El joven y la profesora desobediente

  Con 31 años, pese a que las pecas de su cara le confirieran un aspecto más aniñado, haber ganado una plaza como catedrática de instituto e...

domingo, 15 de agosto de 2021

La doctora de Straptown

 

 


Si alguien quiere leer un relato de hombres rudos y polvorientos conduciendo ganado por las cañadas de Arizona, desde luego, este no es su relato.

Corría el año de 1889 en la localidad de Straptown, ribereña del rio Tennessee, enclave que, en  la última década había conocido un rápido desarrollo merced a la floreciente industria de la fabricación de máquinas de coser. La pujanza económica de la villa hacía, que, ya en la época, contara con adelantos tales como alumbrado público, saneamiento y, al contrario que las poblaciones circundantes, calles pavimentadas.

Como en todas las pequeñas ciudades de provincias, y esta no era una excepción, en la villa habitaban algunos vecinos particularmente preminentes, y, si preguntáramos a sus conciudadanos, las dos mayores personalidades de la ciudad eran Horatius Ferdinand Angus Thorton que desempeñaba el papel de alcalde, sheriff y magistrado y la doctora Margo Deveraux, hija del ya difunto predicador Pit Deveraux el cual, junto al mencionado Horatius Thorton habían sido los fundadores de la moderna y próspera Straptown.

Cuando a mediados de la década de 1870 los dos hombres decidieron abandonar sus vidas anteriores y fundar una ciudad junto a la última población india que aguantaba en zona fértil, nada podía hacer presagiar que el espíritu emprendedor de Horatius y la vocación y devoción de Pit y su joven hija Margo al cuidado de los demás iban a obrar un milagro moderno.

La trayectoria de esos dos hombres hasta ese momento en el que ambos decidieron aliarse en su empresa no podía haber sido más diferente: Thorton había sido coronel en el ejército al cual decidido renunciar ante el cariz que estaban tomando las mal llamadas “guerras indias” ,- nada más grotesco que el encuentro de una niñita y una bala del .44, diría siempre que alguien le pedía que rememorara aquellos tiempos- ,  por el contrario Deveraux era un médico convertido en pastor, cuya motivación para partir hacia el Oeste había sido la defunción de su esposa y el quedarse al cargo de su hija, aun soltera y que había estudiado medicina en una escuela para mujeres médicos en la Costa Este. Imposibilitada de ejercer la práctica médica por las convenciones de la época, Pit decidió que las tierras del Oeste podían dar  a su joven hija las oportunidades que se le negaban en la civilización.

Su destino había sido uno de los últimos asentamientos de los indios Yuchi en una llanura a la ribera del río Tennessee. Cuando llegaron la habilidad con el revólver de  Thorton y los conocimientos de los Deveraux fueron de la máxima utilidad para lograr mantener a raya a los terratenientes que hostigaban el poblado con el fin de que los indios abandonaran sus tierras.

Al poco tiempo el asentamiento fue creciendo hasta alcanzar aquel más que notable nivel de desarrollo, y la verdad es que, en 1889, los dos puntales de la sociedad seguían siendo el hospital y escuela de los Deveraux, regentado por Margo desde el fallecimiento de su padre en el invierno de 1885, y como gran magistrado y protector el Coronel Thorton que, con disciplina y bonhomía regía el día a día de aquella pequeña ciudad.

Esta es la historia de cómo la alianza de estas dos personalidades de fuerte caracter llegaron a forjar algo más fuerte que la historia de una pequeña ciudad….

… bueno, o más bien la historia de los ocasionales desencuentros entre estos dos particulares vecinos que solían acabar, como era habitual en el condado, con el trasero de la dama convenientemente enrojecido y calentito… por el bien de la historia, por supuesto.

 

Aquel día el que el calor se hacía particularmente pesado en la oficina de la alcaldía donde Horatius se afanaba en ultimar un dossier sobre la necesidad de ampliar la estación de ferrocarriles que, ante el desarrollo de la ciudad, se estaba quedando pequeña para dar abasto al creciente tráfico de convoyes.

El coronel, soltero empedernido, no había conocido más amor en su vida que la milicia y cuando esta traicionó las esencias del honor y este decidió abandonar la carrera de las armas, el amor y cuidado por su ciudad y sus habitantes. A sus más de cincuenta años no eran pocas las voces bienintencionadas que lo animaban a tomar una esposa, y tampoco escaseaban las familias, que, conforme a las costumbres de la época, habían sugerido que sus hijas podían ser una buena esposa para el veterano coronel, el cual aunque con agradecimiento nunca se había tomado muy en serio la posibilidad de contraer matrimonio con alguna de aquellas jóvenes colonas o alguna de las bonitas indias que sus padres,- miembros de pleno derecho de la comunidad- , le habían ofrecido. Así para Thorton, el trabajo por su pueblo era su razón de vivir.

Un portazo que casi desencajó la puerta hizo que la zumbante melodía de los insectos voladores callase y que el alcalde separara los ojos del legajo lleno de tecnicismos. Un hombre jadeante y sudoroso, Philo Murdock había entrado en su despacho.

-        Señor,- el hombre luchaba en sus jadeos para recuperar el resuello-, tiene que venir… la doctora Margo… la van a matar.

Horatius se levantó y se dirigió hacia el recién llegado que pugnaba por articular un discurso coherente de lo exhausto que estaba.

-        ¿Qué estás diciendo?

-        Sí, alcalde,- la repiración alcanzaba casi límites de estertor-, el sargento Jonhson, el indio, frente al hospital. Vaya. Tiene que ir...

Sin acabar de entender el discurso de Philo, Horatius cogió del cajón de su soberbio escritorio de nogal su revolver de cañón largo y tras comprobar que estaba municionado, lo introdujo en su funda y salió como alma que llevara al diablo a la puerta del hospital. De lo poco que había obtenido en limpio era que, si de por medio estaba el bastardo rabioso de Johnson, cualquier cosa podía ocurrir.

Al alcalde, que pese a sus años mantenía un envidiable tono físico, no le tomó más de tres minutos recorrer los quinientos metros que separaban la puerta del ayuntamiento del edificio de tres plantas que ocupaba el hospital de la ciudad.

Cuando llegó tuvo que abrirse paso a través de una multitud que se aglomeraba ante los sucesos que estaban teniendo lugar.

-        ¡Te lo repito, Jonhson, ese hombre es un paciente, así que, largo!

Quien así hablaba era Margo Deveraux que sujetando una escopeta y junto a una de sus enfermeras indias se enfrentaba a un trío de soldados uniformados liderados por el sargento Jonhson el cual, a su vez, sostenía un revolver en su mano derecha.

El alcalde, viendo el cariz de la situación, no dudo en interponerse entre tan dispares púgiles.

-        ¿Qué está pasando aquí? Margo, haz el favor de dejar esa escopeta, y tú, Jonhson, enfunda ese maldito revolver de una puñetera vez ¿Estamos?

El hombre de mirada torva esbozó una media sonrisa y escupió al suelo mientras envainaba el arma.

-        Bueno…. Alcalde, parece que ya ha llegado la autoridad ¿Eh?... Que sepa que estamos aquí porque uno de los braceros del señor Roosevelt nos ha llamado, uno de los indios, fue sorprendido tratando de cortar una de las vallas de su rancho, y hemos venido a llevárnoslo.

-        Te repito, sabandija, que es inocente, y además, es un paciente, ¿Por qué no le dices al alcalde que le habéis disparado? Y que solo entonces huyó por salvar su propia vida.

Jonhson se sonrió y juntó  el dedo índice con el pulgar, con un rintintín cínico subrayó las palabras de su bonita oponente “le disparamos…pero muy poquito, alcalde”.

Thorton apartó su gabardina dejando bien a las claras su revolver Buntline que reposaba en una brillante funda de cuero negro.

-        Ya has oído a la doctora, Jonhson… lárgate de aquí, sois unas auténticas ratas. Hazle caso a la dama, que todo hombre sensato obedece al médico, obedece y desapareced de aquí, chacales.

El sargento volvió a escupir al suelo y su orgullo pugnó por salir, mientras decidía sí era conveniente que su cerebro mandara la orden a sus dedos nerviosos para desenfundar su revolver, pero, de buena tinta sabía cómo manejaba el alcalde el revólver y que él y sus dos subordinados no eran enemigo para las habilidades del coronel.

-        Que sepa, alcalde, y doctora, que informaré a mi teniente. Que tengan buen día.

El hombrecillo hizo una seña a sus dos soldados que, camino a sus caballos abandonaron la escena.

Margo Deveraux, respiró tan hondo como le permitió su corsé cuando aquellos forajidos uniformados a sueldo, al igual que su jefe el teniente Patterson, de los intereses de los terratenientes se alejaban hacia sus monturas. Cuando los militares salieron al galope por la calle y la muchedumbre comenzó a dispersarse el alcalde se giró hacia las dos mujeres que habían defendido como gatas el sagrado suelo de su hospital.

-        Margo, querida ¿Se puede saber que estás haciendo? Sabes que esos hombres son asesinos desalmados

-        Y entonces… ¿Debía dejar que mataran a un hombre inocente?

-        No, y lo sabes; por algo tu consulta y mi despacho tienen los dos únicos teléfonos de la ciudad. ¿Sabes que podías estar muerta?

La idea de un final diferente cruzó brevemente la mente de la doctora y de la joven enfermera que tan gallardamente habían hecho lo que creían era su labor.

El alcalde cogió la escopeta de Margo, y, al revisar el arma, descubrió que, aun encima el arma estaba descargada.

-        ¡Cielo santo! Margo, ¿Te ibas a dejar a matar por apuntar a un cerdo con un arma descargada? ¡Estáis locas! Maldita sea. Nunca apuntes a un hombre al que no vayas a disparar. ¡Esa rata os hubiera matado, a las dos! Y lo peor, es que, al estar armadas, se hubiera ido de rositas.

Las dos mujeres que poco a poco iban volviendo a la calma, se fueron percatando de que, si bien su intención era buena, habían actuado con gran inconsciencia y desprecio por su vida.

El alcalde tragó saliva sopesando las acciones a seguir…

-        Margo, ¿Tienes libre tu consulta?.... quiero hablar con las dos…. a solas.

Las dos mujeres sabían perfectamente sobreentender las implicaciones que iba a tener para su trasero la conversación dado el más que razonable enfado del Horatius.

-        “Sí, alcalde. Está libre” , dijo Margo frunciendo el ceño de su pecosa cara, con un tono que sonaba a  como si le arrancaran las palabras con un sacacorchos.

El alcalde, siempre caballeroso franqueó el paso a las dos damas que, con el ceño fruncido, se encaminaban hacia su particular mesa de conversaciones.

Horatius, con cara de pocos amigos, seguía a las dos chcias unos pasos por detrás hasta queuna de las ancianas indias que trabajaban en el hospital lo abordó justo antes de entrar en el edificio. Se trataba de la venerable Mano Dura que gozaba de cierta posición de prevalencia entre las gentes de su tribu, especialmente entre las mujeres más jóvenes.

-        Alcalde, tome – dijo mientras ofrecía al alcalde una correa de cuero sujeta a una cómoda empuñadura de madera-, que seguro que usted las convence para que no sean tan obstinadas la próxima vez. Casi nos las matan. Y… ,la voz de la anciana amenazaba con quebrarse en llanto, ¿Qué íbamos a hacer si nos las matan?

El alcalde tomó el objeto que le ofrecía la anciana india, mientras con la otra mano acariciaba el hombre la venerable Mano Dura y trataba de reconfontarla con una sonrisa “Descuide, mamá. Seguro que lo entienden enseguida”.


 

 

Cuando las dos mujeres entraron en el despacho de la directora del hospital, Horatius, que las seguía cerró la puerta y depositó la escopeta sobre uno de los armarios repletos de documentaciones que atestaban la estancia.

Margo fue la primera que inició el fuego.

-        Horatius, sé lo que estás pensando, pero no podía dejar que esos hombres se llevaran a Castor Humeante. Tú sabes que es un pobre hombre incapaz de hacer nada. Y ya oíste lo que pasó: cuando se lo encontraron sesteando junto a un sauce, no le preguntaron, simplemente le dispararon, como a un glotón.

-        Margo, sé que son basura, pero… ¿Cómo se te ocurre hacer esta estupidez?

-        ¡Maldita sea! Y que iba a hacer, es mi hospital.

-        Mira señorita, no sé si te ha pasado por la cabeza, pero resulta que tú no eres una pistolera, eres la persona más importante de la ciudad, el único médico, y desde luego, exponiéndote de esa manera me parece que no haces ningún favor, ni a ti, ni al pueblo.

La joven Agnes ,la enfermera india, asistía atónita a la bronca discusión que tenía lugar ante ella. Desde luego tenía claro que el resultado para las dos “justicieras” iba a ser el mismo, pero no podía dejar de admirar el valor de su jefa que, aunque igualmente acabara con el culo tostado a correazos, le estaba poniendo los puntos sobre las ies al bueno de Horatius.

El alcalde, que sinceramente admiraba el valor y principio de las dos damas, no estaba en condiciones de dejar correr la ocasión, ya que que no podía tolerar la temeridad de las dos jóvenes que tan inconscientemente se habían puesto en peligro.

-        Sí…. y ya sé cómo va acabar esto, pero me da igual, ¿Me oyes, alcalde? Y piensa en que hubiera pasado si aquí hubiera estado mi padre.

Agnes contestó entre dientes : “que hubiera sido él quien nos calentara el trasero”.

Thorton miro a la joven india y le devolvió una sonrisa de reconocimiento que contrastaba con la mirada asesina que le dedicó Margo, una mirada que si pudiera fulminar hubiera convertido a la bella enfermera india de largas trenzas en un montón de ceniza.

-        Pues está respondida, doctora. Además tu padre jamás se hubiera enfrentado a esos tipejos sólo, y menos con un arma descargada.

Horatius rebajó el tono antes de continuar: “además chicas, desgraciadamente, esa gentuza ve más humillante que haya sido dos señoritas las que le hayan plantado cara. Sé que no tenéis la culpa de eso, pero, tenéis que tenerlo en cuenta. Se va progresando, pero poco a poco…”

El hombre señaló la recia mesa del despacho de la doctora.

-        Subios la falda e inclinaos sobre la mesa, quiero esos traseros desnudos y la espalda bien arqueada.

La sentencia sonó como las trompetas del apocalipsis para ambas mujeres que aunque acostumbradas a recibir azotainas, como todas y cada una de las chicas del condado, conocían sobradamente el talento del atractivo coronel a la hora de corregir a jovencitas descarriadas.

-        ¡No es justo! No hemos hecho nada, y menos ella,- dijo Margo señalando a su enfermera la cual, curiosamente, ya había obedecido las instrucciones del hombre y se hallaba firmemente agarrada a la mesa ofreciendo sus nalgas con el trasero en una posición muy prominente-.

-        Pues yo no creo lo mismo además  ninguna mujer a muerto por unos azotes, y así le dirá a sus compañeras que les pasa a las enfermeras cabeza de chorlito que le hacen caso a la temeraria de su jefa ¿Verdad, Agnes?

La joven india contestó sin moverse de su posición y manteniendo la mirada hacia el frente.

-        Sí señor.

-        Pues ya oíste. Y por tu falta de cooperación acabáis de ganaros un par de azotes de castigo, tu verás si quieres aumentar la cuenta…

Margo sabía que sus opciones se habían esfumado, y aunque a regañadientes adoptó la posición junto a su joven enfermera.

Horatius tanteó la correa que la joven anciana le había entregado para que lidiara con las dos mujeres. Era una correa pesada de pulidas superficies que brillaba con un bonito color avellana, sin duda la labor del artesano, reconoció mientras admiraba el picado del mango de nogal, era soberbia.

Con parsimonia tanteó sobre el trasero de Agnes la distancia correcta un par de veces, y poco después el temible artefacto rasgó el aire para impactar sobre el trasero de la joven nativa. Margo oyó como el cuero restallaba mientras golpeaba el trasero de su compañera, y vio como la pobre tenía que aferrarse al borde de la mesa para mantener la postura debido a la potencia del azote. Pese a haber impactado en el centro de las nalgas la india sintió como tras el impacto una onda de dolor se extendía por todo su trasero y no pudo reprimir un quejido.

Margo apretó la mandibula sabedora que la siguiente receptora de las atenciones del cuero iba a ser su indefenso culete. Aunque había sido testigo de la expresión de agonía en el rostro de su compañera que se encontraba inclinada sobre la mesa junto a ella, el primer swing del alcalde la tomó un poco por sorpresa. La correa aterrizó en la parte superior de las nalgas, lugar que, generalmente, es desatendido en las zurras. Esta zona, a pesar de que posteriormente no tiene tanto contacto con las superficies al sentarse sí que es bastante sensible ya que no cuenta con tanto “acolchado” y aunque con precaución por estar ya cerca de la espalda no hay ninguna razón por la que un spanker tan hábil como Horatius no deba de aceptarlo como objetivo legítimo.

La doctora, sorprendida por la severidad del azote no pudo reprimir un aullido y un movimiento de pelvis que metió el culo para adentro.

La advertencia del juez no dejaba lugar a dudas:

-        Como vuelvas a apartar el culo, empiezo desde el principio…. Con las dos.

La doctora giró su cabeza mirando a su enfermera que a pocos centímetros le devolvía a su vez la mirada con expresión suplicante. Margo se aferró al borde de la mesa con fuerza decidida a no cometer de nuevo la misma estupidez.

Horatius volvió a elevar la recia correa y con un rápido giro de muñeca hizo que el cuero besara la parte inferior de las nalgas de Agnes. La caricia del cuero tomó por completo la delicada y tersa curva en la que los muslos se unen con las nalgas. El respingo de la nativa confirmó al hombre que el mensaje había sido captado en toda la extensión.

Margó resopabla mientras sus dedos parecían tratar de ordeñar el borde la mesa. Por nada del mundo quería ganarse azotes extra, así que cuando el repujado instrumento restalló contra la parte superior de sus muslos, se esforzó en soportar la explosión de dolor sin. mover un ápice su ya enrojecido trasero.

El alcalde se detuvo y contempló los dos traseros que las dos chiquillas se esforzaban para ofrecerle con las espaldas arqueadas. Los dos traseros ya lucían un bonito color rojo pese a haber recibido tan solo un par de chirlazos, sin duda el peso y tamaño de la correa la convertían en un instrumento educativo de primera.


 

 

Tras situarse nuevamente tras la enfermera, el alcalde inició la azotaina propiamente dicha, ya que, con  los dos primeros azotes, tan solo había tratado de proporcionar a las dos jovencitas un calentamiento, al tiempo que se aseguraba que la actitud de las dos inconscientes fuera la adecuada para recibir el castigo.

 

Cuando el primer golpe de la tormenta de azotes que se le avecinaba restalló contra la turgente carne de su trasero, Agnes supo que no iba a ser un trance sencillo, verdaderamente el veterano coronel tenía la intención de fijar ese castigo en la cabeza de chorlito de las dos chicas, para evitar futuros episodios de temeridad.

Agnes sintió la correa, que comparó para sus adentros con un cinturón hipertrofiado, aterrizando contra su indefenso trasero. Al principio, no notó nada, tan solo un entumecimiento que le recorrió hasta la base de la espalda, pero, al instante, un volcán de dolor la hizo sacudirse en su agonía, y tan solo la promesa de un severo castigo si se movía la hizo permanecer en la posición.

Tras el primer azote que acarició la parte central de sus nalgas, el alcalde aplicó un patrón sistemático, de arriba abajo, cubriendo con tres correazos toda la superficie del trasero de Agnes, cubriendo desde la parte superior de sus nalgas hasta e la parte superior de los muslos.

Pero para desgracia de la joven enfermera, el alcalde no iba a dar por zanjado el tema con tan solo una ronda, y los azotes fueron cayendo uno tras otros, metódicos de arriba abajo, cuando tras el cuarto azote los correazos ya cayeron sobre carne “enternecida” por los anteriores besos del cuero, el dolor se fue haciendo cada vez más agudo, y la joven india no pudo retener el llanto por más tiempo.

Margó miraba la cara desencajada de su joven compañera que a pocos centímetros se retorcía pugnado por no apartar su trasero de la trayectoria de la correa.

El intervalo del sonido del cuero restallando contra la delicada piel de Agnes fue cada vez cada vez menor, el alcalde no quería dar ni el más mínimo respiro a la joven, y tan pronto la correa abandonaba el contacto con las nalgas, volvía a caer con la misma violencia, haciendo emitir a la joven unos grotescos sonidos al  tiempo que trataba de articular palabras que resultaban ininteligibles. Las lágrimas se deslizaban por los enrojecidos carrillos de la joven la cual, descompuesta no podía ni tratar de sorber los abundantes mocos transparentes que, desde su nariz se le deslizaban hasta la barbilla.

Margó, aunque no tenía visión sobre la ordalía de dolor en la que se había convertido el culo de su enfermera estaba teniendo un claro anticipo de lo que le esperaba contemplando el rictus desencajado del rostro de Agnes.

Tras cuarenta azotes, el culo de la joven india era un volcán en el que sobre un rojo carmesí de  fondo se perfilaban, cada vez más nítidas marcas púrpuras, granates y azules.

Tras sesenta azotes, Agnes estaba exhausta, y sus sollozos agónicos habían dado paso a un lamento continuo que salía como si de una letanía se tratara de su boca, ya permanentemente abierta.

Tras ochenta correazos el alcalde casi podía percibir como las turgentes nalgas de Agnes palpitaban convertidas ya en un martirizado amasijo de carne púrpura y azul. La joven, que hasta ese momento había mantenido su modestia se encontraba tan derrotada que relajó su posición hasta que Horatius pudo vislumbrar el mullido abultamiento de la sonrisa inferior de la jovencita.

El haber logrado hacer sucumbir el último baluarte de una buena chica, su pudor, fue la confirmación que Horatius precisaba de que el mensaje había sido captado.

 

-        Agnes, continua en posición, mientras le toca a Margo.

La joven asintió, incapaz de articular palabra.

Margó vio con horror como el coronel se situaba detrás de ella.

-        Margó, recuerda lo que te avisé, como apartes ese culete, vuelvo a empezar. Y no creo que Agnes quiera volver a pasar por esto.

Aunque las dos chicas sabían que la amenaza era más retórica que real, la joven india miró a la compañera que yacía a escasos centímetros con una mirada de súplica que hubiera derretido témpanos.

Cuando Horatius azotó el culete de la doctora por primera vez esta pudo adivinar lo que se le venía encima. Un seco restallazo hizo convulsionar de dolor a la joven médico cuando la correa impactó con una ligera trayectoria ascencente contra la parte más baja de su trasero. Un ardiente lengüetazo carmesí se dibujó al instante en la zona inferior de sus nalgas y abracando también la sensible piel de detrás de sus muslos.

La joven no pudo reprimir un aullido mientras pugnaba consigo mismo por continuar ofreciendo su culo al inclemente castigo de la correa.

Mientras, que la azotaina de Agnes había tratado de cubrir todo el trasero, el alcalde descargaba todos los azotes en la franja inferior del culo de Margó que pronto empezó a tener un tono rojo azulado que contrastaba con la parte superior de las nalgas que apenas presentaban un pálido rubor merced a los dos azotes de calentamiento.

-        Espero que esto, te haga tener presente las consecuencias que podía haber tenido tu actitud de hoy.

Horatius subia y bajaba el brazo como un autómata mientras hablaba marcando las pausas entre palabras. La cadencia era tan rápida que Margó no tenía posibilidad de ver aliviado el dolor de una cachetada cuando ya, la correa volvía a acariciar sus cuartos traseros. La pobre Margo que se retorcía por mantener la espalda arqueada y su culo en óptima posición para la zurra sollozaba de una forma que a cualquier hombre le hubiera derretido el corazón. Pero, afortunadamente para ella y para la historia,el alcalde no era cualquier hombre, y la correa continuó cayendo en la parte más delicada de sus nalgas una y otra vez.

Ya llevaba más de cincuenta correazos cuando la pobre Margo se retorcía de cintura para adelante tanto como su apretadísimo corsé le permitía, haciendo que el miedo porque su compañera cambiara la posición y tener que sufrir una nueva zurra se hiciera patente en los ojos de Agnes. La india, desconocedora del severo sistema que estaba siendo aplicado en el culo de su amiga y jefa tan solo podía intuir la ordalía por los gemidos de dolor que emitía la mujer que yacía a escasos centímetros de ella.  Si hubiera podido disponer de la panorámica del coronel sobre las nalgas de la doctora, habrá sido una visión que, sin duda, la habría hecho estremecer.


 

En efecto Horatius se concedió una breve pausa y contempló el aspecto que presentaban aquellas nalgas que con gran esfuerzo le eran presentadas para su martirio. Margó se esforzaba por mantener la posición, completamente recostada sobre la mesa de su escritorio con las nalgas coronando unas bonitas piernas que, merced al alto tacón de sus botas de  tan solo apoyaban en el suelo en la puntera de los pies. La musculatura de su torso porfiaba con la rigidez del corsé para mantener el punto de arqueo óptimo y brindar a su verdugo las mayores facilidades para su castigo, al fin y al cabo eso era algo que las chicas debían de hacer.

La joven doctora estaba recibiendo un severo correctivo en los “sitspots”, es decir, la parte del culete de una chica que entra en contacto con los asientos. Castigar esta zona presenta varias ventajas, por un lado es más sensible que el resto de las nalgas, y aún más cuando se incluye en esta zona la parte superior de los muslos, y por otro lado, el dejar bien “cocinada” esa zona hace que, durante varios días, al sentarse, un doloroso recordatorio recorrería a la revoltosa, lo cual, era un poderoso incentivo para mejorar el comportamiento de cualquier mujer por más revoltosa que esta fuese.

Tras casí cien correazos, los “sitspots” de la joven presentaban un púrpura, con abundancia de marcas violetas donde los bordes de la correa habían mordido de forma particularmente profunda la delicada carne. El coronel sabía que el sentarse no iba a ser fácil para su querida doctora en como poco una semana.

Los últimos seis correazos que completaron la centena, lograron volver a arrancar de la ya ronca garganta de la doctora unos estertóreos aullidos ya que la pillaron por sorpresa. No es que Horatius incrementara la violencia de sus ya poderosos chirlazos, si no que estos los recibió Margo en la delicada piel de sus muslos, logrando quebrar, más, el esquema de la chica.

Finalmente tras hacer explotar de dolor el muslo derecho de la doctora con el correazo número cien, Horatius dejó caer el brazo con claros síntomas de fatiga.

Un silencio tan solo roto por los agónicos gemidos de Margó se adueñó de la habitación.

-        Espero, jovencitas, que esto os haya hecho reflexionar y no volváis a hacer memeces. Aquí hay un montón de gente que os queremos, y más aún, que dependen de vosotras. He oído Agnes, que el próximo año quieres empezar tus estudios de medicina.

La joven india contestó desde su posición recostada sobre la mesa a la voz que le hablaba desde atrás.

-Sí, señor.

Pues me encargaré de que acabes siendo una magnifica doctora, aunque te tenga que desollar el culo a chirlazos. ¿Estamos?

Agnes sonrió de imaginarse como una gran doctora, una mujer de prestigio, como su jefa y contestó “Sí señor, gracias”.

-        Salgo un momento, mantened la posición. El coronel sabía que sin una atenta vigilancia era muy complicado evitar que unas señoritas con sus culos doloridos se masajearan la zona buscando disipar en parte el dolor, así que, poniendo voz de circunstancias añadió:

-        Habeis notado que de momento, y mayormente, he dejado vuestros muslos fuera del juego,  si cuando vuelva sospecho que alguna de las dos se ha movido lo más mínimo, os aseguro que os azoto los muslos hasta que parezcan carne de hamburguesa. A las dos…

Por experiencia sabía que nada era más eficaz que ligar la suerte de las dos jovencitas, con ello convertía a cada una de ellas en la más eficaz guardiana de las trastadas de la otra, y sabía que, obedientes, iban a permanecer en su expuesta posición hasta que el llegara.

Horatius abandonó la habitación dejando a las dos chicas quietas como estatuas.

Margó se había recompuesto un poco y girando su cabeza hacia su compañera le dedico una triste sonrisa de circunstancias.

-        Jobá, Agnes, tengo el culo en carne viva.

-        Te creo,- contesto la enfermera-, verdaderamente ha sido una buena zurra… y el maldito corsé se me está clavando en la tripita, pero… no me atrevo a moverme.

-        No, por favor, no lo empeores…. A mí también se me clava…. y además…. mierda…. Me estoy meando….

 


 

No le llevó más de un minuto a Horatius el alcanzar la botica del hospital donde Mano Dura se encontraba realizando algunos ungüentos medicinales.

El coronel hizo ademán de devolverle la correa.

-        Tome, mamá, he de reconocer que ha sido de gran ayuda.

-        No alcalde, quédeselo, es un regalo… y ojala algún día pueda ver antes de irme que no solo lo utiliza para azotar a Margo en el hospital como Sheriff, sino como marido en su casa.

Un rubor de jovenzuelo cubrió las mejillas del duro ex coronel.

-        Ojalá fuera tan fácil, mamá…

-        Ella lo quiere, alcalde…es al único al que permite cuidarla…

-        Que no, mamá, no tiene razón, ella me ve como si fuera su padre.

-        Pero no eres su padre, Horatius, -cuando la anciana Mano Dura tuteaba al alcalde era siempre para dar su opinión o consejo en algún tema importante- además el espíritu del bosque me dijo, que su padre descansaría más tranquilo sabiendo que usted vela por ella.

-        Y ya lo hago…

-        Eres un cabezota…. Y lo sabes. Habla con ella. Pero cuéntame, que venías a buscar a la botica, no creo que viniera usted a hablar con una vieja india…

-        Venía a buscar un poco de ungüento para las chicas… la verdad es que, aunque se la tenían ganada, ha sido una buena zurra.

-        Déjelas un rato…. Cabezas de chorlito…luego me ocupo yo, pero déjelas… nada nos hace reflexionar más a las mujeres que un par de horitas con el culo escaldado. Y no se sienta culpable, que todas somos mayorcitas y podían haber pensado antes de actuar como dos “pistoleras”.

El alcalde asintió mientras trataba de movilizar el hombro derecho que, tras el “ejercicio” le dolía un poco.

-        Veo que le duele el hombro, bájese la camisa que le echaré una pomada. ¿Lo ve….? No nos dan más que disgustos…


 

 

Pasaron un par de días antes de la siguiente vez que el destino cruzó de nuevo a nuestros dos protagonistas, en la puerta del almacén del pueblo. Margo salía cargada con dos bolsas de papel y Horatius se disponía a entrar.

-        Hola, Margó.

-        Horatius…

-        Veo que vas cargada, por favor, permíteme que te ayude, dijo el alcalde mientras cogia los dos bultos de compra de la joven.

En el recorrido a casa de la doctora, el silencio se apoderó  la pareja, hasta que, a medio camino, Horatius rompió el silencio.

-        Como estás, Margó….

-        Pues ya lo sabes, acordándome de ti cada vez que me muevo, la joven forzó una sonrisa. Me reventaste el culo a base de bien….Y luego…. Tuvimos que estar allí tiradas tres horas, inmóviles, antes de que Mano Dura nos dijera que ya podíamos levantarnos…. y me estaba orinando….

-        Vaya…. Disculpa… ehhh…. Si lo hubiera sabido…

-        Nah… déjalo, lo teníamos merecido, mi padre hubiera hecho lo mismo, actuamos sin pensar.

-        Bueno… al menos me alegra que hayas aprendido la lección. No te haces a la idea de lo vacía que sería mi vida si algo te pasara, Margo… la voz de Horatius se tiñó de emoción tan solo de pensar en esa posibilidad.

-        Sí… no te preocupes… aprendí la lección, no me volverá a pasar.

Margo sonreía mientras mostraba al Sheriff la cajita de cartuchos de escopeta del 12 que acababa de  sacar del bolso.

Al llegar a la puerta la pareja se despidió.

-        Margo, llámame un día, para tomar un té, que últimamente parece que sólo nos peleamos, y temo que eso nos acabe separando.

-        Es que los dos trabajamos mucho… no te preocupes, estamos bien.

-        Entonces… ¿Me llamas mañana? Te prometo que no llevaré la correa.

Margó cogió las bolsas que delicadamente el coronel había apoyado en el banco del porche, y aunque dudó, decidió, finalmente por la respuesta más juguetona.

-        No sé yo, llévala… por si acaso.

 

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