Fernando-. 

 Las chicas fueron liberadas del poste, teniendo sus hombres que ayudarlas a levantarlas, ya que sus entumecidas piernas se negaban a obedecer las órdenes de su cerebro. Tambaleantes y en precario equilibrio de sus tacones, las recién liberadas esclavas tuvieron que sufrir los calambres que recorrieron sus brazos y piernas cuando, tras horas de entumecimiento, los nervios recobraban la vida. Rogando con la expresión de los ojos, la única forma de expresarse que esposadas y amordazadas  les era permitida, solicitaron el privilegio de utilizar el cuarto de baño. 

 - Sois peores que niñas, - dijo Enrique-, anda, ve, no tardes. 

José Luis miró a su esposa que temblaba en desesperación juntando las rodillas tratando de evitar un inminente colapso de la resistencia de su vejiga. 

 - Tú no. Estás castigada, y más te vale ser buena y llegar a casa sin “accidentes”, si sabes lo que te conviene. 

Eva sollozó, y su respiración se volvió espasmódicamente rápida mientras, trataba de cruzar las piernas con todas las fuerzas de las que era capaz de hacer acopio.

Tras aliviar las vejigas, las chicas se vistieron y sus maridos les engancharon las respectivas correas en el collar. Eva, a mayores, debajo del sujetador portaba una par de pinzas abrazando cruelmente la base de sus pezones, tan apretadas que sus pezones eran bajo el sostén  una palpitante masa de carne endurecida.

 La despedida, en la puerta del chalet fue acompañada de un rato de charla, para particular desesperación de la esclava puesta en penitencia. 

Finalmente, la reunión se disolvió y cada pareja tomo el camino a su respectiva casa. Fernando ayudo a su joven esposa a acomodarse en el asiento del acompañante, y, al hacerlo, su nariz percibió el sutil olor del almizcle de su enamorada. 

 - Pequeña, te has portado bien. ¿Te he castigado mucho? La mujer, aun con los ojos rojos tras un llanto tan prolongado, asintió con la cabeza. El hombre, cerró la puerta y se sentó en el asiento del conductor. 

- Te pondré un poquito más cómoda- dijo el hombre haciendo ademán de desabrochar la correa que mantenía apretada de forma tan cruel como exagerada la gigante mordaza. 

La chica negó con la cabeza. El hombre se rió. 

- Es decir, zorrita… te he castigado mucho… ¿Pero quieres más? La mujer asintió con la cabeza. El marido, sacó algo de su bolsillo, y,con un habil gesto, volvió a colocar el gancho en la nariz de su mujer, la cual aun tenía las marcas de haber sido salvajemente estirada durante varias horas. Un gemido de dolor fue emitido con Sara cuando su marido ató el cordón en la parte trasera de su collar, y dado que el trayecto a casa iba a ser corto, estiró este hasta que su mujer quedaba con la nariz practicamente aplastada contra su rostro. Sonriendo, pensando planes para cuando llegaran a casa, el hombre arrancó, orgulloso, como siempre, de la mujer que sufría a su lado.

martes, 2 de febrero de 2021

Las consentidas nenas de la Familia Moretti. Capítulo 9. Nuevas rutinas.

 


 

 

Las dos hermanas, en el comedor escuchaban con creciente angustia las palabras de su institutriz, y no solo eran palabras, ya que  habían venido acompañadas de hechos.

Esa mañana las dos hermanas habían conocido el ritual matutino que se convertiría en rutina durante los próximos años, apenas una ducha rápida y los ligeros camisones de verano se habían visto sustituidos por la rigidez de un corsé que inclemente presionaba las costillas y caderas de las dos chiquillas.

El proceso, que había sido suave y breve para una acostumbrada Beatriz, se había convertido en un calvario ante las constantes luchas y protestas de las dos adolescentes, ninguna de las cuales entendía por qué había de ser restringida a la barra para poder ser ceñida en su corsé. Las  quejas no se habían detenido hasta que, con grandes dificultades, el contorno de la cintura de las dos mellizas alcanzó los cincuenta y siete centímetros. Las chicas creían que una pérdida de tres centímetros de golpe era demasiado, y que  la prenda les lastimaba las caderas y les oprimía el tórax en exceso. Mentalmente, Bea, regresó a sus años previos a su ingreso en la Universidad cuando compañeras suyas habían tenido comportamientos similares. El sentimiento de abrazarlas era fuerte, pero, ella era la institutriz, y, por ello, debía mantenerse inflexible, aunque su natural sensibilidad la quisiera empujar a otros comportamientos.  El trabajo que le quedaba con las dos fierecillas era ímprobo e iba a resultar complejo, pensó para si.

Las delicadas sandalias con diez centímetro de fino tacón tampoco fueron un trance fácil para las jóvenes, ya que, si bien la altura del tacón no les resultaba excesiva, estas solían utilizar plataformas ocultas para aliviar el arqueamiento del pie y estas costosísimas sandalias elaboradas por una artesana española, obviamente no contaban con tal aditamento, que era considerado vulgar entre las más refinadas sensibilidades de la moda imperante.

Únicamente el ligero vestido de verano, había logrado el visto bueno de las  dos jovencitas que ahora, de pie en el comedor soportaban la mirada severa de su institutriz.

- Señoritas, ya os lo dije ayer, pero lo recuerdo por si lo habéis olvidado por la noche. A mí me han contratado vuestros padres para un cometido, que es ayudaros a cumplir vuestro sueño. A que seáis mujeres orgullosas de vosotras mismas en unos años. Y, sinceramente, el camino que llevabais no era el adecuado.

Las dos chicas bajaban la mirada y escondían sus manos detrás de su espalda conforme avanzaba el discurso de Beatriz.

- Hoy, me habéis montado un numerito por el corsé, los tacones, porque estoy restringida a la barra de ajuste… Es muy sencillo: sois damas que aspiráis a la élite, y estar permanentemente restringida e indefensa, en definitiva, ser y parecer mujeres es vuestro sino. Las marimachadas barriobajeras se han terminado en esta casa. Y me voy a encargar de eso. Y ese corsé no parará de cerrarse ni esos pies hombrunos de arquearse hasta que esté contenta del resultado… y no va a ser pronto. Beatriz hablaba recordando las filípicas de varias de sus profesoras en la época universitaria. Con esfuerzo respiraba para sus adentros y trataba de contener la calma mientras soltaba el “speech” que tantas veces había repasado mentalmente.

- Así qué, si pensabais pasar un veranazo de primera, alejando a vuestros padres, ahora sabéis que estabais equivocadas, tendremos clases desde el desayuno hasta la hora de comer, y mientras no me satisfaga, por la tarde hasta una hora antes de cenar, donde parareis una hora para efectuar deporte. Después de cenar, una hora de repaso del día, y os preparareis para ir a la cama.

Tania hizo ademán de iniciar una respuesta, que fue cortado enérgicamente.

- También tendremos que hacer algo con esa costumbre de querer responder permanentemente. Pero, primero, desayunemos.

Beatriz señaló a la mesa de mujeres que ya se encontraba completamente armada con los servicios. Señaló a las chicas los servicios que se encontraban frente a ellas, justo en los dos sitios en los que se encontraba la extraña estructura de dos postes unidos por un larguero. Las niñas se arrodillaron dejando esta estructura justo a su espalda, ya que, el espacio entre esta y la mesa era el justo para que las dos chicas cupieran arrodilladas. Según se arrodillaron, Bea se aproximó a ellas corrigiendo la postura.

- Niñas, ya sé que esto es nuevo para vosotras, pero, la manera en la que os arrodilláis no es propia de mujeres sofisticadas. Mirad esas rodillas. Chicas, pegad las rodillas. Una dama nunca permite que sus rodillas estén separadas. Y estirad la espalda, sed elegantes. La postura correcta es que estéis erguidas de manera que todo el peso descanse sobre las rodillas, si bajáis el culete, parte del peso va a vuestros gemelos y la sensación es muy poco grácil.

De manera rápida, Beatriz fijo el cuello de las dos chicas mediante dos collares en forma de media circunferencia a los largueros que tenían a sus espaldas. Los collares eran metálicos y muy anchos y acolchados de cuero en su parte interna. Fijadas de tal manera, la posición de la espalda de las chicas era excelente, quedando arrodilladas con la espalda muy recta, y dada la anchura y rigidez de la restricción de su cuello, su cabeza no podía inclinarse hacia abajo, quedando elegantemente inmóvil en una posición de regio porte.


 

- Esto os ayudará a encontrar la postura hasta que lo hagáis de forma natural, y os podáis mantener sin temblores con una postura bonita y femenina.

Lo incómodo y antinatural de la postura que hacía descansar todo el peso de las dos ahora cautivas sobre los pequeños puntos de presión de sus rodillas hizo estremecerse a las pequeñas de la Familia Moretti.

Una vez ancladas por sus gargantas, dos doncellas colocaron unas restricciones de comedor en las dos hermanas. Las restricciones de comedor eran dispositivos livianos que solían constar de un cinturón metálico, normalmente con alguna cerradura, que lleva unidas dos muñequeras con unas cadenas más o menos largas , de manera que la portadora tenía la suficiente libertad para usar sus cubiertos, pero se evitaban movimientos amplios que eran considerados poco femeninos.

El desayuno transcurrió de forma silenciosa, con el tintineo de las cadenas de las dos hermanas fueron la única banda sonora, y, la tensión en las miradas que las dos chicas dedicaban a su institutriz podría llegar a cortarse.

Al acabar el desayuno las dos jóvenes fueron liberadas y se pusieron en pie entre gemidos de dolor al estirar las piernas que habían permanecido tanto tiempo inmóviles en tan forzada posición.

- Chicas, tenéis veinte minutos para asearos y demás, os veré a las nueve y media en el aula.

- Sí, señorita Doherty, fue la respuesta de las hermanas, con un tono que pese a la obediencia no dejaba de filtrar cierto hartazgo hacia la pelirroja institutriz.

Las dos chicas ya se encontraban en el luminoso estudio cuando la institutriz apareció con una caja en las manos. Durante la espera, las dos hermanas no habían podido dejar de hablar del amenazante y ya conocido armazón que destacaba detrás de las mesas de estudio de cada una de ellas.

- O, Dios, Tania, ¿Crees que esa loca volverá a atornillarnos a esa cosa? Aun me duelen las rodillas.

- Me temo que sí. Maldita Zorra. ¿Dónde la contrataron papá y mamá? ¿En el infierno? Puta psicópata.

Beatriz entró al estudio con el rítmico sonido de sus tacones anunciando su presencia, al momento  las dos chicas cesaron su conversación. Con gesto severo, Bea se plantó ante sus desconcertadas pupilas.

- A ver, niñas, por lo que me han dicho no estáis todavía familiarizadas con el monoguante ni con la posición de orante inverso.

Tania sintió un poco de prurito personal en defender la educación que sus padres les habían dado, y replicó a la joven pelirroja que se encontraba al mando.

- No, señorita, como todas las chicas, usamos nuestros monoguante cuando salimos de fiesta, o hay ceremonias.

- Tania… lo que he visto en vuestros armarios, no eran monoguante, eran esas horteradas que han puesto de moda las cantantes inglesas, los “armbinder”, incluso teníais alguno de tela y con cremallera. El verdadero monoguante es esto, - dijo mientras sacaba de una de las cajas una pieza de cuero con abundantes cordones.  Esto es un monoguante, perfectamente medido y concebido para mantener los brazos de las damas juntos y restringidos en la espalda, cualquier prenda que no mantenga juntos los codos es un quiero y no puedo… lo dicho: una horterada.

- Señorita Beatriz, pero es que ni mi hermana ni yo podemos juntar los brazos, no tenemos la espalda suficientemente estrecha. Ya lo hemos intentado antes. Añadió Carolina tratando de quemar sus naves y zanjar un tema que se les antojaba estaba tomando un cariz peligroso para ellas.

- No te preocupes, Carolina, que eso se entrena, mírame a  mí, que soy incluso un poquito más ancha de hombros que vosotras. A partir de hoy, empezareis el entrenamiento con el monoguante, y sabed que, para el orante inverso, que también lograreis, seré un poco más flexible, pero una que una chica pueda juntar sus codos cuando se nos aplican restricciones es un básico de urbanidad, así que, desde hoy, nada de salir de casa hasta que podáis vestir el monoguante como mujeres civilizadas.

La cara de las dos chicas delataba su frustración y sorpresa.

- Pero... ¿y el jardín? Es verano, y tenemos  la piscina

- Nada de peros, Carolina. Ni piscina, ni Sol, ni nada. Hasta que os podáis vestir adecuadamente, nada de salir de casa. Si os portáis bien, podrá venir a veros alguna amiga, pero, no voy a consentir que os humilléis saliendo como unas cualquieras. Venga, que se nos hace hora. Esas manos atrás.

Tania, estalló elevando la voz.

- ¿Cómo vamos a dar clase con las manos atadas a la espalda? ¡Es absurdo!

Beatriz, respiró profundo e hizo un esfuerzo por mantener la calma a pesar de que en ese momento su ritmo cardiaco parecía el de un colibrí. No estaba enfadada, entendía el choque que suponía para las dos jovencitas, pero, tampoco quería romper el halo de autoridad que se había estado construyendo durante las últimas horas.

- Pequeña, sois vosotras las que habéis querido prepararos para entrar en la UFI. Allí, el primer año vais a poder contar con los dedos de una mano las horas que vais a pasar con las manos libres. Eso, si pudierais llegar a ver vuestros dedos. Allí, la palabra severamente restringida, con vuestros codos clavándose el uno contra el otro y vuestros brazos tan pegados que parece que os los hubieran soldado, os va  a sonar a “libre como el viento”. Preparaos para pasar el primer año, agonizando silenciosas en posturas que van ser auténticos infiernos de belleza. Mi tarea es que, esa preparación no se os haga insoportable y podáis convertiros en dos mujeres de provecho y lideresas para vuestra generación. Así que, sí, poned las manos a la espalda, y tened fuerza de voluntad.

Las dos chicas obedecieron y Bea deslizó los monoguantes sobre sus brazos, abrochando los tirantes que salían en forma de “Y” alrededor de sus hombros y ciñendo los cordones hasta que sus codos quedaron próximos entre ellos.

- Apenas diez centímetros entre los codos, - pensó Beatriz para ella-, en cosa de unas semanas podremos lograr el objetivo, aunque sea de forma parcial.

Una vez ceñida, la presión en los hombros forzó los senos de las muchachas a una prominente posición a la vez que incendiaba la agonía en los omóplatos de las cautivas los cuales, si pudieran hablar, suplicarían por un masaje que aliviase su predicamento.

Una vez atados los cordones, las chicas se arrodillaron y fueron restringidas por el collar a las estructuras ya conocidas. Esta vez, dado las largas horas que tenían por delante, Bea Doherty, ciñó con correas de piel negra los tobillos y piernas por encima y por debajo de las rodillas, así como sus muslos, para asegurarse que las chicas mantuvieran una bonita postura con las rodillas juntas.

La primera sesión, la institutriz, realizó examen oral de los conocimientos de las dos hermanas, mientras aprovechaba para repasar el índice de contenidos que debían de preparar para aprobar el examen de ingreso a la prestigiosa institución femenina.

Velasco había pasado la mañana familiarizándose con el dispositivo de seguridad de la hacienda, investigando los expedientes de sus guardias y posibles puntos vulnerables. No había duda, la seguridad era buena, y para su satisfacción, muchos de los guardias eran exmilitares, alguno, incluso había servido a sus órdenes durante la guerra.

El segundo jefe de seguridad, un gigantesco coloso que había servido en Operaciones Especiales, le hizo un completo recorrido por los dispositivos de seguridad, y le ofreció un arma. Velasco la rechazó mostrándole la vieja Star del 45 que había pertenecido al ejército de Sudáfrica que portaba en una funda sobaquera.

Tras una tediosa mañana respondiendo preguntas para que su profesora pudiera evaluar el punto de partida al llegar las  dos de la tarde las chicas se levantaron tambaleantes de la posición en la que habían permanecido forzadas desde muchas horas antes. Atenazadas por los dolores en sus rodillas, espalda y pies, caminaban tambaleantes sobre sus altos tacones hacia el comedor. Un hombre, flamante jefe de seguridad de las Empresas Moretti, se dirigía feliz al mismo lugar.

 

Febrero de 2027. Ciudad Santa de Jolokitimiya. Visirato de Muchibilám.

El calor era pesado y el ambiente estaba cargado en el despacho del oficial de la Policía Militar Ignacio Velasco. El zumbido del cargador de los walkie talkies generaba un enervante ruido blanco que se hizo patente cuando el hombre que permanecía en pie paró de hablar.

El hombretón que se reclinaba en el sofá con una sonrisa en la cara se recostó aún más hacia atrás cuando su interlocutor, el propietario del despacho, terminó su confesión.

-          Bueno, bueno, bueno… así que has decidido dar el paso. Me alegro mucho, Nachete y…

Su frase se cortó cuando la analista local Aisha Rai entró en el despacho. Elegantemente vestida con un ajustado vestido largo con motivos arabescos y una abultada carpeta bajo el brazo su apariencia era de  formal profesionalidad. La seriedad, sin embargo, destacaba con su sonrisa y un rizo pelirrojo que escapándose del velo que le cubría parte del cabello se empeñaba en caerle justo delante de los ojos.

-          ¡Lo tenemos!

Ambos hombres prestaron toda la atención a la recién llegada que pese a su peculiar acento hablaba un fluidísimo castellano fruto de haber estudiado  su licenciatura en Derecho en la Universidad de Santiago.

-          ¿Qué veis aquí, compis? Dijo Aisha extendiendo una foto aérea de un sector de la ciudad.

Los dos hombres no pudieron evitar una furtiva mirada a sus caderas cuando se agachó sobre la mesa.

-          Pues… Aisha, es una foto del sector Sureste de la ciudad, el feudo de ese hijo de perra, -abrió Velasco el fuego-, una foto de uno de nuestros drones, supongo.

-          Concretamente el vertedero de neumáticos de  Khiam, concluyó “Hacendado” Moretti incorporado en su sofá.

Aisha los miró, con la mirada de quien está orgullosa de lo que va a decir.

-          Correcto, chicos… Y, salvo ratas como capibaras, no vive nadie allí… Entonces… a no ser que las ratas hayan abierto una nueva línea de negocio, no sé por qué debiera de haber allí este corral con ganado, ni… mucho menos este mástil de comunicaciones. Creo que debierais hacer una visita por allí.

-          No se te escapa nada, Aisha, reconoció Moretti. Tenían razón cuando nos dijeron que nos mandaban a la mejor cabeza de los servicios de inteligencia de todo el Oriente Medio.

Velasco cerraba los ojos y asentía, esbozando una miríada de líneas de acción. Por primera vez tenían algún indicio sólido para atrapar al Visir Bose, un cruel fanático que se había autoproclamado heredero del visirato y que había puesto la diana, principalmente en su propia población civil, especialmente las mujeres, a los que acusaba de colaborar con las fuerzas multinacionales.

-          ¿Qué os parece? ¿Me he ganado el sueldo?

-          Cada día desde que entraste aquí, Aisha. Siempre has sido la que más ha arriesgado.

-          Atrapad a ese hijo de puta – Aisha, jamás decía palabrotas- y lo daré todo por bueno, dijo mientras recogía los documentos que había mostrado a sus compañeros.

Con meticulosidad de bibliotecaria estibó todos los documentos dentro de la pesada carpeta.

-          Chicos, os dejo… como muchibilamí tengo que seguir trabajando para los perros extranjeros, el tono zumbón era evidente en sus palabras para las que había elegido la retórica habitual de las soflamas de Bose.

La pelirroja salió de la sala levitando sobre sus altos tacones, orgullosa como nunca de si misma. Mientras sobrepasaba el sillón ocupado por Fabián, este, miró a su amigo y le susurró “además es guapísima”.

Alejándose, Aisha, apretaba la carpeta contra su pecho como una colegiala. Sonrió sin dejar de caminar. Un susurro a sus espaldas le acariciaba los oídos “además es guapísima”…