El café “Belle Epoque” siempre se
encontraba poblado por una numerosa concurrencia, buena música en vivo y buenos
combinados eran, sin duda, buenos motivos para visitarlo, pero en un país tan
pequeño era obvio que ser la segunda al mando de la fiscalía tenía sus
prebendas, y cuando Jimena llegó al local, varias de sus amigas se encontraban
ocupando la mesa que, por defecto, tenían reservada.
Era una de esas mesas altas que
eran muy habituales en los locales de Isla Cane, debido a que, muchas veces, las
clientas preferían no sentarse, y permanecían de pie con la consumición sobre
la mesa.
Al ser un viernes por la noche,
el porcentaje de mujeres de pie era, incluso superior al habitual, por una
razón muy sencilla: aunque los castigos de recapitulación siempre habían sido
tradicionalmente el domingo por la tarde, la incorporación de las mujeres al
mundo académico y laboral había acabado por mover esto y, ahora, con muchísima
preponderancia, los viernes por la tarde y sábados por la mañana eran los días
cuando se solía realizar.
Como las mujeres habían adquirido
más responsabilidades, generalmente la lista de correcciones recibidas a lo
largo de la semana eran más largas que años atrás, por lo que se podía decir,
sin temor a equivocarse que, en Isla Cane, la equiparación de derechos
laborales de las mujeres la habían pagado sus traseros. Como el lector puede
haber deducido, listas más largas significaban castigos más largos, y cómo el
lunes tocaba volver a empezar la semana, era un gesto hacia las chicas, el que fueran
castigadas al comienzo del fin de semana lo que posibilitaba que sus doloridas
posaderas estuvieran en el mejor estado posible al principio de la siguiente
semana.
De las cuatro presentes que
hablaban entre ellas animadamente, ninguna, de hecho, ocupaba alguna las sillas
de las que disponían.
-
Hola niñas – saludó Jimena después de haber
solicitado en barra que le llevaran un Tequila Sunrise sin alcohol-. Hay
noticias…
Las cuatro asistentes a la
reunión eran la “dirección” del grupo que luchaban por cambiar el ya conocido Código
de Disciplina.
La mujer más alta y que vestía de
manera más informal, era Olga Dupont, que había ganado el oro en bádminton en
los últimos Juegos Olímpicos, y era la cara más mediática del movimiento pese a
ser, con veintiún años, la más jovencilla.
A su izquierda en encontraba
Laura Radchenko, eminente viróloga y a sus magníficamente llevados casi
cincuenta años la mayor del grupo. Laura se había convertido en uno de los
rostros más conocidos de la ciencia de Isla Cane cuando saltó a la portada de
los medios al ser la jefa de un equipo que había desarrollado un conocido
retroviral muy eficaz contra el Zika. Cuentan las malas lenguas que, en su
bolso, llevaba siempre una pequeña paleta de cuero para las ocasiones en la que
se hacía necesario que ella o sus dos chiquitas adolescentes, recibieran un
toque de atención.
Frente a ellas estaba Paula
Muller, diputada del Partido Conservador que se encontraba aun de baja maternal
tras el nacimiento de su primer hijo. Aunque leal a sus amigas, era la que ponía,
junto a Jimena, la voz cabal en el grupo, evitando que se incorporaran al
documento sugerencias irreales como reclamar el derecho de argumentar con los
hombres una vez estos se pronuncian sobre la necesidad aplicar una corrección o
un castigo. Estas “salidas de tono”, al final habrían hecho naufragar antes de
salir de puerto las ya de por si osadas propuestas.
Cerraba la reunión Ángela
Petrovic, ingeniera industrial que era capitán en las Fuerzas Armadas de la
Isla, y que, al contrario de Paula y Jimena, siempre abogaba por propuestas de
máximos, habiendo tratado de que se recogiera que, una dama encontrada
merecedora de una corrección o un castigo tuviera el derecho apelación. Aunque sí se llevó a votación, la mayoría de
las integrantes, 73 de 76, votaron en contra de una propuesta tan rupturista,
que atentaba directamente contra el principio de autoridad. Sus propuestas de
máximos y su vehemencia, de hecho, habían hecho que, algunas de sus compañeras
tuvieran siempre reticencias hacia sus propuestas.
Jimena, contó a sus amigas la
situación de su propuesta con pelos y señales, y todas las concurrentes se
mostraron satisfechas.
-
¡Genial! Jimena, - la más joven era también la
más efusiva-, son noticias geniales. ¡Para caerse de culo! – instantáneamente
selló sus labios y levantó la mirada como si reflexionara sobre lo que acababa
de decir-. Aunque…. después de mi tardecita…. Mejor otro día.
Las presentes
se rieron de la inocente rectificación de Olga, que quedó un tanto colorada,
aunque, se percató que con su comentario no había sido la única en llevarse las
manos al trasero.
-
Mmmmmmm…. ¡Ay! A mi me toca mañana… - torció el
gesto Jimena-.
-
Eres una pazguata, Jimena, no sé cómo le dejaste
el viernes a la pollita de Sofía. ¡Que está sin plumar! Que ir el lunes a la
uni con el culete bien marcado no la va a matar, a todas nos ha pasado... y
peores….
-
No seas mala, Laura. Que la pobrecilla, ni
siquiera es de aquí del todo.
-
Bahhhhh….. no te preocupes que seguro que su mamá
enseñó bien a su padre, te lo digo que hice el insti con Yolanda, su madre. Y,
no hace tanto tuve ocasión de visitarla en un congreso que tuve en Milán.
Paula, que por primera vez en
semanas podía salir, las primeras semanas de vida de un bebé son agotadoras
para las mamás, hasta ese momento había permanecido callada, analizando en el
fondo de su copa las explicaciones de Jimena.
-
Nena… tenemos que ir con cuidado. De momento, en
mi partido tenemos más defensores que detractores, pero el Partido Progresista
está por completo a favor lo cual, además de que son una fuerza marginal, nos presenta un
problema.
Las mujeres callaron y escuchaban
con atención.
-
Muchos de mis compañeros van a dudar de darnos
su apoyo, aun estando en el fondo de acuerdo con nuestra reclamación, si los
medios empiezan a relacionarnos con esos liberticidas que ya, por ejemplo,
querían regular la duración de los castigos, prohibir instrumentos de los
autorizados por el código, poner un máximo semanal de correcciones… Ya sabéis
lo que digo.
Las mujeres asintieron.
-
Así que, nena, cuando vayas a exponer, cúrrate
un discurso emocional. Ve a la tripa; a la entraña. Cuéntales la verdad, que nos gusta que
nuestros hombres sean fuertes y estén pendientes de nosotras, que nos gusta que
nos recojan cuando caemos, nos acompañen cuando tenemos miedo, y nos calienten
el culo cuando lo merecemos…. Bueno, y a veces cuando no lo merecemos tanto…
Una risita generalizada hizo coro
a la cómica última afirmación.
-
Paula, pero eso es la esencia de nuestro
movimiento.
-
Jimena, y tú lo sabes también, que vuelas muy
alto aunque a veces seas un pelín naif: muchos, nos tienen miedo. Tienen miedo
de que empecemos por esto, que sigamos por negar el derecho a nuestros hombres
a corregirnos cuando así lo decidan y que acabemos queriendo ser nosotras las
que pongamos los puntos sobre las ies a los chicos – otra risita se elevó desde
el grupito ante la ocurrencia-…. Y yo que sé…. Y muchos, además, tienen miedo
que, si somos nosotras las que apliquemos una penitencia a otra mujer, creen
que no vamos a saber comedirnos. Y sabes… en esto último, les doy un poco la
razón.
Un murmullo de reproches cayó
sobre Paula.
-
Niñas, no seáis ni inocentes ni hipócritas, no
voy a seguir con el tema, pero ellos desde pequeñitos tienen claro que nos
tienen que cuidar… a veces, incluso, demasiado claro…, corregirnos, sí, pero no
buscan ni dañarnos ni venganza, y nosotras no. Para nosotras esto sería nuevo,
así que, evidentemente, no me voy a abajar del barco ya que creo que lo que
proponemos es bueno y justo, pero, más nos vale que el día que realicemos el
alegato, tengamos estas cositas claras. Por qué van a sacar el tema, incluso
los miembros del Consejo que están a nuestro favor…
El grupo se sumió en un breve
silencio, Laura, les acababa de demostrar por qué, durante su baja, el Congreso
había echado de menos a su mejor oradora.
Eran más de las doce cuando
Jimena regresó a su casa. Su marido veía en la tele un reportaje de grandes
estructuras abandonadas. Se levantó con una sonrisa para abrazar a su mujer que
nada más entrar sustituía sus tacones por unas zapatillas con estampado de osos.
-
Qué tal pequeñina ¿Arreglasteis el mundo?
Jimena dio un coscorrón a su
marido que, como respuesta, la besó en los labios.
-
¿Ves? Soy un hombre maltratado…. Y yo aquí
esperándote para que nos fuéramos juntitos para la cama.
-
Pues venga, que estoy cansadita, y mañana por la
mañana tengo que estar descansada… Me alegro que, al menos, no estés viendo
“Forjado a Fuego”…. Creo que ese martillo neumático, te da malas ideas la
víspera de castigarme…
-
Qué boba eres, - rió Rodrigo- anda, gatita, ve
al aseo, y te espero en la cama. Te quiero.
Jimena puso su mejor cara de diva
y con teatral pose miró al hombre que se derretía por ella.
-
Mucho…
Cuando el Sol que se filtraba por
la persiana incidió en la cara de Jimena, un relampaguito de consciencia
comenzó a abrirse paso por las tinieblas de sus sueños. Luchando contra el
estímulo que la arrancaba de los dulces brazos de Morfeo, hundió la cara en la
almohada y frotó las piernas contra la suave y tensa sábana bajera en vano intento
por que la agradable caricia de la delicada tela en las piernas volviera a
empujar su nivel de consciencia al otro lado de la red. Era ya inútil.
Los estímulos se amontonaban,
primero, se había dado cuenta que su vejiga había decidido que ya eran bastantes
horas de sueño, luego el olor a café, y a los bollitos calientes de panadería…
Se maldijo a si misma por ser tan débil y se puso en pie atusándose el camisón
rosa que le cubría hasta un par de palmos sobre la rodilla; era vergonzosa la
forma en la que había traicionado a la marmota que toda mujer lleva dentro,
pero… “la canela es la canela”, se dijo a si misma.
Sofía y Rodrigo se afanaban en
ultimar la mesa para el desayuno cuando Jimena, con la cara aun a medio
despertar bajó las escaleras.
- Buenos días, Jimena. Vaya
dormilona.
- Mema, por lo menos habré
dormido… Tú,
¿Qué tal con tu compi?
Una sonrisa de oreja a oreja
ilumino la cara de Sofía.
Arrastrando los pies, la
siguiente parada fue Rodrigo, que retiraba una cafetera italiana de la cocina
de inducción.
- Venga chicas, ¿Nos sentamos?
¡Que tengo hambre!
El desayuno transcurrió de forma
agradable, centrándose en tratar de sonsacar a Sofía detalles de su cita de la
noche anterior, que había incluido restaurante, cine y paseo por la playa.
Aunque un poquito azorada, a Sofía se la veía muy contenta, e incluso estaba
hábil esquivando las puyitas que una divertida Jimena le lanzaba de continuo.
Los ecos de alborozo se iban
disipando conforme la cafetera se vio vacía de su contenido, y Jimena sintió
que unos nubarrones se iban cerniendo sobre su cabecita, nubarrones que no
vaticinaban más que una tormenta de azotes en su trasero.
Rodrigo fue el primero en
mencionar el elefante en la habitación
- Jimena, quiero que en media
hora, me esperes en el salón. Vamos a repasar a ver qué tal te has portado esta
semana.
- Sí, señor.
Jimena estaba ya arrodillada en
el centro de la amplia sala y Sofía sentada, un poco ladeada, en el tresillo
cuando Rodrigo regresó después de haber puesto en orden los últimos cacharros del
desayuno que las chicas habían fregado.
- Bueno, ¿Que tienes que
contarnos?
La fiscal convertida como cada
sábado en reo pendiente de sentencia abrió su cuadernito de tapas de cuero con
repujado floral y repasó las correcciones de la semana. Comparada con la
abultada lista de Sofía del día anterior, esta era mucho más reducida, y un
exponente de lo que era habitual que una chica tuviera que afrontar en su
recapitulación semanal.
El saldo semanal era de ocho
correcciones en el trabajo, los cinco castigos adicionales al llegar a casa no
computaban para la lista, y tres castigos en casa. Esta proporción era bastante
habitual, ya que, por norma general, las correcciones en el trabajo eran más
numerosas y menos severas. Salvo cuando el jefe quería dejar un mensaje más
indeleble en su trabajadora, como cuando el fiscal hacía uso de la correa, lo
habitual era que no se quisiera tener a una subordinada sollozando y demacrada,
además, todos los jefes sabían que, al llegar a casa, los padres o maridos se
iban a encargar de dejar claro las cosas incluso a las más testarudas. Por el
contrario, las correcciones domésticas eran menos habituales, pero mucho más
severas.
- ¿Es todo?
La pregunta, de Rodrigo aceleró
el ritmo cardiaco de la declarante.
- Eeeeeeeerrrrr… Sí, señor.
- Acabas de ganarte una
penalización, por desmemoriada.
Los ojos de Jimena se abrieron
con indignación.
- Peeero… no...
- Antes de que te ganes otra… que
pasó el sábado por la noche con la cerveza de Carlos….
Rodrigo hacía referencia a un
suceso del pasado sábado en el que salieron a cenar con otra pareja amiga.
Salió el tema de la política, y Jimena, que era muy expresiva cuando hablaba de
forma apasionada, había derramado la consumición de Carlos.
- Pues… Jobá, que la tiré sin
querer, no es justo que me castigues por eso…
- Y no lo hago. ¿Qué pasó antes
de salir?
Jimena frunció la naricilla como
una chiquilla que de repente se supiera cogida sin remisión.
- Que antes de salir me diste
seis azotes con el cepillo para recordarme que tuviera cuidado cuando
gesticulara…
- Exacto… y no me hiciste ni
puñetero caso. El castigo no es por tirar la cerveza, ni por qué defiendas tu
postura con pasión, que es algo que me enamora de ti cada día, pero lo que no me da igual es
que pases mil de una advertencia.
Nuestra protagonista bajó la
mirada, y aceptó que, efectivamente, se la había ganado.
Rodrigo se sentó en el sillón de
orejas y palmeó la parte superior de sus muslos para indicarle a Jimena cual
sería la primera estación de su particular viaje.
La mujer se acomodó con la
barriguita sobre los duros muslos de su marido.
- Como vea una mano sobre ese
culete, empezamos de cero, avisada quedas.
La mano derecha del hombre se
levantó por primera vez para iniciar unos largos quince minutos de azotaina. La
gran mano de Rodrigo se levantaba con furia una y otra vez para impactar contra
la delicada carne de su esposa que ya, desde los primeros cachetes, pugnaba
retorciéndose sobre el regazo de su hombre.
Los golpes se aplicaban en un
patrón anárquico de manera que Jimena no pudiera prepararse para el siguiente
aguijonazo, después del cual, invariablemente, un gemido escapaba de la boca de
su boca.
Sofía, testigo de la escena
contemplaba como, con gran técnica, esos fuertes manotazos transmitían toda su
energía a las doloridas nalgas. Con admiración asistía a la visión de esas
grandes manos hundiendo la muy dura carne de las nalgas de Jimena, sin rebotar
en ningún momento, todo la energía cinética de los vigorosos azotes se
transformaba en tormento para los tersos globos del trasero. Nada se perdía.
Tampoco pasaba desapercibido que, el anárquico patrón estaba tiñendo de un vivo
rojo cereza cada milímetro del culo y parte superior de los muslos.
Jimena, aunque hecha a la
cotidianeidad de los castigos, estaba a punto del pucherito cuando, la férrea
palma de su señor cayó con virulencia sobre el trasero por última vez. Aunque
había sido capaz de sustraerse al reflejo de proteger su torturado culete, sí
que había luchado un poquito, retorciéndose bajo los azotes, e, incluso, habían
perdido la batalla al pudor, y la rosada puerta de su sexo, que al principio
había permanecido oculta por una medida posición de las piernas, ahora lucía
radiante en un paisaje de fondo carmesí.
- No creas que hemos terminado, -
en realidad tenía claro que tal idea no había pasado por la cabeza de su
mujer-, vete al rincón. Esa naricita pegada a la pared y nada de frotarse el
culo. Me voy a por un vaso de agua, pero, Sofía, te quedas vigilándola.
Aunque invisible por la posición,
el rubor que le generaba en las mejillas el que una chica mucho más joven
tuviera autoridad, en cierto modo, sobre ella, podría rivalizar, en ese momento
con el color cereza de su trasero.
Rodrigo regresó de la cocina al
cabo de unos minutos, como buen administrador de disciplina, sabía que a las
chicas, aun en el más severo de los castigos, y este no lo era, había que darle
recesos, a fin de evitar que se convirtieran en sollozantes pulpejos de carne
dolorida.
- ¿Habeis sido obedientes? ¿Las
dos?
Un simultáneo y raudo “Sí, señor” fue la
respuesta de las dos chicas.
- Bien. Jimena, apóyate contra
pared, bien inclinada, quiero ese pompis bien expuesto para darle lo que se
merece.
La desdichada penitente emitió un
suspiro de resignación cuando vio que su marido, en su mano derecha blandía la
temible correa de afilar.
La correa de afilar era una
extremadamente rígida y gruesa correa de cuero muy ancha. En origen se usaba
para acabar el afilado de las cuchillas de afeitar, pero, siempre había tenido
un utilísimo segundo uso para encauzar a las jovencitas que se hacían
acreedoras de sus caricias. Desde luego, con el advenimiento de las maquinillas
eléctricas y desechables, el primigenio primer uso de la correa había llegado a
su fin, pero, en la isla “misteriosamente” había aun dos fábricas que la
ofertaban entre sus productos.
Rodrigo se situó detrás de su
esposa y calculó cuidadosamente las distancias, la precisión, cuando se
blandían instrumentos tan poderosos era imprescindible.
La respiración de Jimena se agitó
hasta el extremo de la hiperventilación, ya que sabía lo que estaba por venir.
- Sé que no te gusta, y que estás
asustada, pero, ni se te ocurra apartar el culo. ¿Está claro?
Jimena estaba al borde del
llanto.
- Sí, señor.
El primer zurriagazo aterrizó en
el medio de las nalgas de Jimena, haciendo restallar la piel en un orgasmo de
agonía, el grito de la mujer, indicó que toda la intención punitiva de ese
primer chirlazo había sido plenamente recibida.
El segundo azote, aún más
poderoso que el anterior aterrizó justo por debajo, dejando una zona de solape
entre las dos marcas, la longitud del instrumento era tal, que su dolorosa
huella rectangular abarcaba las dos nalgas, y con dos de ellas, se cubría todo
el trasero de cualquier chica. La potencia del impacto fue tal, que Jimena tuvo
que tirar de brazos para evitar empotrarse contra la pared, y tan solo lo
firmemente que tenía bloqueada la cadera evitó que el su trasero perdiera su
expuesta posición.
Las lágrimas ya comenzaban a
aflorar en los ojos de la desdichada cuando, el tercer azote hizo brotar un
manantial de lágrimas tras un alarido doliente, el tercer azote aterrizó en la
parte superior de los muslos provocando un relámpago de tormento que le llegó
hasta el vientre.
Rodrigo examinó el trasero de su
esposa. Un color rojo cereza mostraba bien a las claras las zonas que habían
recibido las atenciones de la temible correa, y, en los bordes de las marcas,
donde los bordes de la correa habían mordido enterrándose en la tierna carne, puntitos púrpura se formaban
en puntos donde la sangre parecía que quería atravesar la piel.
Pese a que, evidentemente, la
correa de afilar había de ser administrada con cuidado, la ordalía estaba lejos
de terminar. Los azotes se repitieron durante diez interminables minutos,
concentrándose en la parte central del trasero, que es la parte del culo de una
mujer más idóneo para recibir correctivos especialmente severos, no obstante, y
cuando el ritmo de la respiración de Jimena se relajaba, o la intensidad del
llanto decrecía, un oportuno azote en las piernas era útil para mantenerla con
la mentalidad apropiada. Al final de los diez minutos Jimena rezaba por el fin
del asalto. Los espasmódicos movimientos con los que recibía los primeros
azotes habían dado paso un continuo sollozo, similar a una letanía, que salía
de su boca, ya permanentemente abierta, y la cabeza inmóvil, al igual que su
arqueado cuerpo, aplastando una de sus mejillas contra la pared contra la que
se apoyaba.
Tras finalizar los azotes con la
correa, Rodrigo decidió otorgar a su esposa, convertida en un mar de lágrimas,
un pequeño receso, ya que, entre otras cosas, el castigo, cuando se imparte a
una mujer en estado casi de catatonia, no tenía ningún sentido. Y un castigo, a
una mujer que se ama, nunca es causar dolor sin más.
-
Jimena, cariño, paramos un rato. En cinco
minutos te quiero como un clavo. Estirada en el sillón.
Jimena, balbuceó, y aun tardó
unos largos segundos en separarse de la pared en la que estaba apoyada.
El hombre analizó la situación.
Ella, verdaderamente no se había portado mal durante la semana, y no tenía
pensado prolongar mucho más el castigo. La pesada correa de afilar, además, le
había dado al castigo la carga de intensidad que era necesaria para que la
azotaina pudiera ser aprovechada por su mujer.
Cuando Jimena reapareció mucho
más recompuesta, su marido aún se encontraba sopesando las posibles opciones y,
finalmente, cuando su mujer se tumbó boca abajo sobre el sofá y pudo analizar
la obra de la temible correa en sus posaderas y parte superior de los muslos,
se decidió por terminar el trabajo con el cinto.
-
Sofía, por favor, ponle el cojín alto debajo de
la cintura.
La joven se apresuró a cumplir la
orden ya que, pese a que sus nalgas eran un dolorosísimo recuerdo de la ordalía
del día anterior y sentía un sentimiento de femenina empatía hacia Jimena,
innegablemente estaba disfrutando del castigo que tenía lugar frente a ella, y
apreciaba no sólo la técnica en el manejo de los implementos sino también la
elegancia y la ternura en su uso. Lejos de cualquier ademán iracundo, Rodrigo
imponía sus castigos con la seguridad que inspira cierta calma en la spankee,
cierta de que el castigo se circunscribirá a ese momento y a una parte muy
determinada de su anatomía.
Con el cojín debajo de su
tripita, el culo de Jimena, de un rojo brillante, quedaba sobre elevado y
perfectamente expuesto para cualquiera que fuera el destino que le deparara. El
hombre, con parsimonia, se desabrochó el cinturón y lo deslizó poco a poco a
través de las trabillas de su pantalón mientras, su mujer, internamente
experimentaba cierto alivio al saber que, la que suponía última tanda de azotes
no fuera a ser llevada a cabo con algún instrumento más punitivo. Aunque el
cinto no era la más temible de las opciones, tampoco iba a ser en absoluto un
camino de rosas, y, cuando se maneja con pericia, puede ser muy útil para crear
una impresión duradera incluso para la más desmemoriada de las mujeres.
Rodrigo dobló el negro cinturón y
tanteó la distancia con dos levísimos toques, más que azotes , sobre el trasero
de su amada. Finalmente el cuero se elevó sobre la altura del hombro y con la
velocidad de la centella descendió sobre la parte superior de los muslos de la
mujer, que no se esperaba tan furioso comienzo. Aunque no era habitual comenzar
los castigos en la delicada carne de los puntos de contacto, el hombre no
quería que su esposa percibiera lo que restaba de penitencia con cierta
complacencia, así que, para fijar su atención, decidió comenzar con ese golpe
de efecto.
Jimena, absolutamente sorprendida
emitió un aullido e, instintivamente, realizó un gesto del que se arrepentiría
en un rato. Como un rayo, su pierna derecha se flexionó en un vano intento de
cubrir la martirizada piel de los muslos.
-
Acabas de ganarte una penalización, como vuelvas
a rebelarte siempre estamos a tiempo de añadir una paleta. Tu verás.
Jimena refunfuñó, más enfadada
consigo misma que con nadie. Sabía que lo que había pasado se debía a su exceso
de confianza con el cinto.
-
Lo siento, señor. No lo haré más.
La pobre chica estaba ya al borde
del llanto después de tan solo el primero de los chirlazos.
Tras el primer azote, el segundo
aterrizó casi en el mismo lugar, dejando ambos muslos cruzados de dos líneas de
un leve color morado. Esta vez, más atenta, Jimena, como impulsada por un
poderoso resorte eléctrico clavó su cadera sobre el cojín y enterró la cabeza
entre sus brazos.
Los siguientes tres azotes
aterrizaron en rápida sucesión igualmente sobre las piernas, consiguiendo el
objetivo de que, al cabo de recibirlos, Jimena volvía a sollozar como una
magdalena, solo entonces, el hombre comenzó a alternar la tormenta de
cintarazos entre las carnosas orbes del trasero de su esposa y las más delicada
parte posterior de sus piernas.
Sofía se mordía el labio tratando
de olvidar el calor que sentía, cada vez que el cinturón, manejado con
maestría, al impactar sobre las piernas se curvaba levemente, lo justo para
impactar en su parte final contra la sagrada piel del interior de los muslos.
Sin duda, Jimena iba a tener un recordatorio muy vívido en cada paso que diera
los próximos días. El sensual movimiento de la cadera de la mujer, cada vez que
un golpe se abatía sobre ella, que parecía coreografiar una pasional danza de
sensualidad contra el cojín que la mantenía abierta, expuesta y vulnerable,
había tenido, por qué no decirlo, cierto efecto lúbrico sobre el ánimo de Sofía
que, ahora sí, indudablemente, se veía embargada de cierto placer culpable ante
el visionado de su confidente y amiga tratada con tanta amorosa severidad.
La sucesión de azotes se prolongó
durante quince minutos al cabo de los cuales los glúteos y piernas de Jimena
habían alcanzado un tono de cereza encendido que apenas hacían visibles las
marcas púrpuras que habían dejado los distintos implementos, y que, cuando el
volcán del carmesí volviera a su tono pálido habitual, servirían de
recordatorio cada vez que se volviera delante de un espejo.
A los quince minutos, para alivio
de la chica, a la que el vendaval de azotes había arrastrado a una aquelárrica
pugna de sus caderas contra el cojín, la tempestad cesó tras un último azote que hizo vibrar toda
la tersa carne de sus nalgas la cual se levantó conforme el cuero se enterraba
en ella como en un patético intento de abrazar al causante de su tortura.
Jimena desenterró la cara del
lecho de sus manos, la rojez causada por el llanto, sin duda hacía juego con el
color de su azotado trasero. Rodrigo la tomó de la barbilla para elevarle su
avergonzada mirada.
-
¿Has aprendido?
-
Sí, señor.
-
Bueno, pues ahora quiero que te pongas en el
medio de la sala, ya sabes cómo, tocándote la puntera de los pies.
La mujer, sumisa, se enjugó las
lágrimas con el antebrazo y adoptó la posición que el hombre que se acercaba
blandiendo la temidísima vara . Como la mayor de la casa, a Jimena le era
exigible una ejemplaridad de cara a Sofía a la hora de recibir un castigo, así,
la vara que hoy sería aplicada era de un grosor superior a la empleada el día
anterior, si bien, igualmente, era un instrumento sumamente flexible.
-
Cariño, sabes que has sido muy desobediente. Has
sido muy rebelde, y eso, sabes, no se puede aceptar. ¿Cuándo vas a aprender a
comportarte como la señora que eres? No puedes comportarte como una malcriada,
y menos con Sofía delante. Serán doce azotes, y espero que no tengamos ningún
incidente más.
Rodrigo tanteó la distancia, y sin más
dilación realizó el primer azote. Con un arco digno del mejor jugador de
criquet, la canne efectuó un arco, impactando la parte inferior de las nalgas
con una trayectoria ya ascendente. Pese a que Jimena estaba preparada para
recibir un castigo que no le era desconocido, el impacto sobrepasó, ampliamente, el umbral que se
había marcado mentalmente, y un alarido descarnado salió desde la garganta.
-
Uno. Gracias, señor.
El hombre miraba como su mujer
trataba de normalizar su respiración, acelerada tras el primer rejonazo en sus
posaderas, pero, sin darle tiempo a lograr su modesto objetivo, un segundo
varazo se estrelló esta vez en la parte superior de sus medialunas, que al
tratarse de una zona menos castigada fue tatuada al instante con una marca
violácea que casi de inmediato se inflamó levemente creando un cómico relieve.
Los siguientes azotes, fueron
cayendo metódicamente, en grupos de cuatro, dejando huellas que permanecerían
indelebles por varios días desde la parte superior del culo hasta sus piernas.
Al terminar la primera tanda de
cuatro, Jimena aullaba ya como una bruja a la que estuvieran quemando en
público suplicio. Incapaz de hacer nada para mitigar el dolor de los azotes. Sofía,
esta vez desde la barrera, contemplaba como de vez en cuando en su forzadísima
posición, su anfitriona realizaba unos patéticos saltitos, que,
desgraciadamente para ella, nada podían hacer por minimizar la terrible agonía.
Los siguientes cuatro azotes
cayeron en rápida sucesión, con el mismo patrón que los anteriores, con el
último varazo impactando exactamente en la misma delicada carne del surco
infraglúteo que había mordido el primero, quedando este marcado con un ancho e
hinchado verdugón.
De los cuatro restantes, los tres
primeros cayeron sobre las piernas, y el último, a fin de dejar un adecuado
marchamo, castigó la ya muy tierna parte inferior de los glúteos.
Afortunadamente para ella, Jimena
no había roto la postura en ningún momento y no se hizo acreedora de ninguna
otra penalización, no obstante el castigo impuesto esa mañana, aunque breve y
llevado a cabo sin los más temibles de los instrumentos, sin duda había sido
intenso.
Rodrigo dejó la vara y se acercó
a acariciar la nuca de su mujer, que, al tener la cabeza hacia abajo, quedaba
despejada, oferentemente sensual.
-
Ya está. La próxima, vas a cooperar con tu
castigo como una mujer adulta.
La pobre Jimena jadeaba
entrecortada por los sollozos que aun distaban de ser sofocados
-
Sí, señor.
-
Te creo. Y por eso te voy a dejar que te pongas
un poquito más cómoda. Anda, cariño, puedes ponerte de rodillas contra la
pared. Y nada de tocarse el culete – dando unos azotito con la mano en el
trasero de su mujer que calentaba como un volcán en erupción-.
Tras quince minutos de reflexión
con la nariz apoyada contra la pared, Rodrigo acudió al rescate de su esposa.
-
Princesa, hemos terminado. Tampoco ha sido tan
terrible, ¿Verdad?
Jimena asentía mientras se ponía
en pie.
-
No, señor.
-
Lo que quiero, es que seas aún mejor, mi vida.
Prométeme que te vas a portar bien, sabes que no me gusta tener que usar la
vara, pero, también sabes que no me has dejado más opción.
-
No, perdona, cariño. Fui una tonta, me confié.
Rodrigo acogió en sus brazos a su
mujer que un poco avergonzada enterraba la cabecita en el perfilado pecho de su
hombre.
-
¿Ya pasó?
-
Sí, gatita. Ya pasó.
Tras cada castigo, siempre se
hacia necesaria una larga sesión de cuidados a los castigados traseros, y sin
ser excepción esa mañana, esta tuvo lugar entre el baño y las habitaciones de
las chicas, que atendieron y mimaron las azotadas posaderas la una a la otra. El
pompis de Sofía, si bien presentaba abundantes marcas que serían visibles
varios días, ya mostraba un buen estado general, lo que hablaba muy bien de los
productos regeneradores creados por las empresas farmacéuticas locales.
Tras una hora tumbadas en la
cama, tonteando con el móvil y cotilleando, para dar tiempo a los culetes a absorber
debidamente los ungüentos, las chicas comenzaron a arreglarse. El matrimonio
había quedado con varias parejas de amigos a fin de pasar el día en el club de
paddle, mientras Sofía, tenía una cita para ir a la playa con su particular
Romeo.
Un wasap, anunció a Sofía que su
cita pasaría a buscarla en cinco minutos, por lo que, acabó de meter las cosas
de primera necesidad en la bolsa de playa, (y para una chica hay muchísimas
primeras necesidades), y bajó rauda las escaleras, casi atropellando a Jimena.
-
Pero bueno, chica, ¡Que prisas! – Jimena
contemplaba a Sofía que vestía un diminuto minishort color salmón y una
camiseta azul pastel-.
La mayor de las chicas sonrió.
-
Pero… y vas a salir así. ¡Mírate, si pareces una
cualquiera! La sonrisa juguetona de las dos chicas era digna de verse.
-
Venga…, que tengo prisa.
-
¡Cariiiiiiiii! La mirada de brujita traviesa de
Jimena era indisimulable
Rodrigo sacó la cabeza del baño,
donde se estaba acabando de acicalar.
-
Dime, rula.
-
Ven, anda – en ese momento Sofía la miraba con
cara de zorro tibetano-. ¿Vas a dejarle que salga con esos pantaloncitos? ¿No
vas a hacer nada?
Una sonrisa traviesa iluminó la
cara del hombre.
-
Tienes razón… habrá que hacer algo – dicho lo
cual, volvió al baño regresando con el muy conocido por las chicas cepillo de
madera.
-
Ay… Rodri, porfa…
Rodrigo dejó a la chica apoyada
en ángulo contra la pared, con un ángulo que dejaba muy expuesto y prominente
el terso trasero de la joven.
-
Lo siento, pero ella tiene razón, no podía dejar
que salieses así, sin más.
El cepillo se alzó y cayó sobre
las redondeces de Sofía, la cual si se hubiera podido girar habría percibido la
sonrisa de oreja a oreja de sus anfitriones. Seis suaves azotes, que no
arrancaron más que seis teatrales quejiditos aterrizaron sobre el centro del
culete de la chica, que tras darse cuenta de la broma, había decidido unirse a
la chanza.
-
Pues ea, ya estás avisada… pásalo bien, Sofi.
Cuídate, pero pásalo muy bien. Y tú…¿No me merezco nada? ¿Por venenillo? –
Sofía, viendo a su amiga, tan solo lamento que Jimena aun no hubiera publicado
un manual de seducción-.
Un claxon sonó en la calle, y mientras se despedía
mientras cerraba la puerta, Sofía vio como un sonoro cepillazo restalló sobre
el trasero de su amiga y mentora, tras lo cual, el matrimonio, se fundió en un
tórrido beso.