El joven y la profesora desobediente

  Con 31 años, pese a que las pecas de su cara le confirieran un aspecto más aniñado, haber ganado una plaza como catedrática de instituto e...

Mostrando entradas con la etiqueta ballgag. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta ballgag. Mostrar todas las entradas

lunes, 18 de enero de 2021

Las consentidas nenas de la Familia Moretti. Capítulo 7. La noche de cálidos recuerdos.

 

 


En la tele, los paparrazzi acosaban al matrimonio Moretti a su llegada al aeropuerto. El hombre, con esa corpulencia típica de los hombres maduros cuando practicaron mucho deporte en su juventud, atendía cordialmente a los medios, mientras, su esposa permanecía a su lado iluminando la pantalla con su elegancia innata.

Los cuatro hombres de rasgos morenos y aguileños miraban la noticia mientras contaban la munición que a continuación introducían en los cargadores que se encontraban sobre la mesa. Los individuos comenzaron a  hablar entre ellos en un idioma de claras raíces semíticas.

El único hombre que permanecía ajeno al frenesí de munición, detuvo el pasar de cuentas de su rosario. Levantó  la cabeza y susurró con un tono que  hubiera helado el mismo Averno, 

  - Seguid contando.

Era tuerto.

 

La tarde se había hecho  tediosa para Nacho con las sucesivas sesiones de medidas y pruebas a manos del sastre de Fabián, un hombrecillo de lentes redondas y hablar rápido, que parecía afanado en medir, cada parte de su anatomía un millón de veces. Había sido aburrido y sufrido haber tenido que estar quieto tanto rato, pero, viendo las varias prendas que se encontraban sobre la cama, su tedio, había tenido recompensa. El resto de la tarde se la había pasado en el centro comercial, dando amplio uso a la tarjeta que le había sido asignada por su patrón y amigo adquiriendo toda suerte de bienes que precisaba al haber viajado sin equipaje. Cuando regresó, ya había oscurecido. Dirigiéndose hacia su nueva vivienda, telefoneó a su secretaria, y así se enteró de que viajaría al día siguiente, en tren. Tras despedirse, quedo mirando distraídamente los diversos mensajes que tenía pendientes de revisar, y así, absorto, en esta actividad se sentó en los escalones frente a la puerta de su chalet.

Levantó la vista del iluminado dispositivo y, en la casa de enfrente, tan sólo había luz en el piso superior.

Beatriz se perdía en la espuma que se elevaba muy por encima de los bordes de la fastuosa bañera con hidromasaje. Un pie con una uñas deliciosamente esculpidas salió de entre la espuma. Los pies, aunque hermosos, estaban enrojecidos y los dedos, extremadamente juntos entre ellos. La chica los masajeó, gimoteando cada vez que apretaba con sus dedos el nacimiento del dedo gordo.  Valió la pena – pensó- Eran preciosos.

Frau Muller, apareció en la puerta del baño con un enorme  montón de toallas de aspecto gordo y mullido.

-          Señorita Beatriz, debe salir de la bañera, ya lleva usted más de 30 minutos.

-          Señora Muller…. es que no debía usted de haberme preparado un baño tan…. Bfffff

-          ¡Ahora va a resultar que la culpa es mía! Tampoco todo debe ser todo sufrir para estar bonitas – sonrió la teutona- Y por favor, joven ama, llámeme Odet, y  tutéeme, señora…

Beatriz se levantó en la bañera y su tonificado y proporcionado cuerpo se alzó como una diosa. Sus turgentes pechos, decididamente no grandes, eran  del tamaño exacto para lograr una proporción perfecta con su diminuta cintura, que aun mostraba a las claras las huellas de haber estado severamente constreñida por el corsé durante todo el día, con unas bellas marcas de presión que le circundaban su cuerpo desde inmediatamente debajo de los pechos hasta la parte de debajo de sus redondeadas caderas.

La alemana se aproximó rodeando el cuerpo de la institutriz con una enorme toalla y la ayudó a salir de la bañera. Con mimo, con otra toalla, secó cada parte del cuerpo de la joven mujer. Los pies, sus rodillas, su depilado pubis fueron objeto de las metódicas pero amorosas atenciones de la suave toalla y la severa mujer que la manejaba.

Tras el  meticuloso secado, las dos mujeres accedieron a la alcoba donde la alemana ya había preparado la ropa de cama de Beatriz.

La primera prenda fue un catsuit de látex transparente que, trabajosamente, se  iba adaptando a su cuerpo como una segunda piel, marcando cada protuberancia y surco de su anatomía. El látex que rodeaba su cuerpo se cerraba con una cremallera que llegaba desde la parte superior de su cuello hasta la parte inferior de la espalda.

El ama de llaves ayudó a Beatriz a ponerse en pie. Un corsé de noche azul con hermosos brocados fue el siguiente aditamento. Aunque contundentemente armado con ballenas metálicas, estaba pensado para la comodidad de la usuaria ya que era de dimensiones más reducidas que los corsés que se usaban en horas diurnas. Al limitar su cintura solamente a unos confortables cuarenta y nueve centímetros, no costó mucho esfuerzo a la robusta teutona apretar lo suficiente los cordones mientras la señorita Doherty se agarraba a uno de los postes de la cama.

El corsé apretaba el abdomen de la institutriz, que para sus adentros felicitaba la gran labor que había realizado su voluntaria camarera.

-          Levante los brazos, señorita- dijo la Sra. Muller-, mientras ayudaba a vestir un corto camisón sin mangas  de latex azul eléctrico.

La prenda quedó  grácilmente acomodada sobre los hombros de nuestra protagonista por  unos delgados tirantes. Una vez acomodado, cubría a Beatriz hasta la mitad del muslo dejando a la vista un sugerente pero elegante escote.

-          Gírese señorita, y junte las manos a  su espalda, dijo la alemana sujetando en la mano un diminuto monoguante de refinado cuero negro.

-          ¿Un monoguante? Odet… ¿En serio?

-          Señorita, sabe que es muy adecuado para una joven como usted… A no ser que prefiera que la restrinja en un orante inverso, si usted prefiere, joven ama. Aunque aparentemente inocente, el ofrecimiento de la robusta teutona iba preñado de una ácida ironía.

-          Mmmmmm….. No, déjalo, Odet… el monoguante estará bien…. Supongo.

La camarera deslizo los brazos de su cautiva dentro del monoguante que aseguró con un tirante en forma de “Y” y que,  rodeando sus hombros como las cinchas de una mochila evitaba que el monoguante se deslizara hacia abajo en caso de toparse con una damita particularmente revoltosa. Una vez asgurados los lazos del “monoglove”, los brazos permanecían inmovilizados, soldados, con los codos firmemente incrustados el uno con el otro. Una correa de cuero rodeó su cintura y sus brazos, aplastando el monoguante contra la espalda de manera que, así abrochado, Beatriz no pudiera separar los brazos del tronco para tratar de dirigir hacia otros puntos de la espalda la presión que sus hombros soportaban al estar llevados hacia atrás de manera tan inclemente. Un candado aseguró, redundantemente, la hebilla de la nueva restricción.

La alemana seleccionó una mordaza de bola de 5 centímetros que, aunque grande para algunas mujeres, era la más reducida entre las que aparecían en el baúl de silenciadores que aparecía abierto mostrando su numeroso y variado contenido.

-          Uggggg... Me vas a amordazar –la cautiva se esforzaba por poner su mejor cara de lástima, si bien sus esperanzas de que surtiera algún efecto eran limitadas. La mueca de la teutona, inclinado la cara, no dejaba lugar a las dudas-. Si voy a estar sola….

-          Señorita…. Sabe mejor que yo que le conviene ser buena; además, seguramente, a partir de mañana se pasará mucho tiempo  con mordazas para dar ejemplo a las niñas. No conviene que los músculos se relajen completamente por la noche y que mañana  tenga usted que sobrellevar  ya los calambres y dolor de cabeza desde la mañana.

Beatriz se resignó y abrió la boca para aceptar al intruso.

-          No la aprietes mucho…

Odet Muller tiró de la correa hasta que la bola quedó firmemente insertada tras los dientes de su prisionera ama. La presión era tal que el cortante borde del recio cuero negro se clavaba en las comisuras de su boca y hacía que los mofletes sobresalieran empujados por la bola que invadía su húmeda cavidad. Un pequeño candado – innecesario teniendo en cuenta la completa inmovilidad de la dama- aseguró la hebilla de la mordaza.


 

La alemana abrió las pesadas sábanas de vinilo blancas con un alegre estampado de tonos verdes y anaranjados.

-          Túmbese de costado, señorita, debe ser cuidadosa para no atragantarse con la saliva. Póngase sobre el lado que esté cómoda, joven  ama, después no podrá cambiar.

   Bea Odoherty, se tumbó sobre la confortable y mullida cama y, tras rodar trabajosamente, quedó tendida sobre su costado derecho, con las rodillas levemente flexionadas. En esa postura su asistente engrilletó sus tobillos quedando estas restricciones fijadas firmemente al armazón de la pesada cama. De los laterales de la cama colgaban dos cadenas, destinadas a anclar el cinturón que constreñía los brazos de la cautiva contra su tronco. Este nuevo refinamiento en la inmovilización de la institutriz tenía como fin evitar que nuestra Bella Durmiente pudiera girar, manteniéndola indefensamente yacente sobre su costado durante toda la noche.

Odet Muller se incorporó y contempló la belleza de su obra. Con dedicación maternal cubrió el inmóvil cuerpo de su joven ama con las dos capas de gruesas sábanas de vinilo, sometiéndolas abundantemente bajo el colchón, y asegurándose que su caluroso abrazo llegara hasta la barbilla de la joven.

La alemana se arrodilló, en la conocida por ambas pose.

Con permiso de mi joven señora, me retiro. Que pase una buena noche. Duerma tranquila, mi adorable señorita.

Frau Muller apagó la luz tras ella y cerró la puerta.

Beatriz quedo sola, silenciada, indefensa y a oscuras. Las gruesas y sucesivas capas de material sintético que la cubrían habían comenzado a envolver su cuerpo en un calor húmedo que al instante le provocó una gran transpiración.

Los recuerdos de momentos de noches como esta con su madre, sus tías o en su época de estudiante se le agolpaban en la mente. Ni siquiera sus omóplatos que gritaban en agonía convertidos en una suerte de óseas alas que pugnaban por sajar la piel de la espalda de Beatriz, podían alejarla de las sensaciones de cálido bienestar que le abrazaba. Se sentía, al tiempo, desvalida y tremendamente protegida.

Nada, en definitiva, la hacía sentirse más mujer que cuando estaba completamente en manos de alguien que tenía el poder de reducirla a la más absoluta indefensión, y de que pese a eso pudiera hacerla sentir absoluta y ciertamente segura.


 

Bea notó una humedad cálida en su entrepierna que, por las sensaciones que estaba experimentando en su vientre, supo no era sudor. Cerró los ojos, y, gentilmente pugnó con sus restricciones sabiéndose derrotada de antemano. La certeza de que su cuerpo no volvería a ser una herramienta para hacer su voluntad hasta que alguien decidiera liberarla, la relajó enormemente. Y sin tardanza se vio trasladada en sus sueños al onírico Reino de las Sumisas, donde quienes inmovilizan de mil formas posibles a las jovencitas no son severas mujeres de acento alemán, sino vigorosos enamorados que velan abnegados y entregados la indefensión de sus doncellas.

La señora Odet, cerró la puerta principal. El jefe de seguridad alzó la vista de su Smartphone y su mirada se cruzó con la de Frau Muller.

-          Buenas noches, señor.

-          Buenas noches señora Muller ¿Con la señorita Doherty?

La alema asintió sonriendo en su adusta cara.

-          Sí, ya sabe cómo son las jóvenes. La estuve ayudando a prepararse para meterse en la cama.

El hombre y la mujer se despidieron y el ama de llaves se dirigió al complejo de las viviendas del servicio.

Velasco guardó el móvil y se preparó para dormir, mañana iba a ser su primer día de trabajo y quería estar descansado.

Tras asearse, Ignacio, metido en su cama apagó la luz. Hacía calor, y su torso desnudo quedó por encima de la ligera sábana de hilo que era toda la ropa de cama que, dado lo calurosa de la noche, era soportable. La ligera brisa que entraba por las ventanas abiertas mecía las cortinas y le generaban alivio cada vez que las amables y sutiles ráfagas se estrellaban contra su vigoroso torso. Se giró para apagar la luz, y al hacerlo una enorme cicatriz grisácea en su espalda se hizo visible.

No lejos de allí, otro hombre postrado en un espartano catre acababa de apagar la luz. Pasó la mano por el parche que cubría su  ojo derecho, y, mientras, su ojo izquierdo fijaba una mirada crispada en algún lugar de aquel infinito techo invisible.

jueves, 14 de enero de 2021

Las consentidas nenas de la familia Moretti. Capítulo 4. La institutriz.

Los dos hombres silenciosos contemplaban como el pequeño turismo se acercaba hasta quedar aparcado junto al Skoda frente al frontal de la imponente mansión. Cuando quitó el contacto, su conductora, una joven pelirroja de ondulada melena, bajó la visera del parasol y con exquisita coquetería comprobó que el tiempo de conducción no hubiera arruinado ni lo más mínimo su maquillaje. Como ex-alumna de la Universidad Femenina Internacional, pertenecía a una estirpe que la prensa rosa dio en bautizar como de las "ufitas", y, como orgullosa "ufita", para ella el  mínimo exigible era la perfección; y esto era particularmente importante cuando se presentaba para el primer día de trabajo para una de las familias más importantes de todo el Sur de Europa.

Beatriz Doherty, una vez comprobada la pulcritud de su maquillaje, se quitó las gafas de sol, dejando descubiertos dos enormes ojos azules que iluminaban su cara, dándole un aspecto más juvenil de la edad que en realidad tenía. Un rebelde bucle de su flequillo, que insistía en balancearse juguetón delante de su ojo izquierdo acababa de conferir a la recién llegada un definitivo look  de niña traviesa.

Miró su reloj… todavía faltaban 8 minutos, y esto le satisfizo.  “Pefecto”, pensó para sí. Como trabajadora, sabía que un empleado debía presentarse con aproximadamente quince minutos de adelanto a las citas de trabajo, pero, como mujer sabía que, ninguna dama de buena reputación se presentaría sola a una cita con más de cinco minutos de anticipación. Con precisión de quien la tarea que tiene entre manos la ha realizado tantas veces que se ha convertido en mecánica, Bea Doherty cogió del asiento del copiloto una refulgente cadena 120 centímetros, compuesta por finos pero resistentes eslabones dorados. Con habilidad de cirujano, la pasó por la argolla color oro que sobresalía en el frontal del rígido y brillante corsé de cuello que, con su  con su firme y apretado abrazo, mantenía elegantemente estirada esa ya de por si hermosa zona anatómica, forzando la cabeza de Beatriz a una elegante e inamovible posición con la barbilla levemente elevada. Finalmente, con dos pequeños candados fijo a la cadenita las muñequeras, del mismo material y color azul serenity que la pieza que ceñía su garganta, quedando, así, levemente restringida.


 

Sobre el asiento, tan solo quedaba una mordaza de bola, de un brillante color azul cobalto. La joven institutriz, ciñó la correa alrededor de su cuello, donde, colgando, pasó a constituir un ornamento más del ya hermoso corsé. Aunque entre las “mujeres bien” últimamente estaba creciendo la moda de las mordazas de dildo, o “dildo gag” como decían las influencer en los vídeos de “TúyTuTubo”, las clásicas “ballgag” eran una elección segura para una chica trabajadora. En las reuniones laborales, en muchas ocasiones, no podían llevar puesta la mordaza en la boca, y, por supuesto, una elegante bola bien ceñida al cuello era mucho más práctico y estético que un dildo de grandes dimensiones. Beatriz se sonrió, e incluso un observador atento habría podido percibir un leve sonrojo, cuando pensó que, en el colmo de la extravagancia, el marido de alguna de sus amigas más afortunadas que no tenían que trabajar, había encargado para su mujer una  mordaza cuyo dildo era el molde del miembro erecto del hombre. Como mujer que debía tener un empleo, aunque de buena posición sociocultural, aspiraba, a, poder conocer un hombre que tuviera esos detalles con ella;  pícaros, sí. Travieso, también. Pero, por encima de todo, y esto era algo que la hacía suspirar con cierta envidia, innegablemente románticos.

La conductora comprobó una última vez su aspecto ante el pequeño espejo de la visera de conductor. Esta perfecta. Las restricciones, si bien funcionales, le daban ese toque femenino pero profesional, en una manera similar, al que sus abuelas conseguían con los trajes de chaqueta.

Los dos hombres contemplaban desde la ventana del despacho como la figura femenina abría la puerta del coche y se ponía en pie atusándose el vestido de color turquesa con detalles blancos y rosa cuarzo. La cintura de la chica, encorsetada hasta unos más que estrictos 46 centímetros contribuía a dar a la joven que se aproximaba a la puerta de entrada de la mansión el aspecto de una Venus. Los tacones de doce centímetros, lo cual era mucho para una chica que frisaba el metro sesenta y cinco, eran el pedestal perfecto para ella. La pelirroja de cara aniñada, a pesar de que los zapatos la obligaban a caminar forzando los pies a una posición “en pointe” parecía hacerlo sin dificultad, moviéndose con la elegancia de una gacela.

Fabián se percató de la cara de su amigo que miraba embelesado a aquella joven, escrutando cada uno de los detalles, no solo como detective, si no, también como varón sano.

-          Bueno, entonces decíamos que 10.000 Euros y te buscas la vida para buscarte un sitio para malvivir… Velasco, rio la ocurrencia de su amigo

El timbre sonó en la lejana puerta de entrada de la mansión.

-          Mira que eres cabrón. Es una pavita, cerdo asaltacunas. Solo que…

-          Es que es pelirroja como ella, amigo.

-          Sí… fue la seca respuesta del detective, perdiendo la mirada en un océano de recuerdos en el horizonte y  sumiendo a los dos amigos en un silencio que decía más que mil palabras.

-          Tiburón, tienes que pasar página. Yo la lloro a veces, ¿Sabes? Era nuestra amiga, ¿Te acuerdas? De todos. Nuestra camarada... Pero pasó lo que pasó, Nacho. No le des más vueltas, Fabián palmeó el hombro de su amigo, inclinado sobre la balaustrada del despacho. Además, ya vas cumpliendo años, y quiero ser padrino…. Ponmelo fácil, canalla.

El rítmico sonido de tacones que se acercaba arrancó a los dos amigos de su momento de intimidad.

-          Sí… ojalá fuera fácil…

Toc, toc, toc, unos discretos y rápidos toques sonaron en la puerta del despacho.

 

-          Adelante, por favor.

 

Una mujer con uniforme de doncella accedió al despacho. El corto uniforme permitía observar que frisando los 40, su cuerpo, hermoso y proporcionado se encontraba admirablemente moreno y tonificado. Su cintura, aunque obviamente encorsetada, como era canon, estaba sujeta a un régimen relativamente laxo, como era habitual en las chicas más humildes. Unos zapatos con unos modestos ocho centímetros de tacón de aguja contribuían a identificar el extracto social de la criada. Un bruñido aro de acero de tres centímetros de ancho circundaba la cintura de la chica bloqueándose a la espalda con un pequeño candado. Aunque seguramente  la finalidad era otra, recordaba a los cinturones que algunas damas rebeldes ciñen cuando son aficionadas a aflojarse los nudos del corsé. Este seguro, prevenía que, incluso aflojando los nudos, el corsé aliviara la presión que tanto embellecía las formas de su desobediente propietaria. A este cinturón se unían por medio de una cadena de niquelado acero unos grilletes que ceñían sus muñecas , estos  a su vez estaban unidos entre ellos, y, a través de otra cadena, a las esposas que ceñían sus tobillos. Como era habitual en las mujeres que realizaban trabajos más manuales, todas las conexiones, eran de una longitud que les asegurara el poder desenvolverse, y, en este caso, podría decirse, que por la longitud de la que disfrutaba, las restricciones eran casi, exclusivamente, testimoniales.

 

La doncella se arrodilló en el suelo.

-          Señor, la señorita Doherty, espera en la antecámara.

-          Gracias, Paula. Por favor, hazla pasar.

La criada se retiró para franquear la entrada a la recién llegada.Cuando la institutriz se incorporó a la pequeña reunión, la mucama se retiró cerrando la puerta tras ella. Ambos caballeros se levantaron.

-          Señorita Doherty, encantado de conocerla por fin en persona, dijo un sonriente señor Moretti. Este es mi jefe de seguridad, el señor Velasco. Ambos hombres estrecharon la mano de la recién llegada.

-          Por favor, acomódese.

 

Beatriz, se arrodilló en un tapete femenino que estaba frente a la mesa del despacho, a unos dos metros del sillón que ocupaba nuestro apuesto investigador. Estos tapetes eran unos rectángulos de tela de unos cuarenta por quince centímetros y contaban con un relleno interior que les daba un grosor de medio centímetro. Estaban pensados para que las mujeres pudieran arrodillarse en las reuniones más formales, sin temor de agujerear sus medias con el suelo.  De uso común en las reuniones del ámbito laboral, o incluso por las presentadoras de noticias u otros programas de la televisión, también se solían usar en las casas cuando se recibían visitas que no pertenecían al círculo más íntimo y era conveniente que las  anfitrionas e invitadas adoptaran una postura más respetuosa.

Fabián se turbó.

-          Por favor, señorita, no hace falta ser tan formal, si lo desea, puede ocupar un sillón. ¿Verdad, Velasco? Un gesto de asentimiento del nuevo jefe de seguridad corroboró el ofrecimiento de su novísimo jefe y viejo amigo.

-          Con todo respeto, señor, creo que me ha contratado para lograr que sus hijas se conviertan en unas jovencitas dignas de Innsbruck, mal comienzo sería si yo me atreviera a sentarme en una silla delante de mi jefe.

Una inclinación de cabeza, y una mueca de asentimiento mostraron a las claras que Fabián aceptaba el rápido y profesional razonamiento de la joven recién llegada.

La postura de sumisa elegancia que mantenía denotaba, a las claras, el refinamiento de la dama. Las rodillas juntas, y toda ella descansando vertical sobre ellas. Las manos, juntas, palma contra palma justo debajo de la redondez de su busto.

-          Señorita, he recibido sus referencias, y debo decir que su expediente es extraordinario. No sólo a nivel académico, sino que, incluso, compaginó sus estudios universitarios con la participación en el equipo nacional como bondagetleta en los juegos femeninos.

-          Así es, señor.

-          He consultado los términos con mi apoderado, y todo lo demás está en orden, los detalles del contrato, las condiciones están ya puestos al día, y,  el material educativo que precisaba, todo está comprado a los fabricantes que usted nos indicó y ya de camino. Espero que mis hijas saquen buen provecho de la inversión.

-          Estoy seguro, de ello, señor. La iniciativa, al final, ha sido suya. Respondió Beatriz.

-          Pues, entonces, estamos todos de acuerdo. Tal y como acordaron usted y mi apoderado, el Sr. García, vivirá aquí, compartirá el pabellón de invitados con el señor Velasco, que ocupará la otra vivienda de ese edificio. Ambas tienen su piscina y todo lo necesario. En su papel de institutriz controlará el servicio de la casa, la señora Muller, nuestra ama de llaves la auxiliará en ese menester.

 

Fabián miró el reloj Cartier de su muñeca

-          Por favor, se me agota el tiempo del que dispongo antes de salir hacia el aeropuerto. Los llevaré a conocer a las chicas, cualquier duda, que les surja pueden consultar a la Señora Muller o directamente a cualquier otro miembro del servicio, ya los irán conociendo estos días. Mi mujer ha sido taxativa, ha ordenando que sean atendidos como miembros de la familia.

Los comitiva de tres comenzó a moverse guiada por el anfitrión mientras hablaban de temas relativos a su estancia y otras de dudas del plan de vida. Al descender las escaleras, Fabián se detuvo y agarró muy suavemente el antebrazo de la pelirroja dama.

-          Ah…. Y una cosa más, señorita, cuando se las presente verá que…. Bueno..., son buenas chicas, buenas estudiantes, y muy dulces, pero… en cuanto a la etiqueta, bueno, han crecido aquí, ambiente rural de provincias, y les queda mucho por aprender.

-          No se preocupe señor, le aseguro, que… Fabián aumento dulcemente un poco la presión de su agarre.

-          No, verá, por favor, señorita, déjeme explicarle… ya sabe que las chicas de la campiña son siempre un poco más… libres, tal vez salvajes, que dirían ustedes los de la capital. Su madre, era una chiquilla cuando pasó todo lo del cambio de régimen social, y bueno, la transición, en los primeros años... la pobre lo pasó muy mal. Sus padres tenían una posición muy visible, y fueron muy estrictos con la adaptación de sus hijas a la nueva etiqueta. Siempre quiso ahorrar a sus hijas ese stress. Pensó que les hacía un favor… que las protegía. No nos juzgue, por favor, muy severamente como padres.

-          Señor, soy institutriz, no juez. Y no se preocupe, seguro que verá progresos a su regreso.

-      Señorita Doherty, no dudo de su valía. Es usted muy joven, y le ruego que acepte un consejo de viejo... Nunca dude de usted, y no consienta que la opinión de otros la convenza de que usted no es capaz de algo.

En un amplio y bien decorado distribuidor al que se accedía por un largo y amplio pasillo de galería, Fabián se detuvo. Se situó al lateral de su amigo, al que sutilmente empujó con la cadera forzándolo a arrimarse a Beatriz. El anfitrión llamó y sin esperar respuesta abrió la puerta tras la que se oía una animada conversación de voces jóvenes.

-          Les presento a mis hijas,  Carolina y Marta, las señoritas Moretti….