El joven y la profesora desobediente

  Con 31 años, pese a que las pecas de su cara le confirieran un aspecto más aniñado, haber ganado una plaza como catedrática de instituto e...

miércoles, 31 de marzo de 2021

Las curiosas costumbres de Isla Cane. El día de Sofía. (2/4)

Cuando llegó a casa, el coche de su marido, ya estaba aparcado a la puerta, y a la alegría de llegar a casa y que él estuviera, se le sumó el congojo de tener que decirle que había tenido que ser coregida en el trabajo, y, como era tradición en todas las casas, una zurra en el trabajo, implicaba una zurra al llegar a casa, así que, inexorablemente, el incidente del trabajo iba a cobrarse un peaje sobre sus ya doloridas nalgas.

La fornida figura de su marido se recortaba en la puerta, sonriendo ampliamente a su mujer a la que amaba sobre todas las cosas. Sin ser particularmente alto, en torno al metro y ochenta y cinco, sus amplias espaldas y musculosa anatomía eran, sin duda su seña de identidad, su corte de pelo, de estilo militar remarcaba su cara de trazos varoniles, enmarcada por un cabello y barba negros, que ya presentaban alguna cana prematura. Como biólogo, era el jefe del programa de reintroducción de la foca monje del Mediterráneo en Isla Cane.

Sin dejarla traspasar la puerta, la cogió de la cintura y la besó con ternura.

-          ¿Qué tal el día, Batwoman? ¿Persiguiendo a los malos?

Jimena torció la boca antes de contestar.

-          Mmmmmmmmmmia….. iba bien, pero justo antes de venir me gané una zurra... Aunque el jefe me ha felicitado, y me ha dicho, que algún día su puesto será mío, la verdad es que no me esperaba ese arranque de generosidad por su parte.

-          Bueno…. Eso es que sabe a quién tiene la suerte de tener al lado. Siempre te lo digo, eres tú la que verdaderamente lleva la fiscalía. Y bueno, sobre el otro incidente, no te preocupes, esta tarde Sofía tiene su recapitulación, y puede ser buen momento.

-          Vale, cariño, pero porfi, no seas muy severo, que luego tengo que ir con las chicas, que quedé con ellas, tengo noticias de lo nuestro, verás…

Sofía, la estudiante de intercambio que vivía en su casa, ya había puesto la mesa, y se afanaba en servir los platos. Debido a que el  nivel educativo que proporcionaba la universidad de la isla era muy elevado, esta era un referente en todos los programas de intercambio. Como el nivel de vida local era caro, no era extraño que muchas chicas se alojaran en casas donde, aparte del alojamiento, conseguían un dinero por ayudar a sus anfitrionas en las labores domésticas. La madre de Sofía, además, era la soprano más importante que había dado el país, si bien, llevada por el amor, ahora residía en Milán, por lo que las peculiares tradiciones del país se habían mamado desde niña en su casa. Cuando su hija pudo optar por estudiar su carrera de Farmacia en Isla Cane, no tuvo dudas, no  solo por el grado de excelencia, si no, la seguridad que ofrecía la isla con  una tasa de criminalidad prácticamente nula.

La comida transcurrió animadamente, con Jimena contando las nuevas de su citación ante el Consejo, cuanto más se metía en la conversación más se animaba, y utilizaba las preguntas de Rodrigo y de Sofía para ir articulando posibles líneas de discurso, la sobremesa avanzó tratando de este y otros temas y ya eran más de las cuatro cuando Rodrigo miró su reloj.

-          Sofía, cariño, estate preparada para la recapitulación a las cinco. Ya recogemos nosotros la mesa.

La recapitulación semanal era un momento temido por todas las mujeres en Isla Cane. Tenía lugar en los domicilios donde, ante el cabeza de familia, la chica debía presentar su cuaderno con las azotainas que había sufrido durante la semana, y, así mismo, si había cometido alguna infracción que hubiese quedado sin disciplina.

Según el código, que fijaba la recapitulación como obligatoria para todas las mujeres, al contrario que las zurras que se propinaban cuando se producía una infracción o fallo, que tenían como fin corregir este, la recapitulación era un castigo. A la chica, según el número de correcciones a las que había sido sometida durante la semana, se le imponía un castigo, que en todo caso debía de ser severo, y que rara vez implicaba menos de hora y media horas de azotes con diferentes utensilios y en diferentes posiciones.

Si, por un comportamiento particularmente bueno, la chica no hubiera necesitado ninguna corrección a lo largo de la semana, se le aplicaba una sesión de refuerzo. Este refuerzo consistía en un castigo de la misma intensidad que una recapitulación, pero más breve, siempre menos de una hora. Su objetivo, aparte de servir de reconocimiento al buen comportamiento de la mujer, es recordarle las consecuencias que tendrá que afrontar si se aparta del camino recto. Aunque más breve, es suficiente para que las marcas y dolor persistan en el culete de la chica durante varios días de la siguiente semana.

A las cinco, el salón estaba preparado para el inicio de la sesión de Sofía. La caja de los utensilios se encontraba junto al sofá y Sofía, desnudad e cintura para abajo, esperaba de rodillas con el cuaderno de disciplina, una libretita rosa con un gaticornio en su tapa delantera. Al contrario que las correcciones que podían tener lugar en privado, las recapitulaciones y los refuerzos tenían lugar en un lugar común de la casa, y como elemento pedagógico todas las chicas debían asistir a él, para que sirviera de ejemplo en caso de las recapitulaciones como de incentivo en el raro caso de ser testigos de una azotaina de refuerzo.

La compungida niña comenzó la lectura, y ciertamente la semana no había sido buena. Incluía más de treinta ocasiones en las que su trasero fue caldeado a lo largo de la semana: desde una azotaina con paleta de madera por la seguridad del campus por dejar mal aparcada su bicicleta, varias correcciones en clase y hasta el propietario de un bazar que decidió aplicarle un correctivo con una espátula metálica después de que chocara accidentalmente contra un expositor, afortunadamente para su trasero sin llegar a tirar nada.

Finalmente, se hizo el silencio.

-          Sofía, has sido muy negligente esta semana. Sobre mis rodillas. Ya sabes que, si despegas las punteras del suelo, o te cubres con las manos, no dudaré en empezar de cero. ¿Vale?

-          Sí, señor…

La joven se levantó y con pasitos cortos como si tratara de retrasar lo inevitable. La rubia estudiante se acomodó lo mejor posible apoyando su vientre  sobre los muslos de Rodrigo. Finalmente, la mano derecha del hombre se alzó y descendió con rapidez dejando de manera instantánea  la silueta rosada de la palma en el trasero de la desdichada. Los azotes se sucedían con tal rapidez que el dolor no se devanecía, sino, que al contrario cada vez, dolía más.

Rodrigo aplicaba un patrón aleatorio, para no darle oportunidad a la desventurada de adivinar el próximo lugar de impacto. Cada azote era seguido por un quejido de Sofía, que aún era capaz de aguantar el llanto.  Al cabo de diez minutos de asalto, las nalgas y parte superior de los muslos de Sofía eran de color carmesí.

El hombre comprobó que el tono de la piel era uniformemente colorado antes de dejar de azotar el trasero  de la joven que se retorcía todo lo que el temor de separar las punteras de sus pies del suelo le permitía.

-          Bueno, fierecilla, te estás portando bien. Ha terminado la primera etapa. Contra la pared, las manos apoyadas en el muro y las caderas hacia atrás. Espalda arqueada que el culo tiene que quedar bien expuesto.

 

En las recapitulaciones, al contrario que cuando se corregía, no se esperaba que la chica agradeciera “las atenciones” más que al final.

Sofía adoptó la posición en la que esperó unos minutos mientras el hombre, bebía un vaso de agua para recuperarse del esfuerzo realizado. Ni que decir tiene, que la breve tregua también fue celebrada internamente por la chica, que aunque en posición un poco ortopédica, al menos por unos instantes, no sentía una tormenta de golpes en sus posaderas.

Rodrigo tomo una correa de cuero, rectangular de unos veinticinco por diez centímetros y con un pequeño mango de madera, que servía para poder aplicarla con la precisión que se necesitaba.





 

El hombre se situó detrás de la joven que, intuyendo la posición de Rodrigo, había empezado a hiperventilar anticipando lo que estaba por venir. Rodrigo, como varón juicioso, antes de aplicar la correa, comprobó que todo el culo estuviera caliente y rojo por igual, aplicando unos fuertes azotes con la mano en zonas que le presentaban duda arrancando respingos de dolor de la pobre Sofía.

El cabeza de familia se pasó la correa a su mano derecha y la apoyó sobre el trasero de la joven que se estremeció al notar el mero contacto del cuero curtido sobre su indefenso y ya muy dolorido trasero. Un gemido de la joven cuando el cuero se despegó de su nalga fue el pistoletazo de salida de la ordalía que le esperaba.

La correa, aunque terriblemente dolorosa para los traseros de las jovencitas revoltosas, es en las recapitulaciones considerado, aun, como un calentamiento más que como castigo propiamente dicho. Y como tal, aunque con dos correazos se podía cubrir toda la superficie del trasero de Sofía, Rodrigo se esmeró, aplicando los correazos en patrón descendente pasando de una nalga a otra hasta que con cuatro correazos se aseguraba que todo su trasero y parte trasera de los muslos quedaba de un color rojo carmesí. Al llegar a media altura del muslo, el patrón volvía a repetirse desde arriba.

Cuando el cuero alcanzó por primera vez la delicadísima piel de sus piernas, Sofía que hasta ese momento gemía y se retorcía como un pescado moribundo, soltó un chillido que hubiera escandalizado a los gatos de cualquier callejón y, sin poder reprimirse, rompió en llanto.

Los gritos, entrecortados por los estertores de sus pulmones pidiendo aire, se producían de forma constante ya que, los feroces azotes se sucedían de forma continua. El espectáculo de la joven sollozante ante el estricto castigo impresionaría a cualquier testigo… siempre y cuando, este no fuera una mujer tan acostumbrada a  ser disciplinada como Jimena, que no obstante asistía un poco compungida sabiendo que su turno sería al día siguiente por la tarde.

Rodrigo mantuvo el ritmo de la correa durante quince largos minutos, cuando ya toda la zona de castigo había adquirido un tono de rojo púrpura, y Sofía, ahogándose en su propio llanto mantenía la cara pegada a la pared, girada sobre su hombro, con la boca abierta ya sin ser capaz de articular sonidos, en un estertor de callada agonía.

Tras quince minutos, el ritmo de los correazos se ralentizó, pero, su fuerza se redobló, eran los últimos azotes de correa, y era preciso que cuajaran la impresión correcta. Tras tres correazos que la mártir pensaba que le estaban arrancando la piel con tenazas al rojo, en un gesto espasmódico, Sofía, que hasta ese momento había mantenido en todo momento la posición arqueada, no pudo evitar que la cadera se desplazara hacia dentro en un reflejo de evitar el el doloroso aguijonazo del beso de la correa. La piel restalló, y la caricia del cuero, preñada de dolor calló sobre un lateral de su nalga.

-        -   Acabas de ganarte una penitencia. ¿Quieres portarte mal? Otro gesto de no colaborar, y te aseguro, que vuelvo a empezar con la correa desde el principio.

Sofía giró la cabeza de forma exagerada, casi convulsiva.

-      -     Ooooo, pod favod, eñod. O siento, o siento. O quise, o quise. De vedad

En realidad, la amenaza tenía más de baladronada que de realidad, pero, como encargado de la disciplina, no podía permitir que las chicas pensaran que, romper la posición de castigo, era cosa baladí. La propia penitencia que le había anunciado era algo, que, invariablemente iba a suceder, ya que para las caneitas, todas las zurras solían acabar con alguna “rebeldía que expiar”.

Los últimos dos correazos cayeron sobre la parte trasera de los piernas, y fueron tan poderosos que las vibraciones se transmitieron por la carne de sus dos perfectamente torneados muslos. Un alarido de voz rota salió de la garganta de Sofía que desencajada miraba al techo, en una pose que, a la dueña de la casa le hizo recordar a una loba que aullara a la Luna.

Ya había pasado media hora de la sesión semanal, cuando, Rodrigo decidió conceder una pequeña tregua.

-         -  Sofía, tienes un receso de cinco minutos. Vete al baño y recomponte.

-       -    I, señod, - dijo la muchacha a quien los mocos le impedían respirar por la nariz-, acias, señod.

La joven entró en el baño y tras sonarse, contempló en el espejo el paisaje de apocalipsis que presentaba su trasero. Caliente como el infierno, notaba como la piel púrpura le quemaba las manos cuando se acariciaba la macerada carne. Tras sonarse y enjugarse las lágrimas tomo un corto sorbo de agua que le sirvió para hidratar su garganta, seca, tras el festival de aullidos. Como no tenía reloj, y por nada del mundo quería afrontar las consecuencias de llegar tarde a su cita con su merecido castigo, inmediatamente regresó al salón.

-          - ¿Estás mejor, cielo? Preguntó la mujer castaña que había sido espectadora única de todo el calvario.

-       -    Si, gracias, Jimena, deseando ya de terminar.

-        -   Pues a ver si la próxima semana, eres más cuidadosa, y ya, ni empezamos.

Todos sabían que las palabras de Rodrigo eran un pura entelequia, ya que, el disfrutar de un refuerzo en lugar de sufrir una recapitulación, era algo, que la mayoría de las habitantes de la isla, jamás habían experimentado.

-          Sofía, inclínate sobre la mesa del salón. Culete en pompa y las manos bien agarradas a los bordes. Ten cuidado con tratar de cubrirte subiendo uno de los pies. ¿Está claro?

-        -   Sí, señor –dijo la joven mientras adoptaba la posición requerida.

Si tuviera autorizado girar el cuello, vería como el siguiente utensilio era la paleta de lexan transparente. Era un utensilio de gran ligereza y rigidez que tenía una gran reputación de hacer volver a sus cabales a las jovencitas descarriadas.

La azotaina con tan dañino implemento se prolongó por veinte largos minutos, y se centró en la parte inferior de sus doloridas nalgas. Ni que decir tiene que propinar tal cantidad de azotes en un área tan pequeña tuvo unos efectos inmediatos en la infortunada penitente. El llanto retornó desde el primer chirlazo y tras los primeros, Sofía gritaba como un mono aullador. La concentración de azotes hacía que estos cayeran siempre sobre carne recién golpeada y la reacción era casi eléctrica.





 

Si bien esta no era la fase más dolorosa del castigo, si era la más importante, ya que con ella se buscaba castigar la zona de los puntos de contacto. Esta era la parte del trasero que, cuando la chica se sentaba entraba en contacto con las superficies, y castigarla durante un periodo largo con un utensilio rígido, aseguraba que la zona permaneciera amoratada y dolorida durante toda la semana, siendo un doloroso recordatorio de las consecuencias de portarse mal, cada vez que sentara.

Sofía, recostada en la mesa sobre su pecho, sollozaba y se movía frenéticamente de un lado a otro como si fuera un salmón que trata de superar un rápido con poca agua, impotente ante el huracán de golpes que habían convertido la parte trasera de sus nalgas en un volcán en erupción. Finalmente en su estéril lucha, ocurrió lo que era inevitable, tras el tercer golpe seguido que caía exactamente en el mismo punto, espasmódicamente, la joven despegó un piel del suelo en vano intento de cubrirse, o de ralentizar el siguiente azote.

-         -  Sofía, baja ese pie, ya.

La joven, que recobró la lucidez ante la severa voz que la interpelaba, bajó inmediatamente el pie, maldiciéndose a sí misma, ya que, ese desliz le iba a suponer varios azotes de penalización.

Finalmente, los cuatro últimos azotes aterrizaron sobre la parte superior de los muslos, que debido a su delicadeza, nunca se deben convertir en objetivo prioritario de los instrumentos rígidos. Un ronco aullido de agonía cercioró a los presentes, que esos cuatro últimos paletazos habían logrado captar la atención de la pobre muchacha.

Finalmente, la recta final del castigo se asomaba, y, antes de afrontarla a nuestra protagonista, le fue concedido un descanso de cinco minutos. Antes de transcurridos tres Sofía se encontraba de vuelta en el salón. Rodrigo le ordenó que se recostara boca arriba sobre el sillón, y le pidió a su mujer que sujetara en alto las piernas de la joven. Era la conocida como postura del pañal, y las dos mujeres sabían que esa posición es perfecta para emplear elementos flexibles que tengan como principal objetivo los delicados muslos de las mujeres revoltosas.







 

El último utensilio no salió de la caja de implementos, sino de la cintura del hombre que parsimoniosamente sacó el cinturón de brillante cuero negro que ceñía su pantalón el cual dobló en dos y con él agarrado por la parte de la hebilla se preparó para la siguiente etapa del viacrucis semanal.

Como las dos mujeres habían deducido por la postura elegida, desde el primer azote, el objetivo fueron los muslos haciendo que la pobre Sofía emitiera alaridos de dolor que hubieran podido romper cristal; Jimena, de hecho se sonrió pensando que era lógico, que, al fin al cabo su madre era una excepcional soprano. La joven se retorcía de dolor con cada vergazo, tratando de evitar que sus manos, libres de cualquier asidero trataran de impedir, estúpidamente, el castigo de sus martirizados muslos.

Las marcas de color púrpura se alineaban en la parte trasera de sus muslos, y dado que el cinturón, aun doblado era lo suficientemente largo y flexible, cuando impactaba, aun contaba con la suficiente inercia para enrollarse sobre los firmes muslos de Sofía y castigar la hipersensible piel del interior de sus piernas.

Jimena se afanaba en sostener las piernas de su amiga, sabedora de que, si fallaba al hacerlo, habría con toda seguridad consecuencias indeseadas para su trasero, no obstante la desquiciada joven trataba de zafarse de ese agarre y sustraer a sus mulos de tan severo castigo.

Al fin, tras cuatro zurriagazos particularmente fuertes y seguidos que dieron con la estrecha cinta de cuero hundida en la sensible carne, el cinturón cayó para no volverse a levantar contra la muchacha que ya sin lucha, extenuada, recibía los azotes con sordos gruñidos entrecortados por los abundantes sollozos.

-        -   Sofía, hemos terminado con el cinturón. Arrodíllate mirando a la mesa. Y nada de tocarse el trasero. Jimena tiene una cuenta pendiente antes de tus penalizaciones.

Jimena tragó saliva cuando su nombre salió a la palestra, y como conocedora de los particulares rituales de la disciplina doméstica, se levantó y se acercó a la mesa.

-        -   Cariño, hoy has sido descuidada, y te ganaste una corrección en el trabajo. Creo que doce cintarazos serán suficientes para ayudarte a aprender la lección, ¿Verdad?

La suavidad y el amor que impregnaban las palabras cada vez que Rodrigo hablaba a su mujer no ocultaban, sin embargo, el severo correctivo que se avecinaba, si bien, recibir en casa dos azotes por cada uno recibido en el trabajo era, bastante generoso teniendo en cuenta las prácticas habituales.

-   Sí, señor, estoy, de hecho, muy arrepentida.

- Bueno, princesa, verás cómo aprendes de todo esto. Quítate la falda y las braguitas por los tobillos. Sé un buen ejemplo para Sofi, y recuéstate sobre la mesa, el culete bien expuesto.

Jimena obedeció en silencio y serena pero con creciente temor adoptó la postura.

El primer cintarazo no se hizo esperar, aterrizando justo en el medio de su nalga derecha dejando una alargada marca rosada. El cuerpo de la esposa se empotró contra la mesa, aunque, tanto por fuerza como por golpear una zona con bastante más “acolchado” este azote.

-       -   Uno. Gracias señor.

    Desde su posición a poca distancia de la acción, Sofía, iba recuperando un poco la compostura y el        ritmo de la respiración, y, por qué negarlo, asistía divertida al espectáculo que se le ofrecía. En los         meses que llevaba en su casa, había aprendido a querer a Jimena como a una hermana mayor, y verla     disciplinada por un hombre que la adoraba y le ofrecía todos los mismos y firmeza que necesita una         chica, le producía cierta alegría. Además, como alguna vez le había reconocido, era una suerte que         ya     que era inevitable que tarde o temprano te acabaran calentando las posaderas, mucho mejor si         es     alguien tan guapo.

    La disciplina proseguía llenando de verdugones la parte más prominente del respingón trasero, si             bien era obvio, que no se estaba empleando tan a fondo cómo hacía un rato. Esto, y ambas mujeres         lo     sabían, no se debía a un trato de favor, si no que, al día siguiente, por la mañana, era el turno de     Jimena para su recapitulación semanal, y haberse empleado a fondo, implicaría un exceso de             sufrimiento que una chica tan dulce y obediente, no merecía.

-        -   Diez. Gracias, señor.

El undécimo azote fue inesperado, ya que en vez de caer horizontalmente cayó como un rayo sobre la parte superior de la curva de sus nalgas. La piel restalló y una marca notoriamente más oscura que las anteriores se empezó a hacer visible sobre la pálida piel.

Jimena no se lo esperaba, y emitió un respingo de dolor, mientras noto un aumento de la presión sanguínea y como los ojos se le humedecían.

-      -  Once. Gracias, señor.

El último azote, fue igual, dejando una progresivamente más oscura marca en la otra nalga. Jimena suspiró aliviada sabiendo el final de su castigo.

-     -     Doce. Gracias, señor.

-     -     De nada, cielo, sé más cuidadosa de ahora en adelante.

-     -     Ya…. Fueron las prisas, quise acabar pronto el dossier, y al final cometí ese fallo tonto.

Roodrigo levo la barbilla de su mujer con su dedo índice.

-    -  Bueno, pero seguro que desde ahora, tendrás más cuidado de que las prisas hagan sombra a tu magnífico trabajo.

Los ojos marrones de Jimena se perdieron dentro de la inmensidad azul de los ojos de su marido que la miraban y ahogaban en una marea de amor infinito. Con gesto pícaro, la mujer lanzó sus labios y le robó un piquito a su marido.

Para gran parte de las mujeres de Isla Cane, asisitir a la disciplina de otra chica siempre era un espectáculo agradable. La propia experiencia les había dotado de gran juicio para valorar los castigos y eran jueces inclementes analizando todo, desde la intensidad y recursos técnicos del spanker así como las reacciones de la spankee, en general que una dama sobreactuara en un castigo estaba muy mal visto, y en este aspecto Sofía no era una excepción. Y aun sintiendo la palpitante agonía de su trasero, se consideraba afortunada, ya que Rodrigo era comedido y respetuoso, aunque estricto, tal y como debía ser un hombre. Ojalá ella, pensaba, pudiera, algún día encontrar un marido igual.

Rodrigo se rio y dio dio una tierna palmada en el trasero a tu mujer.

-     -   Anda, bribona, ve a sentarte. Y Sofía, pasa al centro.

Obediente, la chica, deseosa de afrontar ya la última dificultad de su castigo semanal quedó en pie en el centro de la sala.

-      -    Ahora, dóblate hasta que te alcances los dedos de los pies, y no me hagas trampa doblando las rodillas, que me daría cuenta.

Jimena sonrió, se daría cuenta, y no sería buena para ella – pensó-.

Obediente, la joven estudiante adoptó la incómoda postura. Normalmente, los azotes de penalización se suelen recibir con la spankee situada en una postura poco confortable, ya que, a parte del dolor de los azotes le suponga un desafío mantenerse como le había sido ordenado y no hacerse acreedora de más atenciones.

-     -      Bueno, ya casi terminamos, serán seis con la vara.

Sofía tragó saliva al oír la palabra vara. Sin ninguna duda ese delgado diablo de ratán era el instrumento de disciplina más temido por todas y cada una de las chicas de la isla, las cuales debían afrontarlo con más o menos frecuencia. Se trataba de una flexible vara de ratán de algó más de un metro de longitud, lo que garantizaba que cada una de sus caricias llegaría a las dos nalgas de la mujer que se hiciera acreedora de sus atenciones.

Rodrigo se situó por detrás, y apuntó con cuidado, (al ser tan lesivo, la vara exigía un control perfecto), el primer azote cayó en la parte centrl de su martirizado trasero, con tal violencia que incluso la torneada carne del sulo de Sofía parecía que estaba absorbiéndola, tan profundo fue el zurriagazo. Un verdugón recto de color violeta se empezó a formar nada más despegar la vara del trasero de la desdichada. La pequeña rubia se tambaleó en su precario equilibrio y emitió un aullido de dolor.

-     -     Uno. Gracias, señor.

Los siguientes tres azotes aterrizaron inmediatamente debajo del primer azote, dejándole el tarsero con 4 rayas paralelas separadas por una muy estrecha franja de piel roja. Desde el tercer impacto, Sofía estaba rota en llanto y sus alaridos sonaban ya con voz ronca después de haber sometido a tan severo castigo durante casi dos horas. En su postura que se afanaba por no romper, las lágrimas caían directamente sobre la alfombra formando un cerco de humedad en la misma.

El quinto azote busco dejar una huella perdurable para ayudar a la chica a valorar mejor las consecuencias de sus actos durante la siguiente semana: con una precisión de láser alcanzó el pliegue que forma el muslo cuando se encuentra con la nalga. Esta zona ya se encontraba muy dolorida por el reciente asalto del cinto, y ella sintió como como si quisieran sajarle las piernas con una sierra al rojo. A pesar del alarido y de retorcerse, fue capaz de mantener la postura.

Rodrigo comprobó la eficacia de su caricia, e internamente, se sintió orgulloso de aquella chica que tan bien estaba afrontando las consecuencias que su mal comportamiento le había acarreado.

El golpe final, cayó al sur del anterior, directamente en la parte superior de las piernas, ya muy sensibilizada por el prolongado castigo, que rápidamente se vio adornada por una marca púrpura que cruzaba ambas. Solo un supremo esfuerzo de voluntad y el pavor a ver prolongado el martirio previno que Sofía separase sus manos de las puntas de sus pies a pesar de la violenta embestida, y una salvaje sacudida de cabeza y un eterno alarido de voz rota fue la única repuesta de la obediente mujer al dolor que se había apoderado de su parte trasera.

Rodrigo se separó hacia atrás.

-     -     Bueno, hemos terminado.

-   -       Gracias, señod – dijo Sofía sin atrverese a romper la postura que ya le provocaba palpitaciones de dolor en su arqueada espalda-.



 


 

-      -    Espero que todo el esfuerzo al menos sirva para que aprendas la lección.

-      -    Si , señor, lo prometo.

-      -    Bueno, permanece sin moverte quince minutos, para ayudarte a interiorizar el aprendizaje.

Sofía gimió por dentro, pero sabía, que el tiempo de reflexión era obligado después de un castigo estricto. Junto a los agarrotados músculos de la espalda, lo que más lamentaba era no poder masajearse su dolorido trasero que le parecía iba a entrar en erupción de un momento a otro.

Rodrigo se sentó junto a su mujer que le enseñaba unas posibles compras en Amazon sin perder de vista el reloj. Finalmente los quince minutos pasaron.

-       -   Bueno, Sofía ¿Ya has recapacitado?

-        -  Sí, señor, -en el fondo hubiera cualquier cosa con tal de poder abandonar la agotadora postura-.

-     -     Pues ya está. Espero que no vuelvas a cometer ya los mismos errores.

Sofía se acercó al hombre y lo abrazó.

-     -  ¿Ya no estás enfadado?

- - Rodrigo la rodeó con sus brazos y le besó la cabeza.

-          No, ni nunca lo estuve. Una cosa es que sea mi deber castigarte, pero uno no se enfada con quien quiere y respeta.

Ante la mirada de Jimena, permanecieron abrazados por espacio de un minuto.

Finalmente, Rodrigo se separó y le pidió a su mujer que acompañara a Sofía a su cuarto, y la ayudara con los ungüentos y pomadas que, tras la azotaina, contribuían a disminuir un poco las futuras molestias. Curiosamente, los fabricantes de cosmética de Isla Cane eran reputados por sus bálsamos de este estilo… sobre todo después de que la incorporación como químicas y científicas de muchas mujeres a las plantillas de estos fabricantes.

Las dos chicas subieron, y se dirigieron al baño.

-     -     Odio la vara.

Jimena sonrió.

-     -     Pues claro, tonta. Como todas. Por eso es tan importante que esté ahí cuando nos la merecemos.

Jimena remarcaba esto, sabiendo que en su casa, la vara se usaba en contadas ocasiones, principalmente cuando se producían episodios de mal comportamiento en un castigo y eran precisas penalizaciones. Lo de hoy, a su juicio había sido un ejemplo del correcto empleo de la vara.

-     -     De verdad… a ves me cuesta entenderos. Ya sé lo que mi madre me explicó, y es guay que los chicos nos presten tanta atención y nos sean siempre presentes… pero, a veces, creo que os pasáis.

-      -    Entiende que son nuestras tradiciones, y que nuestros fundadores crearon un país muy avanzado en una isla relativamente pequeña, y eso es solo por el orden social. Por eso me preocupa que mis propuestas… Bueno… - se recompuso-, túmbate en la cama que ahora voy con bálsamo. Que son casi las siete, y yo tengo planes con las chicas, y tú, estoy segura que también. ¿Has quedado hoy con el becario de tu facul?

Sofía sonrió pícaramente. 

Un poquito… contestó haciendo un gesto con dos dedos.

 

Las curiosas costumbres de Isla Cane. Jimena. (1/4)

Una Isla-Estado creada bajo los ideales de los spankers y las spankees pioneros que, huyendo de un mundo cada vez más fluido, y más relativo, fundaron un estado donde el mayor fundamento de prosperidad y estabilidad es una amorosa y estricta disciplina aplicada con frecuencia en los traseros de las mujeres.

Eran ya las tres pasadas de la tarde cuando la fiscal adjunta, Jimena Signori, apartó la silla del pesado escritorio de su despacho, y se levantó, no sin antes cerciorarse que absolutamente todo quedaba milimétricamente ordenado. Hoy su trasero no había recibido atenciones de su jefe, y no tenía ganas de que una pequeñez diera con ella inclinada sobre la mesa preparada para una tanda de azotes.

Antes de apagar el ordenador, Jimena, pasó por la oficina de su superior, el Fiscal Jefe, Horacio Sulley.

-          Jefe, si no quiere nada de mí, me marcho de fin de semana – dijo asomando la cabeza por la puerta del suntuoso despacho.

-          Nada, gracias Jimena. He estado leyendo el dossier que has reunido sobre el caso de ese constructor. Has estado brillante.

La joven letrada sonrió orgullosa del cumplido de su jefe.

-          No hay para tanto…. Pero gracias -su sonrisa iluminaba la estancia-. Pues…. buen fin de semana Sr. Fiscal.

Jimena giró sobre sus taconazos negros que estilizaban aún más sus torneadas piernas y comenzó a alejarse rumbo a la libertad del recién inaugurado fin de semana.

-          Solo una cosa…

La voz de interrogación del hombre canoso detuvo al instante el caminar de la mujer, al tiempo que, previendo lo que se avecinaba, también su corazón.

-          El último oficio, tiene el sello y forma, pero… ¿Por qué no está firmado?

La hermosa fiscal de ojos castaños a juego con su cabello, se rindió a la evidencia de que, aquel viernes no sería el primer día, después de tres años en el que se iría a casa con el trasero blanco.

-          Debió de olvidárseme, señor.

Señor era la forma estipulada para dirigirse a los hombres cuando las chicas estaban siendo corregidas.

-          Jimena, ya sabes que es en estas pequeñeces, donde al final se pierden los casos… un defecto de forma y…. Bum…. Dos años de tu trabajo que se han ido por el retrete. Ya sabes que me queda poco para jubilarme aquí, y cuando llegue el hombre que me vaya a suceder, quiero dejarle una segunda de abordo, aun mejor de lo que yo la he tenido. ¿Entiendes?

-          Sí, señor.

-          ¿Y entiendes por qué vas a ser corregida?

-          Sí, señor.

En el fondo, como casi todas las chicas en el momento previo a recibir una zurra, pensaba que era un poco injusto que, cuando sus compañeros se equivocaban, una bronca o incluso una llamada de atención para que subsanaran el error era suficiente, y sin embargo, para ellas, estas ocasiones acababan siempre con unas nalgas doloridas para días. Y el ser la segunda jefa de la oficina, con numerosos subordinados y subordinadas no la hacía ser una excepción. Cuando era necesario, a criterio del fiscal, era disciplinada.

El la miró y se dio cuenta como, pese a la apariencia de tranquilidad, Jimena, temblaba sobre sus altos zapatos.


 




 

Ella, tan solo esperaba que no la hiciera ir por la correa de castigo. Este temido artilugio colgaba en la pared del fondo de la sala donde se encontraban las mesas de los trabajadores de su departamento. Cuando alguna trabajadora merecía una zurra más severa, la chica tenía que ir a por la correa, descolgarla, y llevársela al fiscal. Es obvio que el paseíllo y la cara de compungida de la chica no pasaban desapercibido a ninguno de los compañeros. Ni que decir tiene que, a la vuelta, las caras ruborizadas y amenudo enrojecidas por el llanto de las chicas hacían juego con los culos, rojos como tomates. La humillación se unía así al severo dolor que la pesada correa de grueso cuero provocaba en las partes traseras de las pobrecillas que se hacían acreedoras de ese castigo. Era un efecto buscado, ya que, para el fiscal, esto, aumentaba la carga pedagógica del castigo. Ella misma, debía realizar ese ritual con cierta periodicidad, ya que ninguna de las funcionarias y juristas del departamento sabía lo que era pasar un mes sin hacerse acreedora de un serio castigo.

El hombre de pelo blanco se levantó, cerró la puerta de su despacho y se despojó de la americana que colgó de forma atildada en el perchero. Jimena respiró aliviada, ya que, en vez de la pesada correa que dejaba su respingón culete convertido en una roja y palpitante masa de carne agonizante, sería, con toda probabilidad la regla a la que tan acostumbrada estaba.

La regla, era un pesado listón de madera de un metro, y con él, se depuraban los pequeños errores del día a día. Teniendo el privilegio de trabajar codo con codo junto a su jefe, Jimena era, de lejos, la mejor clienta de la regla, y si algún día regresaba a casa con menos de diez marcas moradas en el trasero, ese, entonces, había sido un muy buen día.

-          Serán seis, con la regla. Letradilla descuidada, de rodillas sobre la silla, contra el respaldo. Recógete la falda y pon las manos detrás de la cabeza.

La poderosa fiscal Signori, cuya posición imponía un respeto temeroso allí donde el deber la reclamaba, adoptó la postura que le ordenaba.

El hombre se colocó a espaldas de la mujer, y blandiendo la regla en el aire, la hizo zumbar para congojo de la dama que permanecía mirando al frente.

Sully, apoyó la regla sobre el turgente trasero de su ayudante para tomar medidas de donde colocarse a fin de maximizar el efecto sobre la anatomía de la resignada Jimena.

Con ademán de un jugador de golf que realiza un swing, el fiscal realizó un amplio arco con su brazo derecho que hizo impactar con furia la regla sobre el centro de la nalga derecha. Si bien el impacto fu feroz y la carne se hundió en el impacto, como todas las mujeres de Isla Cane, estaba acostumbrada a ser disciplinada y un pronunciado suspiro fue toda la reacción de la joven.

-          Uno. Gracias, señor.

El contar y agradecer la disciplina aplicada, era considerado de buena educación, y el no hacerlo era constitutivo de sufrir una penalización, que normalmente consistía en no empezar a contar los azotes hasta que la chica empleara la fórmula adecuada, o, añadir azotes de penalización, que, se solían propinar con un utensilio más severo o eran aplicados en zonas particularmente sensibles de los traseros de las despistadas mujeres que habían olvidado agradecer el esfuerzo que se estaba haciendo para disciplinarla de forma adecuada.

El segundo de los azotes, cayo, en perfecta simetría sobre la nalga izquierda. Dos marcas carmesí comenzaron aflorar por encima de dos rectángulos de piel enrojecida. La fuerza del impacto movió levemente a la mujer hacia el respaldo, al que frenéticamente se aferraban sus dedos.

El fiscal contempló la piel enrojecida que asomaba a los lados de la braguita de su protegida, cerciorándose de que la intensidad era la adecuada.

-          Dos. Gracias, señor.

Tras dejar reposar unos segundos a  su particular condenada, el fiscal desató su furia, con cuatro golpes en rápida sucesión, de mayor intensidad, si cabe que los dos primeros, las vibraciones generadas por los impactos hacía reverberar la martirizada carne de su ayudante hasta sus muslos. El ritmo del castigo era tan frenético, que la pobre apenas tenía tiempo de emplear la fórmula antes de recibir el siguiente chirlazo en su dolorido culo.


 

El quinto impacto fue tan poderoso, que Jimena se vio empotrada contra el respaldo, y el dolor fue tan intensa que, para reprimir un grito, se vio obligada a morderse el puño.

Finalmente, el sexto impacto llegó, martirizando el centro de sus doloridas posaderas como los cinco anteriores. La parte central de su trasero hervía en dolor cuando el castigo llegó a su fin.

-          Seis. Gracias, señor.

Sabedora de que su disciplina había finalizado, respiró, y poniendo toda la voz de niña buena que pudo, preguntó.

-          Gracias por corregirme, señor ¿Puedo levantarme?

-          No… te queda un azote de penitencia.

Un vuelco al estómago fue lo que sintió la joven fiscal que veía como su anhelado fin de semana se resistía.

-          Señor… ¿Penitencia? ¿Pero por qué?

-          Te rebelaste en tu castigo Jimena…

-          ¿Qué? ¡No! Fui buena, y cooperé en el castigo que me merecía.

 

El término de “rebelión” se usaba para añadir castigos extras a las mujeres que, por unas razones u otras se consideraban que no habían cooperado con la disciplina que les era administrada, y era aplicado con mucha frecuencia ya que, se prestaba a interpretaciones extremadamente abiertas.

-          Quinto azote, jovencita. ¿Dónde te dije que debían permanecer las manos?

Los recuerdos vinieron como flashazos a la mente de la joven, y se supo derrotada.

-          En el respaldo, señor – dijo con un hilo de voz-.

-          Exacto. ¿Y llevarte el puño a la boca es estar en el respaldo?

-          No, señor.

-          Exacto. Y el pretender librarte con mentirijillas, te va a costar otra penitencia extra.

Jimena se sabía derrotada, de base, y salvo rarísimas excepciones, en el tema de los azotes ELLOS siempre tenían razón, y para su desazón, sabía que, esta vez, él la tenía realmente.

-          Jimena, recostada sobre la mesa. Las manos agarradas a cada borde del escritorio. La cabeza pegada a la madera y el culo en el aire. No voy a repetirte la postura.

-          Sí, señor.

 La joven adjunta adoptó la posición, con la que estaba muy familiarizada, que dictaba el severo fiscal.

La regla cayó con la velocidad del rayo hasta impactar en la delicada carne donde el muslo se encuentra con la nalga. Este azote, en una zona que había permanecido ajena a la zurra anterior, le hizo sentir como si la estuvieran desollando viva.

La unión de los muslos con las nalgas, así como la parte superior de los muslos eran zonas privilegiadas cuando se recibían castigos severos y, por supuesto, los azotes de penitencia.

El impacto fue tan contundente que la delgada chica a punto estuvo de deslizarse sobre la mesa de su jefe.

-          Uno. Gracias, señor. El dolor era tan intenso que toda su voz era un hilillo que flirteaba con la línea del pucherito.

El segundo azote, con la misma fuerza, cayó en su otro muslo, decorando tan tierna zona con dos marcas rojas que rápidamente evolucionaron hacia el morado y que destacaba grandemente sobre las marcas de color más granate que decoraban sus nalgas.

-          Dos. Gracias señor.

La mujer tenía que hacer un sobreesfuerzo para evitar que las lágrimas salieran a borbotones.

-          Bueno. Jimena ¿Has aprendido la lección?

-          Sí, señor. Gracias por corregirme.

-          De nada, sabes que es mi deber

El fiscal dio dos suaves toquecitos con la regla sobre la ardiente carne de sus nalgas, los cuales, aunque suaves, estimularon los nervios de tan sensible zona llevando una oleada de dolor hasta su cerebro.

-          Anda, recoge todo, y vete a pasar un buen fin de semana con tu marido.

Dolorida, pero feliz de haber finalizado su castigo, se atildó la falda y arrimó a la mesa silla que había hecho las veces de cadalso.

-          Con su permiso, señor.

-          Hasta el lunes. Y no te confundas, sabes que eres la mejor. Y, dentro de unos años, este puesto va a ser tuyo.

-          Gracias, señor- dijo Jimena que aun sentía la respiración agitada que pugnaba por volver a la normalidad-.

 


 

Sully se quedó contemplando a su ayudante mientras se alejaba. Había tenido mucha suerte, además de una jurista brillante, era tenaz y trabajadora, y, por qué no decirlo, hasta bonita. Los sentimientos que profesaba hacia su protegida excedían a los de un jefe por una de sus empleadas, y la verdad, es que la quería, porque se hacía querer. Era la hija que su esposa, muerta años atrás tras una corta enfermedad, nunca tuvo oportunidad de darle. Y aunque al final, como todas las mujeres de su edad, precisaba de una disciplina constante, él, que en su anterior puesto de decano de la facultad había visto a cientos de abogados y estudiantes, sabía que su brillantez estaba destinada a las mayores cotas.

Mientras caminaba hacia el coche, Jimena comprobaba el buzón de correo en su smartphone, en efecto, estaba el correo que esperaba, y había buenas noticias.

Desde hacía varios años ella y otra serie de importantes mujeres de Isla Cane, entre las que se podían citar científicas, profesoras, intelectuales o campeonas olímpicas, estaban tratando de modificar algunos aspectos del Código de Disciplina.  Aunque orgullosa de las tradiciones canienses, había apartados que, los fundadores de la nación habían estipulado y ahora, claramente eran anacrónicos por el devenir del progreso.

Con su activismo estas mujeres trataban de cambiar en concreto dos puntos del Código de Disciplina. El primero era donde se indicaba que el acto de disciplinar era una prerrogativa exclusivamente masculina. Puede que esa norma cuadrase perfectamente en el momento de la fundación, pero, en 2021, con la progresiva incorporación de la mujer a puestos de responsabilidad era poco entendible, que la dueña de una tienda, para corregir a una de sus empleadas tuviera que recurrir a un varón. Para entender lo que esto suponía, a parte de la falta de practicidad, hay que saber que en los usos habituales, cuando una mujer era agraviada y solicitaba una corrección para otra, solía ocurrir, que al final, ambos traseros acababan como tomates, ya que el varón encargado de la disciplina no era difícil que pudiera apreciar alguna falta en la reclamante que la hiciera merecedora de una posaderas bien tostadas. Aunque era una medida muy útil para evitar las denuncias falsas, ya que una azotaina más o menos no iba a disuadir a una mujer de Isla Cane de solicitar justicia si se había producido alguna afrenta grave que quisiera hacer pagar a la causante, es verdad que reducía las posibilidades de las mujeres de recurrir a la disciplina cuando eran ellas las agraviadas en affaires menos graves.

Como curiosidad señalar que, si se producía una denuncia en falso, la demandante podía afrontar un castigo de una docena de azotes de vara diarios por espacio de tres meses. Aunque imposibles de demostrar en la práctica en acusaciones más leves, (decirle al padre o marido de una mujer que, por ejemplo, la vieron conduciendo rápido o murmurando), para las más serias, que a su vez conllevaban más severos castigos, sí se comprobaban.

Aunque no existía jurisprudencia previa, en el hipotético caso en el que el falso delator fuera un hombre, y se pudiera demostrar, la pena era mucho más seria: pérdida de ciudadanía y expatriación, con las propiedades enajenadas a favor del estado, ya que no era solo considerado como una afrenta a la implicada, sino al puntal del orden social que exigía que los hombres cuidaran siempre y permanentemente de cualquier mujer .

El segundo caballo de batalla de estas mujeres era la edad que facultaba el acto de la disciplina en los jóvenes. Las edades que estipulaba, tal vez en 1909, fecha de creación del estado, fueran adecuadas pero, cien años más tarde, con el ritmo de la sociedad, las pleiteantes abogaban por elevar la edad de los varones para impartir castigos de diecisiete a dieciocho años, y las chicas que con el código actual entraban en edad “de exigírsele responsabilidades con disciplina corporal” a los catorce, elevar esta edad  a los quince años.

Jimena, acabó de leer el correo, el Consejo de Disciplina, había admitido discutir el caso, y por ello, citaban a una delegación de las “revolucionarias” en un plazo de catorce días, dentro de los cuales, serían recibidas por el Consejo y podrían exponer sus argumentaciones. Jimena abrió su pequeño y vanguardista utilitario y se sentó, extremando las precauciones, porque, el dolor aun reciente, era terrible. Antes de arrancar mandó un mensaje al grupo de wassap que tenía con las otras chicas para quedar con ellas esta tarde para informarlas y , aunque fuera aun prematuro, para celebrar el dictamen del Consejo como una pequeña victoria.