El joven y la profesora desobediente

  Con 31 años, pese a que las pecas de su cara le confirieran un aspecto más aniñado, haber ganado una plaza como catedrática de instituto e...

sábado, 24 de abril de 2021

Programa de protección de testigos. (1/3)

 

 


Este concepto, se me ocurrió después de haber visto en la página de Felix Darmouth una serie de filmes con un título similar.

Aunque el bondage de Darmouth es un poquito chapucero, la verdad es que me gusta que, en general da a sus vídeos un armazon argumental, que a mi, me parece básico en cualquier material de visionado.

 

Martina contemplaba la suntuosa habitación que ocupaba en la segunda planta de la fastuosa villa alpina en la que se encontraba alojada desde hacía quince días tras haber aceptado declarar como testigo protegido en aquel intrincado caso de espionaje internacional.

La casa, con dos plantas más una buhardilla, contaba con todas las comodidades imaginables, desde un gimnasio a dos piscinas, una de ellas cubierta y con circuito termal. La domótica, afortunadamente para ella, era sin duda de las más completas que se podía incorporar a una vivienda, y, la amplísima parcela que contaba con su propio bosque y estanque haría las delicias del más adinerado de los veraneantes. Era evidente que, la larga y bien financiada mano de la IDE, Inteligencia de la Defensa del Estado, estaba  detrás de ello.

Lamentablemente para las dos huéspedes que en ella se alojaban, durante su estancia se habían encontrado permanentemente sometidas a una u otra forma de estricto bondage y, sistemáticamente, bajo la amable pero estricta vigilancia de los agentes que tenían encomendada su custodia.

La historia se remontaba a hacía tres meses, cuando la vida transcurría como la de cualquier otra chica de su edad. Martina regresaba a casa después de una noche de fiesta cuando presenció como, tras doblar una esquina y tomar una calle que a aquella hora permanecía solitaria, contempló cómo tres hombres trataban de meter en una furgoneta Vito de cristales oscuros a una joven que trataba de resistirse como una gata panza arriba. La luz lejana de una farola le había permitido distinguir el rostro de dos de aquellos hombres de aspecto arábigo. Sin saber a lo que se enfrentaba, ni a lo que el futuro le depararía, pero fiada en su capacitación en varias artes marciales, la joven corrió en ayuda de la mujer que estaba sufriendo el intento de secuestro.

Los hombres, sorprendidos por la súbita aparición de aquella inesperada walkiria y viendo que la rapidez de la operación se veía comprometida, decidieron abandonar su acción delictiva y huyeron precipitadamente dejando a la esbelta joven en la acera con las manos atadas por una brida que mordía dolorosamente la carne de sus pulsos. Martina sacó el móvil y telefoneó a la policía…

No sería hasta más tarde cuando sabría que la joven a la que había salvado de tan funesto destino era Aisha, la hija de una concubina de un reyezuelo de un país de Oriente Medio. Su padre, llegado el momento repudió a su madre que había huido a occidente, llevándose con ella a su hija adolescente, y no sería este su único descubrimiento. También, en el curso de los días que llevaba bajo protección del IDE  sabría que los hombres que habían tratado de secuestrar a la joven eran mercenarios al servicio del gobierno de ese país indeterminado de la Península Arábiga, y que estos, gracias a las detalladas descripciones de las dos mujeres, habían sido detenidos, y que, en ese juicio, las dos jóvenes eran las dos principales bazas de la acusación.

No pasaron muchos días hasta que el servicio de inteligencia se había puesto en contacto con ellas para ofrecerles pasar a formar parte del Programa Especial de Protección de Mujeres Testigos, y tras una no muy larga reflexión y ante el peligro que tanto ellas como sus familias podían correr al enfrentarse a una poderosa organización de espionaje, aceptaron el formar parte de este programa.

Martina se giró sobre los impresionantes tacones de doce centímetros asegurados con un pequeño candado en la correa que los mantenía abrochados alrededor de sus finos tobillos para ver la hora en gran reloj de pared de su habitación. Como casi nada dentro del programa, la elección de los zapatos, tampoco era fruto del capricho:  era una medida de seguridad, ya que,  para evitar posibles fugas, las mujeres que aceptaban acogerse al programa de protección, debían de vestir siempre altos tacones. La falda lápiz que le llegaba hasta los tobillos, aunque restringía su zancada hasta limitarla a unos pasos mínimos era una mejor opción que las medida de seguridad alternativas, que consistían en grilletes en sus tobillos, sin menoscabo de los tacones, o, el no vestir más que ropa interior que si bien era referida en el argot de “la casa” como “elegante”, ella, como  poco la calificaría de “picante”. Esta medida, aunque curiosa, estaba establecida por los psicólogos del servicio de inteligencia que, tras estudiar el comportamiento de varias testigos, llegaron a la conclusión que el riesgo de fuga en mujeres jóvenes e inmaduras era mucho menor si vestían prendas “socialmente poco aceptadas”.

Una blusa de manga sisa completaba su indumentaria junto con unos discretos pendientes y una cadena con colgante a juego que le ceñía el cuello.

En el reloj marcaban las dos y veinte, lo cual era una visión fabulosa ya que, desde el desayuno a las nueve se encontraba restringida en una estricta posición de “orante inverso”. Sus codos se encontraban atados juntos a su espalda y flexionados, de manera que las palmas de sus manos se encontraban la una contra la otra a la altura de su nuca. Esta posición es siempre dolorosa tras cierto tiempo, y pocas veces se consigue mantener los codos juntos y las manos inmovilizadas a tanta altura, lo normal, aun en las chicas más flexibles, es que los codos se encuentren atados a cierta distancia uno del otro, y las manos se encuentren por debajo de los omóplatos. Desgraciadamente para Martina, sus grandes cualificaciones en artes marciales, había llegado a ser medalla de oro en unas olimpiadas universitarias, obraban, en este caso, en su contra. Por un lado poseía más flexibilidad que una mujer de su edad “normal”, y por otro lado, sus dotes las convenían en una testigo sometida a medidas especiales, de manera que, por ejemplo respecto a su compañera de programa su bondage era, siempre, mucho más estricto y sometido a mayores controles.



 

A las dos y media, a tiempo para el almuerzo del mediodía, pensaba Martina, uno de los agentes llamaría a la puerta, le quitaría la enorme mordaza de bola roja que invadía su boca y que siempre estaba mucho más apretada de lo que sería necesario, y permitiría a sus brazos un descanso al cambiar su punitiva posición por otras restricciones más confortables a fin de permitirle bajar al comedor, y, aunque siempre bajo la atenta vigilancia de uno si no los dos agentes, mantener una pequeña charla con Aisha, con la cual, a fuerza de compartir unas circunstancias tan particulares, estaba forjando una sana amistad.

Frisaba ya la hora del almuerzo, cuando la mujer escuchó la conocida llamada en la puerta que, sin que el recién llegado esperara obtener ninguna respuesta, por otro lado imposible, se abrió a los pocos segundos. Era Patricia, la agente que junto con Carlos, o esos eran los nombres que habían dado, se encargaban de la protección, custodia y atención de las dos jóvenes. Era una mujer alta de pelo rubio que frisaba los cuarenta años y una constitución atlética que haría palidecer a muchas veinteañeras. Martina no sabía por qué, pero intuía que un fondo de sequedad se mantenía en el trato hacia ella, que, no obstante siempre había sido correcto dadas las circunstancias.

-          - Hola, Martina. Es hora de cambiarse. Túmbate boca abajo sobre la cama, ya sabes cómo.

Deseosa de poder disfrutar en  sus brazos de la relativa libertad de un bondage más  liviano la joven obedeció al instante.

Una vez se hubo tumbado, notó como Patricia deslizaba bajo su vientre un anchísimo cinturón de cuero que aseguró con un candado de acero a su espalda.

La agente, antes de empezar a deshacer los nudos que aseguraban los brazos de la mujer que yacía en la cama observó el aspecto general de los miembros, pese a que cada hora las testigos eran chequeadas, La cuerda demasiado fina y demasiado apretada como para poder haber sido confortable en algún caso, se enterraba profundamente en la carne de los brazos de Martina. Patricia pensó que mientras los hombros de la joven debían de estar viviendo una auténtica ordalía de dolor, sus manos y antebrazos hacía horas que debían de estar dormidos. A pesar de la severidad de las restricciones la circulación de aquella mujer joven no presentaba problemas, aunque, en esas posturas, las restricciones debían ser revisadas cada hora. La cautiva notó como su experta guardiana forcejeaba con los nudos de las cuerdas y notó como, milímetro a milímetro, sus codos se separaban muy despacio. Si bien el poder separar los codos que habían permanecido estrujados el uno contra el otro las últimas seis horas era siempre una alegría, era verdad que esa postura aumentaba mucho la tensión en la ligadura de sus muñecas que ya de por sí se clavaba en los pulsos de forma dolorosa, provocando que el alivio en sus omóplatos al sentir liberados sus codos corriera paralelo a las llamaradas de dolor que emanaban de sus muñecas, ahora sobretorturadas.

Una vez los brazos fueron liberados, Patricia hizo pasar unas esposas por una gran argolla que el cinturón de cuero presentaba en su parte frontal, y, al momento las muñecas de Martina se encontraban otra vez perfectamente asegurados, si bien en una posición más confortable. Mientras permanecía sentada en la cama, Martina notaba como los entumecidos nervios de sus brazos volvían a la vida, enviando oleadas de dolorosas punciones a su cerebro, ella sabía que, sus manos, entumecidas, tardarían horas en recuperar la sensibilidad, justo a tiempo para volver a afrontar una larga tarde de confinamiento cuando, tras la comida, otra estricta restricción sustituyera al liviano bondage del que ahora disfrutaba. Sus dedos, tumefactos, serían inútiles durante la comida, convirtiendo sus manos en poco más que en unas “patas de perro” que apenas le permitirían sostener los cubiertos con un mínimo de pericia.

Finalmente, la enorme mordaza que forzaba sus mandíbulas fue retirada de la boca de Martina. Poco a poco, ya que la enorme bola había forzado las mandíbulas de la chica hasta quedar firmemente encastrada tras sus blancos dientes, y con la ayuda de Patricia sin la cual aquella cruel bola jamás podría haber sido expulsada, la mordaza volvió a forzar las mandíbulas de la joven, aunque esta vez para recorrer un camino inverso al realizado aquella mañana. Tras horas de dolorosísima distensión Martina tardaría varios minutos en poder cerrar sus mandíbulas de cuya articulación hacía varias horas que irradiaban pulsiones de dolor que recorrían todos los músculos de su cráneo. Un hilo de saliva enorme se desprendía del labio inferior.

Patricia tomo un cleenex y secó la baba que se deslizaba por el pequeño mentón y masajeó la torturada articulación con el fin de disipar el dolor y permitirle cerrar la boca. La marca que había dejado la correa en las comisuras de los labios era claramente visible, así como las marcas que, sobre sus mejillas había dejado la ajustadísima cincha. Aquí se debe explicar que, cuando una mordaza es grande, y esta era enorme, y se aprieta, y esta estaba apretadísima, la mordaza hace prominentes los carrillos, y al apretarse la correa, estos carrillos son aplastados a su vez  contra la dura bola de látex que los hace protruir. Esto unido a la indentación del cuero sobre las delicadas mucosas de las comisuras labiales y a la sed que devora y que sólo conocen las que durante horas han sido amordazadas, hace que, aparte de la privación de la facultad de hablar,- sin duda dentro de todas las posibilidades de bondage es lo que más indefensa hace sentir a una mujer-, la ordalía de ser amordazada sea algo muy digno de tener en cuenta.


 

-         -  ¿Quieres beber?

- Martina asintió y la agente acercó un vaso de agua con una pajita que la cautiva apuró de un trago.

-       - Patricia, estaba muy apretada. ¿De verdad es necesario?- Martina se pasaba la lengua por la superficie de sus labios que tras varias horas de yerma sequedad acababan de recibir el beso del agua.

-      - Sí. Y si se te ocurre otro comentario de marisabidilla sobre como tengo que mantener segura a una experta karateca, te aseguro que esa mordaza vuelve a tu boca justo después de que te cepilles los dientes.

Martina bajó la mirada y selló sus labios, sabía, por propia experiencia que la agente Patricia, o Morticia como la llamaba Aisha, no amenazaba en balde.

Cuando bajaron al comedor, la mesa estaba puesta, y Aisha, vestida con unos apretados vaqueros y una camiseta sin mangas de color azul marino que dejaba a la vista el bonito zafiro que adornaba su ombligo, esperaba frente a su silla. La marca de la mordaza era también caramente visibles sobre su boca.

Al verse, las dos chicas se sonrieron.

-        -  ¿Qué tal, Aisha?

-       -   Bien…. Ya sabes…. Toda la mañana de compras. – Las dos chicas rieron e incluso los dos estrictos agentes sonrieron ante la ocurrencia de la joven.

-       -   Yo… esa puñetera mordaza estaba tan apretada que me dolía hasta la cabeza.

-      -    Ya… es una lata, pero bueno, es el protocolo… Hoy… nos hemos portado bien…. – dijo Aisha elevando la voz para que los dos agentes que ultimaban los platos en la cocina pudieran oírla-, ¿Nos vais a dejar ir a la piscina por la tarde?

Carlos miró condescendiente a las chicas. Él, divorciado, tenía también una chiquilla  un poco menor que ellas y que ese año entraría en el último año de instituto. Vivía con su madre en  California.

-        -  Sólo si os lo coméis todo – sonrió el agente sin levantar la vista de su tarea en la cocina-.

Patricia miró con desaprobación a su compañero, aunque él era un agente muy cualificado y superior a ella en el escalafón, a veces sentía que, especialmente si las testigos eran jóvenes y bonitas, se olvidaba un poco del rigor profesional, “Problemas de trabajar con hombres”, pensó para sí.

Una comida cuando dos de sus comensales se encuentran con sus manos esposadas a su cintura es un acto que se puede prolongar mucho en el tiempo, y ya eran casi las cuatro cuando las chicas terminaron las fresas que constituían el postre. Aunque las comidas eran un momento de distensión y las charlas podían llegar a ser muy agradables, el protocolo de higiene, como todos los del Programa de Protección de Testigos, era muy estricto y las dos chicas debieron acudir al cuarto de baño para su higiene dental.

Para ello, y ante la mirada impertérrita de Patricia, una muñeca era liberada de su restricción y con esa mano la chica podía cepillarse los dientes y resto de actividades de higiene que estimara. No era raro que aprovecharan también para aliviar sus vejigas ya que, pasar la tarde sometida a un estricto bondage y firmemente amordazada no era la mejor de las situaciones para afrontar una situación sobrevenida.

Tras veinte minutos dentro del baño, las dos muchachas volvieron a ser esposadas de ambas manos y acompañadas al salón donde Carlos terminaba de ver el noticiario en la televisión.

-          -Qué queréis, ¿ ir a la piscina?

Las dos chicas asintieron con vehemencia.

-          Patricia, acompaña a las chicas y que se pongan el biquini, esta tarde, como han sido buenas chicas se han ganado que las custodiemos mientras disfrutan un poco de las comodidades de la villa.

Al poco las tres chicas estaban de vuelta al salón, con las muñecas todavía esposadas al ancho cinturón de cuero marrón que ceñía su cintura y caminando sobre los altos tacones que realzaban sus esbeltas figuras. Carlos permanecía en la misma posición, viendo los deportes, si bien, sobre la mesa que se encontraba frente a la señorial chimenea que presidía el salón se encontraban los odiados monoguantes y dos mordazas de aro cuyas futuras destinatarias no dejaban lugar a la duda. Una pequeña rebelión iba a tener lugar…

- No, jobá… los monoguantes no- decía Aisha tratando de poner su mejor carita de pena.

- Queremos tomar el Sol, y esas mierdas son muy apretadas, y además, cuando estás en la tumbona no sabes cómo poner los brazos. Y dan calor…

- Y nos van a dejar marca de bronceado…. – terció Martina percibiendo una guardia un poco baja en Carlos-

Patricia asintió ante el último razonamiento.

-      -    Jefe, podemos usar esposas, no van a dejar marca, y, además se podrán meter en la piscina…. Si se lo ganan.

Las dos cautivas ante la irrupción de la inesperada aliada inquirieron  con mirada expectante a Carlos, que sonriendo meneaba la cabeza.

-        -  Bueeeeeeno…. Sois unas caprichosas…. las tres….. hágase.

El agente se levantó y del armario donde se guardaban las restricciones regresó con varios pares de esposas. Patricia observó que, en su elección, la seguridad quedaba garantizada, ya que las muñecas de Martina serían aseguradas por unas esposas en “8” de estilo irlandés, y los brazos serían inmovilizados con unos grilletes “bagno” que sujetaban los codos inmovilizándolos apretando el uno contra el otro.




 

Aisha, considerada como menos de custodia menos exigente , sería asegurada con dos pares de esposas convencionales en muñecas y codos.

Las dos chicas, que ya no eran ajenas al mundo de las restricciones, no pudieron más que lamentarse de una elección tan segura como estricta y, aunque habían logrado la victoria de haber podido evitar el monoguante, esa tarde tampoco se iban a sentir libres como el viento.

Con destreza, en un par de minutos las dos chicas ya lucían su nuevo bondage, que mantenía sus brazos inmóviles, pegados el uno contra al otro y apretados contra el centro de la espalda. El abrazo del metal que llevaba los omóplatos hacia atrás lograba también que el busto se mostrara de forma más prominente, lo que, bajo la sutil tela de los bikinis, era sin duda un detalle que Carlos apreciaba.






Carlos cogió las mordazas de la mesa.

-      - ¿Vais a amordazarnos?  Es muy temprano… por favooooor….

-     -  Si sois buenas, será solo un rato, pero, también tengo derecho a un momentito de calma después de comer, y no quiero que me lo estropeéis poniéndoos las tres a criticar…

Los dos agentes, sonriendo, amordazaron a las chicas que con un mohín habían abierto las bocas para acoger aquellos gigantescos anillos que, tras forzar sus mandíbulas, fueron firmemente apretadas por sus correas quedando abrochadas en las hebillas de sus nucas. 

Una última revisión a todas las restriccionesy aquella curiosa e improbable familia salió hacia el jardín, donde la lujosa terraza con piscina iba a ser el lugar donde iban a disfrutar de aquella bonita tarde de Julio.

 

jueves, 15 de abril de 2021

Las curiosas costumbres de Isla Cane. El juicio de Salomón. Epílogo. (4/4)

 


 

 

Si estuviese en condiciones  de percatarse de cuanto sucedía a su alrededor, la figura solitaria que salía de la sede de Consejo se habría dado cuenta de que la meteorología había cambiado  y, frente al brillante Sol que la había acompañado al entrar, el viento había comenzado a soplar, trayendo nubes desde la mar. Pero ella estaba absorta, ajena a ello.

Jimena Signori descendía las escalinatas del Capitolio como impulsada por una energía sobrenatural, con la mirada fija en el hombre que abajo la contemplaba embriagado de orgullo.

Habían sido casi tres horas de comparecencia delante de los representantes del Consejo de Disciplina, los cuales, no se lo habían puesto fácil. Sus palabras, delante de los severos representantes, habían sonado cabales, sensatas y preñadas de razón, desmontando con argumentos de índole práctico e incluso legal, las observaciones que las señoras y señores del Consejo le habían planteado. Tras su declaración, las sensaciones, y aun en espera de un veredicto, eran buenas, y una cerrada ovación del público asistente, entre el que junto a las chicas se encontraba su marido y también su jefe, había resonado como colofón a sus palabras.

Jimena repasaba mentalmente como hacía apenas unos minutos, mujeres de la calle, desconocidas, muchas de ellas mayores, la abrazaban mientras ella trataba de abrirse paso por los pasillos atestados de curiosos y periodistas que pugnaban entre si por obtener alguna declaración.

Estaba contenta, pero no sonreía, tan sólo anhelaba, como las tortugas que año tras año regresan a la misma playa, arribar a la tranquila ensenada de los brazos de su hombre que abajo la esperaba. Cuando finalmente se reunió con su marido, este la envolvió con sus brazos meciéndola y llenando de besos su cabeza.

-          Mi vida, has estado portentosa, increíble. Has hechizado a todos.

Por toda respuesta, Jimena apretaba la cintura de Rodrigo y se enterraba más en el amplio pecho que le daba refugio.

-          Vámonos. Estoy agotada.

La voz de Jimena, en contraste con el torrente de pasión que había demostrado hacía apenas una hora en el estrado, sonaba vacía, casi de autómata, era evidente que los días de poco dormir, el constante stress ante la oportunidad que se le ofrecía y que no podía malograr, habían pasado factura, y, una vez logrado el objetivo, su cuerpo era casi un cascarón vacío de vida.

En el regreso a casa, Rodri, se afanaba por insuflar algo de hálito a su mujer que más que sentarse se desparramó en el asiento del copiloto.

-          Princesa, quieres que salgamos a cenar, y luego a bailar.

Por toda respuesta, su mujer negó con la cabeza.

-          Igual mañana… estoy rota, no sé qué me pasa.

-          Bueno, gatita, pues mañana. Hoy, mantita y peli, dijo el hombre mientras deslizaba su mano derecha hasta rozar la mano inerme de su mujer.

Cuando llegaron a casa, ya había oscurecido, y el viento zoaba haciendo danzar los árboles del jardín de su casa. La vivienda estaba vacía, ya que Sofía había a provechado unos días festivos para hacer una excursión turística por la ciudad de Valencia de la Correa, considerada como la capital del sur de la isla, y sus alrededores.

Mientras la ducha sonaba en el baño del piso superior, Rodrigo se afanaba por poner la mesita de salón lo más coqueta posible, para cenar algo ligero sentados en el sofá delante del televisor, y preseleccionando varias de esas cintas de misterio y asesinatos francesas que, pese a ponerles siempre mil peros, tanto gustaban a su mujer.

Cuando Jimena bajó vistiendo un corto batín de tacto sedoso por encima de un escueto camisón de verano, su hombre no pudo menos que admirar a su diosa griega. Cuando ambos se sentaron, al  contrario que habitualmente, la conversación no fluía, y los intentos del hombre por entablar una conversación eran resueltos con prontitud por su mujer con algún monosílabo o resoplido y, pese a los intentos de Rodri de poner sus mejores dotes culinarias al servicio de aquella cena, ella, apenas había probado bocado.

Rodrigo se levantó del sofá, y besó la cabeza de su mujer, que apenas acompañó el gesto de su marido con una leve inclinación de cabeza.

-          Pobrecita mía.

Rodrigo se retiró hacia la cocina llevando los platos, la mayoría de los cuales regresaban con su contenido incólume.

Mientras oía a su hombre ocupado en la cocina la mirada de Jimena continuaba perdida, en un punto miles de kilómetros por detrás de aquella pantalla de cristal de vívidos colores, tan perdida que ni siquiera fue consciente de cuando su marido regresó junto a ella. 

 

La joven fiscal continuaba en su mundo, cuando, con un vigoroso movimiento, Rodrigo la tomó y la acomodó sobre sus rodillas.

-          ¡No!, para, ¿Qué haces? ¡No he hecho nada! Solo estaba viendo la peli.

-          Pues mi vida, voy a hacer algo que he debido hacer nada más llegamos a casa. Y no, no estás viendo la película.

Jimena notó como su marido cruzaba las rodillas para que su culo quedara en una posición más expuesta, y cómo su mano experta se deslizaba debajo del batín y del camisoncito de color verde claro y le bajaba las braguitas, para que ni siquiera una mínima barrera de delicada tela se interpusiera en el castigo que iba a recibir. Por primera vez en mucho tiempo, estaba casi airada por ser castigada sin ningún motivo aparente.

-          Rodrigo, levantó el cepillo y lo dejó caer sobre el centro de la nalga derecha de su princesa.

Jimena, impotente casi estaba roja de rabia.

-          Pero…. ¿Por qué?

-          Porque te amo más que a nada gatita. Y no estoy dispuesto a que no disfrutes de tu triunfo. La ansiedad no va a robarte la felicidad que tanto te has currado.

Las explicaciones del hombre confundieron a Jimena que notaba como los cepillazos caían una y otra vez sobre los tersos globos de sus nalgas. La mujer notaba  que, poco a poco, con cada azote, la indignación se iba disipando, y los cepillazos, aunque dolorosos, eran carentes del concepto “consecuencia” que solían llevar implícita, y además se centraban en el centro de sus nalgas, evitando las zonas más sensibles que eran objetivo habitual cuando recibía un castigo. Tras pocos minutos de concienciudo azote, el dolor en sus nalgas era un elemento que había invadido toda su percepción de la realidad, el trasero le ardía, y Jimena, comenzó a llorar y fue, en ese momento, como si un “click” se oyera en su cabeza, y el bloqueo que había experimentado desde que terminó su comparecencia pasó a ser cosa del pasado.

La lluvia de azotes continuaba y sus posaderas eran ya una ardiente cereza roja pero, curiosamente, allí, completamente vulnerable para el bárbaro que la azotaba, la mujer no se sentía castigada, sino dominada por su hombre, sentía que era suya, mientras que el deseo de que hiciera con ella lo que se le antojara crecía en su interior, y pensamientos lúbricos ausentes desde hacía varios días se abrieron camino desde su cerebro hasta su vientre.

Rodrigo notó como, con cada azote, su mujer ya no emitía quejidos dedolor, sino que aquellos habían sido reemplazados por sutiles gemidos los cuales se solapaban con su llanto sereno, en contraste con los sollozos agónicos  típicos de los castigos, hasta que, tras un último azote, el hombre apoyó el cepillo en la mesita supletoria.

-          ¿Mejor?

Su mujer, aun inmovilizada sobre sus rodillas, sonreía y asentía con la cabeza.

-          Mucho. Mucho. Gracias por amarme.

-          Si aún no he hecho nada – rio el hombre que miraba semi derretido los ojos de niña de su esposa-. ¿Quieres que tire para atrás la peli?

Jimena negó.

-          No, quiero que nos vayamos a la camita.

-          A sus órdenes. Y ordena algo más su excelencia.

-          Mmmmmmm….. te lo haré saber…. La sonrisa iluminaba la cara de la mujer aun humedecida por el llanto cuando cogiendo un cojín del sillón se lo apretó contra la cara al pobre Rodrigo que no se esperaba esa añagaza.

El varón, se levantó, y con la pleitesía que se le brinda a una figura sagrada cogió a su mujer en brazos, y, besándola, se encaminó, escaleras arriba hacia la alcoba, depositándola con toda ternura sobre la mullida cama cubierta por un  cobertor de motivos florales.

Jimena gateó juguetonamente sobre la colcha hasta abrir la cama, quedándose sentada apoyándose sobre un brazo.

-          Solo una cosa más… o dos... – dijo la mujer con tono de catedrática- , quiero que me dejes claro lo mucho que me quieres, y aún más claro todo lo que te pertenezco. Mi cielo, sé que estos días has estado viviendo con la activista, la revolucionaria o la fiscal… ahora quiero que te folles a la mujer.

Aunque elocuente, el alegato distaba de ser inocente, y mientras hablaba no le pasó inadvertido que un duro bulto cobraba vida bajo el pantalón del pijama de su hombre. El efecto de las palabras fue mágico, y una avalancha de virilidad se abalanzó sobre ella sometiéndola con un torrente de pasión romántica.

Jimena sentía como, sintiendo a su hombre sobre ella, su propio cuerpo traicionaba todo intento de impostada resistencia, como si su propia naturaleza anhelara que aquel musculado cuerpo acabara triunfando… y le encantaba esa sensación, se sentía a gusto sabiéndose indefensa para su hombre, y notaba como su vientre se humedecía, anhelando el momento en el que el poderoso ariete acabara venciendo la resistencia de una puerta cada vez más debilitada.

Con una poderosa llave, Rodrigo, giró a su mujer que quedó aplastando sus senos contra el colchón, ofreciendo la sonrosada carne de su sexo como útima conquista para su hombre, el cual no tardó en reclamar su recompensa. La endurecida masculinidad penetró dentro del vientre de Jimena que notaba como la parte interior de su cuerpo debía de irse adaptando a aquel intruso que no concedía clemencia en su avance… ni ella la reclamaba. Cada milímetro que penetraba en su barriguita provocaba un gemido que moría antes de salir de su boca, ya permanentemente abierta. En su interior, notaba como su carne sentía las palpitaciones que le transmitía su hombre en su incursión dentro de su cuerpo, y esto la transportaba casi a otra dimensión, notaba como aquella enorme lanza de carne endurecida la partía en dos en un grito silente de placer. Jimena deslizó trabajosamente su mano derecha hasta el sancta sanctorum de su feminidad y, primero suavemente, y al poco con ritmo frenético acariciaba y presionaba la tierna tecla de su placer.

El hombre al que amaba clavado inmisericordemente en su vientre, sentir los azotes que le propinaba con sus fuertes manos en sus ya muy doloridas nalgas y las hábiles caricias sobre su tierna perla, acabaron por hacer rodar a Jimena por la ladera de un feroz orgasmo que sacudió todo su cuerpo, el cual, para colmo de felicidad, se vio enriquecido cuando, al notar las convulsiones del suave y caliente cuerpo femenino bajo él, y alrededor de él, la inclemente lanza que la ensartaba, tras unas sacudidas, derramó un torrente de lava masculina en sus entrañas, y notó como el ardiente magma la derretía por dentro, sin que ella, pudiera hacer nada salvo disfrutarlo.

Jimena permaneció silente, disfrutando de la sensación de victoria pasiva que la embargaba cada vez que notaba como su hombre, satisfecho, iba paulatinamente disminuyendo de tamaño dentro su vientre, finalmente, Rodrigo la abrazó y, con la luz aun encendida, se quedaron dormidos.

 

EPÍLOGO

El dictamen era claro, y podría decirse que, incluso salomónico. Jimena leía la resolución, y no podía dejar de sentirse parcialmente satisfecha.

En el escrito, el Consejo, daba la razón a las proponentes en su reclamación sobre las edades, e incluso, limitaba el tipo de instrumentos a utilizar hasta la mayoría de edad, lo cual aunque plenamente vigente de forma consuetudinaria, nunca había constado en norma escrita. Es de señalar que, socioculturalmente, en la Isla Cane eran muy habituales, y hasta promovidas, actividades juveniles en las cuales chicos mayores ejercían de monitores, y muchas veces, la primera toma de contacto con un futuro novio era estar sobre su regazo, muchísimas parejas de Isla Cane habían nacido de una azotaina, y, en muchos noviazgos un buen cepillazo en el trasero había precedido al primer beso.

En la resolución, especificaba, además, que  reglas, cepillo, cinturón y calzado de suela de goma, eran los únicos instrumentos que podrían ser usados en este tipo de actividades para encauzar a las jovencitas díscolas. Jimena pensó que, si bien, esto tan solo plasmaba lo que ya era una realidad, (las penas para un hombre que se extralimitaba en el castigo eran severísimas), como jurista, siempre estaba bien tenerlo por escrito.

El Consejo había sido más conservador en lo tocante  a la administración de disciplina por parte de las mujeres, y había establecido un proceso muy garantista.

En primer lugar, limitaba su ámbito al profesional en el cual existiera una situación de dependencia jerárquica, la doméstica (una mamá que viviera sola ya no tendría que recurrir a un familiar o vecino para disciplinar a su hija rebelde, proceso que solía terminar con dos colitas rojas como tomates), o, en caso de uniones entre dos mujeres, se autorizaba a administrar disciplina a la que ocupara el puesto de cabeza de familia.

Como medida de garantía, se establecía que siempre existiría como garante un varón, al cual, se podía apelar el castigo si se estimaba que había sido injusto o excesivo, si bien, y para no eliminar el principio de inmediatez de la corrección  este recurso no impedía la administración puntual de la disciplina. Así mismo, en las relaciones laborales, el varón responsable de velar por la equidad y justicia en los castigos, podía juzgar que una disciplina aplicada había sido demasiado draconiana, lo que implicaría un serio castigo para la mujer que la hubiera impartido, o demasiado benévola, en cuyo caso los dos traseros recibirían el ajuste correspondiente.

Jimena, si bien no había pensado en esto,  se admiró de la preclaridad de este punto, ya que, sin duda una supervisión masculina evitaría muchas injusticias y pequeñas “vendetas” o “cambalaches”.

Finalmente, el Consejo privaba a las mujeres del uso de los instrumentos más severos prohibiendo específicamente el uso de varas de todo tipo, de paletas de grandes dimensiones y peso, del cinturón y de correas de buen tamaño. Aunque era como mera recomendación, se hacía menciones como mejores instrumentos a los cepillos del pelo, reglas, calzado de suela de goma, paletas de pequeño tamaño (o espumaderas), tawses y a las correas de poco peso.

Ante la lectura de este último punto, la joven letrada no pudo menos que, de nuevo, admitir la sabiduría del Consejo, que, aun incluyendo innovaciones, no dejaba desvalidas a las mujeres ante una nueva situación.

Jimena, cerró el ordenador portátil y apartó la silla de su mesa no sin antes comprobar que su flamante nueva regla quedaba perfectamente colocada sobre su mesa, el fiscal Sully había solicitado un permiso de vacaciones y ella era la jefa… Ahora, por primera vez en su vida experimentaba una sensación de poder, si bien unido a una gran responsabilidad, y por nada del mundo quería que su trasero tuviera que vérselas con la correa del fiscal debido a una avalancha de reclamaciones en su contra…. Tan solo de pensarlo, un pequeño escalofrío recorrió su nuca… esa dichosa correa, cada vez que hablaba, dejaba a cualquier mujer reducida a una niña arrepentida que solo podía sollozar implorando algo de clemencia…. Ni hablar de vérselas con ella…

Finalmente, se levantó. Era viernes, y Sofía , el fin de semana pasado había sido apercibida por la policía, doce correazos, al haber sido sorprendida tomando el Sol sin parte de arriba en una playa pública, sin duda, el castigo de esa tarde, iba a ser especial, y no quería perdérselo….