El joven y la profesora desobediente

  Con 31 años, pese a que las pecas de su cara le confirieran un aspecto más aniñado, haber ganado una plaza como catedrática de instituto e...

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martes, 20 de septiembre de 2022

Introspecciones de una noche de verano.

 


Liliana era una niña del Enclave. Nacida y criada en Punta Esperanza nunca había conocido más vida que la permanente y amorosa restricción de sus grilletes. Jamás había sido humillada ni sometida a privaciones como las mujeres de las tribus externas ni tampoco había experimentado las turbadoras historias de mujeres sin restricciones y autonomía que contaban las más ancianas, siempre desde que había abandonada la infancia y se había convertido en una mujer, se había sentido respetada, querida, valorada y confinada.

 

La luz era tenue, proveniente de una lámpara de pie y atenuada, sin duda para conseguir ese punto de complicidad que se logra cuando las tinieblas tienen una pugna de tú a tú con la claridad, por una camiseta masculina dispuesta sobre la tulipa. Ella, inmovilizada en su “cubo” veía a un hombre, su hombre, dormir en la cama con la sábana cubriéndole apenas una ingle y dejando entrever un para ella incomparablemente seductor e incitante vello púbico.

 

Los cubos eran unos dispositivos que se habían vuelto muy populares en las viviendas del enclave. No era más que un armazón de tubos de acero de forma cúbica en el que a modo de juego de construcciones se podían poner en las más diversas posiciones más tubos con sus correspondientes punto de anclaje para restricciones, o almohadillas de apoyo, separadores y en definitiva cualquier elemento que posibilitaba inmovilizar a una mujer en las más imaginativas posiciones y que todas ellas resultaran innegablemente seguras.

 

A excepción del liguero del cual, merced a la frenética actividad previa, se habían liberado las medias que lucían con la blonda semienrollada a la altura de la articulación de la rodilla, se encontraba completamente desnuda. Ella no era ajena a su posición, extremadamente vulnerable. A ella le recordaba a la postura que había visto en las viejas películas del Antiguo Mundo y con la que hacía más de cien años los mahometanos se postraban para orar, con la salvedad de que sus piernas, apoyadas sobre unos soportes acolchados, eran mantenidas muy separadas por los grilletes que inmovilizaban sus tobillos.

 

Una barra de acero, almohadillada, había sido fijada en horizontal bajo su cintura, era la causante de que debiera mantenerse en esa posición, obligándola a mantener su trasero innaturalmente elevado, y dejando la aun fragante, húmeda y palpitante entrada de su sexo como una mera ofrenda que al ardiente hambre de su macho pudiera reclamar cuando estimase.

 

Su cabeza reposaba sobre a otro soporte almohadillado, mientras  una cadena fijada su collar evitaba que pudiera separar su cara de aquel, permitiéndole unicamente, y no sin cierto esfuerzo, alternar las mejillas sobre las que descansaba su rostro y apartar los bucles rubios de su media melena que insistían en hacerle mil travesuras, como sabedores que su indefensa propietaria poco podía hacer por evitarlo;  cuando no hacían insoportables cosquillas en la aleta de la nariz, caían sobre sus ojos o parecían esperar a los pequeños suspiros para adherirse a los labios de los que sus inmovilizadas manos no podían separarlos.

A ambos lados del soporte de la cabeza había dos dispositivos similares, pero más largos y mucho más finos, destinados a apoyar sus antebrazos, desde el codo hasta las muñecas. Las esposas que mantenían sus muñecas fijas al final de estos dispositivos y dos correas que apretaban los brazos contra la mullida superficie hacían que le fuera imposible variar lo más mínimo la posición en la que había sido inmovilizada unas horas antes.

 


Liliana resopló con el cuidado necesario para evitar las chiquilladas de su cabello, ella sabía que los cubos no estaban primordialmente diseñados para que una chica estuviera cómoda, sino para mantenerla segura, pero, pensaba, sin duda un poco de retroalimentación de las clientas serviría para mejorar ciertos detalles de ergonomía.

 

Sin más apoyo que su moflete aplastado contra su almohadilla y los brazos demasiado apretados contra sus soportes como para estar cómoda, debía elegir entre hacer un esfuerzo y sostener su peso sobre sus antebrazos o, cada vez que se relajaba, sentir como la barra de acero bajo su vientre, que le obligaba espalda arqueada en ese tan sexual como antinatural escorzo, se clavaba en la bien torneada pero sensible musculatura de su abdomen. El ayudarse de su cuello y carrillos para apoyarse sería un error de novata que, desde luego, no estaba dispuesta a cometer.

 

Aunque las restricciones tampoco se lo permitirían, Liliana permanecía inmóvil, sin afanarse en obtener los escasos milímetros de libertad que le podrían dar sus cortas cadenas, las razones eran varias.  Con treinta y cinco años, ya no era una niña, y ni ella ni Aristóteles, que seguía durmiendo plácidamente, habían sido capaces de concebir. Inmovilizada en esa posición notaba como la gravedad ayudaba a la cálida simiente que su compañero había depositado en la suave profundidad de su vientre femenino, y podía sentir como esta ardiente colada se deslizaba cada vez más hondo en su ser, en la búsqueda del milagro de la vida.

Junto al punzante anhelo de la maternidad, la otra razón por la que no se atrevía a rebelarse de forma virulenta contra sus restricciones era ver la manera placida en la que Aristóteles yacía, descanso que turbaría el metálico tintineo de sus restricciones si decidía batirse en duelo con ellas. Liliana debía reconocerse que  no solo era por él, por más que lo amara, lo que la mantenía sumisamente inmóvil. Su ego de amante se veía reconfortado con el hecho de que su amor descansara, satisfecho, en ese momento. Quieta, callada, contemplando los bien esculpidos músculos de su amante, recordaba como hacía solo unos minutos, ambos habían llegado al orgasmo, y revivirlo en su mente era algo que, a juzgar por el calor que surgió de forma súbita en la parte baja de su vientre, no solo debía estar ruborizando sus mofletes. Sonrió mientras recreaba mentalmente la forma en que su vientre había retenido dentro de sí la virilidad de su hombre que poco a poco se venía a menos después de desbordarse en el rosado valle de sus entrañas. Liliana disfrutaba y se abstraía de su pequeña ordalía, mientras su mente le hacía volver a sentir como las paredes de su vagina se afanaban en retener la menguante carne de su hombre, forzándolo a continuar formando con ella un solo ser, enamorado y completo. El tomar así a su hombre era, para ella,  una forma de dulce resarcimiento por el gentil pero firme control que los hombres siempre ejercían sobre ella. Liliana, como casi todas, aceptaba el permanecer sometida a aquellas cadenas que, al fin y al cabo, aunque restrictivas, sabía que eran por su seguridad, pero, si su hombres podía usar sus brazos y manos para rodearla, entonces, ella usaría su vientre, -el verdadero hogar de una pareja-, para abrazarlo y que él se sintiera tan amado como ella cuando los vigorosos brazos de él la sujetaban y notaba como sus masculinos dedos jugueteaban con su ombligo bajo la blusa. Era duro estar condenada a recibir amor, pensaba, mientras ella, debía tragar el suyo.

 

Aiko se despertó. Junto a esa pequeña mujer de rasgos orientales dormitaba Alex, su marido y que al igual que ella daba clases en el Instituto de Ciencias Experimentales. Se encontraba agitada, apenas recordaba nada del sueño perturbador que acababa de tener, pero la tibia humedad que sentía en la braguita bajo el pantalón de su ajustado pijama de verano era indicador de lo que su cuerpo anhelaba en ese momento; sus entrañas suplicaban porque Alex se despertara y tomara como presa su cuerpo suplicante de masculinidad, lo que, lamentablemente para ella, no pareciera que fuera a ocurrir observando la pausada respiración del hombre.




Las manos esposadas cada una a un lateral de un cómodo aunque inexpugnable cinturón de acero que rodeaba la cintura tampoco le conferían más oportunidad que rozar de forma inofensiva el elástico de su braguita sin que eso disminuyera, más bien corría el riesgo de incrementar, el empuje del volcán de deseo que la consumía por dentro.

 

Aiko, casi convertida en estatua, mirando al techo, trató de deslizar su mano derecha, tanto como el rígido metal le permitiera, para acariciar la de su compañero que, en el silencio de aquella noche de verano en el Enclave, dormía a pierna suelta. Se esforzó, pero su brazo no consiguió ganarle un milímetro a la cadena que unía el grillete de su muñeca a la cintura, aun al precio de que el acero se clavase lacerandole la piel de sus pulsos.

 

Era injusto, pensó, solo anhelaba tocarlo. Tocarlo.

Aiko, si algo echaba de menos en su vida era la perdida capacidad de poder tocar y sin duda era lo que más echaba de menos su infancia cuando era libre de aferrar, de coger, simplemente de palpar una textura, de buscar un algo y no ser siempre quien deseaba ser encontrada. Le entristecía pensar que en aras de la seguridad había tenido que renunciar a placeres como acariciar la cabeza de una niña de suave cabello perfumado, o incluso, que un perro le dedicara un meneo de cola en agradecimiento por una buena rascada de orejas. El ser privada de ser sujeto activo en cualquier contacto, el tener que ser siempre la acariciada, la abrazada, la sujetada, era algo a lo que jamás se había acostumbrado, aunque, incluso a sus oídos, podía sonar como una inmadurez propia de una adolescente boba.

Tener aquellos anhelos la hacían sentir un poco culpable ya que, como se les explicaba en la escuela, aquellos grilletes eran por su propio bien, y sabía que debía estar agradecida por ellos, y, sin embargo, a veces los maldecía. Aquellos sentimientos, aunque se podían leer en algunas obras literarias editadas en el Enclave desde que se había retomado la manufactura de papel, no eran algo de lo que las chicas decentes  del Enclave les gustara hablar, ni siquiera entre ellas, ya que era considerado una forma de pensar extremadamente egoísta por parte de cualquiera que lo expresara. Aquellas cadenas y la permanente restricción eran lo que las mantenía seguras y lo que les daba aquella enorme libertad que disfrutaban las habitantes de Punta Esperanza, una libertad casi plena, libertad para todo menos de hacer nada por ellas mismas.

Dentro de las limitaciones obvias, Aiko siempre se había considerado una mujer activa en su vida de pareja, y últimamente le excitaba  fantasear sobre el último cotilleo que circulaba por los edificios de mujeres solteras de la ciudad y que sus compañeras en el instituto, se habían hecho eco. Al parecer, según contaban las chicas, entre las clases más pudientes, se había puesto de moda mantener relaciones sexuales con la mujer libre de toda restricción. Aiko se imaginaba como podía ser estar libre para acariciar a su macho mientras ella cabalgaba, empalada sobre él. Como conversar era uno de los entretenimientos más sencillos para ellas, las mujeres del Enclave tenían fama de ser unas conversadoras infatigables, y por supuesto no faltaban nombres en la picota sobre chicas, generalmente de buenas familias que, se rumoreaba, practicaban esta variante de sexo tan salvaje. Ella sentía una sana envidia cuando las veía, por la calle o la universidad con unos grilletes tanto o más restrictivos que los suyos, sabedora de que, cuando las luces se apagaran podrían convertirse en indómitas amazonas en un desafiante pie de igualdad con sus amantes. Se imaginaba como sería aquello en ese momento, hincada de rodillas entre las piernas de su compañero y este agarrándola del pelo obligándola a cumplir su voluntad, demostrando que él no necesitaba acero para domesticar a su voluntad a su indómita potrilla.

Aiko, despertó de su ensoñación, y  se dio cuenta que, con estos pensamientos, sus muslos habían comenzado a frotarse rítmicamente, tratando, en vano, de hacerle sentir alguna sensación en su sexo, tan hambriento como huérfano de atenciones en esos ardientes momentos.

Trató, inútilmente,  de relajarse de nuevo. Ella, pensó,  en ese momento no habría pedido tanto, y, es más, pensándolo fríamente, probablemente se hubiera sentido incómoda sin sentir el abrazo del acero sometiéndola, de alguna manera, pero, si tan solo estas cadenas fueran un poco más largas, sin duda enterraría la cabeza entre los fuertes muslos de su amante, hasta hacerlo morir de amor en lo más profundo de su garganta.

Aiko, no volvería a dormirse en toda la noche, solo deseaba que su hombre se despertara con el suficiente margen y así poder ella desayunar bajo las sábanas y el lucir una sonrisa en la primera clase de la mañana.




 

Roxana se despertó, el radiorreloj de su mesilla marcaba las cinco y dos minutos de la mañana y aun todo era silencio en las calles. En la emisora que estaba sintonizada y con la que se había quedado dormida, emitían un informativo horario. Según indicaba la locutora, la policía había descubierto un asentamiento de exploradores de los salvajes junto a la frontera Sur del Enclave. En él, -continuaba la información-, habían encontrado los cuerpos de dos niñas de entre diez y once años. Sin una utilidad reproductiva, explicaba, los salvajes las habían dejado allí, atadas, hasta que finalmente fallecieron por hambre y deshidratación.

Roxana quedó consternada por la brutal crueldad de aquellos salvajes que despreciaban todo de las mujeres salvo sus úteros. Roxana estaba conmocionada por el brutal suceso y no podía dejar de pensar en las pobres niñas tan sádica como gratuitamente sacrificadas. Sabía que no podría dormir en un rato mientras su psique digería la truculencia descarnada de la noticia.

Mientras su mente se aplicaba en asimilar tanta maldad, se acomodó sobre su costado y deslizó sus pies desnudos por la suavidad de la sábana bajera de su cama algo que, desde niña la relajaba. Al tiempo que con sus brazos comprobó la firmeza de los grilletes de sus muñecas  unidos por una corta cadena al collar de acero cerrado por un pequeño candado que de forma bastante ajustada rodeaba la parte baja de su cuello. La seguridad inquebrantable de sus cadenas la reconfortó. Eran afortunadas, sabía que frente a todas aquellas mujeres que sufrían la barbarie del páramo, ella era muy afortunada por pertenecer a aquella sociedad que había hecho del bienestar y seguridad de sus mujeres, el eje mismo de su supervivencia..

sábado, 17 de septiembre de 2022

Un buen recordatorio.

 


Natalia sabía que, si se lo contara a cualquier amiga suya de la universidad, simplemente le dirían que estaba loca. Estar allí, con veinticuatro años, de pie, en el rincón de la biblioteca esperando unos azotes era, evidentemente algo poco habitual para el común de sus amigas.

Moviendo un poco la cabeza sin atreverse a romper la postura y forzando un poco el ojo, podía ver a través de una de los cuatro ojivados y azotados por la lluvia ventanales de la estancia como en el exterior el viento zoaba y los árboles se doblaban mientras perdían su ya raleado y rojizo follaje.

“Estaré loca, - pensó - pero sobretodo, agradecida”.

 

Hacía doce años que la gran crisis de la energía había golpeado a occidente. Centenares de fábricas habían cerrado y millones de personas habían perdido sus empleos. Sin ingresos, pronto los estados no pudieron hacer frente a los subsidios y tan solo un tan cruel como eficiente uso de la fuerza represiva había contenido los estallidos sociales.

 

Ella era insignificante, una miserable ratita de la calle. Los viandantes jamás repararían en esa pequeña desgraciada apenas escolarizada, y como mucho, agarrarían con más ahínco sus pertenencias si se percataban que aquellos ojos azules los miraban con el brillo depredador del que nada tiene.

Aquella pequeña de aspecto desaseado, larguirucha pero poco desarrollada para sus 14 años hacía años que no acudía con regularidad a la escuela, sin que sus padres, alcohólicos y toxicómanos, mostraran el mínimo interés en revertir la situación. Tan solo el dinero para sus adicciones que su hija debía proveer, sin que a ellos les afectara la forma  de hacerlo, era de su incumbencia; el dinero y también las brutales palizas que propinaban a la pequeña adolescente cuando el dinero no era suficiente o simplemente querían descargar su cólera frustrada con alguien. La pequeña y enclenque chiquilla era el saco de boxeo ideal para aquellos padres desnaturalizados por las sustancias y su propia miseria moral.

En un intento de escapar de aquellos abusos, hacía meses que aquella insignificante ratilla de enmarallado cabello rubio cada vez pasaba menos tiempo en su casa, y más con aquella banda de delincuentes, igualmente brutal, pero ciertamente más integradora y que, por vez primera le habían dado una sensación de pertenencia.

 

Mientras corría como podía sobre el hielo con sus raídas zapatillas, la adolescente de pelo grasiento y rostro mugroso no pensaba en nada de aquello. Acababan de robar una abultada cartera de un coche que había quedado descuidadamente abierto en un jardín, y las dos chiquillas corrían delante del propietario tratando de escapar. El hombre, un moreno cuarentón les recortaba terreno, sin duda, pensaban en su fuga,  habían debido de elegir una víctima más fácil. Las niñas eran  auténticas perras de la calle y conociendo como la palma de su mano todo aquel laberíntico trazado de calles y callejones trataban de dar esquinazo a su perseguidor, doblando de calle en calle y de callejón en callejón y,  a pesar de lo cual, el hombre les recortaba cada vez más terreno.

 

Hacía meses que, a raíz de un brutal puñetazo de su padre, su mandíbula no funcionaba bien, y con el tiempo ese pequeño desajuste le había empezado a causar algún problema de audición así que, cuando dobló aquella esquina tratando de evadirse de su perseguidor, simplemente no oyó aquella bicicleta que se abalanzó sobre ella. A resultas del impacto ciclista y ladronzuela rodaron por el suelo, llevando la peor parte la adolescente que se golpeó la cabeza contras la esquina de un adoquín del pavimento. La pequeña sintió el frío húmedo de la nieve  que se acumulaba sobre la acera y como su compañera se alejaba de ella sin ni siquiera mirar atrás.

Lo siguiente fue recobrar el conocimiento y ser transportada en unos brazos que la reconfortaban y calentaban como nada antes en su corta vida.

 

- ¿Cómo te llamas, pequeña?

 

La conmoción le impedía pensar con claridad.

 

- Natalia.

 

Y sus ojos volvieron a cerrarse.

 

No sería hasta mucho tiempo después cuando la señora Aquino le contó que, mientras ella permanecía inconsciente a causa del edema cerebral, había un par de ojos, nobles y marrones, que apenas se cerraban ni se separaban en ningún momento de al lado de la cama en el que la joven se debatía entre la vida y la muerte.

 

 

PARTE 2

 

La columna de vehículos Jaguar avanzaba trabajosamente, a contracorriente, por una carretera atestada por una marea de refugiados que caminaban en dirección contraria a la marcha de los mastodontes de acero. El alférez Ferenc Toth decidió que, por aquella noche, tanto sus blindados como sus hombres habían tenido suficiente. El mando había destacado a su sección de vehículos de reconocimiento a fin de reforzar las posiciones Aliadas que mantenían a las fuerzas del Bloque apenas a unos kilómetros al Este de la ciudad de Knin. “La situación en el frente era mala, -pensó-, pero si llegaban con los vehículos destrozados de poca ayuda resultarían”.

 

Tras unos kilómetros, encontraron un lugar donde poder establecer un vivac en condiciones y, finalmente, la pequeña columna se detuvo, y los motores, tras más de dieciseis horas, quedaron en silencio. Este silencio solo era sinónimo de descanso para las máquinas, ya que, en esos momentos, los modernos jinetes han de seguir trabajando para revisar y poner a punto sus corceles mecánicos, por lo que la actividad del pequeño  contingente era febril.

 

No lejos de allí, un pequeño campamento de refugiados los contemplaban sentados alrededor de una modesta hoguera, en su mayoría ancianos, mujeres y niños que huían con lo puesto de la zona de combates.

Tras enlazar con la unidad logística para tratar el suministro de carburante y repuestos Toth se percató que dos intrusos habían logrado burlar la vigilancia de su improvisada fortaleza. Se trataba de una chica muy joven, de unos quince o dieciséis años, que traía a su hermanito de la mano que, con curiosidad infantil, no sacaba ojo a aquellos húsares de Caballería que, como demonios, subían y bajaban de sus monturas.

Eran, pensó, sin duda un par de chiquillos provenientes del campamento en el que los refugiados se disponían a pasar la noche.

 

-        Hola, ¿Habláis inglés?, - aunque correcto, el fuerte acento extranjero denotaba que el oficial tampoco era oriundo de las tierras de la Gran Bretaña.

 

La joven lo miró con unos ojos azules que aunque bellos, tenían un manto de gravedad que nunca debieran haber tenido en una adolescente de esa edad. “Un poco”, contestó mientras miraba vergonzosamente al suelo.

Tras unos segundos de silencio solo roto por los gritos distantes de los hombres realizando el mantenimiento a sus máquinas, la joven intrusa levantó la vista y sostuvo la mirada al militar.

 

-        Gracias por venir a ayudarnos. Hace un rato todos tenían miedo, bueno, ellos aún lo tienen, -dijo señalando al grupo de gente que se amontonaba junto a aquella pequeña hoguera-, pero yo ya no. Estáis aquí y ellos no podrán vencer a vuestros “tanques.

 

Ferenc no tuvo oportunidad de responder, el pequeño hermano se había soltado de la mano y corría hacia donde estaban estacionados los vehículos que tanto habían llamado su atención.

 

A él le hubiera gustado preguntar su nombre, y decirle el suyo, pero la joven le sonrió se sujetó la falda y salió corriendo detrás de su hermano, “!Shasha, ven aquí! ¡Que te digo que vengas!”…

 

Apenas unas horas después del fugaz encuentro con los dos jóvenes incursores, la unidad se ponía en marcha y justo antes de las primeras luces, con un rugido metálico, las bestias de acero comenzaron a devorar los kilómetros de asfalto que los separaban de la línea del frente.

 

El sol brillaba ya en todo lo alto cuando las primeras señales de la debacle comenzaron a aparecer ante ellos. Centenares de soldados, la mayor parte en pequeños grupos comenzaron a cruzarse, con dirección inversa, con la sección de vehículos. Aquello, se dijo el alférez, no pintaba bien. Desorganizados grupos de hombres con pinta de haber cruzado el Averno se retiraban hacia el oeste, ocasionalmente también se cruzaban con alguna pieza de artillería arrastrada por su camión que les hacía luces, desde luego, las señales no eran halagüeñas.

 

Mientras analizaba la realidad que se presentaba antes sus ojos, un mensaje de radio del mando le sacó de dudas, y lo que oyó le sumió en el más absoluto estupor: el frente había caído, la única fuerza organizada de combate del sector la componían en esos momentos aquella modesta unidad blindada. Las órdenes eran claras, moverse al oeste ochenta kilómetros y constituirse como reserva del mando.

Lo bueno de la milicia era que, cuando Ferenc, haciendo de tripas corazón, salió por radio ordenando el cambio de consignas, nadie preguntó nada, aunque, sin duda, -pensó-,  luego tendría que darles explicaciones.

 

Los blindados se movían rápidamente por la carretera en pos de su nuevo destino, la conducción era monótona y simplemente se centraba en no aplastar a algunos de aquellos pobres refugiados a los que estaban adelantando en su huida hacia el Oeste. Ferenc estaba cansando y desmoralizado tratando de abstraerse del negro destino que se cernía sobre aquella marea humana que ocupaba arcenes y cunetas. Y entonces, sucedió.

Entre aquella miríada de seres desgraciados vio como dos se detenían. Y una jovencita de cabello rubio de ángel que llevaba a su hermanito de la mano, contemplaban atónitos a aquellos colosos de acero que los adelantaban en su fuga. Ella aun llevaba la misma falda de la noche anterior y, mientras se perdía en la distancia, ambas miradas, la del oficial y la joven, permanecieron fundidas, fijas, abrazadas hasta lo cósmico. En aquellos ojos que ya apenas diferenciaba, él intuyó más preguntas que reproches, más temor que odio.

Aquella noche, el alférez Toth en su litera, a muchos kilómetros de aquello, en la ahora segura retaguardia, lloró. La primera de las mil noches que lloraría recordando a aquella niña a la que había fallado.

Con los años, como terapia, trataba de hablar con ella en ensoñaciones. El por qué  no había tratado de protegerla, por qué sus vehículos, en buenas condiciones y con todos los proyectiles de 40 mm en la santabárbara, habían huido y no habían presentado batalla abandonándola a aquellos salvajes que, como demonios avanzaban desde el Este. Construía mil explicaciones y, cada noche, cuando en sus ensoñaciones se presentaba ante él aquella niña con su hermanito de la mano, era incapaz de articular ninguna. Tan solo pedía perdón y lloraba hasta caer dormido.

 

PARTE 3

 

Un pitido intermitente en la negrura fue lo primero que Natalia recordaba de cuando, finalmente, recobró la consciencia. Amodorrada por la medicación no pudo reaccionar cuando aquel hombre que había permanecido cuatro días sin moverse de su lado sonreía como un niño cuando la vio abrir los ojos.

Ella nunca sabría que los médicos le habían hecho todo tipo de pruebas y que los espeluznantes informes, - que incluían presencia de tóxicos en sangre, numerosos microtraumatismos en huesos, quemaduras de cigarrillos y otros indicadores de lo que aquella e insignificante ratita de la calle había sufrido en su corta existencia-, habían motivado a aquel hombre a hacer algo que sentía él  le debía a la misma vida.

Cuando aquellas manos de dedos largos pero viriles le acariciaron la barbilla, aun adormilada, le pareció escuchar que el hombre le decía “te pareces tanto a ella”. Natalia jamás sabría que aquella joven de falda azul, en un lugar que no sabría poner en un mapa, hacía diez años que le había cambiado su vida para siempre.

 

No le costó mucho al famoso escritor y consultor de defensa Ferec Toth, miembro de una influyente familia de diplomáticos, el mover las suficientes voluntades como para llevarse a aquella niña de padres desconocidos a convalecer a su casa.

La guerra y la crisis habían arrasado la economía y la moral, y aunque suene terrible, el que un alma caritativa se ofreciera a librar al sistema de Seguridad Social de una carga era visto como una ventaja, y nadie hizo demasiadas preguntas. Al final aquellas niñas de la calle eran irrecuperables, y que se la llevara para cuidarla era de lo más noble, comparado con lo  que esos hijos de buena familia solían hacer con estas chicas en sus fiestas, a menudo comprándolas por un tubo de pegamento o unos chutes de fentanilo.

 

Natalia miraba desde la ventanilla como la ambulancia que la transportaba atravesaba el centro de la ciudad, tan familiar para ella y se adentraba en los acomodados barrios del sur de la capital. Los toxicómanos dieron paso a elegantes mujeres con caros carritos de bebé y los bidones en los que se calentaban las legiones de desempleados a bonitos árboles plantados ordenadamente en las aceras de los bulevares.

Finalmente la ambulancia llegó a su destino. Aquella gran vivienda, del entonces desconocido para ella neogótico europeo, sería, desde entonces su nuevo hogar.

 

Todo resultaba nuevo, pero los otros dos habitantes de la casa, el señor Toth y su ama de llaves la Señora Aquino,- (una atractiva treintañera filipina de la que, pese su aparente disciplina y profesionalidad, sospechaba que mantenía alguna relación más allá de la de empleada y patrón con su atractivo jefe)-, se esforzaban por ser amables y que su adaptación fuera lo más fácil posible.

 

Con el paso de los días, poco a poco se fue levantando y dando paseos por los pasillo, revoloteando entre el servicio que se afanaba en mantener la casa en inmejorables condiciones. Entre todos, Natalia se había fijado en las doncellas, apenas un poquito mayores que ella, que siempre se preocupaban en mantener todo limpio y tenían además unos bonitos uniformes que hasta ese momento sólo había visto en películas. En su mayoría eran chicas de extracción humilde, como ella, y Natalia pensó que si se convertía en una de ellas podría, por fin tener un poco de felicidad en aquella casa donde había pasado más días sin temor que todo el resto de su vida junto.

 

Una noche, como todas y cada una de ellas desde que estaba allí, Ferenc y su ama de llaves, estaban en la habitación de la niña, hablando como cada noche de los más variados temas antes de que ella se durmiera. El sueño la iba venciendo, pero no quería que aquel anhelo pasara otra noche sin ser expresado.

 

-        Señor, sé que estoy recuperada, y que uno de estos días tendré que irme.

-        No…., no digas eso, no hay por qué,- una sombra de tristeza conmovió al hombre al oir las palabras de su joven huésped-.

 

-        Sé que es normal, que yo le robé, y ustedes, a cambio me han cuidado y ya han hecho más por mí en estos días que nadie antes.

 

Teresita Aquino sostenía la mano de la jovencita mientras la dejaba continuar.

 

-        Sólo que hay una cosa que me ronda por la cabeza y prefiero preguntarla ahora para no hacerme ilusiones como una idiota, que sé que luego acabaré rota… como siempre…

 

Finalmente, tras inspirar profundamente,  la joven se decidió a terminar la frase, con  muecas y evitando la mirada, pero esa vez, al menos, no sería por no haberlo intentado.

 

-        ¿No estarán ustedes interesados en una nueva criada?

 

El mundo de Natalia se desmoronó cuando vio en el rostro de los dos adultos una expresión de extrañeza. Trató de jugar una última baza desesperada

 

-        Soy torpe, pero puedo aprender, -aseveró vehemente-, bueno, con esas azotainas que la Sra.Aquino les da cuando lo merecen, creo que cualquier chica podría aprender, la verdad…

 

El ama de llaves esbozó una sonrisa que rompió el habitual talante serio que mantenía cuando, junto a su jefe, había alguna tercera persona.

 

Ferenc Toth puso la mano bajo la barbilla de la joven hasta que sus ojos castaños se hundieron en la profundidad de aquel azul tan triste como profundo. “Tú quieres quedarte aquí, Natalia, y nosotros…, - la mirada cortante de la filipina le hizo rectificar al instante-, digo… yo, yo quiero que te quedes… pero no como criada, Natalia. Quiero que estudies, que te hagas una mujer, no quiero que te pierdas, quiero que vivas, que vivas… quiero que vivas. Aquí ya nos vas conociendo, te vamos a cuidar y, dijo sonriendo, si te portas mal, también están esas azotainas tan didácticas de la Señora Aquino que mencionabas antes.

 

La joven sonrió con amargor, recordando las auténticas ordalías de dolor que había sufrido desde antes de tener uso de razón. “Creo que podré soportarlas….”

 

-        En cuanto te pongas bien, apostilló el dueño de la casa, te compraremos algo de ropa, y, cuando se pueda, empezarás a recibir clases en casa, hasta que te puedas incorporar a clases en un colegio.

-         

La joven no guardaba un grato recuerdo del colegio, nunca se había considerado inteligente, pese a que lo era, y siempre recordaba las constantes burlas de sus compañeros, por sus notas, por su aspecto flacucho, por los cardenales que traía de casa… siempre había algo, pero algo en su interior le decía que,pese a que tenía mucho miedo, que esa vez algo podría ser diferente.

 

Ferenc acarició la frente de la joven apartándole el flequillo de la cara, esa tarde, una de las chicas del servicio que se daba maña con las tijeras, le había cortado el pelo y por primera vez se había sentido como esas niñas bien que podían ir a las peluquerías.

 

-        ¡Eh, además, estás muy guapa!

 

El señor y el ama de llaves abandonaron la habitación y cerraron la puerta. Teresita Aquino tampoco había tenido una infancia fácil en los barrios humildes de Manila, y sabía que, en ocasiones, los niños de la calle, por miedo, por complejos o por ignorancia actuaban estúpidamente, y cada noche, tras la charla cerraba la puerta de Natalia con llave. Al echar mano de la llave, notó como Ferenc, le sujetaba dulce pero firmemente la muñeca, “No, a partir de esta noche no quiero que lo hagas más, Tere”

La mujer asintió y en un susurro, temerosa de que su voz atravesara la gruesa puerta de nogal, contestó a su jefe, “Es muy frágil, no quiero que haga tonterías, imagínate si se escapa”.

 

El hombre depositó un sutil beso en los labios de aquella mujer de rasgos suaves y pelo azabache. “No lo hará”.

 

El reloj de pared marcaba las once de la noche mientras se acostaba solo, sobre su costado, en su enorme cama de repujado cabecero de caoba. Apagó la luz y, en la oscuridad, oyó dos puertas que se abrían. “Vaya, -pensó-, al final, Tere tenía razón..”. Tras abrirse la segunda puerta, sintió como los sutiles pasitos en el pasillo, lejos de huir se abrían paso en la oscuridad hacia su alcoba. La puerta se abrió y al final un cuerpecito tembloroso se tumbaba en la cama, acurrucado contra  su espalda, y notó como un brazo lo rodeaba. Natalia, con una carantoña, anidó su cabeza entre el hombro y la cara de aquel hombre que por primera vez en la vida le hacía sentir calor en el alma. El hombre, sin atrever a moverse por no arruinar el momento, sentía como aquella cascada de pelo rubio le hacía cosquillas, y así, el sueño le fue ganando la partida.

 

Esa noche, como en todas y cada una desde aquel día en aquella carretera de Krajina, antes de caer completamente inconsciente, en las ensoñaciones que hacen de frontera entre la vigilia y el sueño, acudió puntual  a su cita aquella joven con su pequeño hermanito, Shasha, de la mano. Aquella vez, sin embargo, fue distinto. Esa noche, su mirada, silenciosa y azul, ya no tenía angustia, era serena. Los dos niños, se giraron y se alejaron, caminando despacio, ella con aquella misma falda azul con la que le recordaba.

Por primera vez en todos aquellos años su yo preonírico levantó la mano, y se atrevió a hablar  a aquellas dos pequeñas figuras que se iban desvaneciendo en la distancia.

“Yo…, me llamaba Ferenc, y ojalá podáis perdonarme”.

 

PARTE 4







 

Sus amigas seguirían pensando que estaba loca, pero para ella, aquella disciplina le había hecho ser la mujer que era y en aquella casa en la que el amor la había desbordado, los azotes tampoco faltaban cuando se hacía acreedora de ellos… o no tanto.

 

Era sábado y siempre, en la casa, el servicio disfrutaba de libranza desde el viernes por la noche a la noche del domingo, y eran ella y su madre, que era como con los años había pasado a considerar a la Señora Aquino,- en aquel momento ya Señora Toth-, debían de encargarse de mantener la casa en condiciones.

 

Aunque tuvieran servicio y pudiera parecer un poco anticuado, sus padres de acogida y a quienes consideraba sus verdaderos padres,  pensaban que las mujeres de la casa no podían olvidarse de las tareas domésticas, y esas limpiezas del sábado por la mañana les hacían reparar en los detalles de la casa al tiempo que, si algo no había sido debidamente hecho por las muchachas del servicio y debían limpiarlo ellas, sin duda, en el futuro serían más diligentes en el control del trabajo de las doncellas.

 

Aunque tanto ella como su madre, que de pie en otro rincón de la biblioteca aun lucía estupenda a sus casi cincuenta primaveras, eran unas habilidosas amas de casa, esa noche recibirían a unos importantes invitados, así que ese día antes de las tareas debían afrontar una liturgia que, pese a muy esporádica no era desconocida para ninguna de ellas.




 

Frente  a la falsa creencia de que el uso de los azotes solo sirve para castigar, en la disciplina doméstica existían varias razones por los que una señorita podía acabar con el trasero caliente.

Aunque era evidente que ninguna azotaina era agradable en el momento de recibirla, es verdad que a lo largo de su vida había entendido los beneficios que una firme aunque comedida disciplina tenían sobre ella y su estado mental, y las sesiones de “conciencia”, -o “focus spanking” en los tratados sobre disciplina doméstica-, como la que iban a recibir era, sin duda de sus favoritas.

 

Los azotes de conciencia se solían recibir antes de iniciarse cualquier tipo de actividad importante. Solían ir precedidos de un tiempo de reflexión en el rincón y luego una breve sesión de azotes. Al contrario que las azotainas con motivo de un castigo, o las preventivas, o incluso las de mantenimiento, estas azotainas eran breves y suaves y jamás se usaban los instrumentos que más respeto, -o temor-, infundían a las chicas ni, por supuesto, se azotaban zonas más delicadas como los “sit spots” o la parte trasera del muslo que, en cambio, si eran “tratados” en otro tipo de azotainas.

 

A Natalia le gustaba, no solo porqué eran bastante llevaderas dentro de lo que cabía, sino que  sentía como, a través de esta azotaina, era más consciente de la importancia de lo que se le había encomendado,  o de que sus padres valoraban el esfuerzo que iba a hacer, y que, aún más importante: sentía que había alguien que se interesaba por lo que iba a hacer. Tal vez no los azotes, que aunque no eran de los más mortificantes no dejaban de doler, pero todas esas sensaciones hacían que entre todas las azotainas, estas fueran sus favoritas.

 

Aunque no debían de permanecer con las manos detrás de la cabeza como cuando estaban en el rincón por causa de un castigo, las dos mujeres empezaban a impacientarse balanceándose nerviosamente sobre sus punteras cuando finalmente el hombre entró en la biblioteca y cerró la puerta tras él.

 

-        Lamento que me haya retrasado un poco, chicas, recibí una importante llamada de un buen cliente. ¿Os habéis portado bien en mi ausencia?

-         

Las dos mujeres, cada una desde su rincón, contestaron al unísono. “Sí, señor”. Como en muchas casas donde regía la disciplina doméstica, durante las sesiones se aplicaba la vieja máxima del “sí señor y no señor y cuando te pregunten” y de seguro ni una ni otra tenían ganas de ganarse unas caricias de correa extra por haber sido descaradas.

 

El hombre llamó a las dos mujeres, junto a una pesada mesa de madera que ocupaba el centro de la estancia y sobre la que reposaban abundantes volúmenes de tapas de variados colores.

 

Aunque para Natalia la inmensa mayoría de las azotainas que había recibido habían resultado un asunto exclusivo entre su madre y ella, había momentos en los que las dos se habían hecho merecedoras de una azotaina, o sin ser merecedoras como en esa ocasión, y en los que, entonces, era su padre el que se encargaba de llevar la voz cantante.

 

Él les explicó que ese día era particularmente importante. Les dijo que, para esa tarde, tanto ellas como la casa debían de lucir de manera impecable. “Tengo absoluta certeza de las buenas amas de casa que sois, y por eso no he creído necesario el suspender la libranza del servicio, pero también creo que es mi responsabilidad el que lo tengáis presente”.

En efecto el matrimonio García de Bonemburger que acudía a cenar esa noche, eran propietarios de un selecto internado femenino en una pequeña república alpina, y no era ningún secreto que tal institución podía ser una brillante catapulta para Natalia, con su flamante título de magisterio bajo el brazo.

 

Ferenc señaló la maciza mesa de madera. “Ya sabéis como poneros, codos en la mesa, falda recogida, piernas rectas y esos culetes para arriba”. Las dos mujeres obedecieron. Tere oía el inconfundible sonido de la hebilla del cinturón al desabrocharse y como el cuero, siseante, se deslizaba por las trabillas del pantalón como una mamba reptando en busca de una presa a la que morder. Nadie que no tenga conocimiento muy directo podrá a llegar a entender el totum revolutum en el que se convierte el estómago de una mujer en esos momentos, la palpitacón, la súbita sequedad en los labios, esa terrible certeza de que ese deseo que Tere abrazaba y temía al mismo tiempo, iba a convertirse en restallante y dolorosa realidad para su expuesta y vulnerable carne.

 

Natalia sabía por experiencia que, sin duda iba a ser el trasero de su madre el primer agraciado por las caricias del cuero, siempre, en estas situaciones, a Ferenc le gustaba empezar por su mujer y ambas sabían también que él siempre era mucho más estricto cuando era el turno de su esposa que cuando era el de su joven discípula.

 

Aunque estar en una posición tan indefensa esperando que de un momento a otro una tormenta de correazos caiga sobre tu trasero no era en ningún caso un paseo por el parque, era verdad que el estar allí junto a Tere contribuía la creación de un vínculo especial entre ellas, un vínculo que cuando todo se reducía a un monólogo del cepillo del pelo de la Señora Toth cayendo sobre las nalgas de Natalia, no existía. Esta especie de sororidad de spankees se había forjado en los últimos años, cuando la disciplina se había convertido en algo más abierto en la casa. Aunque desde siempre en sus castigos siempre estaba Tere presente, durante muchos años las únicas azotainas que ella había presenciado eran las ocasionales zurras que las doncellas más descuidadas recibían de manos la antigua ama de llaves. Por supuesto ella sabía que en privado el turgente trasero de su madre adoptiva también recibía las atenciones debidas cuando lo merecía, pero no había sido hasta hace tiempo cuando ella misma se convirtió en adulta, que su madre había comenzado a recibir sus castigos de forma menos privada, como ella misma.

Aunque pudiera parecer extraño, el sentir que las mismas normas comenzaban a aplicar para las dos mujeres de la casa le hizo no solo ser consciente que ya no era una niña, sino que una complicidad a toda prueba había surgido entre ambas.

 

Ferenc se situó detrás de su esposa y calculó la distancia elevando la mano que sostenía doblado su cinturón hasta que este rozó las redondeces del trasero de su esposa. La segunda vez que bajó el cuero, la visita no fue tan amable. El cuero restalló sobre el centro de las lunas de la más madura de las mujeres y Natalia vio como su madre apretaba los dientes para evitar un alarido. Los ojos abiertos de su madre le indicaban que, pese a no haber sido dado con toda la fuerza, sin duda había sido un correazo mucho más fuerte de lo que Tere esperaba. Una marca roja marcaba el lugar donde los bordes del cinturón habían mordido la turgente carne de la mujer. Respiró fuerte y se recompuso. “Uno, gracias, señor”. El segundo azote cayó apenas unos milímetros por encima del anterior, dejando una huella similar a la anterior que comenzaba a ponerse de color  rojo carmesí. Aunque el impacto fue de una fuerza similar, la preparación mental tras la experiencia del primero hizo que Tere encajara mejor esa segunda caricia del cinto. “Dos, gracias señor”, la cara de Tere era un verdadero poema que precisamente no tranquilizaba a la joven que también con los codos sobre la mesa esperaba a escasos centímetros de la filipina su propio turno. Los cuatro siguientes azotes se repartieron a partes iguales entre las dos nalgas, y aunque tal vez fueron algo menos intensos, fueron propinados con muy breve intervalo entre ellos. Cuando con el sexto azote el cinturón se abatió por última vez sobre las nalgas de Tere, la mujer estaba roja y respiraba agitada. Para ambas resultó evidente que si tras seis azotes no estaban cayendo las lágrimas la intensidad había sido bastante moderada, pero, sin duda, mucho más severo que otras azotainas que ambas habían recibido por la misma razón. Sin duda, durante las próximas horas, un trasero dolorido iba a ser un buen recordatorio de la importancia de la tarea que tenían entre manos.

 

Tere sabía que debía de permanecer en posición hasta que se le diera permiso, así que pese a las ganas de masajearse su maltrecho trasero sabía que debía aguantar, al menos hasta que el trasero de Natalia hubiera saldado su deuda como lo había hecho el suyo.

 

El hombre pasó por detrás de su esposa para situarse junto a la joven que esperaba su turno en ese tan particular cadalso. Ferenc se fijó en que la falda del vestido turquesa de Natalia estuviera recogida de una forma recatada al tiempo que, con cuidado de orfebre, tiró de  la cintura de las braguitas para asegurarse de que pese a algún posible aspaviento todo quedara pudorosamente a cubierto de la tela.

 

Cuando un tiempo después, afanadas en la limpieza del comedor, repasaran lo sucedido ni una ni otra se pondrían de acuerdo. Para Natalia era, simplemente que habiendo visto lo sucedido se había preparado mentalmente para lo que iba a suceder, amén de que se consideraba mejor encajadora y menos quejica que su madre de acogida. Para Tere, era, simplemente que Ferenc tenía una debilidad por la joven, y siempre era más “blandito” con ella, hiciera lo que hiciera.

 


Cuando sonó el primer cintarazo, la joven mordió sus labios y cerró los ojos, aunque su cuerpo permaneció inmóvil, ofreciendo un fácil blanco para los siguientes azotes tal y como se suponía que debía hacer. “Uno, gracias, señor”. Al instante el contorno cuadrangular de donde los cantos del cuero se habían enterrado con más furia en la suave piel comenzaba a marcarse en un tono de rosa que iría evolucionando en pocos minutos hacia un rojo furioso. Los siguientes azotes fueron cayendo en un patrón similar a los que había recibido su madre, con los cuatro últimos en tan rápida sucesión que verdaderamente tuvo que hacer un ejercicio de autocontención para no emitir un quejido.

 

Él contempló los traseros de las dos mujeres. Aunque rojos y marcados con unas curiosas marcas rectangulares que ya estaban entre color púrpura y violeta, las dos chicas respiraban con normalidad y guardaban silencio mientras, con los codos en la mesa, mantenían la espalda arqueada a fin de ofrendar su delicado trasero a las furiosas caricias de aquel cuero cruel. En las dos mujeres, todas las marcas se concentraban en la parte central de las nalgas, eludiendo de forma premeditada las zonas más bajas, - y sensibles- , de los sit spots y los muslos, las dos sabían que debían estar eternamente agradecidas por ello, aunque también sabían que aquella clemencia no era ningún cheque en blanco y que si tras una azotaina de conciencia, -focus spanking-, se hacían merecedoras de un castigo por la tarea que tenían encomendada, esos castigos siempre eran particularmente estrictos.

 

El hombre, con parsimonia, se abrochó el cinturón, “podéis levantaros”. Las dos mujeres se levantaron despacio, un poco anquilosadas por haber tenido que guardar una posición tan forzada aunque hubiera sido por un corto periodo de tiempo.

Una vez incorporadas y antes de arreglarse y colocarse las faldas una y otra examinaron el trasero de la compañera, dándose cuenta que aunque el dolor desaparecería en unas horas, esas marcas permanecerían tercas durante unos pocos días. Afortunadamente, al estar en la parte central, no se verían  obligadas a ser particularmente cuidadosas con según que shorts o trajes de baño. En aquellos momentos tan solo echaban de menos un espejo con el que tratar de hacer una evaluación de daños del propio trasero.

 

Las dos mujeres quedaron solas en la biblioteca y aun trascurrieron unos minutos antes de que ambas la abandonaran para iniciar sus quehaceres , sabiendo que el ardor en sus traseros, efectivamente, sería el mejor recordatorio para realizar el trabajo de la manera más prolija posible.

martes, 15 de febrero de 2022

Aurora y su pequeño resarcimiento.

 


Aurora había sido una niña del enclave. Frisando los cuarenta años era demasiado joven como para haber conocido el mundo de antes del apocalipsis y todos sus recuerdos y vivencias se limitaban a la confinada pero segura vida de las mujeres de Punta Esperanza.

Habiendo sido una estudiante modelo, había hecho carrera hasta convertirse en la supervisora de la planta de agua potable de la ciudad-estado que en sus ya más de diez mil kilómetros cuadrados, tras la última campaña de conquista, albergaba más de cinco millones de almas, aunque en un futuro había pensado en poder iniciar una carrera política, de momento se contentaba con leer los datos sobre reservas hídricas del correo electrónico que acababa de recibir.

Cualquier observador habría reparado en la habilidad con la que manejaba el ratón y el teclado, sobretodo teniendo en cuenta que sus manos esposadas permanecían unidas al cinturón de acero que ceñía su cintura con una cadena de una longitud suficiente para desarrollar su trabajo, pero lejos de ser generosa. La capacidad de desenvolverse con gracilidad pese al acero que limitaba su movilidad en aras de la seguridad, era un  talento que, al igual que todas las mujeres del Enclave, había desarrollado al tener que practicar prácticamente todas las actividades de su día a día restringidas de una u otra manera.

Dentro de Punta Esperanza, como recordará el lector, existían varios niveles de seguridad y, normalmente, los centros de trabajo estaban catalogados como de Máxima Seguridad, por lo cual, Aurora y el resto de mujeres podían solicitar que las restricciones más severas que debían llevar en zonas de menor seguridad fueran sustituidas por otras que, pese a ser, también bastante estrictas les permitiera trabajar; es de señalar que, a ella al igual que a cualquier chica del Enclave ese “bastante estrictas” les sonaba a “libre como un pájaro”.

La mujer acabó de ver los gráficos, ordenó mentalmente lo que le iba a decir a su jefe, y se levantó. Mientras se dirigía hacia el despacho de su jefe, Aurora no hubiera desentonado en alguna revista de moda del Antiguo Mundo, si obviamos,evidentemente, los bruñidos grilletes que ceñían sus pulsos y cintura. Las mujeres del Enclave tenían a gala el mantener una gran sofisticación; este era un elemento más que las diferenciaba de las mujeres tribales que se habían convertido en meros objetos en el mundo exterior y que subsistían patéticamente animalizadas.


 

Max, el director de Suministro Público leía concentrado una serie de correos cuando la hermosa Aurora llamó a la puerta del despacho que permanecía abierta.

-          “Qué tal Aurora, iba a pasar a buscarte ahora, para ver si te apetecía tomar un café”, dijo el hombre levantando la vista hacia la imponente mujer que se alzaba sobre sus tacones igual que la escultura de una diosa griega se alzaría sobre su pedestal.

-          “Pues me parece que te voy a chafar ese café, creo que vamos a tener trabajo”, contestó la mujer de forma profesional pero innegablemente femenina.

-          “Toma asiento, y cuéntame”.

La ingeniera le comentó que, según los informes que acaba de recibir, las reservas de agua potable del Enclave estaban en un nivel peligrosamente bajo. La causa de ello era que una de las estaciones de depuración, la más externa al perímetro, había dejado de funcionar, probablemente por el corte de su línea de energía. Esto no era la primera vez que pasaba y podía deberse a varias causas, las más probables una avería, o que algún grupo tribal hubiera podido robar el cable y de esta manera interrumpir el trabajo de la planta.

-          “Tenemos los equipos de reparación ya desplegados en la planta de tratamiento de Polyarni, no nos será posible atender esto antes de mañana… ¿Nos llegarán las reservas hasta que podamos repararlo?”, preguntó Max, seguro de que la brillante ingeniera había sacado ya sus propios cálculos.

-          “Sí, pero para poco más”, fue la categórica respuesta de la mujer.

-          “Pues cursaré orden de que mañana la prioridad sea la planta de potabilización”, el director hizo ademán de que daba por concluida la breve reunión.

La mujer se levantó y se dirigió a la puerta, empezando ya a pensar en los miles de detalles que aún le restaban para coordinar las acciones de reparación del día siguiente.


 

-          “Aurora”, resonó la voz de Max antes de que su subordinada abandonara el despacho en la planta superior de un severo edificio de sobria arquitectura comunista.

La mujer se giró y entornó los ojos cuando distinguió el anillo de acero que su jefe había sacado de un cajón de su escritorio.

-          “No me odies, Auri, pero hasta mañana  vas a tener que llevar mordaza”

Como todas las chicas en Punta Esperanza, Aurora estaba familiarizada con las mordazas. Todas las mujeres habían tenido que llevarlas en algún que otro momento ya que era la manera más frecuente de sancionar determinadas faltas. Lasmujeres del Enclave disfrutaban de una libertad “plena  pero protegida”,esta  era la fórmula oficial, así su ejercicio de la cotidianeidad era eminentemente oral, la palabra tanto en su actividad como en su interacción ocupaba un papel central ya que su capacidad ejecutiva estaba, digásmolo así, bastante mermada, así,  evitar la verbalización como forma de sanción era una fórmula que se había  demostrado como mucho más eficaz que limitar otras libertades las cuales ya tenían bastante restringidas. Para Aurora, contemplar aquella pendulante pieza de acero en forma de “O” era una visión que, precisamente no la convertía en la mujer más feliz del mundo.

- “No, venga, Max, o sea, no fastidies. ¿Por qué?”

Max no mostró ninguna reacción por la pequeña revolución, por el otro lado muy rara en las mujeres del Enclave,

-“Aurora, lo último que queremos es que, de pronto, en las dependencias de solteras comience a extenderse el rumor de que nos vamos a morir de sed”, explicó el hombre tratando de ser lo más persuasivo posible.

- “Max, pero venga, me conoces, no hablaré con nadie, y lo sabes. Pensé que tenías algo de confianza en mí”.

Mientras Aurora hablaba, el hombre se situaba detrás de ella, era obvio que nada de lo que pudiera decir la mujer acabaría cambiando el hecho que, durante las próximas horas una mordaza de anillo sería el garante de su confidencialidad.

- “Abre mucho, Aurora”. Pese a su evidente enfado, la psicología de una chica de Punta Esperanza era reacia a desobedecer las indicaciones sobre seguridad que recibían de sus compañeros, así que, pese a su desacuerdo la mujer abrió la boca todo lo que pudo.

Max, con pericia, introdujo el anillo de metal horizontalmente para finalmente, con un giro de ambas muñecas, colocar el círculo de acero en vertical.


 

La mujer notó como, pese a tener a la boca todo lo abierta que podía, al ponerse la mordaza en posición esta forzó a abrirse un poco más a sus ya muy distendidos músculos de la mandíbula. “Genial”, pensó, dándose cuenta que la mordaza era de un diámetro un poco superior al que a ella le hubiera correspondido, no sólo por el sobreesfuerzo que se le había exigido a su maxilar, sino porque notó que el acero se clavaba de forma incómoda, que pronto comenzaría a ser dolorosa, en la sensible carne de detrás de sus dientes.

Aurora movió la lengua tratando de crear una imagen mental del intruso que forzaba su boca mientras él cerraba la correa de la mordaza sujetando un pequeño candado en una de las manos.

- “Perdona, Aurora ¿Prefieres la correa por debajo del pelo?”

Una leve inclinación de cabeza y un gruñido ininteligible fue la respuesta afirmativa de la mujer, tras la cual, el hombre reabrió la hebilla para, pasando el pelo por encima de la correa, volver a asegurarla, un punto más apretada que antes. El levantó la cara de Aurora asegurándose de que aunque tensa, la correa no realizara ninguna carnicería en la comisura de sus labios. Cuando se hubo cerciorado de la colocación de la mordaza, aseguró la hebilla con el pequeño candado.

Al oír el click, Aurora respiró profundamente.

- Auri, no te confundas. No tengo algo de confianza en ti… la tengo plena, pero, hemos jurado protegeros sobre todas las cosas, y sería profundamente egoísta e inapropiado el hacer descansar eso sobre tus hombros. Ya sabes, las restricciones existen para que podáis ser libres, sin responsabilidades, sencillamente seguras, no es justo que, aparte de cadenas, tuvieras que cargar con más cosas.



 

La psicología puede tener pasajes misteriosos, incluso, o más bien sobre todo, para la propia persona, y el oír a ese hombre hablarle de esa manera, había, no sólo desplazado el enfado, sino que la había hecho sentirse enormemente valorada. Aurora conocía a su jefe, y sabía que lo que acababa de decir no era gratuito, ni una fórmula para embaucarla. Ella apoyó su espalda contra el robusto pecho de él, permitiéndole aspirar la fragancia cítrica de su perfume que, en el Antiguo Mundo, sería propio de una mujer algo más joven, disfrutando del varonil olor a limpio que desprendía Max mientras, juguetona, acariciaba el fornido cuello con su sedosa melena castaña. Se habían cambiado las tornas y ahora, ella, completamente indefensa, coqueteaba con él de la misma manera que una gatita traviesa enreda con un ovillo de lana. La súbita acumulación de estímulos fue   demasiado para el hombre, recuerdos de pasadas intimidades juntos recorrieron su espina dorsal, y cogiéndola del cinturón de metal que ceñía su cintura la giró para besarla.

Aurora nunca pensó en si misma como una mojigata, y, de hecho, dentro de las limitaciones que imponía el pasarse la vida encadenada de una u otra manera, siempre había tratado de disfrutar de sus compañeros de la forma más activa posible, pero, en esa situación, con su boca forzada por la mordaza poco pudo hacer para evitar la no por deseada menos salvaje intrusión de la feroz lengua masculina. La suave virilidad recorría cada rincón de su boca, acariciando su paladar, sus carrillos mientras su lengua fingía una lucha que ni quería iniciar y mucho menos ganar , sin que ella, indefensa por el cruel intruso de metal pudiera hacer el mínimo ademán de resistencia. Una mujer hermosa y vibrante se abandonó al placer, sólo se dejó, no era mucho lo que podía hacer, salvo disfrutar del momento.

No llevó cuenta del tiempo que ambas lenguas juguetearon como dos adolescentes dentro de su boca, pero, pensaba, le pareció que el beso fue tan profundo que pareciera pretender besarle el alma. Finalmente tras unas tiernas caricias en las sienes de ella, ambas bocas se separaron.

Imposibilitada de tragar con normalidad, un borbotón de límpida saliva se deslizaba por la barbilla hasta caer como una catarata de sensualidad sobre su elegante escote, usualmente, cuando una mordaza la hacía babear se sentía muy estúpida, pero, en esa ocasión el lance la hizo sonreír.


 


 

-          “Déjame que te de un pañuelo, perdona”, dijo Max mientras le acercaba un pulcro pañuelo de tela.

Aurora cogió el pañuelo y emitió un sonido gutural.

-          Ohg ueo eae

-          No te entiendo, Auri

-          “Eh oh eh eoh”  

Este último intento de vocalización no había obtenido más resultado que una nueva catarata de saliva rebosara sobre el labio inferior de ella y ambos sonrieron ante el percance. Finalmente, Aurora, se alejó un paso hacia atrás y mostró a Max que era lo que trataba de decirle: aunque la cadena que unía sus esposas al cinturón era más que suficiente para permitirle trabajar, la longitud era demasiado corta como para evitar que pudiera secarse el escote con el pañuelo.

Max se sonrojó. Eran las pequeñas contrariedades del Enclave, un hombre podía encadenar o amordazar a una chica, pero, sin embargo, a la hora de recorrer un escote femenino podía surgir una inconveniente timidez.

-          Perdona, con tu permiso…


 

Aurora disfruto de esa sutil caricia a través de la sedosa tela del pañuelo y tuvo la impresión de que pese a la absoluta caballerosidad, había momentos en que esos dedos se entretenían más tiempo del estrictamente necesario y visitaban lugares no estrictamente necesarios. Se dijo que, mañana, ya sin mordaza, podía ser un buen momento para invitar a cenar a Max, cena que, por otro lado, le haría pagar, y, tras veinte horas a base de yogurt líquido e infusiones, estaba segura que la cuenta no sería pequeña…