El joven y la profesora desobediente

  Con 31 años, pese a que las pecas de su cara le confirieran un aspecto más aniñado, haber ganado una plaza como catedrática de instituto e...

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jueves, 21 de enero de 2021

Las consentidas nenas de la Familia Moretti. Capítulo 8. El despertar de Beatriz.

 

 


El sonido de unos pesados pasos en la escalera rescató de sus oníricas andanzas a la joven pelirroja que, plácidamente, dormía recostada en la misma posición en la que había sido acostada. La fría luz de la mañana se filtró cuando frau Muller abrió la puerta de la habitación que, merced a unas pesadas persianas, había permanecido en la penumbra más absoluta.

- Señorita, ¿Está despierta?

Un gemido fue toda la respuesta que obtuvo de la aun adormilada Beatriz Doherty.

- ¿Ha podido dormir bien? - otro gemido fue la respuesta-.

- Pues me alegro señora.

La robusta alemana subió la persiana haciendo que la alcoba se viera inundada por una súbita y desbordante luminosidad.

Tras entreabrir la ventana oscilo-batiente, el ama de llaves comenzó a liberar las pesadas sábanas de vinilo de la presa del colchón. Las sábanas se encontraban completamente cubiertas de condensación en su parte interna, formando perlas de humedad que aumentaban la refulgencia del ya de por si brillante material, y que, tras decantarse durante la noche, habían dejado abundantes depósitos de sudor en las partes donde el peso de la muchacha había creado depresiones en el colchón.

- ¡Fíjese como ha puesto todo, señorita! Es que esta sido una noche de calor sofocante.

Un gemido de la yaciente pelirroja subrayó las palabras de la mujer.

Odet Muller  comenzó a liberar las  restricciones que mantenían a la institutriz inmovilizada en su lecho, cuando las cadenas de los tobillos fueron finalmente retiradas Beatriz se flexionó y estiró, tratando de recuperar cuanto antes la sensibilidad y la vida en sus entumecidas piernas.

- Vamos señorita, la ayudaré a levantarse, tenemos que andar ágiles, las niñas se despertarán en un rato.

Poniéndose en pie, Beatriz gimió otra respuesta supuestamente afirmativa.

La alemana se puso tras Bea y, como meticulosidad, comenzó a deshacer los cordones del monoguante que había aprisionado los brazos de la institutriz durante la noche. Finalmente, y tras desabrochar los tirantes, la abertura del guante fue lo suficientemente grande como para deslizarlo hacia abajo y permitir a los hombros de la cautiva una tregua en la agonía que habían sufrido a los largo de toda la noche, inmóviles en forzada posición. La joven se frotó los brazos mientras dolorosos pinchazos le anunciaban que los nervios estaban recuperando la sensibilidad. Las venas  de la mano, por lo normal sutiles caminos azules bajo su delicada piel, se encontraban hinchadas y los habitualmente pálidos suaves y pálidos dorsos de sus manos eran, ahora un cordillera azulada de venas dilatadas.


 

Como una bailarina que conoce su coreografía y tras despojarse de su camisón,- tan empapado por el sudor y la saliva que fue directamente arrojado a la cesta de la colada-, la institutriz se giró para permitir a la recia alemana aflojar los nudos de su corsé. Un suspiro de alivio se produjo cuando la presión de la prenda cesó de constreñir el abdomen y las costillas de la mujer.

Una pequeña llave dorada abrió el candado que aseguraba la correa de la mordaza que distendía grotescamente la mandíbula de la joven forzándola a salivar de forma ridícula. Un hilo de baba cayó sobre el plastificado escote de la pelirroja cuando el metal abandonó la boca que había atormentado. Bea masajeó los crispados músculos de su mandíbula que, incluso tras restirar la restricción permanecían fijados en abierta posición, incapaces de relajarse. Solo tras el masaje y con gran dolor, la institutriz pudo recuperar el uso de su carnosa boca.

El siguiente paso en su ritual matutino era la ducha, a la que fue acompañada por su fiel escolta.

- Oh… esa mordaza estaba demasiado apretada. Me ha machacado los labios… y me estoy muriendo de sed.

- No se preocupe señorita, el gloss hará su trabajo, y estará radiante para este nuevo día. Enseguida desayunamos señorita, no es conveniente que beba antes de  ponerse el corsé. Tenga un poquito de paciencia.

Una vez en la ducha Beatriz se miró. El sudor envolvía su cuerpo creando una capa liquida entre el látex del catsuit y su propia piel. Aunque sabía que el objetivo era mantener a las damas reconfortadas con una sensación de cálida indefensión, un efecto secundario de las pesadas capas de plástico que las arropaban durante la noche era que, cada mañana, sobre todo tras noches tan calurosas como aquella, las damas se despertaban nadando en su propio sudor, como alguna chica de humor rápido había definido en su colegio mayor “cocidas en su propio jugo”.

Una vez dentro de la bañera, Frau Muller bajó la cremallera del catsuit dejando al aire la humedecida piel de la espalda de la pelirroja institutriz. Bea sintió un escalofrío de frío, a pesar de los veintitrés grados de temperatura, que no pasó desapercibida a su severa guardiana.

-Lo ve… es mejor que las jóvenes amas duerman abrigadas. No queremos que se resfríen.

El látex del catsuit se fue deslizando hasta los pies donde la transpiración se había apozado creando una cascada de agua que manó del ardiente capullo de plástico.

La teutona comprobó la temperatura del agua que salía por la ducha que sostenía en su mano.

- ¿Va a querer el ama que la bañe?.

- No, gracias, Odet, me apaño bien sola. Ve a preparar la ropa. Hoy necesitaré algo serio pero que me permita trabajar con las niñas. Ballgag de siete centímetros, creo que causará buena impresión.

- Sin duda, señorita Beatriz. Con su permiso. Y Bea quedó sola, enjabonándose bajo la caliente lluvia que recorría su cuerpo deslizándose por cada surco, y por cada curva de su anatomía.


 

El winche  del techo emitió un sonido mecánico cuando la señora Muller pulsó uno de los dos botones del mando a distancia que sostenía en su mano. La barra, similar a un trapecio quedó suspendida meciéndose a media altura. Beatriz, vestida tan solo con un delicado conjunto de lencería, permanecía inmóvil, observando las maniobras del ama de llaves. Con expresión de haber realizado este ritual muchos días, la pequeña pelirroja levantó sus brazos hasta alcanzar la barra, donde, gentilmente, Odet los aseguró con los grilletes con protección de piel que se encontraban a cada lado de la barra. Revisó las restricciones de su joven ama hasta que quedó completamente satisfecha de su apriete y de que el cuero, envolvía las muñecas previniendo las rozaduras del metal en la aterciopelada piel. Solo con todo inspeccionado, volvió a pulsar el botón del mando a distancia que, poco a poco fue levantando la barra y dejando a la señorita Doherty en un precario equilibrio sobre las puntas de pies aun cuando estos se encontraban completamente extendidos buscando el confort de un contacto con el suelo que no se produciría.

Un precioso corsé crema con detalles dorados y bordados de rosas rojas fue ceñido por frau Muller al cuerpo de la institutriz. Uno tras otro fue abotonando los corchetes de la parte delantera hasta que, aun sin ceñir, el corsé hacía sentir su presencia constreñidora desde la parte de abajo de sus pechos hasta la inferior de sus caderas. La alemana se situó a espaldas de su ama y comenzó a ajustar los cordones, no era la primera vez, y se notaba. Tiraba de los cordones, hasta que el entrelazado de estos pasaba a mostrar algún bucle, jugaba con esos bucles, y volvía a apretar. La respiración de la prisionera se hacía cada vez más corta y rápida conforme la abundantemente guarnecida por ballenas de metal estructura del corsé moldeaba el ya de por si hermoso cuerpo de la  pelirroja hasta hacerle alcanzar el olimpo de la feminidad. Durante veinte minutos, con dos pausas, Odet, prolongó el martirio de la indefensa Beatriz. Las oportunas pausas evitaban los sofocos, y, de hecho, en ningún momento notó pérdida de consciencia. Fue consciente de cada tirón, de cada apriete, de cada milímetro que las inclementes ballenas de acero ganaban a sus palpitante vísceras. Ceñido  por las expertas manos de su particular doncella, la cintura quedó reducida a cuarenta y cinco centímetros, y solo entonces la alemana se dio por satisfecha. En ese momento, una vez realizado el nudo, una sensación de confortable enclaustramiento sustituyo a la agonía del apriete.

La alemana se giró para coger el mando a distancia.

-          No, Odet. Quiero el cinturón. Por dar ejemplo a las niñas ya sabes.

La alemana instaló sobre la cintura de la joven un fino cinturón hecho de acero flexible, el cual aseguró alrededor del corsé por su parte más estrecha y asegurándolo con un pequeño candado.

El ruido mecánico volvió a sonar y poco a poco devolvió a Bea al contacto con el suelo.

-          Estos zapatos le parecen bien, señorita- dijo mientras sostenía en la mano un par de botines con quince centímetros de fino tacón.

Negó girando la cabeza de hermosos ojos azules y provocando un juguetón tsunami en sus rizos.

-          No, es muy temprano, Odet. Son muy seriotes. Con el vestido quedarán bien aquellas sandalias blancas de lacitos fucsia.

La teutona se agachó para calzar en su aun cautiva ama las sandalias de vertiginoso tacón de doce centímetros que aseguró con un candadito en las hebillas que las ceñían al tobillo, antes de, finalmente, liberar sus muñecas.

Un vestido de verano blanco con grandes flores rosas y azules estampadas cubrió el cuerpo de Bea que satisfecha contemplaba el resultado final en un espejo de cuerpo entero.

Tras un rato de maquillaje en el tocador, ella eligió sus complementos en forma de juveniles pendientes y collar a juego en tonos rosados.

Cuando Beatriz terminó, unas brillantes esposas con amplia cadena fueron colocadas por su asistente en las muñecas, permitiendo una amplia libertad de movimiento sin dejar de recordarle permanentemente sus restricciones. Las cadenas de las muñecas se unían a unas similares en sus tobillos y a un ancho cinturón con decoraciones esmaltadas a juego con lo pendientes. Como toque final, una gigantesca bola rosa de siete centímetros quedo colgando de su cuello por su correa blanca.

-          Perfecto. Odet, es hora de levantas a las pupilas. ¿Me acompañas?

Un atisbo de humedad se vislumbró en los grises ojos de la teutona.

-          Desde que eran pequeñitas las he cuidado y las he querido, como a hijas. Siempre he soñado con verlas convertidas en hermosas mariposas, mientras que  ellas se negaban a ocupar el lugar que merecen y al que están destinadas. Gracias por cumplir mi anhelo, joven señora; gracias por el honor.

Las dos mujeres, abandonaron la casa al tiempo que Nacho Velasco, empapado de sudor regresaba a la suya tras una carrera de ocho kilómetros. Miró el cronómetro, detenido en treinta y seis minutos.

“No está mal para un fósil”, pensó para sí, y con la misma energía, se puso a estirar. Mientras descargaba sus lumbares se fijó en la pequeña pelirroja que grácilmente caminaba con pasos pequeños pero seguros sobre unos tacones que la elevaban del mundano suelo. Parecía que flotaba. Nacho disfrutó con aquella sublime visión de rígida perfección que emanaba un halo divina feminidad.

La institutriz giró su cabeza y lo vio. Sudoroso, despeinado... salvaje; con un pantalón corto que remarcaba la musculatura de sus piernas y una camiseta húmeda que se pegaba a cada faceta de su perfilado torso. Beatriz disfrutó con la arrebatadora visión de desatada libertad que exhalaba virilidad por los cuatro costados. Ella notó como su respiración se agitaba y su corazón y sus pulmones pugnaban por evadirse de su diminuta prisión.

El hombre, se recompuso.

-          Buenos días. Han sido ustedes madrugadoras –dijo sonriendo.

-          Buenos días, Sr Velasco, - las dos mujeres respondieron al unísono esbozando a su vez una amplia sonrisa.

 

Ajenos a aquella situación, dos hombres en una destartalada furgoneta blanca recorrían el perímetro de la hacienda Moretti. El copiloto, tomaba notas y llevaba unos binoculares sobre sus rodillas. Era tuerto.

 

viernes, 15 de enero de 2021

Las consentidas nenas de la familia Moretti. Capítulo 5. Declaración de intenciones.


 

 

La habitación era un estudio con las paredes impecablemente pintadas de un suave tono verde pastel. La estancia estaba inmejorablemente iluminada por una amplísima ventana que abarcaba una pared, y la acristalada puerta que daba acceso a un balcón, y que se encontraba abierta en ese momento.

La amplitud del espacio, llamaba la atención. Por un lado, más cerca de las ventanas, se encontraban dos mesas de estudio, de considerables dimensiones atestadas de papeles, libros y cuadernos de trabajo. En la otra parte de la sala se encontraba un magnífico sofá en  “L” de magnifica piel italiana y espacio para cinco personas. Una mesa baja sobre la cual se encontraban botes de esmalte de uñas de varios colores, así como diversos utensilios de cuidado de uñas, se situaba frente a él. Una tele de colosales dimensiones, empotrada en un mueble que ocupaba toda la pared, y una pequeña nevera completaban “la dotación” del rincón de descanso.

Dos pares de ojos se levantaron de la revista “Telma“   que concentraba sus atenciones y miraron con curiosidad escrutadora a los recién llegados.

Fabián carraspeó y las propietarias de los pares de ojos dejaron la revista un tanto reluctantemente y se arrodillaron frente a los recién llegados.

-          Chicas, esta es la señorita Beatriz Doherty, que, como ya sabéis, será vuestra institutriz durante vuestra preparación, y a él ya lo conocéis.

Nacho levantó una mano y saludo a las dos jóvenes que le devolvieron la sonrisa desde su posición.

-          Ellas son Tania y Carolina, las princesas de la casa. Chicas, os dejamos a solas, nosotros nos vamos a ultimar unos detalles. Mamá y yo nos marcharemos en un rato, estad por aquí.

Ambos hombres abandonaron la estancia cerrando la puerta tras ellos. Se alejaron  hablando de distintos aspectos, los más de ellos referentes al funcionamiento elemental de la seguridad de la casa. Según se alejaban, los ecos de esa conversación llegaban cada vez más amortiguados a las ahora solas ocupantes del estudio.

-          Bueno chicas, ya habéis oído a vuestro padre…

Las  jóvenes se miraron dubitativas entre ellas, y finalmente Tania, siempre la más decidida, rompió el silencio.

-          Buenos días, señorita Beatriz, soy Tania Moretti. Encantada de conocerla.

Su hermana se presentó en parecidos términos. La única mujer que permanecía en pie, les devolvió el saludo con una sonrisa. El silencio volvió a hacerse en la habitación.

-          Entonces… ¿Vosotras queréis entrar en la UFI el próximo curso?

Ambas chicas asintieron vehementemente.

- Supongo que sabéis, que ese no es un camino de rosas, y que la formación integral que recibimos allí no se ocupa tan sólo de la formación académica… es la cantera de lideresas del mundo. 

Ambas hermanas asintieron de nuevo.

-          Bien, así las cosas, entiendo que habréis empezado ya a preparar algo por vuestra cuenta.

-          Sí, señorita Beatriz, no hemos dejado de estudiar tras el fin del curso, y, durante los meses de clase hemos tenido profesoras que ampliaban los contenidos de las asignaturas.

La que así contestaba era de nuevo Tania, desvelándose, una vez más como la más dicharachera de las hermanas.

La laxitud de restricciones, no es el apropiado para una joven de la alta sociedad.

 

Beatriz observó a las dos jovencitas que le devolvieron una mirada preñada con la curiosidad de unas cachorrillas, tratando de entrever algún detalle de la mujer que iba a estar a su cargo durante varios meses. Las dos chicas se movían discretamente, tratando de aliviar el creciente malestar en sus rodillas.  Tania  permanecía con las manos sobre sus muslos, ataviada con un vestido de verano de suaves tonos anaranjados que, en esa posición, dejaba al descubierto unos centímetros sobre sus rodillas. Como toda restricción lucía dos esposas con adornos nacarados conectadas por una cadena a un holgado cinturón de eslabones que caía sobre sus caderas. Los adornos de sus ataduras hacían juego con los pendientes que colgaban levemente de sus orejas, y con los prendedores que le sujetaban el peinado “casual” que lucía en su melena castaña.

 Carolina, la más rubia y alta de las hermanas, vestía unos short vaqueros que le y una blusa blanca con escote palabra de honor que permitía vislumbrar la cincha transparente de un tirante de su sujetador. Por toda restricción, un collar de cuero que se unía por medio de dos larguísimos cordones de piel a dos muñequeras del mismo material.

 La institutriz, deambuló un par de minutos por el estudio, examinando las mesas, y como si de un scanner se tratara, procesando cada uno de los detalles con su viva y portentosa inteligencia. Al tiempo, se dio por satisfecha y volvió frente a las muchachas.

 -       Puede que  los buenazos de vuestros padres los hayáis podido engañar, pero, yo no tengo tan lejano el punto donde os encontráis vosotras… y no me cuela.

Las dos hermanas miraron a su profesora y se estremecieron por dentro.

-          Vamos a ver…me decís que estáis estudiando, y, absolutamente ninguno de los apuntes que tenéis sobre las mesas es de ninguna materia relacionada con las pruebas de acceso.

-          No… pero…

-          No hay peros, niña - continuó Beatriz cortando el arranque de Tania en un tono contundente que contrastaba con la dulzura de su cara-, y además, ten claro que, cuando la señorita habla, la niña se calla.

La joven profesora, cada vez se hacía más con la situación, con un discurso, calmado, claro y contundente.

-          Dos chicas, estudiando…. ¿Y ni rastro de ningún silenciador?

-          Es que mi madre dice que las mordazas…

-          ¿No has oído lo que dije antes a la señorita que tienes al lado? -fulminó en un instante el intento de réplica de Carolina-, no metáis a vuestros padres en esto. Si de verdad queréis ingresar, preparaos para pasar durante vuestro primer año 20 horas al día con una mordaza de gala en la boca. Así, que, si lo que queríais era pasar un verano de piscina y playa privada, iros olvidando. Vuestro padre me paga, y no poco, para cumplir una misión, y cuando vuelvan van a veros convertidas en  verdaderas damas, que sean capaces, al menos de permanecer arrodilladas y quietas, y no como ahora, temblando como flanes con una postura que parecéis patas.

Las dos hermanas habían entrado en un estado de leve pánico, y un torbellino de ideas y pensamientos les giraba por la cabeza.

-          Podéis levantaros e ir a despediros de vuestros padres, mañana a las 9.30 empezaremos las clases, en esta misma habitación. Esta tarde estaré ocupada preparando el aula y las clases. Vosotras podéis empezar por ordenar vuestras nuevo fondo de armario – las jóvenes miraron a Beatriz con una mirada de temor, dudas y rabia-. Sí, he pedido a vuestra madre que mandara al servicio a recoger vuestros armarios y poner a buen recaudo vuestras cosas… pero no os preocupéis, os vais a encontrar un montón de cosas en la habitación, os gustarán, creedme…. al menos,en un tiempo lo harán.

Cuando las dos chicas subieron corriendo a sus habitaciones y encontraron sus armarios y cómodas completamente vacíos, se sentaron en la cama y tuvieron que hacer verdaderos esfuerzos por que el llanto no las venciera. Junto a la ingente cantidad de nuevas prendas- todas de impecable factura-, zapatos de tacones imposibles, una colección de corsés inabarcable, cantidad de piezas de brillante piel que inundaban de ese aroma a cuero inconfundible a la habitación, otros cambios se habían producido en sus alcobas.

Lo primero que fijó la atención de nuestras atribuladas protagonistas fue que, sus camas las cuales tenían los ocho anclajes para restricciones típicos de las camas para chicas, habían visto doblado el número de los mismos, y, varios de estos herrajes se distinguían también en el suelo y en el techo. El siguiente cambio era que todos los asientos habían sido retirados y sustituidos por una extraño silla metálica de pesada estructura. Este artefacto, tenía los brazos y el respaldo de una silla convencional, pero, carecía de ningún asiento. Abundantes argollas jalonaban su construcción, indudablemente, dedicados a fijar restricciones.  Una tercera estructura, que había sido fijada al suelo, la componían dos barras metálicas en posición vertical separadas por medio metro. Estos dos postes estaban agujereados, de manera que permitían la fijación a distintas alturas de una barra horizontal  que descansaba sobre ellos. El elemento horizontal también era metálico y presentaba varios agujeros, pero,  a diferencia de sus soportes, este contaba con cierto acolchado, y estaba forrado en cuero.

Finalmente, un extraño artilugio, similar a un trapecio colgaba de un aparato eléctrico fijado en el techo, cerca de la pared.

Las mellizas Moretti tardaron varios minutos en procesar que el mundo que conocían, o al menos, por  usar una expresión menos drástica, el verano que tenían planeado, se les venía abajo.  Un doble toque de claxón las devolvió al momento presente.

Manuel, el chofer, acababa de terminar de meter el equipaje de sus señores en la parte trasera del monovolumen negro con cristales opacos con el que iba a llevar a sus señores al aeropuerto, cuando las chicas salieron a despedir a sus padres. Tanto Velasco como Beatriz Doherty se encontraban ya a pie de coche, despidiendo a los viajeros.  La expresión que traían las chicas, no hubiera desentonado en un funeral.

Los padres se acercaron a sus hijas. Alma vestía  un imponente vestido de  brillante látex azul, y prominente escote  que ceñía sus formas esculpidas por un apretadísimo corsé. Los brazos eran invisibles, y resultaba evidente que estaban restringidos de alguna forma detrás de ella y ocultos por la espalda del vestido. La forma de sus extremidades apenas se intuían bajo el látex, ya que varias correas apretaban y aplastaban los brazos contra la espalda de la mujer. El impresionante outfit era realzado por unos zapatos de catorce centímetros arqueaban sus pies hasta obligarla a caminar sobre las puntas de sus pies. Finalmente una apretadísima mordaza de aro roja, guarnecida con correa de piel en blanco roto silenciaba a la mujer. Su boca permanecía abierta y los músculos de la mandíbula eran forzados a abrirse con desmesura. El tamaño del silenciador seleccionado era tal que, si bien la mandíbula estaba lo suficientemente distendida para que resultara elegante, no era tan grande como las reservadas para actos sociales relevantes; al fin y al cabo, iba camino de una larga espera en un aeropuerto y de un vuelo intercontinental  de once horas a Manila y la comodidad debía de tener su papel junto a la elegancia.

El marido también se encontraba elegantemente vestido, con un traje marengo de impecable factura que resultaba un tanto excesivo para esa época del año. No obstante, las idas y venidas del matrimonio Moretti copaba crónicas de sociedad, y para salir bien delante de las camaras, el empresario, que también tenía su faceta coqueta, no dudaba en ponerse de punta en blanco aun sacrificando el poder viajar con algo de comodidad. "Para estar guapo hay que sufrir" se repetía a si mismo.

Fabián, se dirigió a sus hijas

-          Bueno chicas, habéis tardado tanto que mamá ya lleva su mordaza, pero ya sabéis lo que os quiere... y sabeis que os llamaría todos los días si la dejara.... Sed buenas, y obedientes, con Beatriz  y portaos bien con Nacho, que va estar aquí, trabajando, cuidando de vosotras.

-          Sí papá. Pasadlo bien, y mandadnos fotos y vídeos. Todos los días.

-          Claro que sí, y alegrad esas caras, ya sé que se os va a exigir mucho… y tal vez, porque nosotros no hemos sabido ser mejores padres en ese aspecto…. – Alma asentía mientras escuchaba las palabras de su marido. Cuidaos y sed buenas…. Y sobre todo obedientes, que os conozco, que buenas sois, pero obedientes….

El cometario de su padre hizo sonreir a las dos mellizas.

Fabián ayudó a subir al coche a su mujer, y le colocó el cinturón de seguridad.

-          Señorita Doherty, por favor ayude a mis hijas…. Y tú, réprobo, cuídame la casa y sobre todo  a las chicas, que son lo más grande que tenemos.

-          Descuida, amigo. Estamos en contacto.

-          Buen viaje, señores – se despidió Beatriz- y muchísimas gracias por darme esta oportunidad.

Cuando el dueño del poderoso consorcio empresarial se subió junto a su esposa, el monovolumen arrancó en pos del aeropuerto.

Frente a la casa, permanecían cuatro seres humanos al que el destino había reunido de la forma más inesperada.