El joven y la profesora desobediente

  Con 31 años, pese a que las pecas de su cara le confirieran un aspecto más aniñado, haber ganado una plaza como catedrática de instituto e...

lunes, 18 de enero de 2021

¿Estais ahí? ¿Escribo para alguien?

 Hola a todos...

¿Escribo para alguien?

Habrá quien diga que escribe para sí, por necesidad interna... y sí, es cierto, pero... No puedo evitarme identificar con esa cocinera que cada día prepara el menú de su restaurante y, día tras día, nadie acude a probar las comidas que, mejor o peor, -pero con toda su alma-, prepara cada mañana.

Como diría una medium victoriana.... ¿Estais ahí? ¿Os gustan los relatos? ¿Son buenos (o malos)? ¿Teneis ideas?...¿Disfrutais con lo que os ofrezco?

No mi Reino ideal de las Sumisas, pero sí un trocito, por una respuesta.

 


 



La Escriba Silente.

Las consentidas nenas de la Familia Moretti. Capítulo 7. La noche de cálidos recuerdos.

 

 


En la tele, los paparrazzi acosaban al matrimonio Moretti a su llegada al aeropuerto. El hombre, con esa corpulencia típica de los hombres maduros cuando practicaron mucho deporte en su juventud, atendía cordialmente a los medios, mientras, su esposa permanecía a su lado iluminando la pantalla con su elegancia innata.

Los cuatro hombres de rasgos morenos y aguileños miraban la noticia mientras contaban la munición que a continuación introducían en los cargadores que se encontraban sobre la mesa. Los individuos comenzaron a  hablar entre ellos en un idioma de claras raíces semíticas.

El único hombre que permanecía ajeno al frenesí de munición, detuvo el pasar de cuentas de su rosario. Levantó  la cabeza y susurró con un tono que  hubiera helado el mismo Averno, 

  - Seguid contando.

Era tuerto.

 

La tarde se había hecho  tediosa para Nacho con las sucesivas sesiones de medidas y pruebas a manos del sastre de Fabián, un hombrecillo de lentes redondas y hablar rápido, que parecía afanado en medir, cada parte de su anatomía un millón de veces. Había sido aburrido y sufrido haber tenido que estar quieto tanto rato, pero, viendo las varias prendas que se encontraban sobre la cama, su tedio, había tenido recompensa. El resto de la tarde se la había pasado en el centro comercial, dando amplio uso a la tarjeta que le había sido asignada por su patrón y amigo adquiriendo toda suerte de bienes que precisaba al haber viajado sin equipaje. Cuando regresó, ya había oscurecido. Dirigiéndose hacia su nueva vivienda, telefoneó a su secretaria, y así se enteró de que viajaría al día siguiente, en tren. Tras despedirse, quedo mirando distraídamente los diversos mensajes que tenía pendientes de revisar, y así, absorto, en esta actividad se sentó en los escalones frente a la puerta de su chalet.

Levantó la vista del iluminado dispositivo y, en la casa de enfrente, tan sólo había luz en el piso superior.

Beatriz se perdía en la espuma que se elevaba muy por encima de los bordes de la fastuosa bañera con hidromasaje. Un pie con una uñas deliciosamente esculpidas salió de entre la espuma. Los pies, aunque hermosos, estaban enrojecidos y los dedos, extremadamente juntos entre ellos. La chica los masajeó, gimoteando cada vez que apretaba con sus dedos el nacimiento del dedo gordo.  Valió la pena – pensó- Eran preciosos.

Frau Muller, apareció en la puerta del baño con un enorme  montón de toallas de aspecto gordo y mullido.

-          Señorita Beatriz, debe salir de la bañera, ya lleva usted más de 30 minutos.

-          Señora Muller…. es que no debía usted de haberme preparado un baño tan…. Bfffff

-          ¡Ahora va a resultar que la culpa es mía! Tampoco todo debe ser todo sufrir para estar bonitas – sonrió la teutona- Y por favor, joven ama, llámeme Odet, y  tutéeme, señora…

Beatriz se levantó en la bañera y su tonificado y proporcionado cuerpo se alzó como una diosa. Sus turgentes pechos, decididamente no grandes, eran  del tamaño exacto para lograr una proporción perfecta con su diminuta cintura, que aun mostraba a las claras las huellas de haber estado severamente constreñida por el corsé durante todo el día, con unas bellas marcas de presión que le circundaban su cuerpo desde inmediatamente debajo de los pechos hasta la parte de debajo de sus redondeadas caderas.

La alemana se aproximó rodeando el cuerpo de la institutriz con una enorme toalla y la ayudó a salir de la bañera. Con mimo, con otra toalla, secó cada parte del cuerpo de la joven mujer. Los pies, sus rodillas, su depilado pubis fueron objeto de las metódicas pero amorosas atenciones de la suave toalla y la severa mujer que la manejaba.

Tras el  meticuloso secado, las dos mujeres accedieron a la alcoba donde la alemana ya había preparado la ropa de cama de Beatriz.

La primera prenda fue un catsuit de látex transparente que, trabajosamente, se  iba adaptando a su cuerpo como una segunda piel, marcando cada protuberancia y surco de su anatomía. El látex que rodeaba su cuerpo se cerraba con una cremallera que llegaba desde la parte superior de su cuello hasta la parte inferior de la espalda.

El ama de llaves ayudó a Beatriz a ponerse en pie. Un corsé de noche azul con hermosos brocados fue el siguiente aditamento. Aunque contundentemente armado con ballenas metálicas, estaba pensado para la comodidad de la usuaria ya que era de dimensiones más reducidas que los corsés que se usaban en horas diurnas. Al limitar su cintura solamente a unos confortables cuarenta y nueve centímetros, no costó mucho esfuerzo a la robusta teutona apretar lo suficiente los cordones mientras la señorita Doherty se agarraba a uno de los postes de la cama.

El corsé apretaba el abdomen de la institutriz, que para sus adentros felicitaba la gran labor que había realizado su voluntaria camarera.

-          Levante los brazos, señorita- dijo la Sra. Muller-, mientras ayudaba a vestir un corto camisón sin mangas  de latex azul eléctrico.

La prenda quedó  grácilmente acomodada sobre los hombros de nuestra protagonista por  unos delgados tirantes. Una vez acomodado, cubría a Beatriz hasta la mitad del muslo dejando a la vista un sugerente pero elegante escote.

-          Gírese señorita, y junte las manos a  su espalda, dijo la alemana sujetando en la mano un diminuto monoguante de refinado cuero negro.

-          ¿Un monoguante? Odet… ¿En serio?

-          Señorita, sabe que es muy adecuado para una joven como usted… A no ser que prefiera que la restrinja en un orante inverso, si usted prefiere, joven ama. Aunque aparentemente inocente, el ofrecimiento de la robusta teutona iba preñado de una ácida ironía.

-          Mmmmmm….. No, déjalo, Odet… el monoguante estará bien…. Supongo.

La camarera deslizo los brazos de su cautiva dentro del monoguante que aseguró con un tirante en forma de “Y” y que,  rodeando sus hombros como las cinchas de una mochila evitaba que el monoguante se deslizara hacia abajo en caso de toparse con una damita particularmente revoltosa. Una vez asgurados los lazos del “monoglove”, los brazos permanecían inmovilizados, soldados, con los codos firmemente incrustados el uno con el otro. Una correa de cuero rodeó su cintura y sus brazos, aplastando el monoguante contra la espalda de manera que, así abrochado, Beatriz no pudiera separar los brazos del tronco para tratar de dirigir hacia otros puntos de la espalda la presión que sus hombros soportaban al estar llevados hacia atrás de manera tan inclemente. Un candado aseguró, redundantemente, la hebilla de la nueva restricción.

La alemana seleccionó una mordaza de bola de 5 centímetros que, aunque grande para algunas mujeres, era la más reducida entre las que aparecían en el baúl de silenciadores que aparecía abierto mostrando su numeroso y variado contenido.

-          Uggggg... Me vas a amordazar –la cautiva se esforzaba por poner su mejor cara de lástima, si bien sus esperanzas de que surtiera algún efecto eran limitadas. La mueca de la teutona, inclinado la cara, no dejaba lugar a las dudas-. Si voy a estar sola….

-          Señorita…. Sabe mejor que yo que le conviene ser buena; además, seguramente, a partir de mañana se pasará mucho tiempo  con mordazas para dar ejemplo a las niñas. No conviene que los músculos se relajen completamente por la noche y que mañana  tenga usted que sobrellevar  ya los calambres y dolor de cabeza desde la mañana.

Beatriz se resignó y abrió la boca para aceptar al intruso.

-          No la aprietes mucho…

Odet Muller tiró de la correa hasta que la bola quedó firmemente insertada tras los dientes de su prisionera ama. La presión era tal que el cortante borde del recio cuero negro se clavaba en las comisuras de su boca y hacía que los mofletes sobresalieran empujados por la bola que invadía su húmeda cavidad. Un pequeño candado – innecesario teniendo en cuenta la completa inmovilidad de la dama- aseguró la hebilla de la mordaza.


 

La alemana abrió las pesadas sábanas de vinilo blancas con un alegre estampado de tonos verdes y anaranjados.

-          Túmbese de costado, señorita, debe ser cuidadosa para no atragantarse con la saliva. Póngase sobre el lado que esté cómoda, joven  ama, después no podrá cambiar.

   Bea Odoherty, se tumbó sobre la confortable y mullida cama y, tras rodar trabajosamente, quedó tendida sobre su costado derecho, con las rodillas levemente flexionadas. En esa postura su asistente engrilletó sus tobillos quedando estas restricciones fijadas firmemente al armazón de la pesada cama. De los laterales de la cama colgaban dos cadenas, destinadas a anclar el cinturón que constreñía los brazos de la cautiva contra su tronco. Este nuevo refinamiento en la inmovilización de la institutriz tenía como fin evitar que nuestra Bella Durmiente pudiera girar, manteniéndola indefensamente yacente sobre su costado durante toda la noche.

Odet Muller se incorporó y contempló la belleza de su obra. Con dedicación maternal cubrió el inmóvil cuerpo de su joven ama con las dos capas de gruesas sábanas de vinilo, sometiéndolas abundantemente bajo el colchón, y asegurándose que su caluroso abrazo llegara hasta la barbilla de la joven.

La alemana se arrodilló, en la conocida por ambas pose.

Con permiso de mi joven señora, me retiro. Que pase una buena noche. Duerma tranquila, mi adorable señorita.

Frau Muller apagó la luz tras ella y cerró la puerta.

Beatriz quedo sola, silenciada, indefensa y a oscuras. Las gruesas y sucesivas capas de material sintético que la cubrían habían comenzado a envolver su cuerpo en un calor húmedo que al instante le provocó una gran transpiración.

Los recuerdos de momentos de noches como esta con su madre, sus tías o en su época de estudiante se le agolpaban en la mente. Ni siquiera sus omóplatos que gritaban en agonía convertidos en una suerte de óseas alas que pugnaban por sajar la piel de la espalda de Beatriz, podían alejarla de las sensaciones de cálido bienestar que le abrazaba. Se sentía, al tiempo, desvalida y tremendamente protegida.

Nada, en definitiva, la hacía sentirse más mujer que cuando estaba completamente en manos de alguien que tenía el poder de reducirla a la más absoluta indefensión, y de que pese a eso pudiera hacerla sentir absoluta y ciertamente segura.


 

Bea notó una humedad cálida en su entrepierna que, por las sensaciones que estaba experimentando en su vientre, supo no era sudor. Cerró los ojos, y, gentilmente pugnó con sus restricciones sabiéndose derrotada de antemano. La certeza de que su cuerpo no volvería a ser una herramienta para hacer su voluntad hasta que alguien decidiera liberarla, la relajó enormemente. Y sin tardanza se vio trasladada en sus sueños al onírico Reino de las Sumisas, donde quienes inmovilizan de mil formas posibles a las jovencitas no son severas mujeres de acento alemán, sino vigorosos enamorados que velan abnegados y entregados la indefensión de sus doncellas.

La señora Odet, cerró la puerta principal. El jefe de seguridad alzó la vista de su Smartphone y su mirada se cruzó con la de Frau Muller.

-          Buenas noches, señor.

-          Buenas noches señora Muller ¿Con la señorita Doherty?

La alema asintió sonriendo en su adusta cara.

-          Sí, ya sabe cómo son las jóvenes. La estuve ayudando a prepararse para meterse en la cama.

El hombre y la mujer se despidieron y el ama de llaves se dirigió al complejo de las viviendas del servicio.

Velasco guardó el móvil y se preparó para dormir, mañana iba a ser su primer día de trabajo y quería estar descansado.

Tras asearse, Ignacio, metido en su cama apagó la luz. Hacía calor, y su torso desnudo quedó por encima de la ligera sábana de hilo que era toda la ropa de cama que, dado lo calurosa de la noche, era soportable. La ligera brisa que entraba por las ventanas abiertas mecía las cortinas y le generaban alivio cada vez que las amables y sutiles ráfagas se estrellaban contra su vigoroso torso. Se giró para apagar la luz, y al hacerlo una enorme cicatriz grisácea en su espalda se hizo visible.

No lejos de allí, otro hombre postrado en un espartano catre acababa de apagar la luz. Pasó la mano por el parche que cubría su  ojo derecho, y, mientras, su ojo izquierdo fijaba una mirada crispada en algún lugar de aquel infinito techo invisible.

domingo, 17 de enero de 2021

Las consentidas nenas de la familia Moretti. Capítulo 6. La víspera de clases.


 

 

Cuando los ecos del sonido del motor se hubieron disipado en la distancia, la Sra. Muller –la ama de llaves-, dio unos pasos y con un marcado acento teutón se dirigió a los nuevos amos de la casa.

-          Señores, si consideran, les enseñaré la casa antes de llevarlos a sus aposentos.

La severa ama de llaves, mostraba ya las primeras canas en su pelo rubio que recogía en un pulcro moño que subrayaba su ya de por si estricto aspecto. El uniforme era el típico de su gremio, un largo vestido de grueso látex negro con un grueso cuello que forzaba su cabeza a una mirada levemente altiva y que llegaba a sus tobillos. Debajo del su falda sobresalían dos botas, de un intenso y brillante negro, de vertiginosos tacones. Las restricciones, como era habitual en las amas de llaves, eran muy moderadas luciendo tan solo unos grilletes plateados que restringían los codos en la espalada separados por unos confortables 15 centímetros de cadena. En los tobillos, portaba unas restricciones con los mismos motivos decorativos pero, no obstante, la longitud de la cadena era bastante mayor que la amplitud de paso que en realidad concedía el ajustado vestido. Viuda desde hacía unos años  del jefe de guardeses de la Hacienda, había elegido quedarse al servicio de sus señores donde, además, su hija formaba parte del servicio como doncella.      

La veterana mujer guió a sus dos acompañantes por todas y cada una de las dependencias de la casa, presentándoles a  todo el servicio, la parte principal eran las cuatro doncellas que atendían el servicio doméstico. La velocidad de los pasos de la alemana estaba sorprendiendo, incluso a Velasco, pero Beatriz, literalmente estaba sufriendo para, pese a sus impecables maneras, volar sobre las puntas de sus arqueados pies poder seguir el ritmo.

Tras una hora, el curioso trio llegó al pabellón de visitantes. Se trataba de un complejo cercado por una valla de hierro de poca altura. Un muro de piedra de estilo toscano daba acceso a un patio cubierto, azulejado y ornamentado con una gran fuente   en el centro. A cada lado se encontraban cada una de las  villas de dos pisos  y un pequeño jardín exterior que contaba con una pequeña piscina de siete metros de largo. 

El ama de llaves les indicó que las comidas de ese días les serían servidas por el servicio en las respectivas viviendas, dado que le comedor de la vivienda principal estaba siendo modificado según las directrices que la nueva institutriz había estipulado.

-          Señorita Beatriz, usted se alojará en  la vivienda azul, ambas son iguales, pero esta se ha… optimizado para una dama, como usted solicitó a la señora. Tal y como ha ordenado, su equipaje ha sido llevado su dormitorio, señorita. Respecto a usted, señor, vivirá en la villa blanca. Como ha dejado dicho el  Sr. Moretti, se ha dejado un sobre a su nombre sobre su mesilla, junto con la tarjeta con el número de nuestro sastre.

El hombre y la joven parecieron complacidos, y despidiéndose se dirigieron a sus respectivos departamentos. Antes de entrar, Velasco se giró, y contempló la delicada figura que abría la puerta de enfrente. El sol, tamizado y convertido en una cascada de mil colores acariciaba la rojiza cabellera de la joven. Era bonita, pensó. Y, al cerrar la puerta tras él, un raudal de recuerdos lo trasladaron a otro lugar y a otro tiempo muy lejano.

 

Beatriz abrió la puerta de la casa, y observó la que iba a ser su morada por el próximo curso académico. La decoración mediterránea y los muebles de impecable gusto, dotaban a la villa de un ambiente muy acogedor. Dejó el bolso sobre la mesa del recibidor y, quitándose la falda la dejó impecablemente doblada sobre el respaldo de una de las sillas del pequeño comedor para seis con el que contaba la villa.

En la siguiente puerta, encontró lo que buscaba… un pequeño aseo con ducha. Nadie que no ha vestido un corsé puede llegar a entender, la constante presión a la que se ven sometidos los órganos interiores de una mujer. Se ha escrito, y hasta se ha llevado al cine, sobre la presión que esta prende ejerce sobre el estómago, y los pulmones, pero, mucho que tener que comer como un pajarito o aprender a respirar para no sufrir desmayos, es la constante es la presión que los constreñidos órganos generan sobre la vejiga. La precaución a la hora de ingerir líquidos, debe ser tenida muy en cuenta, ya que, al reducido volumen se une  el empuje que generan  las desplazadas vísceras sobre sus paredes y que convierte en una tortura el poder resistir la necesidad de acudir al baño. Bea sabía, además que dada la presión del corsé, la vejiga no puede vaciarse nunca completamente y  cuando las ganas de ir al baño aparecían por primera vez, las sensaciones permanecerían de forma permanente entre un cruel cosquilleo cuando había podido aliviarse, hasta doloras punzadas cuando se encontraba, otra vez, completamente llena. Esta incomoda montaña rusa, permanecería todo el día hasta que, se viera liberada del corsé por la noche para sus baños.

Bea, se sentó y se dejó ir. Agradeció para sus adentros haber decidido pedir a su madre que la liberara del cinturón de castidad para poder conducir con cierta comodidad. Cuando lo llevaba, con el escudo secundario presionando gentil pero firmemente su sexo, debía orinar muy despacio, permitiendo que su entrepierna drenara a través de los pequeños agujeros en el metal a fin de evitar un poco edificante espectáculo. El tener que dosificar el alivio de su torturado vientre, el tener que sentir como todo ese tormento tan solo se dulcificaba gota a gota era, en si mismo, un castigo.

Cuando terminó, Beatriz, se percató de que, su manos, permanecían firmemente unidas a su cuello, y que la longitud de la cadena, como era canon, no le permitía alcanzar su entrepierna. “Mierda”, pensó. “Se me han olvidado las llaves en el bolso”. Mientras se le ocurría una solución, la proverbial eficacia alemana acudió a su ayuda. La señora Muller, había ordenado que en los baños se dejaran varios de esos prolongadores higiénicos tan prácticos que son usuales en las oficinas donde se permite trabajar a mujeres. Dado que las ejecutivas y secretarias no siempre tienen las llaves de sus restricciones ,- de hecho eso resulta bastante excepcional-, existen unos prolongadores desechables que, envueltos de forma individual, constan de un brazo articulado de bambú de unos treinta centímetros que cuenta con una esponja hidratada en solución jabonosa, que permite una correcta higiene  a las usuarias del lavabo.

A las dos menos cinco de la tarde, sonó el timbre de la puerta. La señora Muller, con expresión amable traía un carro, con la comida de mediodía.

-          Señorita, si me permite el paso, montaré la mesa para que pueda comer.

-          Por favor, Sra. Muller, adelante. Muchas gracias.

La alemana accedió hasta el comedor donde procedió a armar la mesa de las mujeres. La mesa, era una mesa convencional, pero de tan solo sesenta centímetros de altura. Al igual que la mesa de caballeros, tenía seis plazas, marcadas por unos tapetes femeninos de tamaño un tanto superior a los que solían encontrase en salones y oficinas. La razón de esto era que, el comedor se consideraba un ambiente relativamente más distendido y, para que las mujeres pudieran estar cómodas, el que las rodillas no permanecieran pegadas sino levemente separadas no era considerado de mala educación. El sitio de cada comensal, contaba, además con sendas argollas metálicas, una sobre la mesa y otra en el suelo, ya que era considerado socialmente que las mujeres, sentadas en su mesa y lejos de la protección de sus hombres permanecieran inmovilizadas en sus lugares.

Silenciosa y eficaz, la severa mujer, acabó de servir la mesa-

-          ¿Va a querer la señorita que la acomode con restricciones?

-          No va ser necesario, Sra. Muller, al fin y al cabo hoy estoy sola, a partir de mañana, en el comedor yo ocuparé mi lugar frente a las dos señoritas. ¿Cómo marcha la adecuación del comedor?

-          Esta noche quedará terminado a su entera satisfacción, señorita Beatriz. Sobre las 8, estará toda la hacienda preparada como usted asesoró según ordenaron los señores, a esa hora, si lo estima, podrá revisarlo todo.

-          Muchas gracias, Sra. Muller. Puede retirarse.

-          Señorita…

-          Dígame.

-          Respecto a usted… Como dama, entiendo que requerirá de mis servicios para la preparación para la noche, y posteriormente a primera hora, señorita. A qué hora ordena que me presente ante usted

-          Sra Muller – añadió una sonriente Beatriz-, no es preciso que venga usted, cualquiera de las doncellas estoy segura que podrán ayudarme.

La alemana miró a la institutriz negando suavemente en la cabeza.

-          Por favor, fraulein, de ninguna manera. Usted es el ama, además de una mujer educada. No dejaré que ninguna de mis doncellas la vean en unos momentos tan íntimos. Además, dudo que supieran estar a la altura de los servicios que usted requerirá y a los que estará acostumbrada.

Beatriz quedó un tanto sorprendida por el tono casi reverente que había adoptado la severa teutona.

-          Ehhhhh…. ,pues muchas gracias…. de nuevo, Frau… Creo que las diez y media de la noche y las siete de la mañana serán adecuadas.

-          Con permiso de mi joven señora, me retiro.

Beatriz tuvo que hacer un esfuerzo por mantener su boca abierta, cuando, el ama de llaves se postró de rodillas y con las manos atrás e inclinó hasta tocar el suelo con su nariz. La misma pose, las mismas palabras con las que, noche tras noche, tras dejar a las estudiantes inclemente restringidas en sus lechos, las doncellas de los colegios mayores de la Universidad de Innsbruck se despedían de las jóvenes internas.

 

Las pequeñas de las Moretti, subieron  a sus cuartos y comenzaron a guardar todas sus nuevas pertenencias. Asustadas y curiosas contemplaban cada nueva pieza a la que iban dando cabida en sus enormes y ahora vacios vestidores. Un desasosegante sonido de taladros y operarios trabajando inundaba la mansión. La tarea de guardar y ordenar los vestidores les tomó buena parte de la tarde. Tan solo a las siete, ambas hermanas habían terminado la tarea que habían decidido hacer conjuntamente con el fin de, entre ambas poder deducir el uso de alguna de las extrañas piezas de cuero y látex que basaban por sus manos.

Tan solo, a las ocho y media pudieron dar por terminada la tarea, ambas hermanas, se pusieron sus bikinis, rescatados de la cesta de la ropa, y, con el Astro rey ya anaranjado y mortecino, disfrutaron de un rato de relax flotando en la piscina.

 

Velasco cerró la puerta tras de sí después de contemplar  durante unos segundos  como su vecina accedía, por primera vez a su nueva casa. Él quedo quieto, absorto, pensaba en el cabello de la joven iluminado por la luz tornasolada del Sol filtrado por las vidrieras del techo. Permaneció allí, de pie, y, entonces, recordó…

Marzo de 2027. Ciudad Santa de Jolokitimiya. Visirato de Muchibilám.

Las explosiones y disparos se sucedían al paso del convoy hostigado por miles de leales al derrotado visirato apostados en aquella estrecha calle que los vehículos atravesaban a toda velocidad. El interior del todo terreno  blindado que avanzaba en segunda posición de los cuatroestaba cargado con una tenue capa de polvo y humo.

El hombre que hablaba por la radio tenía la espalda del uniforme manchada por la sangre derramada por el artillero de la ametralladora que, en su puesto, yacía muerto con la cabeza destrozada por un tiro de francotirador.

-          Aquí “Tiburón”, le he recibido….  Y me importa una polla. Me dirijo a la última posición.

-          Aquí es “Hacendado”  para “Tiburón”, están sólos. Repito: están solos. La ciudad es un avispero. No tienen ayuda.

-          “Tiburon”. Copio. Cuida de Alma. Fin.

Sí, ella también había sido pelirroja.